Planeta Freud

Archive for agosto 1st, 2009

En mis tratamientos psicoanalíticos (de histerias, neurosis obsesivas, etc.), he tenido repetidas ocasiones de ocuparme de los recuerdos fragmentarios de los primeros años infantiles, conservados en la memoria individual. Tales recuerdos poseen, como ya en otro lugar hemos indicado, una gran importancia patógena.

Pero, aparte de esto, el tema de los recuerdos infantiles ofrece siempre interés psicológico por hacerse en ellos visible una diferencia fundamental entre la conducta psíquica del niño y la del adulto.

Es indudable que los sucesos de nuestros primeros años infantiles dejan en nuestra alma huellas indelebles; pero cuando preguntamos a nuestra memoria cuáles son las impresiones cuyos efectos han de perdurar en nosotros hasta el término de nuestra vida, permanece muda o nos ofrece tan sólo un número relativamente pequeño de recuerdos aislados, de valor muy dudoso con frecuencia y a veces problemático. La reproducción mnémica de la vida, en una concatenación coherente de recuerdos, no comienza sino a partir de los seis o los siete años, y en algunos casos hasta después de los diez.

Mas de aquí en adelante se establece también una relación constante entre la importancia psíquica de un suceso y su adherencia a la memoria. Conservamos en ella todo lo que parece importante por sus efectos inmediatos o cercanos. Olvidamos, en cambio, lo que suponemos nimio.

Si nos es posible recordar a través de mucho tiempo determinado suceso, vemos en esta adherencia a nuestra memoria una prueba de que dicho suceso nos causó, en su época, profunda impresión.

El haber olvidado algo importante nos asombra aún más que recordar algo aparentemente nimio. Esta relación, existente para el hombre normal, entre la importancia psíquica y la adherencia a la memoria, desaparece en ciertos estados anímicos patológicos.

Así, el histérico presenta una singular amnesia, total o parcial, en lo que respecta a aquellos sucesos que han provocado su enfermedad, los cuales, por esta misma causación, e independientemente de su propio contenido, han adquirido, sin embargo, para él máxima importancia.

En la analogía de esta amnesia patológica con la amnesia normal, que recae sobre nuestros años infantiles, quisiéramos ver un significativo indicio de las íntimas relaciones existentes entre el contenido psíquico de la neurosis y nuestra vida infantil.

Estamos tan acostumbrados a este olvido de nuestras impresiones infantiles, que no solemos advertir el problema que detrás de él se esconde, y nos inclinamos a atribuirlo al estado rudimentario de la actividad psíquica del niño.

En realidad, un niño normalmente desarrollado nos muestra ya a los tres o cuatro años una respetable cantidad de rendimientos psíquicos muy complicados, tanto en sus comparaciones y deducciones como en la expresión de sus sentimientos, no existiendo razón visible alguna para que estos actos psíquicos, plenamente equivalentes a los posteriores, hayan de sucumbir a la amnesia.

El estudio de los problemas psicológicos enlazados a los primeros recuerdos infantiles exige como premisa indispensable la reunión de material suficiente, determinándose por medio de una amplia información qué recuerdos de esta edad puede comunicar un número considerable de adultos normales.

C.

y V. Henri iniciaron esta labor en 1895, difundiendo un interrogatorio por ellos formulado. Los interesantísimos resultados de esta información, a la que respondieron ciento veintitrés personas, fueron publicados luego (1897) por sus iniciadores en L’Anné psychologique (tomo III, «Enquête sur les premiers souvenirs de l’enfance»).

Por nuestra parte, no proponiéndonos tratar aquí este tema en su totalidad, nos limitaremos a hacer resaltar aquellos puntos a los que hemos de enlazar nuestro estudio de los recuerdos calificados por nosotros de «encubridores». La época en la que se sitúa el contenido de los recuerdos infantiles más tempranos es, por lo general, la que se extiende entre los dos y los cuatro años (así sucede en ochenta y ocho casos de los reunidos por C. y V. Henri).

Hay, sin embargo, individuos cuya memoria alcanza más atrás, incluso hasta poco tiempo después de cumplir su primer año, y otros, en cambio, que no poseen recuerdo alguno anterior a los seis, los siete o los ocho años. No se sabe aún de qué dependen tales diferencias.

Unicamente se observa dicen los Henri -que una persona cuyo recuerdo más temprano corresponde a una edad mínima (por ejemplo, al primer año de su vida) dispone también de otros diversos recuerdos inconexos de los años siguientes, y que la reproducción de su vida en una cadena mnémica continua se inicia en ella antes que en otras personas cuyo primer recuerdo pertenece a épocas posteriores.

Así, pues, lo que se adelanta o retrasa en los distintos individuos no es tan sólo el momento del primer recuerdo, sino toda la función mnémica.

La cuestión de cuál puede ser el contenido de estos primeros recuerdos infantiles presenta especialísimo interés. La psicología de los adultos nos haría esperar que del material de sucesos vividos serían seleccionadas aquellas impresiones que provocaron un intenso afecto o cuya importancia quedó impuesta a poco por sus consecuencias.

Algunas de las observaciones de los Henri parecen confirmar esta hipótesis, pues presentan como contenidos más frecuentes de los recuerdos infantiles, bien ocasiones de miedo, vergüenza o dolor físico, bien acontecimientos importantes: enfermedades, muertes, incendios, el nacimiento de un hermano, etcétera. Nos inclinaríamos así a suponer que las normas de la selección mnémica son idénticas en el alma del niño y en la del adulto.

Por su parte, los recuerdos infantiles conservados habrán de indicarnos las impresiones que cautivaron el interés del niño, a diferencia del de un adulto, y de este modo nos explicaremos, por ejemplo, que una persona recuerde la rotura de unas muñecas con las que jugaba a los dos años y haya olvidado totalmente, en cambio, graves y tristes sucesos, de los que pudo darse cuenta en aquella misma época.

Habrá, pues, de extrañarnos, por contradecir la hipótesis antes formulada, oír que los recuerdos infantiles más tempranos de algunas personas tienen por contenido impresiones cotidianas e indiferentes que no pudieron provocar afecto ninguno en el niño, no obstante lo cual quedaron impresas en su memoria con todo detalle, no habiendo sido retenidos, en cambio, otros sucesos importantes de la misma época, ni siquiera aquellos que, según testimonio de los padres, causaron gran impresión al niño.

Cuentan así los Henri de un profesor de Filología, cuyo primer recuerdo, situado entre los tres y los cuatro años, le presentaba la imagen de una mesa dispuesta para la comida, y en ella, un plato con hielo.

Por aquel mismo tiempo ocurrió la muerte de su abuela, que, según manifiestan los padres del sujeto, conmovió mucho al niño. Pero el profesor de Filología no sabe ya nada de esta desgracia, y sólo recuerda de aquella época un plato con hielo, puesto encima de una mesa. Otro individuo refiere como primer recuerdo infantil el de haber tronchado una ramita de un árbol durante un paseo. Cree poder indicar todavía el lugar en que esto sucedió. Iba con varias personas, y una de ellas le ayudó a cortar la ramita.

Los Henri suponen muy raros tales casos. Por mi parte, he tenido ocasión de hallarlos con bastante frecuencia, si bien, por lo general, en enfermos neuróticos. Uno de los informadores de los Henri arriesga una explicación, que nos parece acertadísima, de estas imágenes mnémicas, incomprensibles por su nimiedad.

Supone que en estos casos la escena de referencia no se ha conservado sino incompletamente en el recuerdo, pareciendo así indiferente, pero que en los elementos olvidados se hallaría, quizá, contenido todo aquello que la hizo digna de ser recordada.

Mi experiencia está de completo acuerdo con esta explicación. Unicamente nos parecería más exacto decir que los elementos no aparentes en el recuerdo han sido «omitidos» en lugar de «olvidados».

En el tratamiento psicoanalítico me ha sido posible descubrir muchas veces los fragmentos restantes del suceso infantil, demostrándose así que la impresión, de la cual subsistía tan sólo un torso en la memoria , confirmaba. una vez completada, la hipótesis de la conservación mnémica de lo importante. De todos modos, no nos explicamos aún de la singular selección llevada a cabo por la memoria entre los elementos de un suceso, pues hemos de preguntarnos todavía por qué es rechazado precisamente lo importante y conservado, en cambio, lo indiferente.

Para alcanzar tal explicación hemos de penetrar más profundamente en el mecanismo de estos procesos. Se nos impone entonces la idea de que en la constitución de los recuerdos de este orden particular hay dos fuerzas psíquicas, una de las cuales se basa en la importancia del suceso para querer recordarlo, mientras que la otra -una resistencia- se opone a tal propósito.

Estas dos fuerzas opuestas no se destruyen, ni llega tampoco a suceder que uno de los motivos venza al otro -con pérdidas por su parte o sin ellas-, sino que se origina un efecto de transacción, análogamente a la producción de una resultante en el paralelogramo de las fuerzas.

La transacción consiste aquí en que la imagen mnémica no es suministrada por el suceso de referencia -en este punto vence la resistencia-, pero sí, en cambio, por un elemento psíquico íntimamente enlazado a él por asociación, circunstancia en la que se muestra de nuevo el poderío del primer principio, que tiende a fijar las impresiones importantes por medio de la producción de imágenes mnémicas reproducibles.

Así, pues, el conflicto se resuelve constituyéndose en lugar de la imagen mnémica, originalmente justificada, una distinta, producto de un desplazamiento asociativo.

Pero como los elementos importantes de la impresión son precisamente los que han despertado la resistencia, no pueden entrar a formar parte del recuerdo sustitutivo, el cual presentará así un aspecto nimio, resultándonos incomprensible, porque quisiéramos atribuir su conservación en la memoria a su propio contenido, debiendo atribuirla realmente a la relación de dicho contenido con otro distinto, rechazado.

Entre los muchos casos posibles de sustitución de un contenido psíquico por otro, comprobables en diversas constelaciones psicológicas, este que se desarrolla en los recuerdos infantiles, y que consiste en la sustitución de los elementos importantes de un suceso por los más insignificantes del mismo, es uno de los más sencillos.

Constituye un desplazamiento por contigüidad asociativa, o, atendiendo a la totalidad del proceso, en una represión, seguida de una sustitución por algo contiguo (local y temporalmente). ya en otro lugar tuvimos ocasión de exponer un caso muy análogo de sustitución, descubierto en el análisis de una paranoia.

Tratábase entonces de una paciente que oía en sus alucinaciones voces que le recitaban pasajes enteros de la Heiterethei, de O. Ludwing, elegidos precisamente entre los más diferentes y menos susceptibles de una relación con sus propias circunstancia.

El análisis demostró haber sido otros distintos pasajes de la misma obra los que habían despertado en la paciente sentimientos muy penosos.

El afecto penoso motivaba la repulsa de tales pasajes, mas por otro lado no era posible reprimir los motivos que imponían la continuación de estos pensamientos, y de este modo surgió la transacción, consistente en emerger en la memoria con intensidad y claridad patológicas los pasajes indiferentes.

El proceso aquí descubierto -conflicto, represión y sustitución transaccional- retorna en todos los síntomas psiconeuróticos, dándonos la clave de la formación de los mismos. No carece, pues, de importancia su descubrimiento también en la vida psíquica de los individuos normales.

El hecho de recaer para el hombre normal precisamente sobre los recuerdos infantiles constituye una prueba más de la íntima relación entre la vida anímica del niño y el material psíquico de la neurosis; relación tan repetidamente acentuada por nosotros.

Los importantísimos procesos de la defensa normal y patológica y los desplazamientos a los cuales conducen no han sido todavía estudiados, que yo sepa, por los psicólogos, no habiéndose determinado aún los estratos de la actividad psíquica en los que se desarrollan ni las condiciones bajo las cuales se desenvuelven. La causa de esta omisión es, quizá, que nuestra vida psíquica, en cuanto es objeto de nuestra percepción interna consciente, no deja transparentar indicio algunos de estos procesos, sea en aquellos casos que calificamos de «errores mentales», sea en ciertas operaciones tendentes a un efecto cómico.

La afirmación de que una intensidad psíquica puede desplazarse desde una representación, la cual queda despojada de ella, a otra distinta, que toma entonces a su cargo el papel psicológico que venía desempeñando la primera, nos resulta tan extraña como ciertos rasgos de la mitología griega; por ejemplo, cuando los dioses conceden a un hombre el don de la belleza, transfigurándole y como revistiéndole con una nueva envoltura corporal.

Mis investigaciones sobre los recuerdos infantiles indiferentes me han enseñado también que su génesis puede seguir aún otros caminos, y que su aparente inocencia suele encubrir sentidos insospechados. No quiero limitarme en este punto a una mera afirmación, sino que he de exponer ampliamente el más instructivo de los ejemplos por mí reunidos, que inspirará además una mayor confianza por corresponder a un sujeto nada o muy poco neurótico.

Trátase de un hombre de treinta y ocho años , y de formación universitaria, que, a pesar de ejercer una profesión completamente ajena a nuestra disciplina, se interesa por las cuestiones psicológicas desde que conseguimos curarle de una pequeña fobia, con ayuda del psicoanálisis.

Habiendo leído la investigación de C. y V. Henri, me comunicó la siguiente exposición de sus recuerdos infantiles, que ya habían desempeñado cierto papel en el análisis:

«Conservo numerosos recuerdos infantiles muy tempranos, cuyas fechas puedo indicar con gran seguridad, pues al cumplir los tres años abandonamos el lugar de mi nacimiento para establecernos en una ciudad. Los recuerdos a que me refiero se desarrollan todos en mi lugar natal, y corresponden, por tanto, al segundo y tercer año de mi vida. son en su mayoría escenas muy breves, pero claramente retenidas con todos los detalles de la percepción sensorial, contrastando así con los recuerdos de épocas posteriores, carentes en mí de todo elemento visual. A partir de mis tres años se hacen mis recuerdos más raros e imprecisos, mostrando lagunas que comprenden a veces más de un año.

Sólo desde los seis o los siete años comienzan a adquirir continuidad. Los recuerdos correspondientes a la época anterior a nuestro cambio de residencia pueden dividirse en tres grupos. Incluyo en el primero aquellas escenas que mis padres me han referido posteriormente, y de cuya imagen mnémica no puedo decir si existía en mí desde un principio o se constituyó luego de tales relatos.

Observaré, de todos modos, que existen también otros sucesos, cuyo relato me ha sido hecho repetidas veces por mis padres, y a los cuales no corresponde, sin embargo, en mí imagen mnémica ninguna.

El segundo grupo tiene, a mi juicio, más valor. Las escenas que lo constituyen no me han sido -que yo sepa- relatadas, y para muchas de ellas no cabe tal posibilidad, puesto que no he vuelto a ver a las personas que en ellas actuaron. Del tercer grupo me ocuparé más tarde.

Por lo que respecta al contenido de estas escenas, y consiguientemente al motivo de su conservación en la memoria, no carezco de cierta orientación. No puedo de todos modos afirmar que los recuerdos conservados correspondan a los acontecimientos más importantes de aquella época o a los que hoy juzgaría tales.

Del nacimiento de una hermana mía, dos años y medio menor que yo, no tengo la menor idea; nuestra partida de mi ciudad natal, mi primer conocimiento del ferrocarril y el largo viaje en coche hasta la estación no han dejado huella alguna en mi memoria.

En cambio, retuve dos detalles nimios del viaje en ferrocarril, de los cuales ya tuvimos ocasión de hablar en el análisis de mi fobia. Una herida en la cara, que provocó una abundante hemorragia e hizo precisos varios puntos de sutura, hubiera debido causarme máxima impresión.

Todavía hoy puede advertirse en mi rostro la cicatriz correspondiente, pero no conservo recuerdo alguno que se refiera directa o indirectamente a este suceso. Quizá acaeciese antes de cumplir yo lo dos años.

Las imágenes y escenas de estos dos grupos no me causan extrañeza. Son ciertamente recuerdos aplazados, en la mayoría de los cuales ha quedado excluido lo esencial. Pero en algunos, tales elementos importantes se hallan por lo menos indicados, y otros me resultan fáciles de completar con el auxilio de ciertos indicios, logrando así enlazar los distintos fragmentos mnémicos, y mostrándoseme claramente el interés infantil que recomendó a la memoria tales escenas.

Muy otra cosa sucede con el contenido del tercer grupo. Trátase aquí de un material -una escena de alguna extensión y varias pequeñas imágenes- del que yo no sé qué pensar. La escena me parece indiferente e incomprensible su fijación.

Permítame usted que se la describa: Veo una pradera cuadrangular, algo pendiente, verde y muy densa. Entre la hierba resaltan muchas flores amarillas, de la especie llamada vulgarmente «diente de león». En lo alto de la pradera una casa campestre, a la puerta de la cual conversan apaciblemente dos mujeres una campesina, con su pañuelo a la cabeza, y una niñera.

En la pradera juegan tres niños: yo mismo, representando dos o tres años; un primo mío, un año mayor que yo, y su hermana, casi de mi misma edad. Cogemos las flores amarillas, y tenemos ya un ramito cada uno.

El más bonito es el de la niña; pero mi primo y yo nos arrojamos sobre ellas y se lo arrebatamos.

La chiquilla echa a correr, llorando pradera arriba, y al llegar a la casita, la campesina le da para consolarla un gran pedazo de pan de centeno. Al advertirlo mi primo y yo tiramos las flores y corremos hacia la casa, pidiendo también pan. La campesina nos lo da, cortando las rebanadas con un largo cuchillo.

El resabor de este pan en mi recuerdo es verdaderamente delicioso, y con ello termina la escena.»

¿Qué es lo que en este suceso justifica el esfuerzo de retención que me ha obligado a realizar?

No acierto a explicármelo, siéndome imposible precisar a qué circunstancia debe su intensa acentuación psíquica: a nuestro mal comportamiento con la niña, a haberme gustado mucho el color amarillo del diente de león, que hoy no encuentro nada bello, o a que después de corretear por la pradera me supo el pan mejor que de costumbre, hasta el punto de llegar a constituir una impresión indeleble.

No encuentro tampoco relación alguna de esta escena con el interés infantil, fácilmente visible, que enlaza entre si las demás escenas infantiles. Tengo, en general, la impresión de que hay en ella algo falso.

El amarillo de las flores resalta demasiado del conjunto, y el buen sabor del pan me parece también exagerado, como en una alucinación.

Al pensar en estos detalles recuerdo unos cuadros de una exposición humorística, en los cuales aparecían plásticamente sobrepuestos ciertos elementos, y, como es natural, siempre los más inconvenientes; por ejemplo, el trasero de las figuras femeninas.

¿Puede usted mostrarme un camino que conduzca a la explicación o interpretación de este superfluo recuerdo infantil?» Me pareció juicioso preguntar a mi comunicante desde cuándo le ocupaba tal recuerdo; esto es, si retornaba periódicamente a su memoria desde la infancia o se había emergido en ella posteriormente, provocado por algún motivo que recordase.

Esta pregunta constituyó toda mi aportación a la solución del problema planteado, pues lo demás lo halló por si mismo el interesado, que no era ningún principiante en este orden de trabajos.

He aquí su respuesta:

«No había pensado aún en lo que me dice. Pero después de su pregunta se me impone la certeza de que este recuerdo infantil no me ocupó para nada en mi niñez. Me figuro también la ocasión que provocó su despertar con el de otros muchos recuerdos de mis primeros años. Cumplidos ya los diecisiete, volví durante unas vacaciones por vez primera a mi lugar natal, alojándome en casa de una familia con la cual manteníamos relaciones de amistad desde aquellos primeros tiempos. Sé muy bien qué plenitud de emociones me invadieron en esta temporada. Mas para contestar a su pregunta debo relatarle toda una parte de mi vida.

En la época de mi nacimiento gozaban mis padres de una regular posición económica.

Pero al cumplir yo los tres años el ramo industrial al que mi padre se dedicaba experimentó una tremenda crisis, que dio al traste con nuestra fortuna familiar, obligándonos a trasladarnos a la ciudad. Vinieron luego largos años difíciles, en los que nada hubo digno de ser retenido.

En la ciudad no me sentía yo a gusto. La añoranza de los hermosos bosques de mi lugar, a los cuales me escapaba en cuanto aprendí a andar, según testimonia uno de mis recuerdos de entonces, no me ha abandonado nunca. Como ya dije antes, la primera vez que volví a ellos fue a los diecisiete años, invitado a pasar mis vacaciones en casa de una familia amiga, que después de nuestra partida había hecho fortuna. Tuve, pues, ocasión de comparar el bienestar que en ella reinaba con la estrechez de nuestra vida en la ciudad.

Pero además he de confesarle otra circunstancia que me produjo vivas emociones.

Mis huéspedes tenían una hija de quince años, de la que me enamoré en el acto. Fue éste mi primer amor, bastante intenso, pero mantenido en el mas absoluto secreto. La muchacha marchó a los pocos días a un establecimiento de enseñanza, cuyas vacaciones terminaban antes que las mías, y esta separación, después de tan breve conocimiento, contribuyó a avivar mi pasión. Durante largos paseos solitarios por los bellos bosques de mi infancia, vueltos ahora a encontrar, me complacía en imaginar dichosas fantasías, que rectificaban mi pasado.

Si los negocios de mi padre no hubieran declinado, hubiéramos seguido viviendo en aquel lugar, yo me habría criado tan sano y robusto como los hermanos de la muchacha, habría continuado las actividades industriales de mi padre y hubiera podido, por fin, casarme con mi adorada. Naturalmente, no dudaba ni un instante que en las circunstancias creadas por mi fantasía la hubiera amado también con el mismo apasionamiento.

Lo singular es que al verla ahora alguna vez, pues ha contraído matrimonio aquí, me es absolutamente indiferente, y, sin embargo, recuerdo muy bien que durante mucho tiempo después no podía ver nada de un color amarillo, parecido al del traje que llevaba en nuestra primera entrevista, sin emocionarme profundamente.»

Esta última observación me parece análoga a la que antes hizo usted sobre el diente de león, afirmando que ya no le gustaba esta flor. ¿No sospecha usted la existencia de una relación entre el color amarillo del vestido de la muchacha y la exagerada intensidad con que resalta este color en las flores de su recuerdo infantil?

«Quizá; pero no es un mismo color. El vestido de la muchacha era de un amarillo más oscuro. Sin embargo, puedo suministrarle una representación intermedia que acaso sea útil. He visto después en los Alpes que algunas flores, de colores claros en los valles, toman en las alturas matices más oscuros.

Si no me engaño mucho, se encuentra con gran frecuencia en la montaña una flor muy parecida al diente de león, pero de un color más oscuro, que corresponde exactamente el del traje de mi amada de entonces.

Pero déjeme continuar. Debo relatarle aún otro suceso, próximo al anterior, que despertó también mis recuerdos infantiles. Tres años después de mi primer retorno a los lugares de mi infancia fui a pasar las vacaciones a casa de mi tía, en la que encontré de nuevo a mis primeros camaradas infantiles; esto es, a aquellos primos míos que aparecen en la escena cuyo recuerdo nos ocupa. Esta familia había abandonado al mismo tiempo que nosotros nuestra primera residencia, y había logrado rehacer su fortuna en una lejana ciudad.»

¿Y se volvió usted a enamorar esta vez de su prima, forjando nuevas fantasías?

«No. Había ingresado ya en la Universidad, y me hallaba entregado por completo a mis estudios, sin que me quedara tiempo para pensar en mi prima. Así, pues, que yo sepa, mi imaginación permaneció quieta. Pero creo que mi padre y mi tío habían formado el proyecto de hacerme sustituir mis estudios abstractos por otros más prácticos: establecerme después en la ciudad donde mi tío residía y casarme con mi prima; proyecto al que renunciaron, quizá, al verme tan absorbido por mi propios planes.

Sin embargo, yo debía adivinar algo de él, y cuando al terminar mi carrera universitaria pasé por un período difícil, teniendo que luchar mucho tiempo para conseguir un puesto que me permitiera hacer frente a las necesidades de la vida, debí de pensar muchas veces que mi padre hubiera querido compensarme con aquel proyecto matrimonial del trastorno originado en mi vida por sus pérdidas económicas.» Si con esta época de lucha por el pan cotidiano coincidió su primer contacto con las cimas alpinas, tendremos ya un punto de apoyo para situar en ella la reviviscencia del recuerdo infantil que nos ocupa.

«Exacto. Las excursiones por la montaña fueron entonces el único placer que podía permitirme. Pero no comprendo bien la relación que usted persigue.»

Va usted a verlo.

El elemento más intenso de su escena infantil es el buen sabor del pan. ¿No observa usted que esta representación, de la que emana una sensación casi alucinante, corresponde a la idea, fantaseada por usted, de que si hubiera permanecido en su lugar natal se hubiese casado con aquella muchacha y hubiera llevado una vida serena? Esta vida queda simbólicamente representada por el buen sabor del pan, no amargado por la dura lucha para conseguirlo.

El color amarillo de las flores es también una alusión a la misma muchacha. Pero además tenemos en la escena infantil elementos que no pueden referirse sino a la segunda fantasía, o sea, al matrimonio con su prima.

Arrojar las flores para cambiarlas por un pedazo de pan me parece una clara alusión al proyecto paterno de hacerle renunciar a sus estudios abstractos para sustituirlos por una actividad más práctica que le permitiera ganarse el pan. «Resulta así que las dos series de fantasía de cómo hubiera podido lograr una vida menos trabajosa se habrían fundido en un solo producto, suministrado una el color «amarillo» y el pan «de mi lugar», y la otra, el acto de arrojar las flores y los personajes.»

Así es; las dos fantasías han sido proyectadas una sobre otra, formándose con ellas un recuerdo infantil. Las flores alpinas constituyen un indicio de la época en que fue fabricado este recuerdo. Puedo asegurarle, que la invención inconsciente de tales productos no es nada rara.

«Pero entonces no se trata de un recuerdo infantil, sino de una fantasía retrotraída a la infancia.

Sin embargo, tengo la sensación de que la escena recordada es perfectamente auténtica. ¿Cómo compaginar ambas cosas?» Para los datos de nuestra memoria no existe garantía alguna. No obstante, quiero aceptar la autenticidad de la escena. Resultará entonces que entre infinitas escenas análogas o distintas de su vida, la ha elegido usted por prestarse su contenido -indiferente en sí- a la representación de las dos fantasías importantes.

