Planeta Freud

017. 10. La interpretación de los sueños -1898-9 [1900]

Posted on: agosto 2, 2009

La realización de deseos

El sueño con que iniciamos el presente capítulo, o sea el del padre al que se le aparece su hijo muerto, nos da ocasión para examinar determinadas dificultades, con las que tropieza la teoría de la realización de deseos. Todos hemos extrañado que el sueño no pueda ser sino una realización de deseos, y no sólo por la contradicción que supone la existencia de sueños de angustia. Después de comprobar por medio del análisis que el sueño entrañaba un sentido y un valor psíquico, no esperábamos en modo alguno una tan limitada y estricta determinación de tal sentido.

Según la definición correcta, pero insuficiente, de Aristóteles, el sueño no es sino la continuación del pensamiento durante el estado de reposo. Pero si nuestro pensamiento crea durante el día tan diversos actos psíquicos -juicios, conclusiones, refutaciones, hipótesis, propósitos, etc.-, ¿cómo puede quedar obligado luego, durante la noche, a limitarse única y exclusivamente a la producción de deseos? ¿No habrá quizá gran número de sueños que entrañen otro acto psíquico distinto; por ejemplo, una preocupación?

¿Y no será éste realmente el caso del sueño antes expuesto, en el que del resplandor que a través de sus párpados recibe durante el reposo deduce el sujeto la conclusión de que una vela ha caído sobre al ataúd y ha podido prender fuego al cadáver, y transforma esta conclusión en un sueño, dándole la forma de una situación sensible y presente?

¿Qué papel desempeña aquí la realización de deseos? ¿Es acaso posible negar en este sueño el predominio de la idea, continuada desde la vigilia o provocada por la nueva impresión sensorial? Todo esto es exacto, y nos obliga a examinar más detenidamente el sueño desde los puntos de vista de la realización de deseos y de la significación de los pensamientos de la vigilia en él continuados.

La realización de deseos nos ha hecho ya dividir los sueños en dos grupos. Hemos hallado sueños que mostraban francamente tal realización, y otros en los que no nos era posible descubrirla sino después de un minucioso análisis.

En estos últimos sueños reco nocimos la actuación de la censura onírica. Los sueños no disfrazados demostraron ser característicos de los niños.

En los adultos parecían -quiero acentuar esta restricción-, parecían, repito, presentarse también sueños optativos, breves y francos. Podemos preguntarnos ahora de dónde procede en cada caso el deseo que se realiza en el sueño. Pero ¿a qué antítesis o a qué diversidad podemos referir este «de dónde»? A mi juicio, nos es posible referirlo a la antítesis existente entre la vida diurna consciente y una actividad psíquica inconsciente durante el día y que sólo a la noche puede hacerse perceptible. Hallamos entonces tres posibles procedencias del deseo:

Puede haber sido provocado durante el día y no haber hallado satisfacción a causa de circunstancias exteriores, y entonces perdura por la noche un deseo reconocido e insatisfecho.

Puede haber surgido durante el día, pero haber sido rechazado, y entonces perdura en nosotros un deseo insatisfecho, pero reprimido; y

Puede hallarse exento de toda relación con la vida diurna y pertenecer a aquellos deseos que sólo por la noche surgen en nosotros, emergiendo de lo reprimido. Volviendo a nuestro esquema del aparato psíquico localizaremos un deseo de la primera clase en el sistema Prec.; de los de la segunda, supondremos que han sido obligados a retroceder desde el sistema Prec. al sistema Inc., y que si se han conservado tienen que haberse conservado en él.

Por último, de los deseos pertenecientes a la tercera clase, creemos que son totalmente incapaces de salir del sistema Inc. ¿Habremos de suponer que sólo los deseos emanados de estas diversas fuentes tienen el poder de provocar un sueño?

Examinados los sueños que pueden proporcionarnos datos para contestar a esta pregunta, observamos en primer lugar la necesidad de considerar como una cuarta fuente de deseos provocados de sueños los impulsos optativos surgidos durante la noche (la sed, la necesidad sexual, etc.), y nos inclinamos después a afirmar que la procedencia del deseo no influye para nada en su capacidad de provocar un sueño. Recordemos el sueño del niño que continúa la travesía interrumpida aquella tarde y todos los demás ejemplosde este género que a su tiempo expusimos. Todos estos sueños quedan explicados por un deseo insatisfecho, pero no reprimido, del día. Los ejemplos de deseos reprimidos que se exteriorizan en sueños son numerosísimos.

Me limitaré a exponer el más sencillo que de esta clase he podido encontrar. La sujeto es una señora un tanto burlona. Durante el día le han preguntado repetidas veces qué juicio le merecía el novio de una amiga suya más joven que ella.

Su verdadera opinión es que se trata de un hombre adocenado, y la hubiera manifestado gustosa; pero en obsequio a su amiga, la sustituye por grandes alabanzas.