A tales recuerdos, que adquieren un valor por representar en la memoria impresiones y pensamientos de épocas posteriores, cuyo contenido se halla enlazado al suyo por relaciones simbólicas, les damos el nombre de recuerdos encubridores.

Su extrañeza ante el frecuente retorno de esta escena a su memoria se desvanecerá ya al comprobar que está destinada a ilustrar los azares más importantes de su vida y a la influencia de los dos impulsos instintivos más poderosos: el hambre y el amor.

«El hambre queda, en efecto, bien representada; pero ¿y el amor?» A mi juicio, por el color amarillo de las flores. De todos modos, he de confesarle que la simbolización del amor en esta escena infantil resulta mucho más vaga que en los demás casos por mi observados.

«Nada de eso. Caigo ahora en que precisamente la parte principal de la escena no es sino tal simbolización.

Piense usted que el acto de quitar las flores a una muchacha es, en definitiva, desflorarla. ¡Qué contraste entre el atrevimiento de esta fantasía y mi timidez en la primera ocasión amorosa, y mi indiferencia en la segunda !» Puedo asegurarle que tales osadas fantasías constituyen un complemento regular de la timidez juvenil. «Pero entonces lo que ha venido a transformarse en un recuerdo infantil no ha sido una fantasía consciente, sino una fantasía inconsciente.» Pensamientos inconscientes que continúan los conscientes.

Piensa usted: Si me hubiera casado con ésta o con aquélla, y de estos pensamientos surge el impulso a representarse este casamiento.

«Ahora ya puedo continuar por mí mismo. Para el joven irreflexivo, lo más atractivo de todo el tema es la noche de bodas. ¡Qué sabe él de lo que viene detrás! Pero esta representación no se arriesga a emerger a plena luz. La modestia dominante en el ánimo del sujeto y el respeto hacia la muchacha la mantienen reprimida. De este modo permanece inconsciente…»

Y encuentra una derivación, tomando el aspecto de un recuerdo infantil.

Tiene usted razón al afirmar que precisamente el carácter groseramente sensual de la fantasía es lo que impide llegar a constituirse en una fantasía consciente, obligándola a satisfacerse con ser acogida bajo la forma de una florida alusión en una escena infantil.

«Pero ¿por qué precisamente en una escena infantil?»

Quizá para parecer más inocente. ¿Puede usted acaso imaginar algo más contrario que los juegos infantiles a tales y tan maliciosos propósitos de agresión sexual? Además, el refugio de pensamientos y deseos reprimidos en recuerdos infantiles se apoya también en razones más generales, pudiendo observarse regularmente en las personas histéricas.

Parece ser asimismo que el recuerdo de cosas muy pretéritas es propulsado por un motivo de placer. Forsan et haec olim meminisse juvabit.

«Siendo así, pierdo toda confianza en la autenticidad de la escena, y me explico ahora su génesis en la siguiente forma: En las dos ocasiones citadas, y apoyada por motivos muy comprensibles, surgió en mí la idea de que si me hubiera casado con una u otra muchacha sería mi vida mucho más agradable.

La tendencia sensual en mí existente habría repetido la prótasis en imágenes apropiadas para ofrecerle satisfacción.

Esta segunda conformación de la misma idea habría permanecido inconsciente, dada su incompatibilidad con la disposición sexual dominante, pero su mismo carácter inconsciente la capacitó para seguir perdurando en la vida psíquica en tiempos en que su forma consciente había quedado ya desvanecida por las modificaciones de la realidad.

Esta cláusula inconsciente tendería, obedeciendo, como usted afirma, a una ley regular, a transformarse en una escena infantil, a la que su inocencia permitía devenir consciente.

A este fin habría tenido que sufrir una transformación o, mejor dicho, dos transformaciones: una, que despoja a la prótasis de todo su carácter arriesgado, expresándola metafóricamente, y otra, que obliga a la apódosis a una forma susceptible de exposición visual, utilizando para ello como representación intermedia la del «pan». Veo ahora que al forjar tal fantasía realicé algo semejante a una satisfacción de los dos deseos reprimidos: la desfloración. y el bienestar material.

Pero después de darme así cuenta completa de los motivos que me indujeron a imaginar esta fantasía, he de suponer que se trata de algo que jamás sucedió, habiéndose introducido subrepticiamente entre mis recuerdos infantiles.» Ahora soy yo quien tiene que constituirse en defensor de la autenticidad de la escena. Va usted demasiado lejos.

Me ha oído decir que todas estas fantasías tienen una tendencia a constituirse en recuerdos infantiles. Pero he de añadir que no lo consiguen sino cuando ya existe una huella mnémica, cuyo contenido presenta con el de la fantasía puntos diversos de contacto.

Ahora bien: una vez hallado uno de estos puntos -en nuestro caso, el de la desfloración y el acto de arrancar las flores a la muchacha-, el contenido restante de la fantasía es modificado por todo género de representaciones intermedias (piense usted en el pan), hasta que surgen nuevos puntos de contacto con el contenido de la escena infantil.

Es, desde luego, posible que en este proceso sufra también algunas transformaciones la misma escena infantil, quedando así falseados los recuerdos.

En su caso, la escena infantil parece haber sido tan sólo cincelada; piense usted en el excesivo resalte del amarillo y en el exagerado buen sabor del pan.

Pero la materia prima era perfectamente utilizable. De no ser así no hubiera podido este recuerdo hacerse consciente con preferencia a tantos otros. No hubiera usted recordado tal escena como un suceso infantil o hubiera recordado quizá otra, pues ya sabe usted que para nuestro ingenio es muy fácil establecer relaciones entre las cosas más dispares.

Pero, además de la sensación de autenticidad -muy de tener en cuenta- que le produce a usted su recuerdo, hay aún otra cosa que testimonia a favor de la realidad de la escena. Contiene ésta, en efecto rasgos que no encuentran explicación en los hechos con el sentido de las fantasías.

Así, cuando su primo le ayuda a arrebatar las flores a la niña. ¿Podría usted hallar un sentido a un tal auxilio en la desfloración? ¿O al grupo formado por la campesina y la niñera ante la casa? «No lo creo.» Vemos, pues, que la fantasía no cubre por completo la escena infantil, limitándose a apoyarse en algunos de sus puntos.

Esta circunstancia habla en favor de la autenticidad del recuerdo infantil.

«¿Cree usted muy frecuente la posibilidad de interpretar así, con exactitud, recuerdos infantiles aparentemente inocentes?»

Según mi experiencia, frecuentísima.

¿Quiere usted que intentemos en chanza ver si los dos ejemplos comunicados por los Henri permiten ser interpretados como recuerdos encubridores de sucesos e impresiones posteriores?

Me refiero al recuerdo de un plato con hielo, colocado encima de la mesa dispuesta para comer, y al de haber tronchado durante un paseo, con ayuda de otra persona, una rama de un árbol.

Mi interlocutor reflexionó un momento: «Con respecto al primero, no se me ocurre nada.

Probablemente ha tenido efecto en él un desplazamiento, pero me es imposible adivinar los elementos intermedios.

En cuanto al segundo, arriesgaría una interpretación si el sujeto fuera un alemán y no un francés.» Ahora soy yo quien no entiende. ¿Qué puede cambiar? «Mucho, puesto que la expresión verbal facilita probablemente el enlace entre el recuerdo encubridor y el encubierto.

En alemán, la expresión «arrancarse una» (sich einen ausreissen) constituye una alusión vulgar, muy conocida, al onanismo. La escena retrotraería a la primera infancia el recuerdo de una ulterior iniciación en el onanismo, toda vez que en el acto de arrancar la rama es ayudado el sujeto por alguien.

Pero lo que no armoniza con esta interpretación es la presencia, en la escena recordada, de otras varias personas.» Mientras que la iniciación en el onanismo tenía que haberse desarrollado en secreto, ¿no es eso? Precisamente, esta antítesis favorece su interpretación.

Es utilizado de nuevo para dar a la escena un aspecto inocente. ¿Sabe usted lo que significa en nuestros sueños ver en derredor nuestro «mucha gente desconocida», como sucede con gran frecuencia en aquellos en los que nos vemos desnudos, sintiéndonos terriblemente embarazados bajo las miradas de los circunstantes?

Pues la idea que encierra esta visión es la de «secreto», plásticamente expresada por su antítesis. De todos modos, nuestra interpretación de estos casos de los Henri carece de toda base, pues ni siquiera sabemos si un francés reconocería en la frase casser une branche d’un arbre, o en otra semejante, una alusión al onanismo.

Con el anterior análisis, fielmente reproducido, creemos haber aclarado suficientemente nuestro concepto del recuerdo encubridor como un recuerdo que no debe su valor mnémico al propio contenido, sino a la relación del mismo con otro contenido reprimido.

Según el orden a que tal relación pertenezca, podemos distinguir diversas clases de recuerdos encubridores. De dos de estas clases hemos encontrado ejemplos entre aquellos productos psíquicos que consideramos como nuestros más tempranos recuerdos infantiles, siempre que se incluyan también bajo el concepto de recuerdo encubridor aquellas escenas infantiles incompletas que deben precisamente a este carácter su apariencia inocente.

Ha de suponerse que los restos mnémicos de épocas ulteriores de la vida suministran también material para la formación de recuerdos encubridores. No perdiendo de vista los caracteres principales de estos recuerdos -gran adherencia a la memoria, no obstante un contenido indiferente- resulta fácil encontrar en nuestra memoria numerosos ejemplos de este género.

Una parte de estos recuerdos encubridores, de contenido ulteriormente vivido, debe su importancia a una relación con sucesos reprimidos de la primera juventud, inversamente a como sucedía en el caso antes analizado, en el cual un recuerdo infantil queda justificado por algo ulteriormente vivido.

Según que sea una u otra la relación temporal entre lo encubierto, podemos hablar de recuerdos encubridores regresivos o progresivos. Conforme a otra relación, distinguimos recuerdos encubridores positivos y negativos, cuyo contenido se halla en una relación antitética con el contenido reprimido.

El tema merecería ser tratado con mayor amplitud. Por lo pronto, me conformaré con hacer observar cuán complicados procesos -totalmente análogos, por lo demás, a la producción de síntomas histéricos- intervienen en la formación de nuestro tesoro mnémico.

Nuestros más tempranos recuerdos infantiles serán siempre objeto de un especial interés, porque el problema planteado por el hecho de que las impresiones más decisivas para el porvenir del sujeto puedan no dejar tras de sí una huella mnémica, induce a reflexionar sobre la génesis de los recuerdos conscientes.

Al principio nos inclinaremos seguramente a excluir de los restos mnémicos infantiles, como elementos heterogéneos, los recuerdos encubridores y a suponer, simplemente, que las demás imágenes surgen simultáneamente al suceso vivido, como consecuencia inmediata del mismo, retornando periódicamente, a partir de este momento, conforme a las conocidas leyes de la reproducción.

Pero una observación más sutil nos descubre rasgos que no armonizan con esta hipótesis. Así, ante todo, lo siguiente: en la mayoría de las escenas infantiles importantes, el sujeto se ve a sí mismo en edad infantil y sabe que aquel niño que ve es él mismo; pero lo ve como lo vería un observador ajeno a la escena. Los Henri no omiten hacer notar que muchos de sus informadores insisten en esta peculiaridad de las escenas infantiles.

Ahora bien: es indudable que esta imagen mnémica no puede ser una fiel reproducción de la impresión recibida en aquella época. El sujeto se hallaba entonces en el centro de la situación y no atendía a su propia persona, sino al mundo exterior.

Siempre que en un recuerdo aparece así la propia persona, como un objeto entre otros objetos, puede considerarse esta oposición del sujeto actor y el sujeto evocador como una prueba de que la impresión primitiva ha experimentado una elaboración secundaria.

Parece como si una huella mnémica de la infancia hubiera sido retraducida luego en una época posterior (en la correspondiente al despertar del recuerdo) al lenguaje plástico y visual. En cambio, no surge jamás en nuestra conciencia nada semejante a una reproducción de la impresión original.

Hay todavía un segundo hecho que prueba, aún con mayor fuerza, la exactitud de esta segunda concepción de las escenas infantiles.

Entre los diversos recuerdos infantiles de sucesos importantes, que surgen todos con igual claridad y precisión, hay cierto número de escenas que al ser contrastadas -por ejemplo, con los recuerdos de otras personas- se muestran falsas.

No es que hayan sido totalmente inventadas; son falsas en cuanto transfieren la situación a un lugar en el que no se ha desarrollado (como sucede en uno de los casos reunidos por los Henri), funden varias personas en una sola o las sustituyen entre sí, o resultan ser una amalgama de dos sucesos distintos.

La simple infidelidad de la memoria no desempeña precisamente aquí, dada la gran intensidad sensorial de las imágenes y la amplia capacidad funcional de la memoria, ningún papel considerable.

Una minuciosa investigación nos muestra más bien que tales falsedades del recuerdo tienen un carácter tendencioso, hallándose destinadas a la represión y sustitución de impresiones repulsivas o desagradables.

Así, pues, también estos recuerdos falseados tienen que haber nacido en una época en la que ya podían influir en la vida anímica tales conflictos e impulsos a la represión, o sea en una época muy posterior a aquella que recuerdan en su contenido.

Pero también aquí es el recuerdo falseado el primero del que tenemos noticia. El material de huellas mnémicas del que fue forjado nos es desconocido en su forma primitiva.

Este descubrimiento acorta a nuestros ojos la distancia que suponíamos entre los recuerdos encubridores y los demás recuerdos de la infancia. Llegamos a sospechar que todos nuestros recuerdos infantiles conscientes nos muestran los primeros años de nuestra existencia, no como fueron, sino como nos parecieron al evocarlos luego, en épocas posteriores.

Tales recuerdos no han emergido, como se dice habitualmente, en estas épocas, sino que han sido formados en ellas, interviniendo en esta formación y en la selección de los recuerdos toda una serie de motivos muy ajenos a un propósito de fidelidad histórica.

Minuciosas investigaciones realizadas estos últimos años me han llevado al convencimiento de que las causas más inmediatas y prácticamente importantes de todo caso de enfermedad neurótica han de ser buscadas en factores de la vida sexual.

Esta teoría no es totalmente nueva. Desde siempre, y por todos los autores, se ha concedido a los factores sexuales cierta importancia en la etiología de las neurosis, y algunas corrientes inferiores de la Medicina han reunido también siempre la curación de los «trastornos sexuales» y de la «debilidad nerviosa» en una sola promesa. No será, pues, difícil discutir a esta teoría la originalidad, si alguna vez se renuncia a negar su exactitud.

En algunos breves trabajos publicados durante estos últimos años en las revistas Neurologisches Zentralblatt, Revue Neurologique y Wiener Klinischer Rundschau, he tratado de indicar el material y los puntos de vista que ofrecen un apoyo científico a la teoría de la «etiología sexual de las neurosis».

Lo que no he llevado aún a cabo es una exposición detallada de tal teoría, porque al tratar de explicar el conjunto de datos efectivamente comprobados se nos plantean de continuo nuevos problemas, cuya solución exige una labor preparatoria aún no realizada.

No me parece, en cambio, prematura una tentativa de orientar hacia los resultados de mis investigaciones el interés del médico práctico, para convencerle, a un mismo tiempo, de la exactitud de mis afirmaciones y de las ventajas que su conocimiento puede aportarle en el ejercicio de su actividad.

Sé muy bien que se intentara apartar al médico de este camino empleando argumentos moralistas.

Para adquirir la convicción de que las neurosis de sus enfermos tienen realmente una relación con la vida sexual de los mismos, habrá de interrogarlos insistentemente sobre su vida sexual hasta lograr un completo y sincero esclarecimiento, y en esta investigación se ve un peligro, tanto para el individuo como para la sociedad.

El médico -se dice- no tiene derecho a penetrar en los secretos sexuales de sus pacientes, lastimando su pudor, sobre todo cuando se trata de personas de sexo femenino.

Su torpe intervención no puede sino destruir la felicidad familiar, ofender la inocencia de los pacientes jóvenes y suplantar la autoridad de sus padres; dar, en fin, a su propia relación con los enfermos adultos un carácter embarazoso y forzado. Constituye, pues, para él un deber de carácter ético permanecer ajeno a toda cuestión sexual.

Todo esto no es sino la expresión de una mojigatería indigna del médico, mal encubierta con deleznables argumentos.

Si realmente se reconoce a los factores de la vida sexual la categoría de causas patógenas, su estudio y discusión constituirán para el médico un deber ineludible.

Al obrar así, no se hace reo de un mayor atentado contra el pudor que al reconocer, por ejemplo, los órganos genitales de una paciente para curar una afección local. De mujeres ya maduras residentes en lugares alejados de la capital, se oye contar aún, alguna vez, que han preferido irse agotando en repetidas hemorragias genitales, a consentir un reconocimiento médico.

La influencia educativa ejercida por los médicos ha logrado, en el curso de una generación, que entre las mujeres de hoy sean ya muy raros tales casos de resistencia, y si aún surge alguno, es considerado como una ridícula gazmoñería.

¿Vivimos acaso en Turquía? -preguntaría el médico-, donde las mujeres enfermas sólo pueden mostrar al médico el brazo pasándolo a través de un agujero de la pared? No es exacto que el examen y la revelación de las circunstancias sexuales den al médico un peligroso poder sobre la paciente.

La misma objeción hubiera podido oponerse a las narcosis, que despoja al enfermo de su conciencia y de su voluntad y le entrega en manos del médico sin que sepa cuándo las recobrará, ni si las recobrará siquiera. Y, sin embargo, se ha hecho indispensable, por los servicios insustituibles que presta a la terapia, habiendo agregado el médico a sus ya graves deberes la responsabilidad de su empleo.

El médico puede siempre causar daños cuando carece de habilidad o de conciencia, pero lo mismo en cualquiera de sus intervenciones profesionales que en la investigación de la vida sexual. Naturalmente, aquellos que después de un severo examen de su personalidad no se concedan el tacto, la severidad y la discreción necesarios para el examen de los neuróticos, y sepan que los descubrimientos de orden sexual han de despertar en ellos un voluptuoso cosquilleo en lugar de un riguroso interés científico, harán muy bien en permanecer alejados del tema de la etiología de las neurosis.

Por nuestra parte, sólo les pedimos, además, que no se dediquen al tratamiento de enfermos nerviosos. Tampoco es exacto que los enfermos opongan obstáculos insuperables a una investigación de la vida sexual. Los adultos suelen poner término en seguida a sus vacilaciones, reflexionando que el médico puede saberlo todo.

Para muchas mujeres, forzadas a ocultar en la vida de relación sus impulsos sexuales, constituye un alivio advertir que el médico antepone a todo su curación, estándoles permitido adoptar, por fin, alguna vez una franca actitud, puramente humana, ante las cosas sexuales.

En la conciencia vulgar parece haber existido siempre un oscuro conocimiento de la importancia de los factores sexuales para la génesis de la nerviosidad.

En mi consulta he presenciado numerosas escenas del tenor siguiente: Se nos presenta un matrimonio. Uno de los cónyuges padece de neurosis.

Al cabo de muchos rodeos y de reflexiones, tales como la de que si el médico quiere alcanzar algún éxito en estos casos ha de prescindir de ciertas convenciones, etc., les comunicamos nuestra sospecha de que el motivo de la enfermedad reposa en ciertas prácticas sexuales, antinaturales y dañosas, adoptadas por ellos después del último parto de la mujer:

Ante estas palabras, uno de los cónyuges se dirige al otro y le dice: «¿Lo ves? Ya te dije que eso me haría enfermar.» Y el interpelado responde: «También yo lo pensaba, pero ¿qué íbamos a hacer?» En otras distintas circunstancias (por ejemplo, cuando se trata de muchachas jóvenes, a las que se educa generalmente en un encubrimiento sistemático de su vida sexual) ha de contentarse el médico con una menor sinceridad.

Cuidará entonces de no afrontar la cuestión sexual sin una minuciosa preparación, de manera que no haya de demandar de la enferma esclarecimiento alguno previo, sino tan sólo la confirmación de sus hipótesis.

Aquellos que consientan ceñirse a mis indicaciones sobre la forma de traducir al lenguaje etiológico la morfología de la neurosis, no precisarán acudir, en gran medida, a las confesiones de los pacientes. Con la descripción de sus síntomas patológicos -revelada siempre de buen grado- les informarán los enfermos, por lo general, los factores sexuales que detrás de tales síntomas se esconden.

Sería muy ventajoso que los enfermos se dieran mejor cuenta de la seguridad con la que el médico puede ya interpretar los trastornos nerviosos que los aquejan y deducir su etiología sexual.

Ello los llevaría a prescindir de toda ocultación desde el momento en que se decidieron a pedir el auxilio de la Ciencia.

A todos interesa que también en las cuestiones sexuales se llegue a observar entre los hombres como un deber, una mayor sinceridad. Con ello ganaría mucho la moral sexual.

Actualmente, todos, enfermos y sanos, nos hacemos reos de hipocresía en este orden de cosas. La general sinceridad habría de traer consigo una mayor tolerancia a todos conveniente. Algunos de los problemas debatidos por los neurólogos no han logrado atraer aún el interés de los médicos.

Así, la estricta diferenciación de la histeria y la neurastenia, la distinción de una histeroneurastenia, la adscripción de las representaciones obsesivas a la neurastenia o su reconocimiento como una neurosis especial, etc., etc.

En realidad, tales diferenciaciones pueden serles indiferentes en tanto no enlacen a ellas un conocimiento más profundo de la enfermedad y una norma terapéutica y se limiten a aconsejar al paciente, en todos los casos, una cura hidroterápica, o a decirle que su dolencia es puramente imaginaria. No así, en cambio, si aceptan nuestros puntos de vista sobre las relaciones causales de la sexualidad con la neurosis.

Despierta entonces un nuevo interés hacia la sintomatología de los diversos casos neuróticos, y adquiere gran importancia práctica saber disociar con exactitud los componentes del complicado cuadro patológico y dar a cada uno su nombre exacto. Resulta, en efecto, fácil traducir en etiología la morfología de las neurosis, y de este conocimiento etiológico se derivan por sí mismas nuevas indicaciones terapéuticas.

El examen minucioso de los síntomas nos permite siempre establecer un importante diagnóstico diferencial, mostrándonos si el caso de que se trate presenta los caracteres de la neurastenia o los de una psiconeurosis (histeria, representaciones obsesivas). (Surgen también con extraordinaria frecuencia casos mixtos, en los cuales los signos de la neurastenia aparecen unidos a los de una psiconeurosis pero de ellos trataremos más adelante.)

El examen del enfermo sólo en las neurastenias nos descubre ya los factores etiológicos sexuales, que en estos casos son conocidos por el paciente y pertenecen a la actualidad o, mejor dicho, al período que se extiende a partir de la época de su madurez sexual (aunque de todos modos no pueda aplicarse a todos los casos esta limitación).

En las psiconeurosis tal examen nos proporciona escaso rendimiento. Sólo nos facilita eventualmente, el conocimiento de factores a los que hemos de reconocer la categoría de motivos patógenos ocasionales, y que pueden tener o no una relación con la vida sexual del sujeto.

En el primer caso resultan iguales a los factores etiológicos de la neurastenia, no presentando, por tanto, un carácter específico en lo que se refiere a la causación de la neurosis. Y, sin embargo, también la etiología de las psiconeurosis reposa siempre nuevamente en la sexualidad. Dando un singular rodeo, del que más tarde hablaremos, logramos llegar al conocimiento de esta etiología y a comprender que el enfermo no supiera decirnos nada de ella.

Los sucesos y las influencias en el fondo de toda psiconeurosis no pertenecen a la actualidad, sino a una época muy pretérita de la vida del sujeto, a su primera infancia, habiendo sido olvidados luego, aunque sólo en cierto sentido, por el enfermo.

Todos los casos de neurosis poseen, pues una etiología sexual; pero tal etiología se halla constituida por sucesos actuales en las neurastenias, e infantiles en las psiconeurosis, siendo ésta la primera antítesis importante en la etiología de las neurosis. Una segunda antítesis se deriva de la diferencia que presenta el cuadro sintomático de la neurastenia.

En esta enfermedad hallamos, por un lado, casos que presentan en primer término ciertos trastornos característicos de la neurastenia (pesadez de cabeza, fatiga, dispepsia, estreñimiento, irritación espinal, etc.,) existiendo, en cambio, otros en los que el cuadro sintomático aparece formado por síndromes distintos, relacionados todos con la «angustia» como perturbación central (sobresalto, inquietud, temores, ataque de angustia rudimentarios y suplementarios, vértigo locomotor, agorafobia, insomnios, hiperestesia, etc.).

Dejando al primero de estos tipos de neurastenia el nombre de tal, hemos dado al segundo el de «neurosis de angustia»; diferenciación que hubimos de justificar ya en un trabajo anterior, en el que intentamos también explicar la general aparición conjunta de ambas neurosis.

Para nuestros fines actuales nos bastará hacer resaltar que a la diferencia sintomática de estas dos formas de neurosis corresponde una diferente etiología. La neurastenia es imputable siempre a cierto estado del sistema nervioso, surgido a consecuencia de la masturbación excesiva o de continuadas poluciones espontáneas.

En la génesis de la neurosis de angustia hallamos con regularidad influjos sexuales que presentan como carácter común la continencia o la satisfacción incompleta; así, el coito interrumpido, la abstinencia en individuos de libido muy intensa, las llamadas excitaciones frustradas, etc.

En el breve ensayo, en el que intentamos introducir en la morfología de las neurosis la neurosis de angustia, formulamos ya el principio de que la angustia es, en general, libido desviada de sus fines.

En los casos mixtos en los cuales surgen conjuntamente síntomas de neurastenia y de neurosis de angustia, nos atenemos al principio, empíricamente descubierto, de que una mezcla de neurosis corresponde a una acción conjunta de varios factores etiológicos.

Este principio resulta siempre confirmado en la práctica, y sería interesante examinar con cuánta frecuencia quedan enlazados orgánicamente entre sí estos factores etiológicos por la conexión de los procesos sexuales (por ejemplo, el coito interrumpido o la potencia insuficiente del hombre) con la masturbación. Una vez seguramente diagnosticado un caso de neurosis neurasténica, y exactamente agrupados sus síntomas, podemos ya traducir la sintomatología en etiología, y pedir luego al enfermo la confirmación de nuestras hipótesis.

Sin dejarnos desorientar por su negativa inicial, insistiremos en nuestras deducciones, y nuestra firme convicción acabará con vencer toda resistencia.

En esta labor aprendemos lo suficiente como para componer un tratado altamente instructivo sobre la vida sexual del hombre, imponiéndosenos cada vez más la necesidad de libertar a la ciencia sexual de la interdicción que sobre ella pesa.

Teniendo en cuenta que las pequeñas desviaciones de la normalidad sexual son demasiado frecuentes para conceder un valor a su descubrimiento, sólo aceptaremos del enfermo neurótico, como explicación de su dolencia, una grave y duradera anormalidad de su vida sexual, sin que esta insistencia nuestra en la rebusca de una etiología sexual pueda nunca decidir a un enfermo psíquicamente normal a atribuirse, como alguna vez se ha sospechado, pecados sexuales imaginarios.

Siguiendo con nuestro paciente este procedimiento, adquirimos además la convicción de que la teoría de la etiología sexual de la neurastenia carece de excepciones.

Esta convicción ha llegado a ser en mí tan absoluta, que el resultado negativo del examen toma a mis ojos un valor diagnóstico, haciéndome suponer que tales casos no pueden ser de neurastenia. De este modo he llegado a diagnosticar varias veces una parálisis progresiva en lugar de una neurastenia por no haberme sido posible comprobar que el enfermo se entregase a una masturbación excesiva, premisa necesaria de mi teoría, y el curso ulterior de estos casos me ha dado siempre la razón.

En otro enfermo, que sin presentar claras modificaciones orgánicas se quejaba de dolores de cabeza y dispepsia, y oponía a mis sospechas sexuales una firme y constante negativa, de cuya sinceridad no podía dudarse, se me ocurrió diagnosticar una supuración latente en una de las cavidades nasales, y un rinólogo confirmó totalmente este diagnóstico, deducido del examen sexual negativo, curando totalmente al enfermo por medio de una operación, en la que hubo de provocar la salida de una gran cantidad de pus fétido. contenido en la cavidad de Highmor.

La existencia de «casos negativos» puede quedar también fingida por otras circunstancias. Hallamos, en efecto, casos en los que el examen revela una vida sexual normal, tratándose, no obstante, de enfermos cuya neurosis presenta a primera vista todos los caracteres de una neurastenia o una neurosis de angustia.

Pero una más penetrante investigación acaba siempre por descubrirnos la verdad. Detrás de tales casos, en los que al principio creímos ver una neurastenias se esconde como psiconeurosis una histeria o una neurosis obsesiva.

Especialmente la histeria, que tantas afecciones orgánicas imita, puede fácilmente fingir una de las formas de las neurosis actuales, elevando sus síndromes a la categoría de síntomas histéricos. Tales histerias de forma neurasténica no son nada raras.

Sin embargo, no debe creerse que el arbitrio de acogerse a las psiconeurosis en los casos de neurastenia con examen sexual negativo no se halla exento de dificultad.

Para establecer el nuevo diagnóstico hemos de recurrir al único método que puede llevarnos sin error al descubrimiento de una histeria: esto es, el psicoanálisis, del que más adelante hablaremos.

Aunque aquellos que se hallen dispuestos a tener en cuenta en sus enfermos neurasténicos la etiología sexual se inclinarán, quizá, a juzgarnos unilaterales al ver que no invitamos al médico a atender también a los demás factores citados por los tratadistas como causas de la neurastenia.

Así, pues, hemos de hacer constar que está muy lejos de nuestro ánimo sustituir totalmente dichos factores por la etiología sexual y negarles de este modo toda influencia. Nos limitamos a afirmar que a todos los factores etiológicos reconocidos por los tratadistas en la génesis de la neurastenia deben agregarse los sexuales, desatendidos hasta hoy.

Ahora bien: estos factores sexuales ocupan, a nuestro juicio, en la serie etiológica, una situación preeminente, por ser los únicos que se presentan en todo caso de neurastenia, sin excepción alguna, y los únicos capaces de producir la neurosis por si solos, quedando así rebajados los demás factores a la categoría de una etiología auxiliar y suplementaria.

Sólo estos factores sexuales permiten al médico descubrir relaciones indudables entre su diversidad y la variedad de los cuadros patológicos.

En cambio, aquellos casos en los que el sujeto ha enfermado de neurastenia, supuestamente a consecuencia del exceso de trabajo, de emociones intensas, de una fiebre tifoidea, etc., no muestran en sus síntomas nada común, ni me permiten deducir de la etiología el probable cuadro sintomático, o inversamente, de los síndromes, la causa etiológica.

Las causas sexuales son también las que antes ofrecen al médico un punto de apoyo para su acción terapéutica. La herencia es indudablemente un factor importante cuando realmente existe, pues permite la emergencia de graves defectos patológicos en casos que sin ella hubieran sido leves.

Pero la herencia resulta inaccesible al influjo del médico. Cada individuo trae consigo al mundo determinadas predisposiciones, contra las que nada podemos. Sin embargo, tampoco debemos olvidar que precisamente en la etiología de las neurastenias ha de negarse a la herencia el primer puesto. La neurastenia (en sus dos formas pertenece a aquellas afecciones que todo individuo exento de taras hereditarias puede adquirir sin dificultad.

Si así no fuera, seria increíble su extraordinario incremento actual, tan lamentado por todos los tratadistas.

Por lo que respecta a la civilización, a la cual se suele atribuir la causación de la neurastenia quizá tengan también razón los autores (aunque en distinto sentido del que afirman); pero el estado de nuestra civilización es igualmente inmodificable por la acción individual, siendo además un factor cuya influencia general sobre los miembros de una misma sociedad no explica nunca la elección de la forma patológica.

El médico no neurasténico se halla bajo la misma influencia, supuestamente nefasta, de la civilización que el enfermo neurasténico al que ha de tratar. La importancia de las influencias agotadoras queda subsistente con la restricción antes indicada.

En cambio, se abusa extraordinariamente del surmenage como factor etiológico de la neurosis. Es exacto que el individuo predispuesto a la neurastenia por sus dañosas prácticas sexuales soporta mal el trabajo intelectual y los esfuerzos psíquicos de la vida; pero el trabajo y la excitación por si solos no conducen a nadie a la neurosis.

Por el contrario, el trabajo intelectual es una excelente protección contra las enfermedades neuróticas.

Precisamente los trabajadores intelectuales más resistentes son respetados por la neurastenia, y el surmenage, a que los neurasténicos achacan su enfermedad, no merece casi nunca, ni por su cantidad ni por su calidad, el nombre de «trabajo intelectual». Los médicos habrán de acostumbrarse a explicar al empleado que dice haberse matado a trabajar en su oficina, o a la mujer a quien se hace excesivamente pesado el gobierno de su casa, que no han enfermado por haber intentado realizar sus deberes, fáciles en realidad para un cerebro civilizado, sino por haber descuidado y estropeado groseramente mientras tanto su vida sexual.

Sólo la etiología sexual nos facilita además la compresión de todos los detalles de los historiales clínicos de los neurasténicos, descubriéndonos las causas de sus enigmáticas mejorías en pleno curso de la enfermedad y de sus agravaciones, no menos incomprensibles, relacionadas habitualmente por los enfermos y los médicos con la terapia emprendida.

En mi colección, que abarca más de doscientos casos, encuentro el de un individuo que, después de una cura en el establecimiento de Woerishofen, pasó un año entero extraordinariamente mejorado.

Al cabo de este tiempo recayó y acudió de nuevo al citado balneario, con la esperanza de nueva mejoría, sin obtener esta vez alivio alguno. Una ojeada a la crónica familiar de este enfermo nos resolvió el doble enigma.

Seis meses y medio después de su primer retorno de Woerishofen tuvo su mujer un niño. Resulta, pues, que al separarse de su mujer para emprender la cura se encontraba aquélla al principio de un embarazo aún ignorado, y a su retorno pudo el sujeto practicar con ella un comercio sexual normal.

Pero cuando después del parto volvió a realizar el coito interrumpido, surgió de nuevo la neurosis, y la nueva cura no dio resultado alguno, toda vez que al volver a su casa hubo de continuar la práctica patógena.

Otro caso análogo, en el que también se hizo posible aclarar un inesperado efecto de la terapia, resultó aún más instructivo por presentar una enigmática transformación de los síntomas de la neurosis. Un joven nervioso había sido enviado por su médico a un establecimiento hidroterápico excelentemente dirigido en busca de alivio de una neurastenia típica.

El estado del enfermo comenzó en seguida a mejorar visiblemente, haciendo esperar que nuestro sujeto abandonaría el balneario convertido en partidario entusiasta de la hidroterapia.

Pero en la sexta semana sobrevino un cambio. El enfermo «no toleraba ya el agua»; se hallaba cada vez más nervioso, y al cabo de dos semanas más abandonó el establecimiento. Cuando luego acudió a mí, quejándose de tal engaño de la terapia, hice que me enterase de los síntomas que le habían atacado en medio de la cura, comprobando en ellos un cambio singular.

Al llegar al balneario sufría pesadez de cabeza, dispepsia y cansancio, y los síntomas que interrumpieron la cura habían sido excitación, ataques de opresión, vértigos al andar e insomnios.

Pude entonces decirle lo siguiente:

«Es usted injusto con la hidroterapia. Como usted sabe muy bien, su enfermedad se debe a una continuada masturbación. En el balneario ha cesado usted de practicar este género de satisfacción sexual, y ha obtenido con ello una rápida mejoría. Pero cuando ya empezaba a sentirse bien ha cometido usted la imprudencia de entablar, quizá con una señora del mismo balneario, unas relaciones que sólo podían conducir a excitaciones sexuales sin satisfacción ulterior. Tales relaciones, y no una repentina intolerancia de la hidroterapia, le han hecho recaer en su enfermedad. De su actual estado deduzco además que todavía continúa usted viendo aquí, en la capital, a dicha señora.»

El enfermo confirmó punto por punto mis palabras.

La terapia actual de la neurastenia, tal y como es practicada en los mejores balnearios, tiende a conseguir el alivio de los estados nerviosos, tonificando y tranquilizando al paciente.

A mi juicio, sólo puede reprochársele el desatender las condiciones sexuales del caso. Mi experiencia me inclina a desear que los médicos directores de tales establecimientos se den clara cuenta de que sus enfermos no son víctimas de la civilización o de la herencia, sino -sit venia verboinválidos de la sexualidad.

De este modo se explicarían mejor tanto sus éxitos como sus fracasos, y tenderán además a alcanzar nuevos resultados positivos, encomendados hoy al azar o a la conducta espontánea del enfermo. Cuando se saca de su casa a una mujer aquejada de angustia y neurastenia y se la envía a un balneario, en el cual, libre de todo cuidado, se la somete a un régimen de baños, ejercicios gimnásticos y alimentación adecuada, se tenderá a ver en la brillante mejoría, conseguida en algunas semanas o meses, un resultado del reposo gozado por la enferma y de la tonificación, obra de la hidroterapia.

Puede ser; pero pensando así se olvida que al alejar a la paciente de su casa se ha producido también una interrupción del coito conyugal, y que esta exclusión de la causa patógena es la que hace posible conseguir una mejoría. Con el auxilio de una terapia adecuada.

El olvido de este punto de vista etiológico queda luego vengado por la efímera duración de la mejoría obtenida. Al poco tiempo de reanudar la paciente su vida habitual vuelven a surgir los síntomas patógenos, obligándola periódicamente a pasar una temporada en tales establecimientos o a orientar hacia otros medios sus esperanzas de curación. Resulta, pues, indudable que en los casos de neurastenia la acción terapéutica debe atacar directamente las circunstancias en que el paciente vive y no aquellas a las que es transferido en el balneario.

En otros casos nuestra teoría etiológica puede dar al médico de balneario la clave de los fracasos sufridos por la hidroterapia y proporcionarle el medio de evitarlos. La masturbación es en las muchachas púberes y en los hombres maduros mucho más frecuente de lo que se cree, y resulta dañosa, no sólo por dar origen a síntomas neurasténicos, sino por mantener a los enfermos bajo el peso de un secreto vergonzoso.

El médico no acostumbrado a traducir en masturbación la neurastenia atribuye el estado patológico a la anemia, a una alimentación insuficiente o al surmenage, y encomienda la curación del enfermo a una terapia adecuada a tales causas.

Mas para su sorpresa, alternan en el paciente períodos de mejoría con otros de profundo ensombrecimiento e intensificación de todos los síntomas.

El resultado de tal tratamiento es siempre dudoso. Si el médico supiera que el enfermo lucha todo el tiempo con su hábito sexual, cayendo en una lúgubre desesperación cuando se ha visto obligado a ceder a él una vez más, y si poseyera el medio de arrancarle su secreto, disminuiría su gravedad a los ojos del paciente, y al apoyarle en su lucha contra la costumbre patógena, el éxito terapéutico quedaría asegurado.

La deshabituación del onanismo es una de las nuevas labores que el reconocimiento de la etiología sexual plantea al médico, y sólo puede llevarse a cabo, como todas las demás curas de este género, en un establecimiento médico y bajo la continua vigilancia del terapeuta.

Abandonado a sí mismo, el masturbador recurre a la cómoda satisfacción habitual siempre que experimenta alguna contrariedad. El tratamiento médico no puede proponerse aquí otro fin que conducir de nuevo al neurasténico, tonificando por una adecuada terapia auxiliar, a la actividad sexual normal, pues la necesidad sexual, despertada una vez y satisfecha durante un largo período, no se deja ya acallar, y sí únicamente derivar por otro camino.

Esta observación puede aplicarse también a las demás curas de abstinencia, cuyos resultados positivos seguirán siendo aparentes y efímeros mientras el médico se limite a quitar al enfermo el medio narcótico, sin preocuparse de la fuente de la que surge la necesidad imperativa del mismo.

El «hábito» no es sino una mera locución, sin valor aclaratorio alguno. No todos los individuos que han tenido ocasión de tomar durante algún tiempo morfina, cocaína, etc., contraen la toxicomanía correspondiente. Una minuciosa investigación nos revela generalmente que estos narcóticos se hallan destinados a compensar -directa o indirectamente- la falta de goces sexuales, y en aquellos casos en los que no es ya posible restablecer una vida sexual normal puede esperarse con seguridad una recaída.

La etiología de la neurosis de angustia plantea al médico otra nueva labor, consistente en mover al enfermo a abandonar todas las formas perjudiciales del comercio sexual y a iniciar relaciones sexuales normales.

Este deber incumbe, naturalmente, al médico de cabecera, el cual hará graves perjuicios a sus clientes si se considera demasiado distinguido para ocuparse de tales asuntos. Tratándose aquí generalmente de parejas matrimoniales, los esfuerzos del médico no tardan en tropezar con la tendencia malthusiana a limitar el número de embarazos.

Es indudable que en nuestra clase media van adquiriendo estas tendencias cada vez mayor difusión. He encontrado matrimonios que comenzaron a ponerlas en práctica después del nacimiento de su primer hijo, y otros que las observaron ya la noche de bodas.

El problema del malthusianismo es muy amplio y harto complicado para que podamos discutirlo aquí con el detenimiento que requería la terapia de las neurosis. Habremos, pues, de limitarnos a indicar cuál es la mejor actividad que pueden adoptar ante él aquellos médicos que reconozcan la etiología sexual de la neurosis.

Lo más equivocado sería, desde luego, no tenerlo en cuenta, cualquiera que fuera la razón alegada. Lo que es necesario no puede estar por bajo de mi dignidad médica, e indudablemente es necesario auxiliar con el consejo médico a un matrimonio que se propone limitar el número de hijos, si no se quiere exponer a uno de los cónyuges o a ambos a la neurosis.

Es indiscutible que las prevenciones malthusianas puedan llegar a ser alguna vez de absoluta necesidad en un matrimonio, y teóricamente constituiría uno de los mayores triunfos de la Humanidad y una de las más importantes liberaciones de la coerción natural, a la que nuestra especie se halla sometida, conseguir elevar el acto de la concepción, que tanta responsabilidad entraña, a la categoría de acto voluntario e intencionado, desligándolo de su amalgama con la precisa satisfacción de una necesidad natural.

El médico prudente tomará, pues, a su cargo decidir en qué circunstancias está justificado el empleo de medios preventivos de la concepción, y habrá de explicar cuáles de estos medios son perjudiciales y cuáles inofensivos.

Perjudicial es todo lo que se oponga al logro de la satisfacción sexual. Mas, por ahora, no poseemos medio alguno preventivo de la concepción que satisfaga todas las condiciones justificadamente exigidas; esto es, que siendo cómodo y seguro, no disminuya la sensación de placer del coito ni ofenda la sensibilidad de la mujer.

Se plantea aquí a los médicos una labor práctica, cuya solución compensaría sus esfuerzos. Aquel que llenase esta laguna de nuestra técnica médica habría logrado conservar a infinitos seres humanos la salud y el goce de la vida, si bien iniciando al mismo tiempo una decisiva transformación de nuestras circunstancias sociales. No terminan aquí las sugestiones emanadas del reconocimiento de la etiología sexual de las neurosis.

El resultado principal que se nos hace posible alcanzar en favor de los neurasténicos tiene un carácter profiláctico. Si la masturbación es la causa de la neurastenia en la juventud, y adquiere luego también, por la consiguiente disminución de la potencia, una importancia etiológica con respecto a la neurosis de angustia, su evitación habrá de constituir una labor a la que deberá prestarse mayor atención que hasta hoy.

Teniendo en cuenta los perjuicios generales, más o menos visibles, causados por la neurastenia, cada vez más difundida, según los tratadistas, habremos de reconocer un interés social en que los hombres conserven intacta su potencia al iniciar las relaciones sexuales.

Pero en las cuestiones profilácticas es casi impotente el esfuerzo individual. La colectividad ha de tomar interés en ellas y dar su aquiescencia a la adopción de medidas generales. Por ahora nos hallamos muy lejos de toda posibilidad de tal auxilio, y en este sentido sí puede hacerse responsable a nuestra civilización de la difusión de la neurastenia.

Antes de lograr el apoyo de la colectividad para esta labor profiláctica tendrán que variar mucho las cosas. Habrá de romperse la resistencia de toda una generación de médicos, que no quieren recordar su propia juventud; habrá de vencerse el orgullo de los padres, que no quieren descender ante sus hijos al nivel de la Humanidad, y habrá de combatirse el incomprensivo pudor de las madres, que consideran hoy como una fatalidad inescrutable, pero inmerecida, el que «precisamente sus hijos hayan enfermado de los nervios».

Pero ante todo ha de hacerse lugar en la opinión pública a la discusión de los problemas de la vida sexual; ha de poderse hablar de ellos sin ser acusados de perturbar la tranquilidad pública o de especular con los más bajos instintos. Todo esto plantea ya trabajo para un siglo entero, durante el cual aprendería nuestra civilización a tolerar las aspiraciones de nuestra sexualidad.

El valor de una exacta diferenciación diagnóstica de las psiconeurosis y la neurastenia reposa también en el hecho de que las primeras reclaman una distinta orientación práctica y medidas terapéuticas especiales. Las psiconeurosis surgen en dos diferentes condiciones: bien independientemente, bien acompañando a las neurosis actuales (neurastenia y neurosis de angustia).

En este último caso nos hallamos ante un nuevo tipo, muy frecuente, de neurosis mixtas. La etiología de la neurosis se convierte en etiología auxiliar de la psiconeurosis, resultando un cuadro patológico en el que predomina quizá la neurosis de angustia, pero que contiene además rasgos de neurastenia propiamente dicha, histeria y neurosis obsesiva.

Ante tal mezcla no es conveniente renunciar a una separación de los distintos cuadros patológicos neuróticos, siendo fácil explicarse el caso en la forma siguiente: El desarrollo predominante de la neurosis de angustia demuestra que la enfermedad ha surgido bajo la influencia etiológica de un daño sexual actual.

Ahora bien: el sujeto se hallaba además predispuesto a una o varias psiconeurosis por una etiología especial, y hubiera enfermado alguna vez de psiconeurosis, bien espontáneamente, bien al sobrevenir algún factor debilitante.

Así, pues, la etiología auxiliar que aún faltaba para la emergencia de la psiconeurosis ha sido agregada por la etiología actual de la neurosis de angustia.

Para tales casos se ha impuesto justificadamente como práctica terapéutica la de prescindir de los componentes psiconeuróticos del cuadro patológico y tratar tan sólo la neurosis actual.

En muchos de ellos se consigue dominar también la neurosis adjunta combatiendo adecuadamente la neurastenia.

En cambio, aquellos otros casos de psiconeurosis que surgen espontáneamente o permanecen como restos independientes después del curso de una enfermedad mixta de neurastenia y psiconeurosis, han de ser enjuiciados de un modo muy distinto.

Al hablar de una emergencia «espontánea» de una psiconeurosis, no quiero decir que en la investigación anamnésica correspondiente echemos de menos todo factor etiológico. Así puede, en efecto, suceder; pero puede también señalársele un factor indiferente; por ejemplo, una emoción, la debilidad consiguiente a una enfermedad orgánica, etc.

Pero ha de tenerse en cuenta en todos los casos que la verdadera etiología de las psiconeurosis no reside en estos meros agentes provocadores, siendo inaprensible por el procedimiento anamnésico habitual.

A esta brecha que se ha intentado cerrar con la hipótesis de una disposición neuropática especial, se debe que la terapia de tales estados patológicos no presentara hasta ahora grandes probabilidades de éxito. La disposición neuropática misma era interpretada como un signo de degeneración general, esgrimiéndose así de continuo esta última palabra contra los pobres enfermos, a quienes el médico no sabia ayudar.

La disposición neuropática existe, desde luego, pero hemos de negar terminantemente que baste para generar la psiconeurosis. Tampoco es cierto que la coincidencia de la disposición neuropática con causas provocadoras, sobrevenidas en la vida ulterior. constituye una etiología suficiente de las psiconeurosis.

Se ha ido demasiado lejos en la atribución de los destinos patológicos del individuo a la vida de sus ascendientes, olvidando en ello que entre la concepción y la madurez del sujeto se extiende un largo e importante período: la niñez, en el cual pueden ser adquiridos los gérmenes de la enfermedad ulterior.

Así sucede, efectivamente, en la psiconeurosis. Su verdadera etiología se halla en sucesos acaecidos en la infancia del individuo, y precisa y exclusivamente en impresiones relativas a la vida sexual. Es un error desatender por completo, como se viene haciendo, la vida sexual de los niños, capaces, según mi repetida y constante experiencia, de todas las funciones sexuales psíquicas y de muchas somáticas.

Así como los genitales exteriores y las dos glándulas seminales no constituyen todo el aparato sexual del hombre, tampoco su vida sexual comienza sólo con la pubertad, como una observación superficial pudiera fingirnos.

Es, en cambio, exacto que la organización y el desarrollo de la especie humana tienden a evitar una amplia actividad sexual durante la infancia. Parece como si las fuerzas instintivas sexuales del hombre hubieran de ir almacenándose para actuar luego, al desencadenarse en la pubertad, al servicio de grandes fines culturales (Wilh, Fliess).

Esta circunstancia nos explica, quizá, por qué las experiencias sexuales de la infancia han de tener un efecto patógeno. Pero la acción que tales experiencias desarrollan en la época de su acaecimiento es insignificante, siendo mucho más intensa su acción ulterior, que puede iniciarse en épocas más tardías de la vida individual. Esta acción ulterior parte luego de las huellas psíquicas dejadas por los sucesos sexuales infantiles.

En el intervalo entre tales impresiones y su reproducción (o más bien la intensificación de los impulsos libidinosos de ellas emanados), tanto del aparato sexual somático como el aparato psíquico han experimentado un importante desarrollo, y de este modo la acción de aquellas tempranas experiencias sexuales provoca una reacción psíquica anormal, surgiendo productos psicopatológicos.

Podemos ya indicar los factores principales en los que se apoya la teoría de las psiconeurosis: la acción ulterior y el infantilismo del aparato sexual y del instrumento psíquico.

Para facilitar una verdadera comprensión del mecanismo de la génesis de las psiconeurosis se haría precisa una más amplia exposición. Ante todo sería inevitable presentar determinadas hipótesis, que creo totalmente nuevas, sobre la composición y el funcionamiento del aparato psíquico. En un libro que ahora preparo sobre la «interpretación de los sueños» tendré ocasión de plantear tales fundamentos de una psicología de las neurosis.

El sueño pertenece, en efecto, a aquella misma serie de productos psicopatológicos en la que incluimos las ideas histéricas fijas, las representaciones obsesivas y las ideas delirantes.

Los fenómenos de la psiconeurosis, emanados de huellas psíquicas inconscientes bajo el influjo de la acción ulterior de las impresiones sexuales infantiles, resultan a consecuencia de este mismo origen accesibles a la psicoterapia, si bien por caminos distintos del único hasta ahora conocido, o sea, la sugestión con hipnosis o sin ella.

Partiendo del procedimiento «catártico», iniciado por Breuer, hemos dado forma en los últimos años a un nuevo método terapéutico, el método «psicoanalítico», al que debemos numerosos éxitos, y cuya eficacia esperamos aumentar aún considerablemente.

En la obra titulada ESTUDIOS SOBRE LA HISTERIA, publicada en colaboración con J. Breuer en 1895, incluimos ya una primera comunicación de la técnica y el alcance de este método.

Pero desde entonces he introducido en él diversas modificaciones, que lo han perfeccionado mucho.

Por aquella época nos limitábamos a afirmar modestamente que sólo podíamos tender a la supresión de los síntomas histéricos y no a la curación de la histeria misma. Hoy puedo ya asegurar que el método por mí establecido encierra la posibilidad de curar tanto la histeria como las representaciones obsesivas.

Me ha interesado, pues, vivamente leer en las publicaciones de mis colegas que el ingenioso método descubierto por Breuer y Freud había fracasado en tal o cual caso, o que no cumplía lo que parecía prometer.

Estas frases me hacían una impresión semejante a la del hombre que lee en un periódico la noticia de su muerte, pero al que su mejor conocimiento conserva la tranquilidad.

El método psicoanalítico es tan difícil que ha de ser previamente aprendido su desarrollo y no puedo recordar que ninguno de mis críticos haya acudido a mí en demanda de explicaciones ni creo tampoco que se haya ocupado de él, como yo, con intensidad suficiente para descubrirlo por sí mismo. Las indicaciones contenidas en los Estudios sobre la histeria son totalmente insuficientes para facilitar al lector el dominio de esta técnica y no tienden tampoco en modo alguno a semejante fin.