Aquella noche sueña que le dirigen la misma pregunta y que responde diciendo: «Cuando en la tienda saben ya de lo que se trata, basta con indicar el número.» Por último, nos ha demostrado el análisis que en todos los sueños que han pasado por una deformación procede el deseo de lo inconsciente y no pudo ser observado durante el día. De este modo todos los deseos nos parecen al principio equivalentes y de igual poder para la formación de los sueños.

No puedo demostrar aquí que en realidad suceden las cosas de otro modo; pero me inclino mucho a suponer una más severa condicionalidad del deseo onírico. Los sueños infantiles no permiten dudar de que su estímulo es un deseo insatisfecho durante el día; pero no debemos olvidar que se trata del deseo de un niño, con toda la energía de los impulsos optativos infantiles.

En cambio, no me parece verosímil que un deseo insatisfecho pueda bastar para provocar un sueño en un sujeto adulto. Opino más bien que el dominio progresivo de nuestra vida instintiva por la actividad intelectual nos lleva a renunciar cada vez más a la formación o conservación de deseos tan intensos como los que el niño abriga.

Claro es que dentro de esto puede haber diferencias individuales y conservar unas personas el tipo infantil de los procesos anímicos durante más tiempo que otras, diferencias que observamos también en la debilitación de la representación visual, originariamente muy precise. Pero, en general, creo que el deseo insatisfecho durante el día no basta para crear un sueño en los adultos. Concedo que el sentimiento optativo procedente de la conciencia puede contribuir a provocar un sueño, pero nada más.

El sueño no nacería si el deseo preconsciente no quedase robustecido por otros factores.

Estos factores proceden de lo inconsciente. Imagino que el deseo consciente sólo se constituye en estímulo del sueño cuando consigue despertar un deseo inconsciente de efecto paralelo con el que reforzar su energía. Conforme a los indicios deducidos del psicoanálisis de la neurosis, considero que tales deseos inconscientes se hallan siempre en actividad y dispuestos siempre a conseguir una expresión en cuanto se les ofrece ocasión para aliarse con un sentimiento procedente de lo consciente y transferirle su mayor intensidad. Parece entonces como si únicamente el deseo consciente se hallara realizado en el sueño; pero una pequeña singularidad en la estructura del mismo nos permitirá seguir las huellas del poderoso auxiliar llegado de lo inconsciente.

Estos deseos de nuestro inconsciente, siempre en actividad y, por decirlo así, inmortales, deseos que nos recuerdan a aquellos titanes de la leyenda sobre los cuales pesan desde tiempo inmemorial inmensas montañas que fueron arrojadas sobre ellos por los dioses vencedores y que aún tiemblan de tiempo en tiempo, sacudidas por las convulsiones de sus miembros; estos deseos reprimidos, repito, son también de procedencia infantil, como nos lo ha demostrado la investigación psicológica de las neurosis.

Así, pues, retiraré mi afirmación anterior de que la procedencia del deseo era una cuestión indiferente, y la sustituiré por la que sigue: El deseo representado en el sueño tiene que ser un deseo infantil.

En los adultos procede entonces del Inc. En los niños, en los que no existe aún la separación y la censura entre el Prec. y el Inc., o en los que comienza a establecerse poco a poco, el deseo es un deseo insatisfecho, pero no reprimido, de la vida despierta.

Sé que estas afirmaciones no pueden demostrarse en general; pero insisto en que pueden comprobarse frecuentemente, aun en ocasiones en las que no lo sospechábamos.

Los sentimientos optativos procedentes de la vida despierta consciente pasan, por tanto, a segundo término en la formación de los sueños, pues no podemos atribuirles importancia mayor de la que atribuimos a las sensaciones surgidas durante el reposo en la formación del contenido manifiesto (véase anteriormente). Permaneciendo dentro de los límites que el proceso mental que voy desarrollando me prescribe, dirigiré ahora mi atención a los restantes estímulos psíquicos procedentes de la vida diurna y que no poseen el carácter de deseos. Cuando decidimos entregarnos al reposo podemos conseguir la cesación interina de las cargas psíquicas de nuestro pensamiento despierto.

Aquellas personas que así lo logran con facilidad gozan de un tranquilo reposo. Dícese que Napoleón I era un sorprendente ejemplo de este género. Pero no siempre conseguimos tal cosa, y cuando la conseguimos, no siempre por completo. Los problemas aún no solucionados, las preocupaciones que nos atormentan y una multitud de impresiones diversas continúan la actividad mental durante el reposo y mantienen el desarrollo de procesos anímicos en el sistema que hemos calificado con el nombre de preconsciente.

Estos estímulos mentales que continúan durante el reposo pueden ser divididos en los grupos siguientes:

Aquellos procesos que durante el día no han podido llegar a tiempo por haber quedado interrumpidos a causa de una circunstancia cualquiera.

Aquello que ha permanecido interminado o sin solución por paralización de nuestra energía mental.

Aquello que hemos rechazado y reprimido durante el día.

A estos tres grupos se añade otro más importante, formado por aquello que la labor diurna de lo preconsciente ha estimulado en nuestro Inc. Por último, podemos agregar, como quinto grupo, el formado por las impresiones diurnas indiferentes y, por tanto, inderivadas.

Las intensidades psíquicas que estos restos de la vida diurna introducen en el estado de reposo, sobre todo las pertenecientes al grupo de lo inderivado poseen mayor importancia de lo que pudiera creerse, pues constituyen excitaciones que luchan durante la noche por alcanzar una expresión, mientras que el estado de reposo imposibilita el curso acostumbrado del proceso de excitación a través de lo preconsciente y su término por el acceso a la conciencia.

Mientras tenemos conciencia de nuestros procesos mentales normales nos es imposible, en efecto, conciliar el reposo. No puedo decir cuál es la modificación que el estado de reposo provoca en el sistema Prec.; pero es indudable que la característica psicológica del sueño ha de ser buscada esencialmente en las modificaciones de la carga psíquica de este sistema, que domina también el acceso a la motilidad, paralizada durante el reposo.

En cambio, no sé de ningún dato de la psicología del sueño que pueda inclinarnos a admitir que el reposo introduce alguna transformación en el sistema Inc., si no es secundariamente. La excitación nocturna desarrollada en el Prec. no encuentra otro camino que el seguido por las excitaciones optativas procedentes del Inc., y tiene que buscar refuerzo en este último y dar los rodeos de las excitaciones inconscientes.

Pero ¿cuál es la significación de los restos diurnos preconscientes con respecto al sueño? No cabe duda de que penetran en gran número en él, utilizan su contenido manifiesto para imponerse a la conciencia también durante la noche, llegando incluso a dominar el contenido del sueño y a obligarle a continuar la labor diurna.

Es también indudable que los restos diurnos pueden tener el carácter de deseos, del mismo modo que cualquier otro. Resulta muy instructivo y es decisivo para la teoría de la realización de deseos observar cuáles son las condiciones a las que se tienen que someter para hallar acogida en el sueño.

Recordemos uno de los ejemplos antes expuesto: el sueño que me muestra a mi amigo Otto con los signos de la enfermedad de Basedow. El mal aspecto de mi amigo me había preocupado durante el día, y he de suponer que continuó preocupándome durante el reposo.

Mi pensamiento se esforzaba sin duda en descubrir qué era lo que podía tener Otto.

Esa preocupación halló por la noche una expresión en el sueño citado, cuyo contenido es desatinado y no deja reconocer realización ninguna de deseos. Pero investigando de dónde podía proceder aquella desmesurada representación de mi preocupación diurna, me reveló el análisis la conexión buscada, mostrándome que en el sueño me identificaba con el profesor R. e identificaba a Otto con el barón de L.

Esta sustitución de las ideas diurnas no puede tener más explicación que la siguiente: en mi inconsciente debo hallarme dispuesto de continuo a identificarme con el profesor R., puesto que satisfago así uno de los inmortales deseos

infantiles, o sea el deseo de grandeza. Determinadas ideas hostiles contra mi amigo Otto ideas censuradas y que hubieran sido rechazadas en la vigilia, aprovecharon la ocasión para alcanzar una forma expresiva, pero al mismo tiempo también mi preocupación diurna a él relativa quedó expresada por medio de una sustitución en el contenido manifiesto. La idea diurna, que no era un deseo, sino por el contrario, una preocupación dolorosa, tuvo que crearse una conexión con un deseo infantil y reprimido, al que después de prepararlos convenientemente hizo «nacer» en la conciencia. Cuanto más dominante fuera esta preocupación, más poderoso podía ser el enlace que había de ser creado.

Entre el contenido del deseo y el de la preocupación no necesitaba existir conexión ninguna,

como, en efecto, no existe en nuestro ejemplo. Creemos ha de ser muy útil dedicar ahora nuestra atención al problema de cómo se conduce el sueño cuando encuentra en las ideas latentes un material de naturaleza opuesta a la realización de deseos, esto es, cuando dichas ideas entrañan una preocupación, una reflexión dolorosa o un conocimiento penoso.

En estas circunstancias puede darse la alternativa siguiente:

a) La elaboración consigue sustituir todas las representaciones displacientes por representaciones contrarias y reprimir los efectos displacientes que a las primeras corresponden, y entonces resulta un puro sueño de satisfacción, o sea una franca realización de deseos, en la que nada tenemos que investigar.

b) Las representaciones penosas pasan más o menos transformadas, pero bien reconocibles, al contenido manifiesto.

Este es el caso que nos hace dudar de la exactitud de la teoría optativa del sueño y precisa de una mayor investigación. Tales sueños de contenido penoso pueden desarrollarse en medio de la mayor indiferencia del sujeto, traer consigo afectos displacientes que parecen justificados por su contenido de representaciones o conducir, por último, a la interrupción del reposo mediante el desarrollo de angustia. (Adición de 1919.)