La terapia psicoanalítica no es, por ahora, generalmente aplicable, presentando, que yo sepa, las siguientes limitaciones: exige una determinada madurez intelectual en los enfermos, siendo, por tanto, inútil en los niños y en los adultos mentalmente débiles o incultos. Cuando se trata de personas de mucha edad la duración del tratamiento, correlativa a la cantidad de material acumulado resultaría excesiva, coincidiendo acaso su fin con el comienzo de un período de la vida en el que no se concede ya gran valor a la salud nerviosa.

Por último sólo es posible cuando el enfermo conserva un estado psíquico normal, partiendo del cual puede dominarse el material patológico. Durante una confusión histérica o una manía o melancolía interpolada, los medios psicoanalíticos no logran resultado alguno. Tales casos sólo pueden ser sometidos a nuestro método después de haber conseguido apaciguar con los medios acostumbrados los fenómenos tormentosos.

Prácticamente se obtienen mejores resultados en los casos crónicos de psiconeurosis que en los de crisis aguda, en los cuales lo principal es obtener una rápida derivación. De este modo el terreno más favorable para la nueva terapia está constituido por las fobias histéricas y las distintas formas de la neurosis obsesiva.

Esta limitación de nuestro método se explica en gran parte por las condiciones en que hemos tenido que desarrollarlo. El material clínico de que disponemos está formado por nerviosos crónicos, pertenecientes a la clase cultivada. Creo muy posible la constitución de procedimientos suplementarios para sujetos infantiles y para el público de los hospitales.

He de indicar también que hasta ahora sólo he probado mi terapia en graves casos de histeria y de neurosis obsesiva. No sé, por tanto, cuál sería su eficacia en aquellos casos leves que parecen curar al cabo de algunos meses de un tratamiento cualquiera.

Como es natural, una terapia nueva, que exige múltiples sacrificios, no podía contar sino con enfermos que habían ensayado ya sin resultado los procedimientos oficialmente reconocidos o cuyo estado justificaba el temor de que tales métodos, más cómodos y breves, resultarían ineficaces. De este modo me he visto obligado a afrontar desde un principio, con un instrumento aún imperfecto, las más difíciles tareas.

En compensación, los resultados obtenidos presentan así una mayor fuerza probatoria. Las dificultades principales que aún se oponen a la terapia psicoanalítica no se debe ya a sus propias características, sino a la incomprensión de la esencia de las psiconeurosis, tanto por parte de los médicos como del público en general.

Esta absoluta ignorancia justifica que los médicos se crean con derecho a consolar a los enfermos con vanas seguridades o a hacerles aceptar inútiles medidas terapéuticas.

«Venga usted a pasar seis semanas a mi sanatorio y desaparecerán sus síntomas» (miedo a los viajes, representaciones obsesivas, etc.).

En realidad, tales establecimientos son indispensables para el apaciguamiento de los ataques agudos emergentes en el curso de una psiconeurosis, mas para la curación de los estados crónicos resultan totalmente ineficaces, y tanto los sanatorios más distinguidos, supuestamente dotados de una dirección científica, como los balnearios más vulgares.

Sería más digno y más tolerable para el enfermo que el médico dijese la verdad, tal y como todos los días se le impone: las psiconeurosis no son nunca enfermedades leves. Una vez iniciada una histeria, nadie puede predecir cuándo terminará.

Por lo general, se consuela al enfermo con la vana profecía de que su dolencia desaparecerá un día de repente. La curación no es, con frecuencia, sino un acuerdo de tolerancia recíproca, establecido entre el hombre sano y el enfermo que en sí lleva el paciente, o resulta de la transformación de un síntoma en una fobia.

La histeria, trabajosamente ocultada, de una muchacha reaparece, después de una breve interrupción, durante los primeros tiempos felices del matrimonio, siendo ahora el marido, como antes la madre, quien se encarga de silenciar, por interés propio, la enfermedad.

Cuando la enfermedad no trae consigo una incapacidad manifiesta, produce siempre, por lo menos, una imposibilidad de desplegar libremente las energías psíquicas. Las representaciones obsesivas retornan una y otra vez a través de toda la vida, y la terapia se ha demostrado hasta ahora impotente contra las fobias y otras limitaciones de la voluntad.

Todo esto es ocultado a los profanos, y de este modo el padre de una muchacha histérica se espanta cuando ha de prestar, por ejemplo, su aquiescencia a un tratamiento de un año de duración para una enfermedad cuyos primeros signos han parecido desvanecerse al cabo de unos meses.

El profano se halla íntimamente convencido de la superfluidad de todas estas psiconeurosis, y no soporta con paciencia el curso de la enfermedad ni se muestra dispuesto a los sacrificios exigidos por la terapia.

Si ante un tifus de tres semanas de duración, o la fractura de una pierna, cuya curación exige seis meses, se conduce más comprensivamente, y si al advertir en sus hijos las primeras huellas de una desviación de la columna vertebral acepta en el acto un tratamiento ortopédico que ha de durar años enteros, esta diferente actitud se debe a una mejor comprensión de los médicos, que transfieren honradamente su labor al profano.

La sinceridad de los médicos y la docilidad de los profanos se extenderán también a las psiconeurosis, una vez que el conocimiento de la esencia de estas afecciones llegue a ser del dominio médico común. De todos modos, el tratamiento radical psicoterápico de las mismas necesitará siempre una preparación especial y será incompatible con el ejercicio de otra actividad médica.

En cambio, tales especialistas médicos, numerosos seguramente en lo futuro, hallarán ocasión de brillantes éxitos y llegarán a un profundo conocimiento de la vida anímica de los hombres.

I. Cuando queremos formarnos una idea de la causación de un estado patológico como la histeria, emprendemos primero una investigación anamnésica, preguntando al enfermo o a sus familiares a qué influencias patógenas atribuyen la emergencia de los síntomas neuróticos.

Lo que así averiguamos surge naturalmente, falseado por todos aquellos factores que suelen encubrir a un enfermo el conocimiento de su estado, o sea, por su falta de comprensión científica de las influencias etiológicas, por falsa conclusión de post hoc ergo propter hoc, y por el displacer de recordar determinados traumas y sucesos sexuales o de comunicarlos.

Observamos, por tanto, en esta investigación anamnésica la conducta de no aceptar las opiniones del enfermo sin antes someterlas a un penetrante examen crítico, no consintiendo que los pacientes desvíen nuestra opinión científica sobre la etiología de la neurosis. Reconocemos, desde luego, la verdad de ciertos datos que retornan constantemente en las manifestaciones de los enfermos, tales como el de que su estado histérico es una prolongada consecuencia de una emoción pretérita; pero, por otro lado, hemos introducido en la etiología de la histeria un factor que el enfermo no menciona nunca y sólo a disgusto acepta: la disposición hereditaria.

La escuela de Charcot, tan influyente en estas cuestiones, ve en la herencia la única causa verdadera de la histeria, y considera como meras causas ocasionales o «agentes provocadores» todos los demás factores dañosos, de tan diversa naturaleza e intensidad.

No se me negará que sería harto deseable la existencia de un segundo medio de llegar a la etiología de la histeria con mayor independencia de los datos del enfermo.

Así, el dermatólogo puede reconocer la naturaleza luética de una lesión por sus características visibles y sin que le haga vacilar la oposición del paciente, que niega la existencia de una fuente de infección. Igualmente, el médico forense posee medios de precisar la causación de una herida sin tener que recurrir a la declaración del lesionado.

Pues bien: en la histeria existe asimismo tal posibilidad de llegar al conocimiento de las causas etiológicas partiendo de los síntomas.

Para esclarecer lo que este nuevo método es con respecto a la investigación anamnésica habitual, nos serviremos de una comparación basada en un progreso real alcanzado en un distinto sector científico.

Supongamos que un explorador llega a una comarca poco conocida, en la que despiertan su interés unas ruinas consistentes en restos de muros y fragmentos de columnas y de lápidas con inscripciones borrosas e ilegibles.

Puede contentarse con examinar la parte visible, interrogar a los habitantes, quizá semisalvajes, de las cercanías sobre las tradiciones referentes a la historia y la significación de aquellos restos monumentales, tomar nota de sus respuestas… y proseguir su viaje.

Pero también puede hacer otra cosa: puede haber traído consigo útiles de trabajo, decidir a los indígenas a auxiliarle en su labor investigadora, atacar con ellos el campo en ruinas, practicar excavaciones y descubrir, partiendo de los restos visibles, la parte sepultada.

Si el éxito corona sus esfuerzos, los descubrimientos se explicarán por sí mismos; los restos de muros se demostrarán pertenecientes al recinto de un palacio; por los fragmentos de columnas podrá reconstituirse un templo y las numerosas inscripciones halladas, bilingües en el caso más afortunado, descubrirán un alfabeto y un idioma, proporcionando su traducción insospechados datos sobre los sucesos pretéritos, en conmemoración de los cuales fueron erigidos tales monumentos. Saxa loquuntur.

Si queremos que los síntomas de una histeria nos revelen de un modo aproximadamente análogo la génesis de la enfermedad, habremos de tomar como punto de partida el importante descubrimiento de Breuer de que los síntomas de la histeria (con excepción de los estigmas) derivan su determinación de ciertos sucesos de efecto traumático vividos por el enfermo y reproducidos como símbolos mnémicos en la vida anímica del mismo. Ha de emplearse su método -u otro de naturaleza análoga- para dirigir retroactivamente la atención del sujeto desde el síntoma a la escena en la cual y por la cual surgió, y una vez establecida una relación entre ambos elementos.

Se consigue hacer desaparecer el síntoma, llevando a cabo en la reproducción de la escena traumática una rectificación póstuma del proceso psíquico en ella desarrollado. No me propongo exponer aquí la complicada técnica de este método terapéutico ni los esclarecimientos psicológicos que su aplicación nos procura. Había de enlazar al descubrimiento de Breuer mi punto de partida, porque los análisis de este investigador parecen facilitarnos simultáneamente el acceso a las causas de la histeria.

Sometiendo a este análisis series enteras de síntomas en numerosos sujetos, llegamos al conocimiento de una serie correlativa de escenas traumáticas en las cuales han entrado en acción las causas de la histeria. Habremos, pues, de esperar que el estudio de las escenas traumáticas nos descubra cuáles son las influencias que generan síntomas histéricos y en qué forma.

Esta esperanza ha de cumplirse necesariamente, puesto que los principios de Breuer se han demostrado exactos en un gran número de casos.

Pero el camino que va desde los síntomas de la histeria a su etiología es más largo y menos directo de lo que podíamos figurarnos. Ha de saberse, en efecto, que la referencia de un síntoma histérico a una escena traumática sólo trae consigo un progreso de nuestra comprensión etiológica cuando tal escena cumple dos condiciones esenciales. Ha de poseer adecuación determinante y fuerza traumática suficientes. Un ejemplo nos aclarará mejor que toda explicación estos conceptos.

En un caso de vómitos histéricos creemos haber descubierto la causación del síntoma (excepto para un cierto residuo) cuando el análisis lo refiere a un suceso que hubo de provocar justificadamente en el paciente una intensa repugnancia, por ejemplo, la vista de un cadáver en descomposición.

Si en lugar de esto resulta del análisis que los vómitos proceden de un fuerte sobresalto experimentado, por ejemplo, en un accidente ferroviario, habremos de preguntarnos insatisfechos, cómo un sobresalto puede producir precisamente vómitos. Falta aquí toda adecuación determinante.

Otro caso de explicación insatisfactoria será, por ejemplo, la referencia de los vómitos al hecho de haber mordido el sujeto una fruta podrida. Los vómitos aparecen entonces determinados desde luego, por la repugnancia, pero no comprendemos que ésta haya podido ser tan poderosa como para eternizarse en un síntoma histérico. Falta en este caso la fuerza traumática.

Veamos ahora en qué proporción cumplen las escenas traumáticas descubiertas por el análisis de numerosos síntomas y casos histéricos las dos condiciones señaladas. Nos espera aquí un primer desengaño.

Sucede, desde luego, algunas veces que la escena traumática en la que por vez primera surgió el síntoma posee, efectivamente, las dos cualidades de que precisamos para la comprensión del mismo: adecuación determinante y fuerza traumática.

Pero lo más frecuente es tropezar con alguna de las tres posibilidades restantes, tan desfavorables para la comprensión del síntoma. La escena a la cual nos conduce el análisis, y en la que el síntoma apareció por primera vez, se nos muestra inadecuada para la determinación del síntoma, no ofreciendo su contenido relación alguna con la naturaleza del mismo.

O bien el suceso, supuestamente traumático, ofrece dicha relación con el síntoma, pero se nos presenta como una impresión normalmente inofensiva y generalmente incapaz de tal efecto. O, por último, se trata de una «escena traumática» tan inocente como ajena al carácter del síntoma histérico analizado. (Hacemos observar, accesoriamente, que la teoría de Breuer sobre la génesis de los síntomas histéricos no queda rebatida por el hallazgo de escenas traumáticas de contenido nimio.

Supone Breuer, en efecto, siguiendo aquí a Charcot, que también un suceso insignificante puede constituir un trauma y desplegar fuerza determinante suficiente cuando el sujeto se encuentra en un estado psíquico especial, el llamado estado hipnoide.

Por mi parte, opino que en muchas ocasiones carecemos de todo punto de apoyo para suponer la existencia de tal estado. Además, la teoría de los estados hipnoides no nos presta auxilio ninguno para resolver las dificultades que plantea la frecuencia con que las escenas traumáticas carecen de adecuación determinante).

Añádase ahora que a este primer desengaño que nos proporciona la práctica del método de Breuer viene a agregarse en seguida otro, especialmente doloroso para el médico. Cuando el análisis de un síntoma lo refiere a una escena traumática, carente de las condiciones antes señaladas, el efecto terapéutico es nulo. Fácilmente se comprenderá cuán grande se hace entonces para el médico la tentación de renunciar a proseguir una labor tan penosa.

Pero quizá una nueva idea pueda sacarnos de este atolladero y aportarnos valiosos resultados. Hela aquí: sabemos por Breuer que existe la posibilidad de resolver los síntomas histéricos cuando nos es dado hallar, partiendo de ellos, el camino que conduce al recuerdo de un suceso traumático.

Ahora bien: si el recuerdo descubierto no responde a nuestras esperanzas, deberemos, quizá, continuar avanzando por el mismo camino, pues quién sabe si detrás de la primera escena traumática no se esconderá el recuerdo de otra que satisfaga mejor nuestras aspiraciones, y cuya reproducción aporte un mayor efecto terapéutico, no habiendo sido la primeramente hallada sino un anillo de la concatenación asociativa.

Y es también posible que esta interpolación de escenas innocuas, como transiciones necesarias, se repita varias veces en la reproducción, hasta que consigamos llegar, por fin, desde el síntoma histérico a la auténtica escena traumática, satisfactoria ya por todos conceptos, y tanto desde el punto de vista. terapéutico como desde el analítico.

Pues bien: estas hipótesis quedan totalmente confirmadas. Cuando la primera escena descubierta es insatisfactoria decimos al enfermo que tal suceso no explica nada, pero que detrás de él tiene que esconderse otro anterior más importante, y siguiendo la misma técnica le hacemos concentrar su atención sobre la cadena de asociaciones que enlaza ambos recuerdos: el hallado y el buscado. La continuación del análisis conduce entonces siempre a la reproducción de nuevas escenas, que muestran ya los caracteres esperados.

Así, tomando de nuevo como ejemplo el caso antes elegido de vómitos histéricos, que el análisis refirió primero al sobresalto sufrido por el enfermo en un accidente ferroviario suceso desprovisto de toda adecuación determinante, y continuando la investigación analítica, descubriremos que dicho accidente despertó en el sujeto el recuerdo de otro anterior, del que fue mero espectador, pero en el que la vista de los cadáveres destrozados de las víctimas le inspiró horror y repugnancia.

Resulta aquí como si la acción conjunta de ambas escenas hiciera posible el cumplimiento de nuestros postulados, aportando la primera, con el sobresalto, la fuerza traumática, y la segunda, por su contenido, el efecto determinante.

El otro caso antes citado en el que los vómitos fueron referidos por el análisis al hecho de haber mordido el sujeto una manzana podrida, quedará quizá completado por la ulterior labor analítica en el sentido de que la fruta podrida recordó al enfermo una ocasión en la que se hallaba recogiendo las manzanas caídas del árbol y tropezó con una carroña pestilente.

No he de volver ya más sobre estos ejemplos, pues he de confesar que no corresponden a mi experiencia real, sino que han sido inventados por mi, y probablemente mal inventados, pues yo mismo tengo por imposibles las soluciones de síntomas histéricos en ellos expuestas.

Pero me veo obligado a fingir ejemplos por varias causas, una de las cuales puedo exponerla inmediatamente. Los ejemplos verdaderos son todos muchísimo más complicados, y la exposición detallada de uno solo agotaría todo el espacio disponible. La cadena de asociaciones posee siempre más de dos elementos, y las escenas traumáticas no forman series simples, como las perlas de un collar, sino conjuntos ramificados, de estructura arbórea, pues en cada nuevo suceso actúan como recuerdos dos o más anteriores.

En resumen: comunicar la solución de un único síntoma equivale a exponer un historial clínico completo.

En cambio, queremos hacer resaltar un principio que la labor analítica nos ha descubierto inesperadamente. Hemos comprobado que ningún síntoma histérico puede surgir de un solo suceso real, pues siempre coadyuva a la causación del síntoma el recuerdo de sucesos anteriores asociativamente despertado.

Si este principio se confirma, como yo creo, en todo caso y sin excepción alguna, tendremos en él la base de una teoría psicológica de la histeria.

Pudiera creerse que aquellos raros casos en los que el análisis refiere en seguida el síntoma a una escena traumática de adecuación determinante y fuerza traumática suficientes, y con tal referencia lo suprime, como se nos relata en el historial clínico de Anna O., expuesto por Breuer, contradicen la validez general del principio antes desarrollado.

Así parece, en efecto; mas por mi parte tengo poderosas razones para suponer que también en estos casos actúa una concatenación de recuerdos que va mucho más allá de la primera escena traumática, aunque la reproducción de esta última pueda producir por si sola la supresión del síntoma.

A mi juicio, es algo muy sorprendente que sólo mediante la colaboración de recuerdos puedan surgir síntomas histéricos, sobre todo cuando se reflexiona que, según las manifestaciones de los enfermos, en el momento en que el síntoma hizo su primera aparición no tenían la menor conciencia de tales recuerdos. Hay aquí materia para muchas reflexiones, pero estos problemas no han de inducirnos por ahora a desviar nuestro punto de mira, orientado hacia la etiología de la histeria.

Lo que habremos de preguntarnos será, más bien, adónde llegaremos siguiendo las concatenaciones de recuerdos asociados que el análisis nos descubre, hasta dónde alcanzan tales concatenaciones y si tienen en algún punto su fin natural, y habrán, quizá, de conducirnos a sucesos de cierta uniformidad, bien por su contenido, bien por su fecha en la vida del sujeto, de suerte que podamos ver en estos factores siempre uniformes la buscada etiología de la histeria.

Mi experiencia clínica me permite contestar ya a estas interrogaciones. Cuando partimos de un caso que ofrece varios síntomas, llegamos por medio del análisis, desde cada uno de ellos, a una serie de sucesos cuyos recuerdos se hallan asociativamente enlazados. Las diversas concatenaciones asociativas siguen, al principio, cursos retrógrados independientes; pero. como ya antes indicamos, presentan múltiples ramificaciones.

Partiendo de una escena, alcanzamos simultáneamente dos o tres recuerdos, de los cuales surgen, a su vez, concatenaciones laterales, cuyos distintos elementos pueden también hallarse enlazados asociativamente con elementos de la cadena principal.

Fórmase de este modo, un esquema comparable al árbol genealógico de una familia cuyos miembros hubiesen contraído también enlaces entre sí. Otras distintas complicaciones de la concatenación resultan de que una sola escena puede ser despertada varias veces en la misma cadena, presentando así múltiples relaciones con otra escena posterior y mostrando con ella un enlace directo y otro por elementos intermedios.

En resumen: la conexión no es, en modo alguno simple, y el descubrimiento de las escenas en una sucesión cronológica inversa (circunstancia que justifica nuestra comparación con la excavación de un campo de ruinas) no coadyuva ciertamente a la rápida impresión del proceso.

La continuación del análisis nos aporta nuevas complicaciones. Las cadenas asociativas de los distintos síntomas comienzan a enlazarse entre sí.

En determinado suceso de la cadena de recuerdos correspondiente, por ejemplo, a los vómitos, es despertado, a más de los elementos regresivos de estas escenas, un recuerdo perteneciente a otra distinta, que fundamenta otro síntoma diferente; por ejemplo, el dolor de cabeza. Tal suceso pertenece, así, a ambas series y constituye, por tanto, uno de los varios nudos existentes en todo análisis.

Esta circunstancia tiene su correlación clínica en el hecho de que a partir de cierto momento surgen juntos los dos síntomas, en simbiosis, pero sin dependencia interior entre sí. Todavía más hacia atrás hallamos nudos de naturaleza diferente. Convergen en ellos las distintas cadenas asociativas y hallamos escenas de las cuales han partido dos o más síntomas.

A uno de los detalles de la escena se ha enlazado la primera cadena, a otro la segunda, y así sucesivamente.

El resultado principal de esta consecuente prosecución del análisis consiste en descubrirnos que en todo caso, y cualquiera que sea el síntoma que tenemos como punto de partida, llegamos indefectiblemente al terreno de la vida sexual.

Quedaría así descubierta una de las condiciones etiológicas de los síntomas histéricos. La experiencia hasta hoy adquirida me hace prever que precisamente esta afirmación, o por lo menos su validez general, ha de despertar vivas contradicciones.

O, mejor dicho, la tendencia a la contradicción, pues nadie puede aún apoyar su oposición en investigaciones llevadas a cabo por igual procedimiento y que hayan proporcionado resultados distintos.

Por mi parte, sólo he de observar que la acentuación del factor sexual en la etiología de la histeria no corresponde, desde luego, en mi, a una opinión preconcebida. Los dos investigadores que me iniciaron en el estudio de la histeria, Charcot y Breuer, se hallaban muy lejos de tal hipótesis e incluso sentían hacia ella cierta repulsión personal, de la que yo participé en un principio.

Sólo laboriosas investigaciones, llevadas a cabo con la más extremada minuciosidad, han podido convertirme -y muy lentamente, por cierto- a la opinión que hoy sustento.

Mi afirmación de que la etiología de la histeria ha de buscarse en la vida sexual se basa en la comprobación de tal hecho en dieciocho casos de histeria y con respecto a cada uno de los síntomas, comprobación robustecida, allí donde las circunstancias lo han permitido, por el éxito terapéutico alcanzado.

Se me puede objetar, desde luego, que los análisis diecinueve y veinte demostraran, quizá, la existencia de fuentes distintas para los síntomas histéricos, limitando a un 80 por 100 la amplitud de la etiología sexual. Ya lo veremos.

Mas, por lo pronto, como los dieciocho casos citados son también todos los que hasta ahora he podido someter al análisis, y como nadie hubo de molestarse en elegirlos para favorecerme, no extrañará que no comparta aquella esperanza y esté, en cambio, dispuesto a ir más allá de la fuerza probatoria de mi actual experiencia.

A ello me mueve, además, otro motivo de carácter meramente subjetivo hasta ahora. Al tratar de sintetizar mis observaciones en una tentativa de explicación de los mecanismos fisiológico y psicológico de la histeria se me ha impuesto la intervención de fuerzas sexuales motivacionales como una hipótesis indispensable.

Así, pues, una vez alcanzada la convergencia de las cadenas mnémicas llegamos al terreno sexual y a algunos pocos sucesos acaecidos, casi siempre, en un mismo período de la vida; esto es, en la pubertad. De estos sucesos hemos de extraer la etiología de la histeria y la comprensión de la génesis de los síntomas histéricos.

Mas aquí nos espera un nuevo y más grave desengaño. Tales sucesos traumáticos aparentemente últimos, con tanto trabajo descubiertos y extraídos de la totalidad del material mnémico, son, desde luego, de carácter sexual y acaecieron en la pubertad del sujeto; pero fuera de estos caracteres comunes, presentan gran disparidad y valores muy diferentes.

En algunos casos se trata, efectivamente, de sucesos que hemos de reconocer como intensos traumas, una tentativa de violación, que revela, de un golpe, a una muchacha aún inmadura toda la brutalidad del placer sexual; sorprender involuntariamente actos sexuales realizados por los padres, que descubren al sujeto algo insospechado y hiere sus sentimientos filiales y morales, etc. Otras veces se trata, en cambio, de sucesos nimios.

Una de mis pacientes mostraba como base de su neurosis el hecho de que un muchachito, amigo suyo, le había acariciado una vez tiernamente la mano y había apretado en otra, una de sus piernas contra las suyas, hallándose sentado junto a ella, mientras se revelaba en su expresión que estaba haciendo algo prohibido.

En otra joven señora, la audición de una pregunta de doble sentido, que dejaba sospechar una contestación obscena, había bastado para provocar un primer ataque de angustia e iniciar con él la enfermedad. Tales resultados no son ciertamente favorables a una comprensión de la causación de los síntomas histéricos.

Si lo que descubrimos como últimos traumas de la histeria son tanto sucesos graves como insignificantes y tanto sensaciones de contacto como impresiones visuales o auditivas, nos inclinaremos, quizá, a suponer que los histéricos son -por disposición hereditaria o por degeneración- seres especiales en los que el horror a la sexualidad, que en la pubertad desempeña normalmente cierto papel, aparece intensificado hasta lo patológico y subsiste duramente, o sea, en cierto modo personas que no pueden satisfacer psíquicamente las exigencias de la sexualidad.

Pero esta interpretación deja inexplicable la histeria masculina, y aunque no pudiésemos oponerle una objeción tan grave, no habría de ser muy grande la tentación de satisfacernos con ella, pues da una franca impresión de incomprensividad, oscuridad e insuficiencia.

Por fortuna para nuestro esclarecimiento, algunos de los sucesos sexuales de la pubertad muestran una nueva insuficiencia que nos impulsa a seguir la labor analítica. Resulta, en efecto, que también tales sucesos carecen de adecuación determinante, aunque con mucha menor frecuencia que las escenas traumáticas de épocas posteriores.