El análisis nos demuestra que también estos sueños displacientes son realizaciones de deseos. Un deseo inconsciente y reprimido, cuya satisfacción habría de ser sentida con displacer por el yo del soñador, ha aprovechado la ocasión que le es ofrecida por la conservación de la carga psíquica de los restos diurnos penosos y le ha prestado su apoyo, haciéndolos susceptibles de provocar un sueño.

Pero mientras que en el caso a) coincida el deseo inconsciente con el consciente, en el caso b) surge la discordia entre lo consciente y lo inconsciente lo reprimido y el yo -y queda constituida la situación de la fábula de los tres deseos cuya realización concede el hada al anciano matrimonio (véase más adelante).

La satisfacción producida por la realización del deseo reprimido puede ser tan grande, que equilibre todos los afectos penosos correspondientes a los restos diurnos, y el sueño presentará entonces un matiz afectivo indiferente, aunque constituye por un lado la realización de un deseo y por otro la realización de algo temido.

Pero también puede suceder que el yo dormido tome una parte mayor en la formación del sueño y reaccione con una enérgica indignación contra la satisfacción lograda por el deseo reprimido, reacción que desencadenará afectos displacientes e incluso llegará a poner fin al sueño, interrumpiendo el reposo con el desarrollo de angustia.

No es, pues, difícil reconocer que los sueños de angustia y los displacientes son también, como los sueños de satisfacción, realizaciones de deseos.

Los sueños displacientes pueden ser asimismo sueños punitivos. Hemos de conceder que al reconocerlo así agregamos a la teoría del sueño algo nuevo en cierto sentido.

Aquello que en ellos queda realizado es igualmente un deseo inconsciente.

El de un castigo del soñador por un deseo ilícito reprimido. De este modo se adaptan estos sueños a la ley de que la fuerza impulsora de la formación onírica tiene que ser prestada por un deseo perteneciente a lo inconsciente. Un análisis psicológico más útil nos permite reconocer la diferencia que los separa de los demás sueños optativos.

En los casos del grupo b), el deseo inconsciente provocador del sueño pertenecía a lo reprimido.

En los sueños punitivos se trata también de un deseo inconsciente, pero al que no podemos agregar ya a lo reprimido, sino al yo. Los sueños punitivos indican, pues, la posibilidad de una más amplia participación del yo en la formación de los sueños.

El mecanismo de este proceso se nos hace mucho más transparente en cuanto sustituimos la antítesis entre lo «consciente» y lo «inconsciente» por la del yo y lo «reprimido». Pero esta sustitución no puede ser llevada a efecto sin un previo conocimiento de los procesos de la psiconeurosis.

Me limitaré, pues, a observar que los sueños punitivos no se hallan enlazados generalmente a la condición de la existencia de restos diurnos penosos. Por el contrario, surgen con mayor facilidad en circunstancias contrarias, esto es, cuando los restos diurnos son ideas de naturaleza satisfactoria, pero que expresan satisfacciones ilícitas. Partiendo de estas ideas, no llega entonces al sueño manifiesto elemento ninguno que represente una contradicción directa de las mismas, análogamente a como sucedía en los sueños del grupo a).

El carácter esencial de los sueños punitivos sería el de que en ellos no es el deseo inconsciente procedente de lo reprimido (del sistema Inc.) el que se constituye en formador del sueño, sino el deseo que reacciona a él, procedente del yo, aunque también inconsciente (esto es, preconsciente).

Procuraré aclarar estas afirmaciones con la exposición de un sueño propio, que muestra, sobre todo, la forma en que la elaboración onírica procede con un resto diurno de penosas preocupaciones: El principio es un tanto borroso: «Digo a mi mujer que tengo que darle una noticia muy satisfactoria.

Mi mujer se asusta y no quiere oirme, pero le aseguro que es algo que ha de regocijarla, y comienzo a contarle que el cuerpo de oficiales del Arma a la que nuestro hijo pertenece ha mandado una cantidad de dinero (¿5.000 coronas?)…, algo de reconocimiento…, distribución…

Mientras tanto, he entrado con mi mujer en un cuartito que parece ser una despensa para sacar algo de él. De repente, veo a mi hijo. No viene de uniforme, sino que trae un traje de sport muy ceñido (como la piel de una foca) con una pequeña capita.

Se sube sobre una cesta que hay al lado de un cajón, como si quisiera colocar algo encima de este último. Le llamo, pero no me responde. Me parece ver que trae la cara o la frente vendada y que se ajusta algo en la boca introduciendo algo en ella. Sus cabellos han encanecido. Pienso si estará muy agotado y si llevará dientes postizos. Antes de haber podido llamarle por segunda vez despierto sin sentir angustia, pero con palpitaciones. El reloj señala las dos y media.»

No siéndome posible comunicar un análisis completo de este sueño, me limitaré a hacer resaltar algunos puntos decisivos.

El motivo del sueño estaba constituido por penosas preocupaciones del día. Mi hijo se hallaba combatiendo en el frente y no teníamos noticias suyas hacia ya más de una semana. En el contenido latente encuentra expresión el convencimiento de que ha muerto o está herido.