Así, las dos pacientes citadas antes como casos de sucesos de pubertad realmente nimios comenzaron a padecer, consiguientemente a tales, singulares sensaciones dolorosas en los genitales, que se constituyeron en síntoma principal de la neurosis, y cuya determinación no pudo derivarse de las escenas de la pubertad ni de otras posteriores, pero que no admitían ser incluidas entre las sensaciones orgánicas normales ni entre los signos de excitación sexual.

Habíamos, pues, de decidirnos a buscar la determinación de estos síntomas en otras escenas anteriores, siguiendo de nuevo aquella idea salvadora que antes nos había conducido desde las primeras escenas traumáticas a las concatenaciones asociativas existentes detrás de ellas.

Ahora bien: obrando así, se llegaba a la primera infancia; esto es, a una edad anterior al desarrollo de la vida sexual, circunstancia a la cual parecía enlazarse una renuncia a la etiología sexual.

Pero ¿no hay, acaso, derecho a suponer que tampoco a la infancia le faltan leves excitaciones sexuales y que quizá el ulterior desarrollo sexual es influido de un modo decisivo por sucesos infantiles?

Aquellos daños que recaen sobre un órgano aún imperfecto y una función en vías de desarrollo suelen causar efectos más graves y duraderos que los sobrevenidos en edad más madura. Y quizá aquellas reacciones anormales a impresiones de orden sexual con las que nos sorprenden los histéricos en su pubertad tengan, en general, como base tales sucesos sexuales de la infancia, que habrían de ser, entonces, de naturaleza uniforme e importante.

Llegaríamos así a la posibilidad de explicar como tempranamente adquirido aquello que hasta ahora achacamos a una predisposición, inexplicable, sin embargo, por la herencia.

Y dado que los sucesos infantiles de contenido sexual sólo por medio de sus huellas mnémicas pueden manifestar una acción psíquica, tendríamos aquí un complemento de aquel resultado del análisis, según el cual sólo mediante la cooperación de los recuerdos pueden surgir síntomas histéricos.

II. No es difícil adivinar que si he expuesto tan detalladamente el proceso mental que antecede es por ser el que después de tantas dilaciones ha de llevarnos, por fin, a la meta. Llegamos, en efecto, al término de nuestra penosa labor analítica y hallamos ya cumplidas todas las aspiraciones y esperanzas mantenidas en nuestro largo camino.

Al penetrar con el análisis hasta la más temprana infancia, esto es, hasta el límite de la capacidad mnémica del hombre, damos ocasión al enfermo en todos los casos para la reproducción de sucesos que por sus peculiaridades y por sus relaciones con los síntomas patológicos ulteriores han de ser considerados como la buscada etiología de la neurosis.

Estos sucesos infantiles son, nuevamente, de contenido sexual, pero de naturaleza mucho más uniforme que las escenas de la pubertad últimamente halladas. No se trata ya en ellos de la evocación del tema sexual por una impresión sensorial cualquiera, sino de experiencias sexuales en el propio cuerpo de relaciones sexuales (en un amplio sentido).

Se me confesará que la importancia de tales escenas no precisa de más amplia fundamentación. Nos limitaremos a añadir que sus detalles nos revelan siempre aquellos factores determinantes que en las otras, posteriormente acaecidas y reproducidas con anterioridad, habíamos echado aún de menos.

Sentamos, pues, la afirmación de que en el fondo de todo caso de histeria se ocultan -pudiendo ser reproducidos por el análisis, no obstante el tiempo transcurrido, que supone, a veces, decenios enteros- uno o varios sucesos de precoz experiencia sexual, pertenecientes a la más temprana infancia.

Tengo este resultado por un importante hallazgo: por el descubrimiento de una caput Nili de la Neuropatología; pero al emprender su discusión vacilo entre iniciarla con la exposición del material de hechos reunido en mis análisis o con el examen de la multitud de objeciones y de dudas que, estoy seguro, comenzarán a posesionarse de vuestra atención.

Escogeré eso último, con lo cual podremos, quizá, examinar luego más tranquilamente los hechos.

a) Aquellos que se muestran hostiles a una concepción psicológica de la histeria y no quisieran renunciar a la esperanza de ver referidos un día los síntomas de esta enfermedad a «sutiles modificaciones anatómicas», habiendo rechazado la -hipótesis de que las bases materiales de las modificaciones histéricas han de ser de igual naturaleza que las de nuestros procesos anímicos normales; éstos, repetimos, no podrán abrigar, naturalmente, confianza alguna en los resultados de nuestros análisis. La diferencia fundamental entre sus premisas y las nuestras nos desliga de la obligación de convencerlos en una cuestión aislada.

Pero también otros, menos enemigos de las teorías psicológicas de la histeria, se inclinarán a preguntar, ante nuestros resultados analíticos, qué seguridades ofrece el empleo del psicoanálisis y si no es muy posible que tales escenas, expuestas por el paciente como recuerdos, no sean sino sugestiones del médico o puras invenciones y fantasías del enfermo.

A esta objeción habré de replicar que los reparos de orden general, opuestos a la seguridad del método psicoanalítico, podrán ser examinados y desvanecidos una vez que realicemos una exposición completa de su técnica y de sus resultados.

En cambio, los relativos a la autenticidad de las escenas sexuales infantiles pueden ya ser rebatidos hoy con más de un argumento.

En primer lugar, la conducta de los enfermos mientras reproducen estos sucesos infantiles resulta inconciliable con la suposición de que dichas escenas no sean una realidad penosamente sentida y sólo muy a disgusto recordada.

Antes del empleo del análisis no saben los pacientes nada de tales escenas y suelen rebelarse cuando se les anuncia su emergencia.

Sólo la intensa coerción del tratamiento llega a moverlos a su reproducción; mientras atraen a su conciencia tales sucesos infantiles, sufren bajo las más violentas sensaciones, avergonzándose de ellas y tratando de ocultarlas, y aún después de haberlos vivido de nuevo, de modo tan convincente, intentan negarles crédito, haciendo constar que en su reproducción no han experimentado, como en la de otros elementos olvidados, la sensación de recordar .

Este último detalle me parece decisivo, pues no es aceptable que los enfermos aseguren tan resueltamente su incredulidad si por un motivo cualquiera hubiesen inventado ellos mismos aquello a lo que así quieren despojar de todo valor.

La sospecha de que el médico impone al enfermo tales reminiscencias, sugiriéndole su representación y su relato, es más difícil de rebatir, pero me parece igualmente insostenible. No he conseguido jamás imponer a un enfermo una escena por mí esperada, de manera que pareciese revivirla con todas sus sensaciones correspondientes. Quizá a otros les sea posible.

Existe, en cambio, toda una serie de garantías de la realidad en las escenas sexuales infantiles.

En primer lugar, su uniformidad en ciertos detalles, consecuencia necesaria de las premisas uniformemente repetidas de estos sucesos, si no hemos de atribuirla a un previo acuerdo secreto entre los distintos enfermos, y, además, el hecho de describir a veces los pacientes, como cosa inocente, sucesos cuya significación se ve que no comprenden, pues si no, quedarían espantados, o tocar, sin concederles valor, detalles que sólo un hombre experimentado conoce y sabe estimar como sutiles rasgos característicos de la realidad.

Tales circunstancias robustecen, desde luego, la impresión de que los enfermos han tenido que vivir realmente aquellas escenas infantiles que reproducen bajo la coerción del análisis.

Pero la prueba más poderosa de la realidad de dichos sucesos nos es ofrecida por su relación con el contenido total del historial del enfermo.

Del mismo modo que en los rompecabezas de los niños se obtiene, después de algunas tentativas la absoluta seguridad de qué trozo corresponde a determinado hueco, pues sólo él completa la imagen y puede simultáneamente adaptar sus entrantes y salientes a los de los trozos ya colocados, cubriendo por completo el espacio libre; de este mismo modo demuestran las escenas infantiles ser, por su contenido, complementos forzosos del conjunto asociativo y lógico de la neurosis, cuya génesis nos resulta comprensible -y a veces, añadiríamos, natural- una vez adaptados estos complementos.

Aunque sin intención de situar este hecho en primer término, he de añadir que toda una serie de casos resulta posible también una demostración terapéutica de la autenticidad de las escenas infantiles. Hay casos en los que se obtiene una curación total o parcial sin tener que descender a los sucesos infantiles, y otros, en los que no se consigue resultado alguno terapéutico hasta alcanzar el análisis su fin natural con el descubrimiento de los traumas más tempranos.

A mi juicio, los primeros ofrecen el peligro de una recaída. Espero, en cambio, que un análisis completo signifique la curación radical de una histeria. Pero no nos adelantemos a las enseñanzas de la experiencia.

Constituiría también una prueba inatacable de la autenticidad de los sucesos infantiles sexuales en que los datos suministrados en el análisis por una persona fueran confirmados por otra, sometida también al tratamiento o ajena a él. Tales dos personas habrían tomado parte, por ejemplo, en el mismo suceso infantil, habiendo mantenido, quizá, de niños relaciones sexuales.

Semejantes relaciones infantiles no son, como en seguida veremos, nada raras, y es también bastante frecuente que ambos protagonistas enfermen luego de neurosis; pero, no obstante, considero como una casualidad, singularmente afortunada, el que de los dieciocho casos me haya sido posible encontrar en dos una tal confirmación objetiva.

En uno de ellos fue el hermano mismo de la paciente, excento de todo trastorno neurótico, quien, sin yo perdírselo, me refirió escenas sexuales desarrolladas entre él y su hermana, no perteneciendo, desde luego, a su más temprana infancia, pero sí a una época posterior de su niñez, y robusteció mi sospecha de que tales relaciones podían haberse iniciado en períodos anteriores.

Otra vez resultó que dos de las enfermas sometidas a tratamiento habían tenido en su infancia relaciones sexuales con una misma tercera persona masculina, habiéndose desarrollado algunas escenas à trois.

En ambas pacientes había surgido luego un mismo síntoma, que se derivaba de aquellos sucesos infantiles y testimoniaba de la indicada comunidad.

b) Las experiencias sexuales infantiles, consistentes en la estimulación de los genitales, actos análogos al coito, etc., han de ser, pues, consideradas en un último análisis, como aquellos traumas de los cuales parten la reacción histérica contra los sucesos de la pubertad y el desarrollo de síntomas histéricos.

Contra esta afirmación se alzarán, seguramente, desde distintos sectores, dos objeciones contrarias entre sí. Dirán unos que tales abusos sexuales, realizados por adultos con niños o por niños entre sí, son muy raros para poder cubrir con ellos la condicionalidad de una neurosis tan frecuente como la histeria. Observarán, en cambio, otros, que estos sucesos son, por el contrario, muy frecuentes, demasiado frecuentes para poder adscribirles una significación etiológica. Objetarán, además, que no resultaría difícil hallar multitud de personas que recuerdan haber sido objeto en su niñez de abusos sexuales y no han enfermado jamás de histeria.

Por último, se nos opondrá como más poderoso argumento el de que en las capas sociales inferiores no surge, ciertamente, la histeria con mayor frecuencia que en las superiores, mientras que todo hace suponer que el precepto de la interdicción sexual de la infancia es transgredido con mucha mayor frecuencia entre los proletarios. Comenzaremos nuestra defensa por su parte más fácil.

Me parece indudable que nuestros hijos se hallan más expuestos a ataques sexuales de lo que la escasa previsión de los padres hace suponer.

Al tratar de documentarme sobre este tema se me indicó, por aquellos colegas a los que acudí en busca de datos, la existencia de varias publicaciones de pediatría en las que se denunciaban la frecuencia con que las nodrizas y niñeras hacían objeto de prácticas sexuales a los niños a ellas confiados, y recientemente ha llegado a mi poder un estudio del doctor Stekel, de Viena, en el que se trata del «coito infantil» (Wiener Medizinische Blaetter, 18 de abril de 1896).

No he tenido tiempo de reunir otros testimonios literarios, pero aunque su número ha sido hasta aquí muy limitado, sería de esperar que una mayor atención literaria respecto al tema confirmase muy pronto la gran frecuencia de experiencias y actividades sexuales infantiles.

Por último, los resultados de mis análisis pueden también hablar ya por sí mismos. En cada uno de los dieciocho casos por mí tratados (histeria pura e histeria combinada con representaciones obsesivas, seis hombres y doce mujeres) he llegado, sin excepción alguna, al descubrimiento de tales sucesos sexuales infantiles.

Según el origen del estímulo sexual, pueden dividirse estos casos en tres grupos. En el primer grupo se trata de atentados cometidos una sola vez o veces aisladas en sujetos infantiles, femeninos en su mayor parte, por individuos adultos ajenos a ellos, que obraron disimuladamente y sin violencia, pero sin que pudiera hablarse de un consentimiento por parte del infantil sujeto, y siendo para éste un intenso sobresalto la primera y principal consecuencia del suceso.

El segundo grupo aparece formado por aquellos casos, mucho más numerosos, en los que una persona adulta dedicada al cuidado del niño -niñera, institutriz, preceptor o pariente cercano hubo de iniciarle en el comercio sexual y mantuvo con él, a veces durante años enteros, verdaderas relaciones amorosas, desarrolladas también en dirección anímica.

Por último, reunimos en el tercer grupo las relaciones infantiles propiamente dichas, o sea, las relaciones sexuales entre dos niños de sexo distinto, por lo general hermanos, continuadas muchas veces más allá de la pubertad, y origen de las más graves y persistentes consecuencias para la pareja amorosa.

En la mayor parte de mis casos se descubrió la acción combinada de dos o más de estas etiologías, resultando en algunos verdaderamente asombrosa la acumulación de sucesos sexuales de distintos órdenes.

Esta singularidad resulta fácilmente comprensible si se tiene en cuenta que todos los casos por mi analizados constituían neurosis muy graves, que amenazaban incapacitar totalmente al sujeto.

Cuando se trata de relaciones sexuales entre dos niños, conseguimos alcanzar algunas veces la prueba de que el niño -que desempeña también aquí el papel agresivo- había sido antes seducido por una persona adulta de sexo femenino, e intentaba repetir luego con su pareja infantil, bajo la presión de su libido, prematuramente despertada, y a consecuencia de la obsesión mnémica, aquellas mismas prácticas que le habían sido enseñadas, sin introducir por su parte modificación alguna personal en las mismas.

Me inclino, por tanto, a creer que sin una previa seducción no es posible para el niño emprender el camino de la agresión sexual. De este modo, las bases de las neurosis serían constituidas siempre por personas adultas, durante la infancia del sujeto, transmitiéndose luego los niños entre si la disposición a enfermar más tarde de histeria.

Si tenemos en cuenta que las relaciones sexuales infantiles, favorecidas por la vida en común, son especialmente frecuentes entre hermanos o primos, y suponemos que doce o quince años más tarde surgen entre los jóvenes miembros de la familia varios casos de enfermedad, habremos de reconocer que esta emergencia familiar de la neurosis resulta muy apropiada para inducirnos a error, haciéndonos ver una disposición hereditaria donde no existe más que una seudo-herencia y, en realidad, una infección transmitida en la infancia.

Examinemos ahora la otra objeción, basada precisamente en el reconocimiento de la frecuencia de los sucesos sexuales infantiles y en la existencia de muchas personas que recuerdan tales escenas y no han enfermado de histeria.

A esta objeción habremos de replicar, en primer lugar, que la extraordinaria frecuencia de un factor etiológico no puede ser empleada como argumento contra su importancia etiológica.

El bacilo de la tuberculosis flota en todas partes y es aspirado por muchos más hombres de los que luego enferman, sin que su importancia etiológica quede disminuida por el hecho de precisar de la cooperación de otros factores para provocar su efecto específico.

Para concederle la categoría de etiología específica basta con que la tuberculosis no sea posible sin su colaboración. Lo mismo sucede en nuestro problema. Nada importa la existencia de muchos hombres que han vivido en su infancia escenas sexuales y no han enfermado luego de histeria; si, en cambio, todos aquellos que padecen esta enfermedad han vivido tales escenas.

El círculo de difusión de un factor etiológico puede muy bien ser más extenso que el de su efecto; lo que no puede es ser más restringido. No todos los que entran en contacto con un enfermo de viruela o se aproximan a él contraen su enfermedad, y, sin embargo, la única etiología conocida de la viruela es el contacto.

Si la actividad sexual infantil fuese un suceso casi general, no podría concederse valor alguno a su descubrimiento en todos los casos examinados.

Pero, en primer lugar, semejante afirmación habría de ser muy exagerada, y, en segundo, la aspiración etiológica de las escenas infantiles no se basa tan sólo en la regularidad de su aparición en la anamnesis de los histéricos, sino principalmente en el descubrimiento de enlaces asociativos y lógicos entre ellas y los síntomas histéricos, enlaces que la exposición de un historial clínico completo evidencia con meridiana claridad.

¿Cuáles pueden ser, entonces, los factores que la «etiología especifica» de la histeria necesita para producir realmente la neurosis?

Es éste un tema que deberá ser tratado aparte y por sí solo. De momento me limitaré a señalar el punto de contacto en el que engranan los dos elementos de la cuestión: la etiología especifica y la auxiliar.

Habrá de tenerse en cuenta cierto número de factores: la constitución hereditaria y personal, la importancia interna de los sucesos sexuales infantiles y, sobre todo, su acumulación. Unas breves relaciones sexuales con un niño cualquiera, luego indiferente, serán mucho menos eficaces que las sostenidas durante varios años con un hermano.

En la etiología de las neurosis, las condiciones cuantitativas alcanzan igual importancia que las cualitativas, constituyendo valores liminares, que han de ser traspasados para que la enfermedad llegue a hacerse manifiesta.

De todos modos, no tengo por completa la anterior serie etiológica, ni creo resuelto con ella el problema de cómo no es más frecuente la histeria entre las clases inferiores. (Recuérdese, además, la extraordinaria difusión de la histeria masculina en la clase obrera, afirmada por Charcot.)

Pero debo también advertir que yo mismo señalé hace pocos años un factor, hasta entonces poco atendido, al que atribuyo el papel principal en la provocación de la histeria después de la pubertad.

Expuse en tal ocasión que la explosión de la histeria puede ser atribuida casi siempre a un conflicto psíquico, en el que una representación intolerable provoca la defensa del yo e induce a la represión.

Por entonces no pude indicar en qué circunstancias logra esta tendencia defensiva del yo el efecto patológico de rechazar a lo inconsciente el recuerdo penoso para el yo y crear en su lugar un síntoma histérico.

Hoy puedo yo completar mis afirmaciones añadiendo que la defensa consigue su intención de expulsar de la conciencia la representación intolerable cuando la persona de que se trata, sana hasta entonces, integra, en calidad de recuerdos inconscientes, escenas sexuales infantiles, y cuando la representación que ha de ser expulsada puede ser enlazada, lógica o asociativamente, a tal suceso infantil.

Teniendo en cuenta que la tendencia defensiva del yo depende del desarrollo moral e intelectual de la persona, comprendemos ya perfectamente que en las clases populares sea la histeria mucho menos frecuente de lo que habría de permitir su etiología específica. Volvamos ahora a aquel último grupo de objeciones, cuya réplica nos ha llevado tan lejos. Hemos oído y reconocido que existen muchas personas que recuerdan claramente sucesos sexuales infantiles y, sin embargo, no han enfermado de histeria.

Este argumento es de por si muy poco consistente, pero nos da pretexto para una importante observación. Las personas de este orden no pueden, según nuestra comprensión de la neurosis, enfermar de histeria, o, por lo menos, enfermar a consecuencia de las escenas conscientemente recordadas.

En nuestros enfermos, dichos recuerdos no son nunca consistentes y los curamos precisamente de su histeria haciendo conscientes sus recuerdos inconscientes de las escenas infantiles.

En el hecho mismo de haber vivido tales sucesos no podíamos ni precisábamos modificar nada. Vemos, pues, que no se trata tan sólo de la existencia de los sucesos sexuales infantiles, sino también de determinada condición psicológica. Tales escenas han de existir en calidad de recuerdos inconscientes, y sólo en cuanto y mientras lo son pueden crear y mantener síntomas histéricos.

De qué depende el que estos sucesos dejan tras de si recuerdos conscientes o inconscientes, si de su contenido, de la época de su acaecimiento o de influencias posteriores, son interrogaciones que plantean un nuevo problema, en el cual nos guardaremos muy bien de entrar por ahora. Haremos constar únicamente que el análisis nos ha aportado, como primer resultado, el principio de que los síntomas histéricos son derivados de recuerdos inconscientemente activos.

c) Para mantener nuestras afirmaciones de que los sucesos sexuales infantiles constituyen la condición fundamental, o, por decirlo así, la disposición de la histeria, si bien no crean inmediatamente los síntomas histéricos, sino que permanecen en un principio inactivos, y sólo actúan de un modo patógeno ulteriormente, al ser despertados como recuerdos inconscientes en la época posterior a la pubertad; para mantener estas afirmaciones, repetimos, hemos de contrastarlas con las numerosas observaciones que señalan ya la aparición de la histeria en la infancia anterior a la pubertad.

Las dificultades que aquí pudieran surgir quedan resueltas al examinar con algún detenimiento los datos conseguidos en el análisis sobre las circunstancias temporales de los sucesos sexuales infantiles. Vemos entonces que la eclosión de síntomas histéricos comienza, no por excepción, sino regularmente, en los graves casos por nosotros analizados, hacia los ocho años, y que los sucesos sexuales que no muestran un efecto inmediato se extienden cada vez más atrás, hasta los cuatro, los tres e incluso los dos años de la vida del sujeto.

Dado que la cadena formada por los sucesos patógenos no aparece interrumpida, en ninguno de los casos examinados, al cumplir ocho años el sujeto, hemos de suponer que esta edad, en la que tiene efecto la segunda dentición, forma para la histeria un límite, a partir del cual se hace imposible su causación.

Aquellos que no han vivido anteriormente sucesos sexuales no pueden ya adquirir disposición alguna a la histeria.

En cambio, quienes los han vivido pueden ya comenzar a desarrollar síntomas histéricos. La aparición aislada de la histeria anterior a este límite de edad (anterior a los ocho años) habría de interpretarse como un signo de madurez precoz. La existencia de dicho límite se halla probablemente enlazada a los procesos evolutivos del sistema sexual.

El adelantamiento del desarrollo sexual somático es un fenómeno frecuente, y puede incluso pensarse en su impulsión por prematuros estímulos sexuales. Observamos así la necesidad de cierto infantilismo, tanto en las funciones psíquicas como del sistema sexual, para que una experiencia sexual acaecida en este período desarrolle luego, como recuerdo, un efecto patógeno.

Sin embargo, no me atrevo a sentar afirmaciones más precisas sobre la naturaleza de este infantilismo psíquico ni sobre su limitación cronológica.

d) Pudiera también preguntársenos cómo es posible que el recuerdo de los sucesos sexuales infantiles desarrolle tan magnos efectos patógenos cuando el hecho mismo de vivirlos no provocó trastorno alguno. Realmente, no estamos habituados a observar que de una imagen mnémica emanen fuerzas de las que careció la impresión real.

Se advertirá, además, con cuánta consistencia se mantiene en la histeria el principio de que sólo los recuerdos pueden producir síntomas. Todas las escenas posteriores, en las cuales nacen los síntomas, no son verdaderamente eficaces, y los sucesos a los que corresponde eficacia auténtica no producen en un principio efecto alguno.

Pero nos hallamos aquí ante una cuestión que podemos muy bien desglosar de nuestro tema. Sentimos, ciertamente, la necesidad de llevar a cabo una síntesis de toda la serie de singulares condiciones a cuyo conocimiento hemos llegado.

Para la producción de un síntoma histérico es necesario que exista una tendencia defensiva contra una representación penosa; esta representación ha de hallarse enlazada lógica y asociativamente con un recuerdo inconsciente, por conducto de elementos intermedios más o menos numerosos, que por el momento permanecen también inconscientes; el contenido de dicho recuerdo inconsciente ha de ser necesariamente sexual y consistir en un suceso acaecido en determinado período infantil, y no podemos menos de preguntarnos cómo es posible que este recuerdo de un suceso innocuo en su día tenga a posteriori el efecto anormal de llevar a un resultado patológico un proceso psíquico como el de la defensa, permaneciendo por sí mismo inconsciente en todo ello.

No obstante, habremos de decirnos que se trata de un problema puramente psicológico, cuya solución hace necesarias ciertas hipótesis sobre los procesos psíquicos normales y sobre el papel que en ellos desempeña la conciencia, pero que de momento puede quedar insolucionado, sin que ello disminuya el valor de nuestros descubrimientos sobre la etiología de los fenómenos histéricos.

III. El problema antes planteado se refiere al mecanismo de la producción de síntomas histéricos. Pero nos vemos obligados a exponer la causación de estos síntomas sin atender a aquel mecanismo, circunstancia que ha de disminuir la claridad de nuestra exposición. Volvamos al papel desempeñado por las escenas sexuales infantiles.

Temo haber hecho formar un concepto exagerado de su fuerza productora de síntomas. Haré, pues, resaltar de nuevo que todo caso de histeria presenta síntomas cuya determinación no procede de sucesos infantiles, sino de otros ulteriores y a veces recientes, si bien otra parte de los síntomas depende, desde luego, de sucesos de las épocas más tempranas.

A ella pertenecen principalmente las tan numerosas y diversas sensaciones y parestesias genitales y de otras partes del cuerpo, síndromes que corresponden simplemente al contenido sensorial de las escenas infantiles, alucinatoriamente reproducido y muchas veces dolorosamente intensificado.

Otra serie de fenómenos histéricos mucho más corrientes -deseo doloroso de orinar, dolor al defecar, trastornos de la actividad intestinal, espasmos laríngeos y vómitos, perturbaciones digestivas y repugnancia a los alimentos- demostró ser también en el análisis, y con sorprendente regularidad, derivación de los mismos sucesos infantiles, quedando fácilmente explicada por peculiaridades constantes de los mismos.

Las escenas sexuales infantiles son difícilmente imaginables para un hombre de sensibilidad sexual normal, pues contienen todas aquellas transgresiones conocidas por los libertinos o los impotentes, alcanzando en ellas un impropio empleo sexual la cavidad bucal y la terminación del intestino.

El asombro que este descubrimiento produce queda pronto reemplazado en el médico por una comprensión total. De personas que no reparan en satisfacer en sujetos infantiles sus necesidades sexuales no puede esperarse que se detengan ante ciertas formas de tal satisfacción; pero, además, la impotencia sexual de la infancia impone irremisiblemente aquellos actos subrogados a los que el adulto se rebaja en los casos de impotencia adquirida.