Al principio del sueño, observamos un enérgico esfuerzo para sustituir las ideas penosas por sus contrarias. Tengo que comunicar a mi mujer algo muy satisfactorio, el envío de una cantidad, el reconocimiento, la distribución. (La cantidad procede de un satisfactorio deseo real de mi práctica médica e intenta, por tanto, desviar el tema.) Pero este esfuerzo fracasa en absoluto.

Mi mujer sospecha algo terrible y no me quiere oír. Los disfraces bajo los que el sueño se presenta son en extremo transparentes, y todos los elementos revelan su relación con aquello que debe ser reprimido.

Si mi hijo ha muerto, sus camaradas me remitirán sus efectos y tendré que distribuir su herencia entre sus hermanos. De los oficiales caídos en el campo de batalla se dice que han merecido el reconocimiento de la Patria.

El sueño tiende, pues, directamente a dar expresión a aquello que al principio quería negar, proceso en el cual se hace notar, a través de las deformaciones, la tendencia realizadora de deseos. (El cambio de lugar durante el sueño puede ser interpretado, quizá, en el sentido del simbolismo del umbral, establecido por Silberer.) No sospechamos qué es lo que le presta la necesaria fuerza impulsora.

En la escena onírica no se nos muestra mi hijo como alguien que «cae», sino como alguien que «sube».

En su juventud ha sido un intrépido alpinista. (No se nos aparece de uniforme, sino vestido con un traje de sport.) Esto es, el accidente que ahora tememos le haya sucedido ha sido sustituido por otro anterior (una vez que se rompió una pierna patinando). La hechura singular de su traje, con el que parece una foca, nos recuerda a otro individuo, más joven, de nuestra familia, a nuestro gracioso nietecito.

El cabello gris alude al padre de este niño, nuestro yerno, duramente castigado por la guerra. ¿Qué quiere esto decir? Pero basta.

El lugar en que el sueño se desarrolla -una despensa-, el cajón del que mi hijo quiere coger algo (o sobre el que quiere colocar algo, en el sueño), son indudables alusiones a un accidente que sufrí por mi propia culpa. Teniendo unos dos o tres años quise alcanzar una golosina de un armario de la despensa y me subí sobre una banqueta colocada encima de una mesa, pero me caí y me di un golpe que pudo haberme costado perder los dientes.

Este elemento del sueño constituye un reproche: «Te está bien empleado», equivalente a un sentimiento hostil contra mi hijo. Profundizando en el análisis descubrí el sentimiento oculto al que pudiera satisfacer la temida desgracia de mi hijo.

Es la envidia de la juventud, envidia que el hombre maduro siente siempre por mucho que crea haberla dominado, y resulta indudable que precisamente la dolorosísima emoción que habría de surgir si dicha desgracia se confirmara es la que reanima, como atenuante, tal realización reprimida de deseos. (Adición de 1919.)

Podemos ya precisar qué es lo que el deseo inconsciente significa para el sueño. Concedo que existe una clase de sueños cuyo estímulo procede predominante o hasta de un modo exclusivo de los restos de la vida diurna, y opino que incluso mi deseo de recibir algún día el título de profesor extraordinario me hubiera dejado dormir tranquilo aquella noche si no hubiera perdurado aún en mí el cuidado que la salud de mi amigo me inspiraba. Pero este cuidado no habría provocado, sin embargo, sueño ninguno, pues la fuerza impulsora de que el sueño precisaba tenía que ser reforzada por un deseo.

Así, pues, para formar el sueño tuvo mi preocupación que buscar tal deseo y aliarse con él. Trataremos de aclarar estas circunstancias por medio de una comparación tomada de la vida social.

Es muy posible que la idea diurna represente en la formación del sueño el papel de socio industrial: el socio industrial posee una idea y quiere explotarla; pero no puede hacer nada sin capital y necesita un socio capitalista que corra con los gastos.

En el sueño el capitalista que corre con el gasto psíquico necesario para la formación del sueño es siempre, cualquiera que sea la idea diurna, un deseo de lo inconsciente.

Otras veces se reúnen ambos caracteres en una misma persona, caso el más corriente en el sueño: la labor diurna ha provocado un deseo inconsciente, y éste crea entonces el sueño. También para todas las demás modificaciones posibles de la asociación económi ca empleada aquí como ejemplo hallamos un paralelo en los procesos oníricos.

El socio industrial puede aportar una pequeña suma al capital; varios socios industriales pueden dirigirse al mismo capitalista o varios capitalistas reunir entre sí lo necesario para auxiliar al socio industrial. Correlativamente, hay también sueños mantenidos por más de un deseo. Podríamos continuar así hasta agotar todas las variantes de la relación económica que hemos escogido como término de comparación; pero no lo creernos necesario.

Aquello que en estas especulaciones sobre el deseo onírico haya quedado aún incompleto será completado más adelante.