Todas las extrañas condiciones en que la desigual pareja prosigue sus relaciones amorosas: el adulto que no puede sustraerse a la mutua dependencia concomitante a toda relación sexual, pero que al mismo tiempo se halla investido de máxima autoridad y del derecho de castigo, y cambia constantemente de papel para conseguir la satisfacción de sus caprichos; el niño indefenso y abandonado a tal arbitrio, precozmente despertada su sensibilidad y expuesto a todos los desengaños, interrumpido con frecuencia en el ejercicio de las funciones sexuales que le son encomendadas por su incompleto dominio de las necesidades naturales, todas estas incongruencias, tan grotescas como trágicas, quedan impresas en el desarrollo ulterior del individuo y en su neurosis, provocando un infinito número de afectos duraderos, que merecería la pena examinar minuciosamente.

En aquellos casos en los cuales la reacción erótica se ha desarrollado entre dos sujetos infantiles, el carácter de las escenas sexuales continúa siendo repulsivo, puesto que toda relación infantil de este orden supone la previa iniciación de uno de los protagonistas por un adulto. Las consecuencias psíquicas de tales relaciones infantiles son extraordinariamente hondas. Los dos protagonistas quedan unidos para toda su vida por un lazo invisible.

En ocasiones son detalles accesorios de estas escenas sexuales infantiles los que en años posteriores alcanzan un poder determinante con respecto a los síntomas de la neurosis.

Así, en uno de los casos por mí examinados, la circunstancia de haberse enseñado al niño a excitar con sus pies los genitales de una persona adulta bastó para fijar a través de años enteros la atención neurótica del sujeto en sus extremidades inferiores y su función, provocando finalmente una paraplejía.

En otro caso se trataba de una enferma cuyos ataques de angustia, que solían presentarse a determinadas horas del día, sólo se calmaban con la presencia de una de sus hermanas, careciendo de tal eficacia el auxilio de las demás. La razón de esta preferencia hubiera permanecido en el misterio si el análisis no hubiese descubierto que la persona que en su infancia le había hecho objeto de atentados sexuales preguntaba siempre si se hallaba en casa dicha hermana, por la que temía, sin duda, ser sorprendida.

La fuerza determinante de las escenas infantiles se oculta a veces tanto, que un análisis superficial no logra descubrirla. Creemos entonces haber hallado la explicación de cierto síntoma en el contenido de alguna de las escenas posteriores; pero al tropezar luego, en el curso de nuestra labor, con una escena infantil de idéntico contenido, reconocemos que la escena ulterior debe exclusivamente su capacidad de determinar síntomas a su coincidencia con la anterior. No queremos, por tanto, negar toda importancia a las escenas posteriores.

Si se me planteara la labor de exponer aquí las reglas de la producción de síntomas histéricos, habría de reconocer como una de ellas la de ser elegida para síntoma aquella representación que es hecha resaltar por la acción conjunta de varios factores y despertada simultáneamente desde diversos lados, regla que en otro lugar he tratado de expresar con el aserto de que los síntomas histéricos se hallan superdeterminados. Hemos dejado antes aparte. como tema especial, la relación entre la etiología reciente y la infantil.

Pero no queremos abandonar la cuestión sin transgredir, por lo menos, con una observación nuestro anterior propósito. Ha de reconocerse la existencia de un hecho que desorienta nuestra comprensión psicológica de los fenómenos histéricos y parece advertirnos que nos guardemos de aplicar una misma medida a los actos psíquicos de los histéricos y de los normales.

Nos referimos a la desproporción comprobada en el histérico entre el estímulo psíquicamente excitante y la reacción psíquica, desproporción que tratamos de explicar con la hipótesis de una excitabilidad general anormal o, en un sentido fisiológico, suponiendo que los órganos cerebrales dedicados a la transmisión presentan en el enfermo un especial estado psíquico o se han sustraído a la influencia coercitiva de otros centros superiores. No quiero negar que ambas teorías pueden proporcionarnos en algunos casos una explicación exacta de los fenómenos histéricos.

Pero la parte principal del fenómeno, la reacción histérica anormal y exagerada a los estímulos psíquicos, permite una distinta explicación, en cuyo apoyo pueden aducirse infinitos ejemplos extraídos del análisis.

Esta explicación es como sigue: La reacción de los histéricos sólo aparentemente es exagerado; tiene que parecérnoslo porque no conocemos sino una pequeña parte de los motivos a que obedece.

En realidad, esta reacción es proporcional al estímulo excitante y, por tanto, normal y psicológicamente comprensible. Así lo descubrimos en cuando el análisis agrega a los motivos manifiestos, conscientes en el enfermo, aquellos otros motivos que han actuado sin que el enfermo los conociese ni pudiera, por tanto, comunicarlos.

Podría llenar página tras página con la demostración del importante principio antes enunciado en todos y cada uno de los elementos de la actividad psíquica total de los histéricos, pero habré de limitarme a exponer algunos ejemplos. Recuérdese la frecuente susceptibilidad psíquica de los histéricos, que ante la menor desatención reaccionan como si de una mortal ofensa se tratase.

¿Qué pensaríamos si observásemos una tan elevada susceptibilidad ante motivos insignificantes entre dos personas normales; por ejemplo, en un matrimonio?

Deduciríamos que la escena conyugal presenciada no era únicamente el resultado del último motivo insignificante y que en el ánimo de los protagonistas habían ido acumulándose poco a poco materias detonantes que el último pretexto había hecho estallar en su totalidad.

En la histeria sucede lo mismo. No es la última insignificante molestia la que produce el llanto convulsivo, el ataque de desesperación y el intento de suicidio, contradiciendo el principio de la proporcionalidad entre el efecto y la causa. Lo que pasa es que dicha mínima mortificación actual ha despertado los recuerdos de múltiples e intensas ofensas anteriores, detrás de las cuales se esconde aún el recuerdo de una grave ofensa jamás cicatrizada, recibida en la infancia.

Igualmente cuando una joven se dirige los más espantosos reproches por haber permitido que un muchacho acariciase secretamente su mano y contrae a partir de aquel momento una neurosis, puede pensarse en un principio que se trata de una persona anormal, excéntrica e hipersensitiva, pero no tardaremos en cambiar de idea al mostrarnos el análisis que aquel contacto recordó a la sujeto otro análogo experimentado en su niñez y enlazado con circunstancias menos inocentes, de manera que sus reproches se refieren en realidad a aquella antigua historia.

Por último, el enigma de los puntos histerógenos encuentra también aquí su explicación.

Al tocar uno de tales puntos realizamos algo que no nos proponíamos. Despertamos un recuerdo que puede provocar un ataque de convulsiones, y cuando se ignora la existencia de tal elemento psíquico intermedio se ve en el ataque un efecto directo del contacto. Los enfermos comparten tal ignorancia y caen, por tanto, en errores análogos, estableciendo constantemente falsos enlaces entre el último motivo consciente y el efecto dependiente de tantos elementos intermedios.

Pero cuando se ha hecho posible al médico reunir para la explicación de una reacción histérica los motivos conscientes y los inconscientes, se ve obligado a reconocer que la reacción del enfermo, aparentemente exagerada, es casi siempre proporcionada y sólo anormal en su forma.

Contra esta justificación de la reacción histérica a estímulos psíquicos se objetará con razón que de todos modos no se trata de una reacción normal, pues los hombres sanos se conducen de muy distinto modo, sin que actúen en ellos todas las excitaciones pasadas cada vez que se presenta un nuevo estímulo.

Se experimenta así la impresión de que en los histéricos conservan su eficacia todos los sucesos pretéritos a los que ya han reaccionado con tanta frecuencia y tan violentamente, pareciendo estos enfermos incapaces de llevar a cabo una descarga de los estímulos psíquicos. Hay en esto algo de verdad.

Pero no debe olvidarse que los antiguos sucesos vividos por los enfermos actúan al ser estimulados por un motivo actual como recuerdos inconscientes.

Parece así como si la dificultad de descarga y la imposibilidad de transformar una impresión actual en un recuerdo inofensivo dependieran precisamente de los caracteres peculiares de lo psíquico inconsciente. Como se ve, el resto del problema es nuevamente psicología, y psicología de un orden muy distinto al estudiado hasta ahora por los filósofos.

A esta psicología que hemos de crear para nuestras necesidades -a la futura psicología de las neurosis- he de remitirme también al exponer como final algo en lo que se verá, quizá, al principio, un obstáculo a nuestra iniciada comprensión de la etiología de la histeria.

He de afirmar, en efecto, que la importancia etiológica de los sucesos sexuales infantiles no aparece limitada al terreno de la histeria, extendiéndose también a la singular neurosis obsesiva e incluso, quizá, a la paranoia crónica y a otras psicosis funcionales.

No puedo hablar aquí con la precisión deseable, porque el número de mis análisis de neurosis obsesivas es aún muy inferior al de histeria. Con respecto a la paranoia, sólo dispongo de un único análisis suficiente y algunos otros fragmentarios.

Pero lo que en estos casos he hallado me ofrece garantías de exactitud y me promete resultados positivos en futuros análisis. Se recordará, quizá, que en ocasiones anteriores he sostenido ya la síntesis de la histeria y la neurosis obsesiva bajo el título de neurosis de defensa, aunque no había llegado aún al descubrimiento de su común etiología infantil.

Añadiré ahora que todos mis casos de representaciones obsesivas me han revelado un fondo de síntomas histéricos, en su mayoría sensaciones y dolores, que podían ser referidos precisamente a los más antiguos sucesos infantiles.

¿Qué es lo que determina que de las escenas sexuales infantiles haya de surgir luego al sobrevenir los demás factores patógenos, bien la histeria, bien la neurosis obsesiva o incluso la paranoia? Esta extensión de nuestros conocimientos parece disminuir el valor etiológico de dichas escenas, despojando de su especialidad a la relación etiológica.

No me es posible dar todavía una respuesta precisa a esta interrogación, pues no cuento aún con datos suficientes. He observado, hasta ahora, que las representaciones obsesivas se revelan siempre en el análisis como reproches, disfrazados y deformados, correspondientes a agresiones sexuales infantiles, siendo, por tanto, más frecuentes en los hombres que en las mujeres, y desarrollándose en aquéllos con mayor frecuencia que la histeria.

De este hecho puede deducirse que el carácter activo o pasivo del papel desempeñado por el sujeto en las escenas sexuales infantiles ejerce una influencia determinante sobre la elección de la neurosis ulterior. De todos modos, no quisiera disminuir con esto la influencia correspondiente a la edad en que el sujeto vive dichas escenas infantiles y a otros distintos factores.

Sobre este punto habrán de decidir nuestros futuros análisis. Pero una vez descubiertos los factores que rigen la elección entre las diversas formas posibles de las neuropsicosis de defensa, se nos planteará de nuevo un problema, puramente psicológico: el relativo al mecanismo que estructura la forma elegida.

Llego aquí al final de mi trabajo. Preparado a la contradicción, quisiera dar aún a mis afirmaciones un nuevo apoyo antes de abandonarlas a su camino.

Cualquiera que sea el valor que se conceda a mis resultados, he de rogar no se vea en ellos el fruto de una cómoda especulación. Reposan en una laboriosa investigación individual de cada enfermo, que en la mayoría de los casos ha exigido cien o más horas de penosa labor.

Más importante aún que la aceptación de mis resultados es para mí la del método del que me he servido, totalmente nuevo, difícil de desarrollar, y, sin embargo, insustituible para nuestros fines científicos y terapéuticos. No es posible contradecir los resultados de esta modificación mía del método de Breuer, dejando a un lado este método y sirviéndose tan sólo de los hasta aquí habituales.

Ello equivaldría a querer rebatir los descubrimientos de la técnica histológica por medio de los datos logrados en la investigación macroscópica.

Al abrirnos este nuevo método de investigación, el acceso a un nuevo elemento del suceder psíquico, a los procesos mentales inconscientes o, según la expresión de Breuer, incapaces de conciencia, nos ofrece la esperanza de una nueva y mejor compresión de todas las perturbaciones psíquicas funcionales. No puedo creer que la psiquiatría dilate por más tiempo el servirse de él.

En un breve estudio, publicado en 1894, hube de reunir bajo el nombre de «neuropsicosis de defensa» la histeria, las representaciones obsesivas y, algunos casos de locura alucinatoria, fundándome en que los síntomas de todas estas afecciones son un producto del mecanismo psíquico de la defensa (inconsciente), surgiendo, por tanto, a consecuencia de la tentativa de reprimir una representación intolerable, penosamente opuesta al yo del enfermo.

En el libro que sobre la histeria he publicado después en colaboración con el doctor Breuer he expuesto, con ayuda de varias observaciones clínicas, el sentido en que ha de interpretarse este proceso psíquico de la «defensa» o la «represión» describiendo también el método psicoanalítico, penoso pero seguro, de que me sirvo en estas investigaciones, las cuales constituyen, simultáneamente, una terapia.

Los resultados obtenidos en estos dos últimos años de trabajo han robustecido mi inclinación a considerar la defensa como el nódulo del mecanismo psíquico de las mencionadas neurosis y me han permitido, además, proporcionar a la teoría psicológica una base clínica.

Para mi propia sorpresa he tropezado con algunas soluciones sencillas, pero precisamente determinadas, de los problemas de las neurosis; soluciones que me propongo exponer en el presente estudio. No pudiendo integrar en él, por su forzosa brevedad, las pruebas de mis afirmaciones, espero darles cabida en una próxima publicación, más amplia.

La etiología «específica» de la histeria

Ya en otras ocasiones anteriores hemos expuesto Breuer y yo la teoría de que los síntomas de la histeria sólo se nos hacen comprensibles cuando nos referimos a experiencias de efectos «traumáticos» o traumas psíquicos de carácter sexual. Lo que hoy me propongo agregar a lo ya expuesto, como resultado uniforme del análisis de trece casos de histeria, se refiere, por un lado, a la naturaleza de estos traumas sexuales, y por otro, al período de la vida individual en el que acaecen.

Para la causación de la histeria no basta que en una época cualquiera de la vida surja un suceso, relacionado en algún modo con la vida sexual y que llegue a hacerse patógeno por el desarrollo y la represión de un afecto penoso.

Es preciso que tales traumas sexuales sobrevengan en la temprana infancia del sujeto (la época anterior a la pubertad) y su contenido ha de consistir en una excitación real de los genitales en procesos análogos al coito.

En todos los casos de histeria por mí analizados (entre ellos dos de histeria masculina) he hallado cumplida esta condición específica de la histeria -la pasividad sexual en tiempos presexuales-, condición que, a más de disminuir considerablemente la significación etiológica de la disposición hereditaria, explica la frecuencia infinitamente mayor de la histeria en el sexo femenino, el cual ofrece durante la infancia mayores atractivos a la agresión sexual.

Contra este resultado se objetará, seguramente, que los atentados sexuales cometidos en sujetos infantiles aún impúberes son demasiado frecuentes para poder concederles un serio valor etiológico. O también que, por tratarse de sujetos cuya sexualidad no está aún desarrollada, no pueden tener tales sucesos efecto alguno.

Por último, se alegará la posibilidad de ser nosotros mismos los que sugerimos al paciente tales recuerdos durante el tratamiento y se nos prevendrá contra una aceptación demasiado crédula de las manifestaciones de estos enfermos, tan dados a fantasear.

Y a estas dos últimas objeciones he de contestar que para poder emitir algún juicio sobre este oscuro sector es necesario haberse servido alguna vez del único método susceptible de arrojar alguna luz sobre él; esto es, del psicoanálisis, por medio del cual logramos hacer consciente lo inconsciente.

Las dos primeras quedarán contestadas en lo esencial con la observación de que no son los sucesos mismos los que actúan traumáticamente, sino su recuerdo, emergente cuando el individuo ha llegado ya a la madurez sexual.

Mis trece casos de histeria eran todos graves y databan ya de muchos años, algunos de ellos a pesar de un largo tratamiento médico ineficaz. Los traumas infantiles que en ellos descubrió el análisis eran todos de orden sexual y en ocasiones de un carácter extraordinariamente repugnante.

Entre los culpables de estos abusos de tan graves consecuencias figuraban, en primer lugar, niñeras nurses y otras personas del servicio, a las cuales se abandona imprudentemente el cuidado de los niños, y luego, con lamentable frecuencia, personas dedicadas a la enseñanza infantil.

En siete de los trece casos indicados se trataba, en cambio, de inocentes agresores infantiles, casi siempre hermanos, que habían mantenido durante años enteros relaciones sexuales con sus hermanas, poco menores que ellos.

Por lo común, el origen de estas relaciones era uno mismo: el hermano había sido objeto de un abuso sexual por parte de una persona perteneciente al sexo femenino, y despertaba así, prematuramente, su libido, había repetido años después, con su hermana, exactamente las mismas prácticas a las que antes le habían sometido. La masturbación activa debe ser excluida de la lista de las influencias sexuales patógenas productoras de la histeria.

El hecho de aparecer tan frecuentemente asociada a esta enfermedad depende de ser, con mayor frecuencia de lo que se cree, una secuela del abuso o la seducción. No es raro que los dos miembros de la pareja infantil enfermen ulteriormente de neurosis de defensa, mostrando el hermano representaciones obsesivas y la hermana una histeria, lo cual da al caso una apariencia de disposición neurótica familiar.

Pero esta pseudo herencia revela en seguida su inexactitud. En uno de mis casos se hallaban enfermos el hermano, la hermana y un primo algo mayor. El análisis del hermano me descubrió que se reprochaba obsesivamente ser la causa de la enfermedad de su hermana. Por su parte, él había sido pervertido por su primo, y éste, a su vez, según me comunicó la familia, había sido víctima de la sexualidad de su niñera.

No me es posible indicar con seguridad el límite de edad hasta el cual una influencia sexual puede constituirse en factor etiológico de la histeria, pero dudo mucho de que la pasividad sexual pueda ya suscitar una represión después de los ocho o los diez años, a menos que la capaciten para ello sucesos anteriores.

El límite inferior alcanza tanto como la facultad de recordar, o sea, hasta la tierna edad de año y medio o dos años (dos casos).

En un cierto número de los casos analizados el trauma sexual (o serie de traumas) había sobrevivido entre los tres y los cuatro años. Yo mismo me resistía a creer estos extraños descubrimientos, si el desarrollo de la neurosis ulterior no impusiera su aceptación.

En todos los casos hallamos una serie de costumbres patológicas, síntomas y fobias que sólo por medio de su referencia a tales experiencias infantiles resultan explicables, y el enlace lógico de las manifestaciones neuróticas hace imposible rechazar dichos recuerdos de la niñez, fielmente conservados. Claro está que sería inútil querer interrogar a un histérico sobre estos traumas infantiles fuera del psicoanálisis, pues su huella no se encuentra jamás en la memoria consciente y sí sólo en los síntomas patológicos.

Las experiencias y las excitaciones que preparan o motivan, en el período posterior a la pubertad, la explosión de la histeria no hacen sino despertar la huella mnémica de aquellos traumas infantiles, huella que tampoco se hace entonces consciente, pero provoca el desarrollo de afectos y la represión.

Con este papel de los traumas ulteriores, armoniza el hecho de que no aparecen sometidos a la estricta condicionalidad de los traumas infantiles, sino que pueden variar en intensidad y constitución, desde la verdadera violación sexual hasta la simple aproximación de igual orden, la percepción de actos sexuales realizados por otras personas o la audición de relatos de procesos sexuales.

En mi primera comunicación sobre las neurosis de defensa quedó inexplicado cómo la tendencia del sujeto hasta entonces sano a olvidar una tal experiencia traumática podía producir realmente la represión propuesta y abrir con ellos las puertas a la neurosis.

Este resultado no podía depender de la naturaleza de la experiencia, puesto que otras personas permanecían sanas, no obstante haber sufrido idéntico trauma.

Así, pues, la histeria no quedaba totalmente explicada por la acción del trauma, debiéndose aceptar que ya antes del mismo existía en el sujeto una capacidad para la reacción histérica.

En el lugar de esta indeterminada disposición histérica podemos situar ahora, total o fragmentariamente, el efecto póstumo del trauma sexual infantil. La «represión» del recuerdo de una experiencia sexual penosa de los años de madurez sólo es alcanzada por personas en las que tal experiencia pueda activar la acción de un trauma infantil.

Las representaciones obsesivas tienen también como premisa una experiencia infantil de un orden distinto al de las descubiertas en los histéricos. La etiología de ambas neurosis de defensa ofrece la siguiente relación con la etiología de las dos neurosis simples: la neurastenia y la neurosis de angustia.

Estas dos últimas afecciones son efectos inmediatos de las prácticas sexuales nocivas (caso que ya explicamos en un estudio sobre la neurosis de angustia, publicado en 1895) En cambio, las dos neurosis de defensa son consecuencias mediatas de influencias sexuales nocivas, que han actuado antes de la madurez sexual; esto es, consecuencias de las huellas mnémicas psíquicas de tales influencias.

Las causas actuales que producen la neurastenia y la neurosis de angustia desempeñan muchas veces al mismo tiempo el papel de causas despertadoras de las neurosis de defensa Por otro lado, las causas específicas de las neurosis de defensa pueden constituir la base de una neurastenia ulterior, no siendo tampoco raro que una neurastenia o una neurosis de angustia sean mantenidas, en lugar de por prácticas sexuales nocivas actuales, sólo por el recuerdo perdurable de traumas infantiles.

Esencia y mecanismo de la neurosis obsesiva

En la etiología de la neurosis obsesiva tienen las experiencias sexuales de la temprana infancia la misma significación que en la histeria; pero no se trata ya de la pasividad sexual, sino de agresiones de este orden, llevadas a cabo con placer o de una gozosa participación en actos sexuales; esto es, de actividad sexual. De esta diferencia en las circunstancia etiológicas depende la mayor frecuencia de la neurosis obsesiva en el sexo masculino.

Por otra parte, en el fondo de todos mis casos de neurosis obsesiva he hallado síntomas histéricos, que el análisis demostraba dependientes de una escena de pasividad sexual anterior a la intervención sexual activa.

A mi juicio, esta coincidencia es regular, y la agresión sexual prematura supone siempre una experiencia pasiva anterior. No me es posible presentar aún una exposición definitiva de la etiología de la neurosis obsesiva.

Pero tengo la impresión de que el factor que decide si de los traumas infantiles ha de surgir una histeria o una neurosis obsesiva se halla relacionado con las circunstancias temporales de la libido.

La esencia de la neurosis obsesiva puede encerrarse en una breve fórmula: las representaciones obsesivas son reproches transformados, retornados de la represión, y referentes siempre a un acto sexual de la niñez ejecutado con placer.

Para explicar esta fórmula será necesario describir el curso típico de una neurosis obsesiva. Los sucesos que contienen el germen de la neurosis se desarrollan en un primer período, al que podemos dar el nombre de «la inmoralidad infantil».

Primero, en la más temprana infancia, tienen efecto las experiencias pasivas, que más tarde hacen posible la represión, sobreviniendo luego los actos de agresión sexual contra el sexo contrario, los cuales motivan ulteriormente los reproches.

A este período pone fin la iniciación -a veces también adelantada- de la «maduración» sexual.

Al recuerdo de aquellos actos placenteros se enlaza entonces un reproche, y la conexión en que se hallan con las experiencias iniciales de pasividad hace posible -con frecuencia después de un esfuerzo consciente-, recordando luego su represión y sustitución por un síntoma primario de defensa. Los escrúpulos, la vergüenza, la desconfianza en sí mismo son síntomas de este orden, con los cuales comienza el tercer período: el de la salud aparente y, en realidad, de la defensa conseguida.

El período siguiente -el de la enfermedad- se caracteriza por el retorno de los recuerdos reprimidos, o sea, por el fracaso de la defensa, siendo aún indeciso si el despertar de dichos recuerdos es con mayor frecuencia casual y espontáneo, o consecuencia y efecto secundario de perturbaciones sexuales actuales.

Los recuerdos reanimados y los reproches de ellos surgidos no pasan nunca a la conciencia sin sufrir grandes alteraciones, y así, aquello que se hace consciente como representaciones y afectos obsesivos, sustituyendo para la vida consciente el recuerdo patógeno, son transacciones entre las representaciones reprimidas y las represoras.

Para describir precisa y exactamente los procesos de la represión y de la formación de representaciones transaccionales habríamos de decidirnos a admitir hipótesis muy definidas sobre el substrato del suceder psíquico y de la conciencia.

Mientras queramos evitar tales hipótesis habremos de contentarnos con las siguientes observaciones: existen dos formas de neurosis obsesiva, según que el paso a la conciencia sea forzado tan sólo por el contenido mnémico de la acción, base del reproche, o también por el afecto concomitante.

El primer caso es el de las representaciones obsesivas típicas, en las cuales el contenido atrae toda la atención del enfermo, no sintiendo éste como afecto sino un vago displacer en lugar del correspondiente al reproche, único que armonizaría con el contenido de la representación.

Este contenido de la representación obsesiva aparece doblemente deformado con relación al acto infantil motivador, mostrándose sustituido lo pasado por algo actual, y reemplazado lo sexual por algo análogo no sexual.

Estas dos transformaciones son obra de la tendencia a la represión, aún perdurante; tendencia que hemos de atribuir al yo. La influencia del recuerdo patógeno reanimado se muestra en el hecho de que el contenido de la representación obsesiva es todavía fragmentariamente idéntico al reprimido, o se deduce de él de un modo lógico.

Si con ayuda del método psicoanalítico reconstruimos la génesis de una representación obsesiva, hallamos que de una impresión actual parten dos procesos mentales, uno de los cuales, el que integra el recuerdo reprimido, se demuestra tan correctamente lógico como el otro, a pesar de no ser capaz de conciencia ni susceptible de rectificación.

Cuando los resultados de estas dos operaciones psíquicas no coinciden, no tiene lugar la supresión lógica de la contradicción existente entre ambas, sino que al lado del resultado mental normal entra en la conciencia, a título de transacción entre la resistencia y el resultado mental patológico, una representación obsesiva aparentemente absurda.

Cuando ambos procesos mentales dan el mismo resultado, se robustecen mutuamente resultando así que un resultado mental normal se conduce como una representación obsesiva. Toda obsesión neurótica, emergente en lo psíquico, tiene su origen en la represión. Las representaciones obsesivas tienen, digámoslo así, curso psíquico forzoso, no por su propio valor, sino por la fuente de la que emanan o que las ha intensificado.

La neurosis obsesiva toma una segunda forma cuando lo que alcanza una representación en la vida psíquica consciente no es el contenido mnémico reprimido, sino el reproche, reprimido también. El afecto correspondiente al reproche puede transformarse por medio de un incremento psíquico en cualquier otro afecto displaciente.

Sucedido esto, nada hay ya que se oponga a que el afecto sustitutivo se haga consciente. De este modo el reproche (de haber realizado en la niñez el acto sexual de que se trate) se transforma fácilmente en vergüenza (de que otra persona lo sepa), en miedo hipocondríaco (de las consecuencias físicas de aquel acto), en miedo social (a la condenación social del delito cometido), en miedo a la tentación (desconfianza justificada en la propia fuerza moral de resistencia), en miedo religioso, etc.

En todos estos casos, el contenido mnémico del acto motivo del reproche puede también hallarse representado en la conciencia o quedar completamente desvanecido; circunstancia esta última que dificulta extraordinariamente el diagnóstico.

Muchos casos que después de una investigación superficial se consideran como de hipocondría vulgar (neurasténica) pertenecen a este grupo de los afectos obsesivos. Así, la llamada «neurastenia periódica» o «melancolía periódica» resulta ser, con insospechada frecuencia, una neurosis obsesiva de esta segunda forma; descubrimiento de no escasa importancia terapéutica.

Al lado de estos síntomas transaccionales, que significan el retorno de lo reprimido, y con ello el fracaso de la defensa primitivamente conseguida, forma la neurosis obsesiva otros, de un origen totalmente distinto.

El yo intenta, en efecto, defenderse de las ramificaciones del recuerdo, inicialmente reprimido, y crea en esta lucha defensiva síntomas que podríamos reunir bajo el nombre de «defensa secundaria».

Son estos síntomas, en su totalidad, «medidas preventivas», que prestan buenos servicios en la lucha contra las representaciones y los afectos obsesivos.

Si estos elementos auxiliares consiguen efectivamente en la lucha defensiva reprimir de nuevo los síntomas del retorno, impuestos al yo, la obsesión se transferirá a las medidas preventivas mismas, y creará una tercera forma de la «neurosis obsesiva»: los actos obsesivos.

Estos actos no son nunca primarios ni contienen otra cosa que una defensa, y jamás una agresión. El análisis psíquico demuestra que, no obstante su singularidad, resultan siempre explicables refiriéndolos al recuerdo obsesivo, contra el cual combaten. La defensa secundaria contra las representaciones obsesivas puede consistir en una violenta desviación del pensamiento hacia otras ideas, lo más opuestas posible.

Así, en el caso de la especulación obsesiva recae ésta sobre temas abstractos, contrapuestos al carácter, siempre concreto, de las representaciones reprimidas.

En otras ocasiones intenta el enfermo dominar cada una de sus ideas obsesivas por medio de un proceso mental lógico, y acogiéndose a sus recuerdos conscientes; conducta que le lleva al examen y a la duda obsesivos. La preferencia que en este examen obsesivo da el enfermo a la percepción sobre el recuerdo le impulsa primero y le fuerza después a coleccionar y conservar todos los objetos con los que entra en contacto.

La defensa secundaria contra los afectos obsesivos da origen a una gran serie de medidas preventivas, susceptibles de transformarse en actos obsesivos. Tales medidas preventivas pueden clasificarse, según su tendencia, en los siguientes grupos: medidas de penitencia (ceremoniales molestos, observaciones de los números); de preservación (fobias de todas clases, superstición, minuciosidad, incremento del síntoma primario de los escrúpulos); del miedo a delatarse (colección cuidadosa de todo papel escrito, misantropía), de aturdimiento (dipsomanía).

Entre todos estos actos e impulsos obsesivos, corresponde a las fobias el lugar más importante. Hay casos en los que se puede observar cómo la obsesión se transfiere desde la representación o el afecto a la medida preventiva; en otros oscila periódicamente la obsesión entre el síntoma del retorno y el de la defensa secundaria.

Por último, hay también casos en los que no se forma ninguna representación obsesiva, quedando inmediatamente representado el recuerdo reprimido por la medida de defensa, aparentemente primaria.

En estos casos es alcanzado de un salto el estadio final de la neurosis, ulterior a la lucha defensiva. Los casos graves de esta afección culminan en la fijación de los actos ceremoniales y la emergencia de la locura de duda, o en una existencia extravagante del enfermo, condicionada por las fobias.

El hecho de no encontrar crédito la representación obsesiva ni ninguno de sus derivados procede quizá de que en la primera represión quedó ya constituido el síntoma de la escrupulosidad, que ha adquirido también un carácter obsesivo. La seguridad de haber vivido moralmente durante todo el período de la defensa conseguida hace imposible dar crédito al reproche que la representación obsesiva envuelve.

Sólo esporádicamente, al emerger una nueva representación obsesiva, o en estados melancólicos de agotamiento del yo, logran crédito los síntomas patológicos del retorno.

El carácter «obsesivo» de los productos psíquicos aquí descritos no tiene, en general, nada que ver con su aceptación como verdaderos, ni debe tampoco confundirse con aquel factor, al que damos el nombre de «fuerza» o «intensidad» de una representación.

Su carácter esencial es más bien la imposibilidad de hacerlos desaparecer por medio de la actividad psíquica, capaz de conciencia: carácter que no varía por el hecho de que la representación obsesiva aparezca más o menos clara e intensa. La causa de esta condición inatacable de la representación obsesiva o de sus derivados es su conexión con el recuerdo infantil reprimido, pues una vez que conseguimos hacer consciente tal recuerdo para lo cual parecen bastar los métodos psicoterápicos, se desvanece la obsesión.

Análisis de un caso de paranoia crónica

Desde hace mucho tiempo vengo sospechando que también la paranoia -o algún grupo de casos pertenecientes a la paranoia- es una neurosis de defensa, surgiendo, como la histeria y las representaciones obsesivas, de la represión de recuerdos penosos, y siendo determinada la forma de sus síntomas por el contenido de lo reprimido.

Peculiar a la paranoia sería un mecanismo especial de la represión, como lo es la represión en la histeria por el proceso de la conversión en inervación somática, y en la neurosis obsesiva la sustitución (el desplazamiento a lo largo de ciertas categorías asociativas). Varios casos por mí observados se mostraban favorables a esta observación, pero no había encontrado ninguna que la demostrara totalmente, hasta que hace unos meses la bondad del doctor Breuer me permitió someter al psicoanálisis, con un fin terapéutico, el caso de una mujer de treinta y dos años, muy inteligente, cuya enfermedad había de diagnosticarse de paranoia crónica.

Me apresuro a exponer en este trabajo los datos adquiridos en tal análisis por no tener probabilidades de estudiar la paranoia sino en casos aislados, y esperar que estas observaciones aisladas muevan a algún psiquíatra a incorporar la teoría de la «defensa» a la viva discusión actual sobre la naturaleza y el mecanismo de la paranoia.

Por mi parte, con la observación única aquí expuesta no pretendo sino demostrar que se trata de un caso de psicosis de defensa, e indicar la posibilidad de que en el grupo de la «paranoia» existan otros de igual naturaleza.

La sujeto de este caso es una señora de treinta y dos años, casada hace tres, y madre de un niño de dos. Sus padres no padecieron enfermedad alguna nerviosa; en cambio, sus dos hermanas son neuróticas.

Parece ser que hacia los veinte años padeció una depresión pasajera, con obnubilación del juicio; pero posteriormente gozó de salud y capacidad normales, hasta que seis meses después del nacimiento de su hijo se iniciaron en ella los primeros signos de su enfermedad actual.

Comenzó por hacerse reservada y desconfiada, rehuyendo el trato con las hermanas de su marido, y lamentándose de que los habitantes de la pequeña población de su residencia habían variado de conducta para con ella, mostrándose descorteses y negándole toda consideración. Poco a poco fueron ganando estas quejas en intensidad, aunque no en precisión.

Se tenía contra ella algo que no podía adivinar. Pero no le cabía la menor duda de que todos -parientes y amigos- la desconsideraban y hacían lo posible por irritarla. Por más que se rompía la cabeza para averiguar el porqué de aquella mudanza, no lo conseguía.

Algún tiempo después empezó a quejarse de ser observada de continuo por los vecinos, que adivinaban sus pensamientos y sabían todo lo que en su casa pasaba.

Una tarde se le ocurrió de repente que la espiaban por la noche, mientras se desnudaba, y desde entonces este momento inició al acostarse toda una serie de complicadas medidas preventivas, no desnudándose sino a oscuras y después de meterse en la cama.

Viendo que rehuía todo trato, aparecía constantemente deprimida y casi no se alimentaba, decidió la familia llevarla a un balneario durante el verano de 1895; pero el efecto de la cura de aguas fue desastroso, pues se intensificaron los síntomas ya existentes y aparecieron otros nuevos.

Ya en la primavera anterior, hallándose un día la sujeto sola con su doncella, había experimentado una singular sensación en el regazo, pensando al sentirla que la muchacha que la acompañaba tenía en aquel momento un pensamiento indecoroso.

Esta sensación se hizo durante el verano casi continua. «Sentía sus genitales como si sobre ellos gravitase el peso de una mano.» Después comenzó a ver imágenes que la espantaban: alucinaciones de desnudos femeninos, especialmente el regazo femenino de una mujer adulta, y a veces también genitales masculinos. La imagen del regazo femenino y la sensación de peso sobre sus propios genitales aparecían casi siempre unidas.

Estas alucinaciones le eran especialmente penosas, pues surgían siempre que se hallaba con otra mujer, y las interpretaba suponiendo que las desnudeces que veía pertenecían a la persona con quien se hallaba, la cual a su vez, la veía a ella en igual forma.

Simultáneamente a estas alucinaciones visuales -que después de surgir durante la estancia en el balneario desaparecieron por espacio de varios meses- comenzó a oír voces desconocidas, cuya procedencia no podía explicarse. Cuando iba por la calle oía:

«Esa es Fulana. Ahí va. ¿Dónde iría?».

Se comentaban todos sus actos y ademanes, y a veces oía amenazas y reproches. Todos estos síntomas se intensificaban cuando se hallaba en sociedad o salía a la calle: todo lo cual la hizo encerrarse en su casa.

Poco después comenzó a negarse a comer, alegando repugnancia y náuseas, desmejorándose así rápidamente. Todo esto lo supe cuando en el invierno de 1895 me fue confiada la enferma para su tratamiento. Lo he expuesto al detalle para hacer presente que se trata de una forma muy frecuente de paranoia crónica, diagnóstico con el cual armonizan otros detalles sintomáticos, que más adelante expondré.

Al principio no pude comprobar la existencia de delirios, interpretadores de las alucinaciones, bien porque la enferma me los ocultase, bien porque no hubiesen surgido todavía. La sujeto conservaba intacta su inteligencia, siéndome únicamente referida como detalle singular, la circunstancia de haber hecho venir a su casa repetidas veces a su hermano, alegando tener que confiarle algo, pero sin llegar nunca a la anunciada confidencia.

No hablaba nunca de sus alucinaciones, y en la última época tampoco se refería sino muy raras veces a las persecuciones de que era objeto. Lo que sobre esta enferma me propongo exponer se refiere principalmente a la etiología del caso y al mecanismo de las alucinaciones. La etiología se me reveló al aplicar a la enferma, como si se tratase de una histérica, el método de Breuer para la investigación y supresión de las alucinaciones.

Al obrar así partí del supuesto de que en esta paranoia debían existir, como en las otras dos neurosis de defensa por mí estudiadas, pensamientos inconscientes y recuerdos reprimidos, susceptibles de ser atraídos a la conciencia venciendo una determinada resistencia.

La enferma confirmó en seguida esta hipótesis, comportándose en el análisis exactamente como, por ejemplo, una histérica, y produciendo bajo la presión de mis manos (véanse mis estudios sobre la histeria) ideas que no recordaba haber tenido, que no comprendía en un principio y que contradecían sus esperanzas. Quedaba, pues, demostrado que también en un caso de paranoia existían importantes ideas inconscientes, dándose así la posibilidad de referir también a la represión la obsesión de la paranoia.

Unicamente resultaba singular el hecho de que la enferma oía interiormente, a modo de alucinación, los datos procedentes de su inconsciente. Con respecto al origen de las alucinaciones visuales descubrí que la imagen del regazo femenino coincidía casi siempre con la sensación de peso sobre sus propios genitales; pero que esta última vez era casi constante, y se presentaba muy frecuentemente sola.

Las primeras imágenes de desnudos femeninos habían surgido en el balneario pocas horas después de haber visto efectivamente la sujeto a otras bañistas desnudas en la piscina general.

Eran, pues, simples reproducciones de una impresión real, habiendo de suponerse que si tales impresiones se reproducían era porque la paciente había enlazado a ellas un intenso interés. Como explicación manifestó la sujeto que había sentido vergüenza por aquellas mujeres que se mostraban en tal forma, y que desde entonces se avergonzaba de desnudarse ante cualquier persona.

Habiendo de considerar este pudor como algo obsesivo, deduje, conforme al mecanismo de la defensa, que la paciente debía de mantener reprimido el recuerdo de un suceso en el que no se había avergonzado, y la invité a dejar de emerger todas aquellas reminiscencias relacionadas con el tema del pudor. Rápidamente reprodujo entonces una serie de escenas cronológicamente descendentes desde los diecisiete a los ocho años, en las que se había avergonzado de hallarse desnuda ante su madre, su hermano o el médico.

Por último, esta serie de recuerdos culminó con el de haberse desnudado una noche, teniendo seis años, ante su hermano, sin haber sentido vergüenza ninguna.

A mis preguntas confesó que tal escena se había repetido muchas veces, pues durante varios años habían tenido ella y su hermano la costumbre de mostrarse mutuamente sus desnudeces al ir a acostarse.

Esta confesión me explicó su repentina idea obsesiva de que la espiaban mientras se desnudaba para acostarse. Tratábase de un fragmento inmodificado del antiguo recuerdo reprochable, y la sujeto sentía ahora la vergüenza que antes no había experimentado.

La sospecha de que también en este caso se trataba de relaciones sexuales infantiles, tan frecuentes en la etiología de la histeria, quedó confirmada por los progresos del análisis, los cuales proporcionaron al mismo tiempo la solución de ciertos detalles, muy frecuentes en el cuadro de la paranoia.

El principio de la enfermedad coincidió con un disgusto entre su marido y su hermano, el cual se vio obligado a no volver a casa. La sujeto, que había querido siempre mucho a su hermano, le echó extraordinariamente de menos durante este tiempo.

Además hablaba de un momento de su enfermedad en que «se lo explicó todo»; esto es, en el que llegó al convencimiento de que sus sospechas de que todos la despreciaban y la herían intencionadamente eran una realidad.

Esta convicción se le impuso un día en que, hablando con su cuñada, oyó decir a ésta: «Si a mí me pasara algo semejante, no me preocuparía en modo alguno.»

Al principio no paró mientes la sujeto en estas palabras; pero después de irse su cuñada le pareció que contenía un reproche, como si la hubiera querido tachar de despreocupada, y a partir de este momento tuvo por seguro que todo el mundo la criticaba. Interrogada por mí sobre el motivo que había tenido para suponer que su cuñada se refería a ella con aquellas palabras, me respondió que el tono con que las había pronunciado le había convencido de ello, si bien este convencimiento no surgió en el momento de oírlas, sino algún tiempo después, detalle característico de la paranoia.

En el curso del análisis la obligué a recordar la conversación que había precedido a aquellas manifestaciones de su cuñada, resultando que esta última se había referido a los disgustos que sus hermanos habían originado en la familia, añadiendo la observación siguiente:

«En toda familia pasan cosas que deben ocultarse. Pero si a mí me sucediera algo semejante, me tendría sin cuidado.» La sujeto hubo de confesarse entonces que la causa verdadera de sus ideas de persecución había sido la primera frase. «En toda familia pasan cosas que deben ocultarse.»

Ahora bien, habiendo reprimido esta frase, que podía despertar en ella el recuerdo de sus relaciones infantiles con su hermano y recordando tan solo la segunda, carente de significación, tenía que enlazar a esta última la impresión de que su cuñada la hacía objeto de un reproche, y como el contenido mismo de la frase no ofrecía punto alguno de apoyo que justificase tal idea, hubo de fundamentarla en el tono con que había sido pronunciada. Hallamos aquí una prueba probablemente típica de que los errores de interpretación de la paranoia reposan sobre una represión.

En el curso ulterior del análisis quedó también explicada la siguiente conducta de la sujeto al hacer venir repetidamente a su hermano, alegando la necesidad de comunicarle algo para luego no cumplir tal anuncio.

Según la propia enferma, obró así porque creía que sólo con verle comprendería su hermano sus padecimientos.

Siendo su hermano realmente la única persona que podía saber la etiología de su enfermedad, resultaba que la sujeto había obrado a impulsos de un motivo que no comprendía desde luego conscientemente, pero que se demostraba plenamente justificada en cuanto se la adscribía un sentido inconsciente. Conseguí después llevar a la sujeto a la reproducción de las diversas escenas en las que habían culminado sus relaciones sexuales con su hermano (desde los seis a los diez años).

Durante esta labor de reproducción se presentó la sensación de peso en el regazo, como sucede regularmente en el análisis de restos mnémicos histéricos. La visión de un regazo femenino desnudo (pero reducido ahora a proporciones infantiles y sin los caracteres propios de la madurez sexual) acompañaba o no a la sensación de peso, según que la escena correspondiente se había desarrollado con luz o en la oscuridad. También la aversión a los alimentos halló su explicación en un detalle repugnante de estos sucesos.

Después de la reproducción de toda esta serie de escenas desaparecieron la sensación de peso y las alucinaciones visuales, para no volver a surgir por lo menos hasta el día.

Todo esto me descubrió que las alucinaciones descritas no eran sino fragmentos del contenido de los sucesos infantiles reprimidos, o sea, síntomas del retorno de lo reprimido.

Pasé entonces al análisis de las voces. Tratábase ante todo de aclarar por qué frases tan inocentes como las de «Ahí va Fulana», «Está buscando casa», etc., podían causar a la sujeto una impresión tan penosa, hallando luego la razón de que estas frases indiferentes hubiesen llegado a recibir una intensificación alucinatoria. Desde luego, aparecía claro que tales «voces» no podían ser recuerdos alucinatoriamente reproducidos, como las imágenes y las sensaciones, sino más bien pensamientos que se habían hecho audibles.

La primera vez que oyó voces fue en las siguientes circunstancias: había leído con gran interés la bella narración de O. Ludwig titulada Die Heiterethei, lectura que la había sugerido infinidad de pensamientos. Inmediatamente había salido a pasear por la carretera, y al pasar ante la casita de unos labradores había oído unas voces que le decían:

«Así era la casita de la Heiterethei. Mira la fuente y el matorral. ¡Qué feliz era en su pobreza!»

Luego le repitieron las voces pasajes enteros de su reciente lectura, pero sin que pudiera explicar por qué la casa, el matorral y la fuente de la Heiterethei y los trozos menos importantes de toda la obra eran lo que precisamente se imponía a su atención con energía patológica.

Sin embargo, no era difícil la solución del enigma. El análisis mostró que durante la lectura habían surgido en ella otros distintos pensamientos, siendo también otros pasajes de la obra los que más le habían interesado.

Pero contra todo este material -analogías entre la pareja de la narración y la que ella formaba con su marido, recuerdos de intimidades de su vida conyugal y de secretos de familia-; contra todo este material, repito, se había trazado una resistencia represora, pues él mismo se enlazaba por una serie de asociaciones fácilmente evidenciables a su repugnancia sexual, y así, en último término, al despertar de los antiguos sucesos infantiles.

A consecuencia de esta censura ejercida por la represión recibieron los preferidos pasajes inocentes e idílicos, enlazados también con los rechazados por el contraste y la vecindad, la intensificación que les permitió hacerse audibles. La primera de las circunstancias reprimidas se refería, por ejemplo, a las críticas que la vida solitaria de la heroína de la narración inspiraba a sus vecinos. No era difícil para la paciente establecer aquí una analogía entre el personaje novelesco y su propia persona También ella vivía en un pueblo sin tratarse casi con nadie y también se creía criticada por sus vecinos.

Esta desconfianza hacia sus vecinos tenía un fundamento real. Al casarse había ido a vivir con su marido a una casa de varios pisos, instalando su alcoba en un cuarto colindante al de otros inquilinos.

En los primeros días de su matrimonio -sin duda por el despertar inconsciente del recuerdo de sus relaciones infantiles en las que había jugado con su hermano a ser marido y mujer- surgió en ella un gran pudor sexual que la hacia preocuparse constantemente de que los vecinos pudieran oír alguna palabra o algún ruido a través del tabique, preocupación que acabó transformándose en desconfianza hacia los vecinos.

Así, pues, las voces debían su génesis a la represión de pensamientos, que en el fondo constituían reproches con ocasión de un suceso análogo al trauma infantil, siendo, por tanto. síntomas del retorno de lo reprimido y al mismo tiempo consecuencia de una transacción entre la resistencia del yo y el poder de dicho retorno, transacción que en este caso había producido una deformación absoluta de los elementos correspondientes, resultando éstos irreconocibles.

En otras ocasiones en que pude analizar las voces oídas por esta enferma resultaba menor la deformación, pero las palabras percibidas presentaban siempre una imprecisión muy diplomática, apareciendo profundamente escondida la alusión penosa y disfrazada la coherencia de las distintas frases por la elección de giros desacostumbrados, etc., caracteres todos comunes a las alucinaciones auditivas de los paranoicos, y en los que veo la huella de la deformación causada por la transacción. La frase «Ahí va Fulana.

Está buscando casa», integraba la amenaza de que no curaría nunca, pues para someterse al tratamiento se había instalado provisionalmente en Viena, y yo le había prometido que al terminar aquél podría volver al pueblo en que residía con su marido.

En algunos casos percibía también la sujeto amenazas más precisas. Por lo que en general sé de los paranoicos, me inclino a suponer una paralización paulatina de la resistencia que debilita los reproches, resultando así que la defensa acaba por fracasar totalmente y que el reproche primitivo que el paciente quería ahorrarse retorna sin modificación alguna. De todos modos, no sé si se trata de un proceso constante, ni si la censura contra los reproches puede faltar desde un principio o perseverar hasta el fin.

Sólo me queda utilizar los datos adquiridos en el análisis de este caso de paranoia para una comparación entre tal enfermedad y la neurosis obsesiva. Tanto en una como en otra se nos muestra la represión como el nódulo del mecanismo psíquico, siendo en ambos casos lo reprimido un suceso sexual infantil.

Todas las obsesiones proceden también en esta paranoia de la represión. Los síntomas de la paranoia son susceptibles de una clasificación análoga a la que llevamos a cabo con los de la neurosis obsesiva. Una parte de los síntomas -las ideas delirantes de desconfianza y persecución procede de nuevo de la defensa primaria.

En la neurosis obsesiva, el reproche inicial ha sido reprimido por la formación del síntoma primario de la defensa, o sea, por la desconfianza en sí mismo. Con ello queda reconocida la justicia del reproche.

En la paranoia, el reproche es reprimido por un procedimiento al que podemos dar el nombre de proyección, transfiriéndose la desconfianza sobre otras personas. Otros síntomas del caso de paranoia descrito deben ser considerados como síntomas de retorno de lo reprimido, y muestran también, como los de la neurosis obsesiva, las huellas de la transacción que les ha permitido llegar a la conciencia.

Así sucede con la idea de ser espiada al desnudarse y con las alucinaciones visuales, táctiles y auditivas. La idea citada entraña un contenido mnémico casi inmodificado que sólo adolece de imprecisión.

El retorno de lo reprimido en imágenes visuales se acerca más bien al carácter de la histeria que al de la neurosis obsesiva, si bien la histeria acostumbra repetir sin modificación alguna sus símbolos mnémicos, mientras que la alucinación mnémica paranoica experimenta una deformación análoga a la que tiene efecto en la neurosis obsesiva.

Así, en lugar de la imagen reprimida surge una análoga actual (en nuestro caso, el regazo de una mujer adulta en lugar del de una niña).

En cambio, es absolutamente peculiar a la paranoia el retorno de los reproches reprimidos en forma de alucinación auditiva, para lo cual tienen tales reproches que pasar por una doble deformación.

El tercer grupo de los síntomas hallados en la neurosis obsesiva, o sea, el de los síntomas de la defensa secundaria, no puede existir como tal en la paranoia, puesto que los síntomas del retorno encuentran crédito sin que se alce contra ello defensa ninguna.

Pero, en cambio, presenta la paranoia una tercera fuente de la formación de síntomas. Las ideas delirantes que la transacción lleva a la conciencia plantean a la labor mental del yo la tarea de hacerlas admisibles sin objeción alguna.

Ahora bien: siendo por sí mismas inmodificables, tiene el yo que adaptarse a ellas, y de este modo corresponde aquí a los síntomas de la defensa secundaria propia de la neurosis obsesiva la manía de interpretación que termina en una modificación del yo. Nuestro caso era incompleto en este punto, pues en la época de su tratamiento no mostró ninguna de estas tentativas de interpretación, las cuales surgieron más tarde.

Pero de todos modos, creo indudable que la aplicación del psicoanálisis a este estadio de la paranoia ha de darnos un importante resultado. Hallaremos, en efecto, que la debilidad de la memoria de los paranoicos es de carácter tendencioso, siendo motivada por la represión a cuyos fines coadyuva.

Son, en efecto, reprimidos y sustituidos a posteriori aquellos recuerdos en si no patógenos pero que se hallan en contradicción con la modificación del yo, imperiosamente exigida por los síntomas del retorno.

Me dirijo especialmente a los alumnos de J. M. Charcot, para presentarles algunas objeciones contra la teoría etiológica de las neurosis, que nuestro común maestro nos ha transmitido. Conocido es el papel atribuido a la herencia nerviosa en esta teoría. Trataríase de la única causa verdadera e indispensable de las afecciones neuróticas, no pudiendo aspirar las demás influencias etiológicas sino a la categoría de agentes provocadores.

Así lo han afirmado, a más del mismo maestro, sus discípulos Guinon, Guilles de la Tourette y Janet, por lo que respecta a la histeria, sosteniéndose también en Francia, y un poco en todas partes, esta misma opinión con relación a las demás neurosis, aunque por lo que se refiere a estos estados, análogos a la histeria, no haya sido enunciada de un modo tan solemne y decidido.