El tertium comparationis del paralelo establecido, esto es, la cantidad disponible, puede ser aún más sutilmente utilizado para el esclarecimiento de la estructura del fenómeno onírico.

En la mayoría de los sueños hallamos un centro que posee una especial intensidad sensorial.

Este centro constituye regularmente la representación directa de la realización de deseos, pues cuando deshacemos los desplazamientos de la elaboración hallamos sustituida la intensidad psíquica de los elementos de las ideas latentes por la intensidad sensorial de los elementos del contenido manifiesto.

Los elementos más próximos a la realización de deseos pueden ser ajenos al sentido de la misma y constituir ramificaciones de ideas displacientes contrarias al deseo, que por medio de una conexión, artificialmente creada muchas veces con los elementos centrales, han obtenido intensidad suficiente para alcanzar una representación. La fuerza representadora de la realización de deseos se extiende de este modo sobre una esfera de conexiones, dentro de la cual todos los elementos, incluso aquellos que de por sí carecen de medios, llegan a la representación.

En aquellos sueños que entrañan varios deseos impulsores resulta fácil delimitar las esferas de cada una de las realizaciones de deseos y caracterizar como zonas limítrofes las lagunas que el sueño presenta.

Aunque la importancia de los restos diurnos queda muy disminuida con las observaciones que proceden, vale todavía la pena de concederles alguna atención, pues deben de constituir un ingrediente necesario para la formación onírica desde el momento en que todo sueño revela siempre una conexión con una impresión diurna reciente y a veces indiferente en absoluto. Hasta ahora no hemos logrado explicarnos claramente la necesidad de tal agregación a la formación de los sueños.

Pero es que esta necesidad sólo nos revela su esencia cuando descubrimos la misión del deseo inconsciente y la estudiamos en conexión con la psicología de la neurosis. Vemos entonces que la representación inconsciente es absolutamente incapaz, como tal, de llegar a lo preconsciente. Lo único que puede hacer es exteriorizar en él un efecto, enlazándose con una representación preconsciente no censurable, a la que transfiere su intensidad y detrás de la cual se oculta.

Este hecho, al que damos el nombre de transferencia, contiene la explicación de muchos singulares procesos de la vida anímica de los neuróticos. La transferencia puede dejar intacta la representación procedente de lo preconsciente, la cual alcanza entonces una gran intensidad inmerecida o puede imponerle una modificación paralela al contenido de la representación inconsciente.

Ruego se me perdone mi tendencia a buscar comparaciones de la vida cotidiana; pero no puedo por menos de recordar que las circunstancias en las que se nos muestra aquí la representación reprimida resultan muy análogas a las impuestas en nuestro país a los dentistas americanos, los cuales no pueden ejercer su profesión si no les sirve de escudo ante la ley un doctor en Medicina cuyo título haya sido expedido por una universidad americana.

Pero así como no son precisamente los médicos de más clientela los que consienten en tales alianzas con los dentistas, tampoco en lo psíquico consienten en servir de encubrimiento a una representación reprimida aquellas otras representaciones preconscientes o conscientes que han atraído suficientemente sobre sí la atención ctiva de lo preconsciente. Lo inconsciente se enlazará más bien con aquellas impresiones y representaciones de lo preconsciente que han quedado desatendidas por ser indiferentes o de las que la atención quedó retirada a causa de haber sido condenadas y rechazadas. Por último, según un principio experimentalmente comprobado de la teoría de las asociaciones, aquellas representaciones que han constituido ya una intima conexión en un sentido, parecen rechazar grupos enteros de nuevas conexiones.

En otro lugar hemos intentado utilizar este principio como base de una teoría de las parálisis histéricas.

Si aceptamos para el fenómeno onírico esta necesidad de transferencia de las representaciones reprimidas, descubierta en el análisis de las neurosis, hallaremos de una sola vez la solución de dos de sus enigmas: el de que todo análisis revele la intervención de una impresión reciente en la formación del sueño y el de que este elemento sea muchas veces de carácter trivialísimo e indiferente.

Sabemos ya que si tales elementos recientes e indiferentes pasan con tanta frecuencia al sueño como sustituciones de las ideas latentes más antiguas es porque son las que menos tienen que temer por parte de la censura de la resistencia. Pero mientras que la exención de la censura no nos aclara más que la preferencia de que son objeto los elementos triviales, la constancia de los elementos recientes deja transparentar la necesidad de transferencia.

Estos dos grupos de impresiones bastan para satisfacer a lo inconsciente en su demanda de material libre aún de asociaciones: las indiferentes, porque no han ofrecido gran ocasión de amplias conexiones, y las recientes, porque no han tenido tiempo de establecerlas.

Vemos, pues, que si los restos diurnos que participan en la formación del sueño toman algo del Inc., esto es, toman fuerza impulsora del deseo reprimido, también ofrecen a su vez a lo inconsciente algo imprescindible: el objeto de la transferencia.

Si quisiéramos penetrar aquí más profundamente en los procesos anímicos, tendríamos que iluminar antes con mayor intensidad el juego de las excitaciones entre lo preconsciente y lo inconsciente.

Mas para esto habríamos de pasar al estudio de las neurosis, pues el sueño no nos lo permite.

Añadiremos aún una última observación sobre los restos diurnos.

Su actuación, y no la del sueño -que ejerce, por el contrario, una acción protectora- es la que puede calificarse de perturbadora.

Más adelante volveremos sobre esta cuestión. Investigando las características del deseo onírico, lo hemos derivado del dominio del Inc., y hemos analizado su relación con los restos diurnos, los cuales pueden ser, por su parte, deseos, impulsos psíquicos de cualquier otro género o simplemente impresiones recientes. De este modo hemos abierto campo libre a todas las hipótesis favorables a la intervención de la actividad intelectual de la vigilia en la formación de los sueños. No sería siquiera imposible que, fundándonos en los resultados de las anteriores especulaciones, llegásemos a explicar aquellos casos extremos en los que el sueño se constituye en continuador de la labor diurna y lleva a feliz término un proceso mental que el pensamiento despierto dejó pendiente; pero nos falta un ejemplo de este género en el que pudiéramos descubrir, por medio del análisis, la fuente de deseos, infantil o reprimida, cuya atracción hubiese reforzado con tanto éxito la labor de la actividad preconsciente.

En cambio, no nos hemos aproximado un solo paso a la solución del problema de porqué lo inconsciente no puede ofrecer durante el reposo otra cosa que la fuerza impulsora para su realización de deseos. La solución de este enigma tiene que arrojar viva luz sobre la naturaleza psíquica del desear.

El esquema del aparato psíquico antes establecido va ahora a ayudarnos a conseguirla.

Es indudable que para llegar a su perfección actual ha tenido que pasar este aparato por una larga evolución. Podemos, pues, representárnoslo en un estado anterior de su capacidad funcional. Determinadas hipótesis nos dicen que el aparato aspiró primeramente a mantenerse libre de estímulos en lo posible y adoptó con este fin, en su primera estructura, el esquema del aparato de reflexión que le permita derivar en el acto por caminos motores las excitaciones sensibles que hasta él llegaban. Pero las ineludibles condiciones de la vida vinieron a perturbar esta sencilla función, dando simultáneamente al aparato el impulso que provocó su ulterior desarrollo. Los primeros estímulos que a él llegaron fueron los correspondientes a las grandes necesidades físicas. La excitación provocada por la necesidad interna buscará una derivación en la motilidad derivación que podremos califica; de «modificación interna» o de expresión de las emociones.

El niño hambriento grita y patalea, pero esto no modifica en nada su situación, pues la excitación emanada de la necesidad no corresponde a una energía de efecto momentáneo, sino a una energía de efecto continuado. La situación continuará siendo la misma hasta que por un medio cualquiera -en el caso del niño, por un auxilio ajeno- se llega al conocimiento de la experiencia de satisfacción, que suprime la excitación interior. La aparición de cierta percepción (el alimento en este caso), cuya imagen mnémica queda asociada a partir de este momento con la huella mnémica de la excitación emanada de la necesidad, constituye un componente esencial de esta experiencia.

En cuanto la necesidad resurja, surgirá también, merced a la relación establecida, un impulso psíquico que cargará de nuevo la imagen mnémica de dicha percepción y provocará nuevamente esta última, esto es, que tenderá a reconstituir la situación de la primera satisfacción. Tal impulso es lo que calificamos de deseos. La reaparición de la percepción es la realización del deseo, y la carga psíquica completa de la percepción, por la excitación emanada de la necesidad, es el camino más corto para llegar a dicha realización. Nada hay que nos impida aceptar un estado primitivo del aparato psíquico en el que este camino quede recorrido de tal manera que el deseo termine en una alucinación.

Esta primera actividad psíquica tiende, por tanto, a una identidad de percepción, o sea a la repetición de aquella percepción que se halla enlazada con la satisfacción de la necesidad. Una amarga experiencia de la vida ha debido de modificar esta actividad mental primitiva, convirtiéndola en una actividad mental secundaria más adecuada al fin.

El establecimiento de la identidad de percepción, por el breve camino regresivo en el interior del aparato, no tiene en otro lugar la consecuencia que aparece enlazada desde el exterior con la carga de la misma percepción. La satisfacción no se verifica y la necesidad perdura. Para hacer equivalente la carga interior a la exterior tendría que ser conservada ésta constantemente, como sucede en las psicosis alucinatorias y en las fantasías de hambre, fenómenos que agotan su función psíquica en la conservación del objeto deseado.

Para alcanzar un aprovechamiento más adecuado de la energía psíquica será necesario detener la regresión, de manera que no vaya más allá de la huella mnémica y pueda buscar, partiendo de ella, otros caminos que la conduzcan al establecimiento de la identidad deseada en el mundo exterior.