Hace ya mucho tiempo que vengo sospechando de la exactitud de esta teoría pero me ha sido necesario esperar hasta encontrar en la práctica cotidiana del médico hechos en que apoyarme.

Ahora mis objeciones son ya de dos órdenes: argumentos de hecho y otros productos de la especulación. Comenzaré por los primeros, ordenándolos según la importancia que les concedo.

I.

a) A veces se han creído nerviosas, y demostrativas de una tendencia neuropática hereditaria, afecciones extrañas al dominio de la Neuropatología, y que no dependen necesariamente de una enfermedad del sistema nervioso.

Así, las neuralgias faciales y muchas cefalalgias, que se creían nerviosas, siendo más bien consecuencias de alteraciones patológicas postinfecciosas y de supuraciones en el sistema cavitario faringonasal.

Por mi parte, estoy persuadido de que sería ventajoso para los enfermos el que nosotros, los neurólogos, abandonásemos más frecuentemente el tratamiento de tales afecciones a los rinólogos.

b) Se ha aceptado como razón suficiente para suponer en un enfermo taras nerviosas hereditarias todas las afecciones nerviosas halladas en su familia, sin tener en cuenta su frecuencia ni su gravedad.

Esta manera de ver las cosas parece contener una precisa separación entre las familias indemnes de toda predisposición nerviosa y las familias sujetas a ella sin límite ni restricción, siendo así que los hechos abogan más bien en favor de la opinión contraria, según la cual existen transiciones y grados de disposición nerviosa, sin que ninguna familia se halle en absoluto indemne de ella.

c) Nuestra opinión sobre el papel etiológico de la herencia en las enfermedades nerviosas habrá de ser, desde luego, el resultado de un examen estadístico imparcial y no de una petitio principii.

En tanto este examen no haya sido realizado, deberá suponerse tan posible la existencia de neuropatías adquiridas como la de neuropatías hereditarias.

Ahora bien: si puede haber neuropatías adquiridas por hombres no predispuestos, no se podrá negar que las afecciones nerviosas halladas en la familia del paciente tengan en parte este origen, y entonces no será tampoco posible invocarlas como pruebas concluyentes de la disposición hereditaria, impuesta al enfermo por razón de su historia familiar, puesto que el diagnóstico retrospectivo de las enfermedades de los ascendientes o de los familiares ausentes sólo raras veces tiene éxito.

d) Aquellos que siguen a Fournier y a Erb en lo que respecta al papel etiológico de la sífilis en la tabes dorsal y en la parálisis progresiva han visto que es preciso reconocer en la patogenia de ciertas enfermedades la colaboración de poderosas influencias etiológicas distintas de la herencia, importante para producirlas por sí solas.

Sin embargo, Charcot fue hasta su última época -según lo demuestra una carta privada que de él poseo- absolutamente opuesto a la teoría de Fournier, la cual va ganando cada día más terreno.

e) Es indudable que ciertas neuropatías pueden desarrollarse en individuos perfectamente sanos y de familia irreprochable. Así se observa cotidianamente con respecto a la neurastenia de Beard. Si la neurastenia se limitase a los individuos predispuestos, no habría adquirido jamás la importancia y la extensión que le conocemos.

f) En la patología nerviosa hay la herencia similar y la herencia llamada disimilar.

Por lo que respecta a la primera, no hay nada que objetar, siendo incluso muy singular que en las afecciones dependientes de la herencia similar (enfermedad de Thomsen, de Friedreich, miopatías, corea de Huntington, etcétera) no se encuentra jamás la huella de otra influencia etiológica accesoria.

Pero la herencia disimilar, mucho más importante que la otra, deja lagunas, que sería necesario llenar para llegar a una solución satisfactoria de los problemas etiológicos. Nos referimos al hecho de que los miembros de la misma familia se muestran visitados por las neuropatías más diversas, funcionales y orgánicas, sin que pueda descubrirse una ley que dirija la sustitución de una enfermedad por otra o el orden de su sucesión a través de las generaciones.

Al lado de los individuos enfermos hay en estas familias personas que permanecen sanas, y la teoría de la herencia disimilar no nos dice por qué estas últimas soportan la misma carga hereditaria sin sucumbir a ella, ni por qué los individuos enfermos han escogido entre las afecciones que constituyen la gran familia neuropática una determinada enfermedad en lugar de otra; la histeria en lugar de la epilepsia, la locura, etc.

Como en la patogenia nerviosa no puede concederse lugar alguno al azar, habremos de reconocer que no es la herencia la que preside la elección de la neuropatía que se desarrollará en el miembro de una familia afecto de predisposición, suponiendo, en cambio, la existencia de otras influencias etiológicas de una naturaleza menos incomprensible; influencias que merecerán entonces el nombre de etiología específica de tal o cual afección nerviosa.

Sin la existencia de este factor etiológico especial, la herencia no hubiera podido hacer nada, y si dicha etiología específica hubiera sido sustituida por otra influencia, se hubiera prestado a la producción de otra distinta neuropatía.

II. Tales causas específicas y determinantes de las neuropatías han sido poco investigadas, por tener cautivada la atención de los médicos la grandiosa perspectiva de la condición etiológica hereditaria.

Sin embargo, merecen ciertamente que se les haga objeto de un asiduo estudio.

Aunque su potencia patógena no sea, en general, sino accesoria a la de la herencia, ha de ser interesantísimo el conocimiento de esta etiología específica, que proporcionará a nuestra labor terapéutica un punto de ataque, mientras que la disposición hereditaria, fijada de antemano para el enfermo desde su nacimiento, detiene nuestros esfuerzos, mostrándose como un poder inabordable.

Por mi parte, vengo entregándome desde hace años a la investigación de la etiología de las grandes neurosis (estados nerviosos funcionales análogos a la histeria), y las líneas que siguen contienen el resultado de estos estudios.

Para evitar todo posible error de interpretaciones, expondré en primer lugar dos observaciones sobre la nosografía de las neurosis y sobre la etiología de las neurosis en general. Me ha sido necesario comenzar mi trabajo por una innovación nosográfica.

He hallado razones suficientes para situar al lado de la histeria la neurosis obsesiva como afección autónoma e independiente, aunque la mayoría de los autores coloquen las obsesiones entre los síndromes de la degeneración mental o las confundan con la neurastenia.

Por mi parte, he descubierto, examinando su mecanismo psíquico, que las obsesiones se hallan enlazadas a la histeria más íntimamente de lo que se cree. La histeria y la neurosis obsesiva forman el primer grupo de las grandes neurosis por mí estudiadas.

El segundo contiene la neurastenia de Beard, que yo he descompuesto en dos estados funcionales diferentes, tanto por su etiología como por su aspecto sintomático: la neurastenia propiamente dicha y la neurosis de angustia, denominación esta última que, dicho sea de paso, no acaba de satisfacerme.

En un estudio, publicado en 1895, he expuesto las razones de esta separación, que creo necesaria.

En cuanto a la etiología de las neurosis, pienso que se debe reconocer en teoría que las influencias etiológicas, diferentes entre sí por su categoría y por el orden de su relación con el efecto que producen, pueden agruparse en tres clases: condiciones, causas concurrentes y causas específicas.

Las condiciones son indispensables para la producción de la afección de que se trate, pero su naturaleza es universal, y se encuentran igualmente en la etiología de muchas otras enfermedades. Las causas concurrentes colaboran también en la causación de otras afecciones, pero no son, como las condiciones, indispensables para la producción de una determinada.

Por último, las causas específicas son tan indispensables como las condiciones, pero no aparecen más que en la etiología de la afección, de la cual son específicas.

Pues bien; en la patogenia de las grandes neurosis, la herencia representa el papel de una condición, poderosa en todos los casos, y hasta indispensable en la mayor parte de los mismos. No podría ciertamente prescindir de la colaboración de las causas específicas, pero su importancia queda demostrada por el hecho de que las mismas causas, actuando sobre un individuo sano, no producirían ningún efecto patológico manifiesto, mientras que su acción sobre una persona predispuesta hará surgir la neurosis, cuya intensidad y extensión dependerán del grado de tal condición hereditaria.

La acción de la herencia es, pues, comparable a la del hilo multiplicador en el círculo eléctrico, que exagera la desviación visible de la aguja, pero no puede jamás determinar su dirección.

En las relaciones existentes entre la condición hereditaria y las causas específicas de la neurosis hay aún algo que anotar. La experiencia nos muestra algo que de antemano podíamos haber supuesto, o sea, que no deben despreciarse en estas cuestiones de etiología las cantidades relativas, por decirlo así, de las influencias etiológicas.

Lo que no se hubiera adivinado en el hecho siguiente, que parece resultar de mis observaciones: la herencia y las causas específicas pueden reemplazarse en lo que respecta a su lado cuantitativo, y así, la concurrencia de una seria etiología específica con una disposición mediocre, y la de una herencia nerviosa muy intensa con una influencia específica ligera, producirán el mismo efecto patológico.

De este modo, aquellas neurosis, en las que en vano buscamos un grado apreciable de disposición hereditaria, no serán sino un extremo de la serie así constituida, siempre que dicha falta se halle compensada por una poderosa influencia específica. Como causas concurrentes o accesorias de las neurosis podemos enumerar todos los agentes vulgares encontrados en otras ocasiones: las emociones morales, el agotamiento somático, las enfermedades agudas, las intoxicaciones, los accidentes traumáticos, el surmenage intelectual, etc.

A mi juicio, ninguno de ellos, ni aun el último, entra regular o necesariamente en la etiología de la neurosis, y sé muy bien que enunciar esta opinión es situarse enfrente de una teoría considerada universal o irreprochable. Desde que Beard declaró que la neurastenia era el fruto de nuestra civilización moderna, sólo creyentes ha encontrado.

Mas por mi parte me es imposible agregarme a esta opinión. Un laborioso estudio de las neurosis me ha enseñado que la etiología específica de las mismas se sustrajo al conocimiento de Beard. No está en mi ánimo despreciar la importancia etiológica de tales agentes vulgares.

Son muy varios y frecuentes, y siendo acusados casi siempre por los enfermos mismos, se hacen más evidentes que las causas específicas de las neurosis: etiología oculta e ignorada.

Con gran frecuencia desempeñan la función de agentes provocadores, que hacen manifiesta la neurosis, hasta entonces latente, enlazándose a ellos un interés práctico, puesto que la consideración de estas causas vulgares puede prestar puntos de apoyo a una terapia que no se proponga una curación radical y se contente con retrotraer la afección a su anterior estado de latencia.

Ahora bien: jamás se consigue comprobar una relación constante y estricta entre una de estas causas vulgares y una determinada afección nerviosa.

Así, la emoción moral se encuentra tanto en la etiología de la histeria, las obsesiones y la neurastenia como en la de la epilepsia, la enfermedad de Parkinson, la diabetes y otras muchas. Las causas concurrentes vulgares pueden también reemplazar a la etiología específica en cuanto a la cantidad, pero jamás sustituirla completamente. Hay muchos casos en los que todas las influencias etiológicas están representadas por la condición hereditaria y la causa específica, faltando las causas vulgares.

En los otros casos, los factores etiológicos indispensables no bastan por su cantidad para provocar la neurosis, resultando así que durante mucho tiempo puede ser mantenido un estado de salud aparente, que no es en realidad sino un estado de predisposición neurótica. Basta entonces que una causa vulgar añada su acción para que la neurosis se haga manifiesta.

Pero en tales condiciones es preciso tener en cuenta que la naturaleza del agente vulgar sobrevenido es indiferente. Cualquiera que sea dicho agente -emoción, traumatismo, enfermedad infecciosa, etc.-, el efecto patológico será el mismo, pues la naturaleza de la neurosis dependerá siempre de la causa específica preexistente.

¿Cuales son, pues, estas causas específicas de la neurosis? ¿Es acaso una sola o son varias? ¿Puede quizá comprobarse una relación etiológica constante entre tal causa y tal efecto neurótico, de modo que a cada una de las grandes neurosis podamos adscribir una etiología particular?

Apoyado en un examen laborioso de los hechos, he de afirmar que esta última suposición corresponde exactamente a la realidad; que cada una de las grandes neurosis enumeradas tiene por causa inmediata una perturbación particular de la economía nerviosa, y que estas modificaciones patológicas funcionales reconocen como origen común la vida sexual del individuo, sea un desorden de la vida sexual actual, sean sucesos importantes de la vida pretérita. No es ésta en verdad una afirmación nueva e inaudita.

Entre las causas de la nerviosidad se han admitido siempre los desórdenes sexuales, pero subordinándolos a la herencia, coordinándolos con los demás agentes provocadores y restringiendo su influencia etiológica a un número limitado de casos observados. Los médicos han llegado incluso a adquirir la costumbre de no buscarlos si el enfermo no se refiere a ellos espontáneamente.

En cambio, fundándome yo en los resultados de mis investigaciones, elevo tales influencias sexuales a la categoría de causas específicas; reconozco su acción en todos los casos de neurosis, y encuentro, en fin, un paralelismo regular; prueba de una relación etiológica particular entre la naturaleza de la influencia sexual y la especie morbosa de la neurosis.

Estoy seguro de que esta teoría provocará una tempestad de contradicciones por parte de los médicos contemporáneos.

Pero no es éste el lugar de presentar los documentos y las experiencias que me han impuesto mi convicción ni de explicar el verdadero sentido de la expresión, un tanto vaga, «desórdenes de la economía nerviosa». Todo ello será realizado con la mayor amplitud en una obra que preparo sobre la materia.

En el presente estudio me limitaré a enunciar mis resultados. La neurastenia propiamente dicha, de un aspecto clínico muy monótono en cuanto se separa de ella la neurosis de angustia (fatiga, sensación de asco, dispepsia flatulenta, estreñimiento, parestesias espinales, debilidad sexual, etc.), no reconoce como etiología específica más que el onanismo (inmoderado) o las poluciones espontáneas.

La acción prolongada e intensa de esta perniciosa satisfacción sexual se basta para provocar la neurosis neurasténica o para imponer al sujeto el sello neurasténico especial, que se manifiesta más tarde bajo la influencia de una causa ocasional accesoria.

He hallado también personas que presentaban los signos de constitución neurasténica, y en las cuales no he conseguido evidencia la etiología citada, pero por lo menos he logrado comprobar que la función sexual no se había desarrollado nunca en ellas hasta el nivel normal, pareciendo dotadas por herencia de una constitución sexual análoga a la que en el neurasténico se produce a consecuencia del onanismo.

La neurosis de angustia, cuyo cuadro clínico es mucho más rico (irritabilidad, estado de espera angustiosa, fobias, ataques de angustia completos o rudimentarios, de miedo, de vértigo, temblores, sudores, congestión, disnea, taquicardia. etcétera; diarrea crónica, vértigo crónico de locomoción, hiperestesia, insomnios, etc.), se revela fácilmente como el efecto específico de diversos desórdenes de la vida sexual, que no carecen de un carácter común a todos.

La abstinencia forzada, la excitación genital frustrada (no satisfecha por el acto sexual), el coito imperfecto o interrumpido, los esfuerzos sexuales que sobrepasan la capacidad psíquica del sujeto, etc., todos estos agentes, frecuentísimos en la vida moderna, coinciden en perturbar el equilibrio de las funciones psíquicas y somáticas en los actos sexuales, impidiendo la participación psíquica necesaria para libertar a la economía nerviosa de la tensión genésica.

Estas observaciones, que contienen quizá el germen de una explicación teórica del mecanismo funcional de la neurosis de angustia, muestran al mismo tiempo que no es aún posible hoy en día desarrollar una exposición completa y verdaderamente científica de la materia, siendo previamente necesario abordar el problema fisiológico de la vida sexual desde un punto de vista nuevo.

Diré, por último, que la patogénesis de la neurastenia y de la neurosis de angustia puede prescindir de la concurrencia de una disposición hereditaria. Así lo comprueban, en efecto, mis observaciones cotidianas. Pero si la herencia concurre, ejercerá una formidable influencia sobre el desarrollo de la neurosis.

Para la segunda clase de las grandes neurosis, la histeria y la neurosis obsesiva, la solución del problema etiológico es sorprendentemente sencilla y uniforme. Debo mis resultados al empleo de un nuevo método de psicoanálisis , al procedimiento explorador de J. Breuer, un tanto sutil, pero insustituible por su eficacia para iluminar los oscuros caminos de la ideación inconsciente.

Por medio de este procedimiento -cuya descripción no hemos de emprender aquí- se persiguen los síntomas histéricos hasta su origen, constituido siempre por un suceso de la vida sexual del individuo, muy apropiado para producir una emoción penosa.

Explorando paso a paso el pretérito del enfermo, dirigidos siempre por el encadenamiento orgánico de los síntomas, los recuerdos y los pensamientos en estado de vigilia, hemos conseguido llegar al punto de partida del proceso patológico y hemos comprobado que en el fondo de todos los casos sometidos al análisis existía lo mismo la acción de un agente que había de ser aceptada como causa específica de la histeria.

Trátase, desde luego, de un recuerdo relativo a la vida sexual, pero que ofrece dos caracteres de máxima importancia.

El suceso del cual ha conservado el sujeto un recuerdo inconsciente es una experiencia sexual precoz con excitación real de las partes genitales, seguida de un abuso sexual practicado por otra persona y el período de la vida en el que acaeció este suceso funesto es la infancia hasta la edad de ocho o diez años, antes de haber llegado el niño a la madurez sexual.

Así, pues, la etiología específica de la histeria está constituida por una experiencia de pasividad sexual anterior a la pubertad.

Añadiremos sin dilación algunos hechos detallados y algunos comentarios al resultado enunciado para evitar la desconfianza que sabemos han de despertar nuestras afirmaciones. Hemos podido practicar el psicoanálisis completo de trece casos de histeria, tres de los cuales eran verdaderas combinaciones de la histeria con la neurosis obsesiva (y no histeria con obsesiones).

En ninguno de ellos faltaba el suceso antes descrito, hallándose representado por un atentado brutal cometido por una persona adulta o por una seducción menos rápida y menos repulsiva, pero conducente al mismo fin. De los trece casos, se trataba en siete de relaciones entre sujetos infantiles; esto es, de relaciones sexuales entre una niña y un niño algo mayor que ella, casi siempre su hermano, víctima a su vez de una seducción anterior.

Estas relaciones habían continuado algunas veces durante años enteros, hasta la pubertad de los pequeños culpables, repitiendo siempre el niño con su pareja, sin innovación alguna, las mismas prácticas de que antes había él sido objeto por parte de una criada o una institutriz, y que a causa de este origen eran muchas veces de naturaleza repugnante.

En algunos casos concurrían las relaciones infantiles y el atentado o el abuso brutal reiterado. La fecha de la experiencia precoz era variable. En dos casos comenzaba la serie a los dos años (?) del infantil sujeto. Pero la edad más frecuente era entre los cuatro y los cinco años.

Será quizá un azar, pero mis observaciones me han dado la impresión de que una experiencia de pasividad sexual posterior a la edad de ocho a diez años no puede ya servir de base a la constitución de una neurosis.

¿Cómo llegar a convencerse de la realidad de estas confesiones obtenidas en el análisis que pretenden ser recuerdos conservados desde la primera infancia y cómo precaverse contra la inclinación de mentir y la facilidad de invención atribuidas a los histéricos? Yo mismo me acusaría de credulidad censurable si no dispusiese de otras pruebas más concluyentes.

Pero es que los enfermos no cuentan jamás estas historias espontáneamente ni van nunca a ofrecer al médico en el curso del tratamiento el recuerdo completo de una tal escena. No se consigue despertar la huella física del suceso sexual precoz sino por medio de la más enérgica presión del procedimiento analítico y en lucha contra una enorme resistencia.

Es necesario arrancar el recuerdo trozo a trozo, y mientras el mismo despierta en su conciencia, se muestran los pacientes invadidos por una emoción difícil de fingir.

El suceso sexual precoz deja una huella imperecedera en la historia del caso, apareciendo representado en ella por una multitud de síntomas y de rasgos particulares que no admiten otra explicación, siendo exigido de un modo perentorio por el encadenamiento sutil, pero sólido, de la estructura intrínseca de la neurosis.

Por último, cuando no se penetra hasta dicho suceso, falta el efecto terapéutico del análisis, y de este modo no hay más remedio que aceptarlo o refutarlo todo en conjunto. ¿Pueden comprenderse que una tal experiencia sexual precoz sufrida por un individuo cuyo sexo apenas se ha diferenciado todavía llegue a constituirse en origen de una anormalidad psíquica persistente, como la histeria?

¿Y cómo armonizar una tal hipótesis con nuestras ideas actuales sobre el mecanismo psíquico de esta neurosis? A la primera de estas interrogaciones podemos dar una respuesta satisfactoria: precisamente por tratarse de un sujeto infantil no produce en su fecha la excitación efecto alguno, pero su huella psíquica perdura.

Más tarde. cuando con la pubertad queda desarrollada la reactividad de los órganos sexuales hasta un nivel inconmensurable con relación al estado infantil, es reanimada esta huella psíquica inconsciente, y a causa de la transformación debida a la pubertad, despliega el recuerdo una potencia de la que careció totalmente el suceso mismo.

El recuerdo actúa entonces como si fuese un suceso presente. Trátase, pues, por decirlo así, de una acción póstuma de un trauma sexual. Por lo que sabemos, este despertar del recuerdo sexual después de la pubertad, habiendo acaecido el suceso mismo en una época muy anterior a tal período constituye la única posibilidad psicológica de que la acción inmediata de un recuerdo sobrepase la del suceso actual.

Pero ha de tenerse en cuenta que se trata de una constelación anormal, que ataca un lado débil del mecanismo psíquico y produce necesariamente un efecto psíquico patológico.

A mi juicio, esta relación inversa entre el efecto psíquico del recuerdo y el del suceso entraña la razón por la cual el recuerdo permanece inconsciente. Llegamos así a un problema psíquico muy complejo, pero que debidamente apreciado promete arrojar algún día una viva claridad sobre las cuestiones más delicadas de la vida psíquica.

Las ideas aquí expuestas, teniendo como punto de partida el hecho de que el psicoanálisis nos revela siempre, como causa específica de la histeria, el recuerdo de una experiencia sexual precoz, no se hallan de acuerdo con la teoría psicológica de la neurosis sostenida por Janet ni con ninguna otra, pero sí armonizan perfectamente con mis propias especulaciones sobre las neurosis de defensa.

Todos los sucesos posteriores a la pubertad, a los cuales es preciso atribuir una influencia sobre el desarrollo de la neurosis histérica y sobre la formación de sus síntomas, no son en realidad sino causas concurrentes, agentes provocadores, como decía Charcot, para el cual ocupaba la herencia nerviosa el puesto que yo reclamo para la experiencia sexual precoz.

Estos agentes accesorios no están sujetos a las condiciones estrictas que pesan sobre las causas específicas.

El análisis demuestra de un modo irrefutable que sólo por su facultad de despertar la huella psíquica inconsciente del suceso infantil gozan de una influencia patógena en relación con la histeria.

Su conexión con la huella patógena primaria es lo que lleva su recuerdo a lo inconsciente, facultándolos así para contribuir al desarrollo de una actividad psíquica sustraída al poder de las funciones conscientes. La neurosis obsesiva proviene de una causa específica muy análoga a la de la histeria.

Encontramos también en ella un suceso sexual precoz acaecido antes de la pubertad, cuyo recuerdo es activado en esta época o después de ella, y los mismos razonamientos y observaciones expuestos con ocasión de la histeria pueden aplicarse a los casos observados de esta neurosis (seis, tres de ellos muy puros). No hay más que una diferencia importante.

En el fondo de la etiología histérica hemos hallado un suceso de pasividad sexual, una experiencia tolerada con indiferencia o con enfado o temor.

En la neurosis obsesiva se trata, por el contrario, de un suceso que ha causado placer, de una agresión sexual inspirada por el deseo (sujeto infantil masculino) o de una gozosa participación en las relaciones sexuales (sujeto infantil femenino).

Las ideas obsesivas, reconocidas por el análisis en su sentido íntimo, reducidas, por decir así, a su más simple expresión, no son sino reproches que el sujeto se dirige por el goce sexual anticipado, si bien reproches desfigurados por una labor psíquica inconsciente de transformación y de sustitución.

El hecho mismo de que tales agresiones sexuales tengan lugar a una edad tan tierna parece denunciar la influencia de una seducción anterior, de la cual es consecuencia la precocidad del deseo sexual.

En los casos por mí analizados ha quedado siempre confirmada esta sospecha. De este modo queda explicado un hecho constante en estos casos de neurosis obsesiva; esto es, la complicación regular del cuadro sintomático por un cierto número de síntomas simplemente histéricos.

La importancia del elemento activo de la vida sexual en la etiología de las obsesiones y la de la pasividad en la patogenia de la histeria parecen incluso revelar la razón de la conexión más íntima de la histeria con el sexo femenino y de la preferencia del masculino por la neurosis obsesiva.

A veces hallamos dos neuróticos que en su infancia formaron una pareja de infantiles amantes, y en estos casos el hombre padece una neurosis obsesiva y la mujer una histeria. Cuando se trata de hermano y hermana, no es difícil incurrir en el error de atribuir a la herencia nerviosa lo que no es sino un efecto de experiencias sexuales precoces.

Existen, desde luego, casos aislados y puros de histeria o de neurosis obsesiva independientes de la neurastenia o de la neurosis de angustia; pero no es esto lo general.

Por lo regular, la psiconeurosis se presenta como accesoria o la neurosis neurasténica, como evocada por ella, o siguiendo su declinación.

Ello obedece a que las causas específicas de estas neurosis, o sea, los desórdenes actuales de la vida sexual, actúan al mismo tiempo como causas accesorias de las psiconeurosis, cuya causa específica -el recuerdo de la experiencia sexual precoz- despiertan y reaniman.

Por lo que respecta a la herencia nerviosa, estoy aún muy lejos de saber evaluar justamente su influencia en la etiología de las psiconeurosis. Concedo que su presencia es indispensable en los casos graves, y dudo que lo sea en los leves; pero estoy convencido de que por sí sola no puede producir la psiconeurosis cuando su etiología específica -la excitación sexual precoz- falta.

Llego incluso a opinar que la cuestión de determinar cuál de las neurosis -la histeria o la neurosis obsesiva- se desarrolla en un caso dado no depende de la herencia, sino de un carácter especial de dicho suceso sexual precoz.


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