Esta coerción y la derivación consiguiente de la excitación constituyen la

labor de un segundo sistema, que domina la motilidad voluntaria; esto es, un sistema en cuya función se agrega ahora el empleo de la motilidad para fines antes recordados. Pero toda la complicada actividad mental que se desarrolla desde la huella mnémica hasta la creación de la identidad de percepción por el mundo exterior no representa sino un rodeo que la experiencia ha demostrado necesario para llegar a la realización de deseos.

El acto de pensar no es otra cosa que la sustitución del deseo alucinatorio. Resulta, pues, perfectamente lógico que el sueño sea una realización de deseos, dado que sólo un deseo puede incitar al trabajo a nuestro aparato anímico.

Realizando sus deseos por un breve camino regresivo, nos conserva el sueño una muestra del funcionamiento primario del aparato psíquico, funcionamiento abandonado luego por inadecuado fin.

Aquello que dominaba en la vigilia, cuando la vida psíquica era aún muy joven y poco trabajadora, aparece ahora confinado en la vida nocturna, del mismo modo que las armas primitivas de la Humanidad, el arco y la flecha, han pasado a ser juguetes de los niños.

El soñar es una parte de la vida anímica infantil superada.

En las psicosis se imponen de nuevo estos funcionamientos del aparato psíquico, reprimidos durante la vigilia, y muestran su incapacidad para la satisfacción de nuestras necesidades relacionadas con el mundo exterior. Los impulsos optativos inconscientes tienden también a imponerse durante el día, y tanto la transferencia como las psicosis nos muestran que dichos impulsos quisieran llegar a la conciencia y al dominio de la motilidad siguiendo los caminos que atraviesan el sistema de lo preconsciente.

En la censura entre Inc. y Prec., censura cuya existencia nos ha sido revelada por el estudio del sueño, tenemos que reconocer, por tanto, la instancia que vela por nuestra salud mental. ¿No constituirá entonces una imprudencia de este vigilante el hecho de disminuir por la noche su actividad, dejando alcanzar una expresión a los impulsos reprimidos del Inc. y haciendo posible de nuevo la regresión alucinatoria? No lo creo, pues cuando este guardián crítico se entrega al reposo -y tenemos además la prueba de que su sueño no es nunca muy profundo- cierra la puerta que conduce a la motilidad.

Cualesquiera que sean los impulsos del Inc., coartados en otra ocasión, que surjan ahora a escena, podemos permitirles esa libertad pues siéndoles imposible poner en movimiento el aparato motor, único que podría influir de una manera modificadora sobre el mundo exterior, resultarán completamente inofensivos.

El estado de reposo garantiza la seguridad de la fortaleza, cuya vigilancia ha descuidado la censura.

El peligro es mayor cuando el desplazamiento de energías no es provocado por el relajamiento nocturno de la censura crítica, sino por una debilitación patológica de la misma o por un robustecimiento patológico de las excitaciones inconscientes, y tiene efecto hallándose cargado lo inconsciente y abiertas las puertas de la motilidad.

En este caso queda derrotado el guardián; las excitaciones inconscientes logran subyugar a lo preconsciente y dominan desde allí nuestras palabras y nuestros actos o conquistan la regresión alucinatoria y dirigen el aparato psíquico, no destinado a ellas, por medio de la atracción que las percepciones ejercen sobre la distribución de nuestra energía psíquica.

Este estado es el que conocemos con el nombre de psicosis.

Nos encontramos ahora en buen camino para continuar edificando la armazón psicológica que abandonamos después de incluir en ella los dos sistemas Inc. y Prec. Pero tenemos todavía motivos suficientes para proseguir el estudio del deseo como única fuerza impulsora del sueño. Hemos hallado la explicación de que el sueño es siempre una realización de deseos, por ser

una función del sistema Inc., el cual no tiene otro fin que la realización de deseos y no dispone de fuerzas distintas de los impulsos optativos.

Si queremos conservar aún por algunos momentos nuestro derecho a emprender tan amplias especulaciones psicológicas partiendo de la interpretación de los sueños, estaremos obligados a demostrar que tales especulaciones nos permiten llegar a incluir el fenómeno onírico en una totalidad susceptible de entrañar otros productos psíquicos.

Si es cierto que existe un sistema inconsciente, no puede ser el sueño su única manifestación. Todo sueño es, desde luego, una realización de deseos, pero tiene que haber también otras formas de realizaciones anormales de deseos distintas del sueño.

Así es, en efecto, pues la teoría de todos los síntomas psiconeuróticos culmina en el principio de que también estos productos tienen que ser considerados como realizaciones de deseos de lo inconsciente.

Nuestros esclarecimientos hacen del sueño el primer miembro de una serie importantísima para el psiquíatra, pues su comprensión significa la solución de la parte puramente psicológica de la labor psiquiátrica. De otros miembros de esta serie de realizaciones de deseos (por ejemplo, de los síntomas histéricos) conocemos un carácter esencial que aún echamos de menos en los sueños. Por las investigaciones a las que tantas veces he aludido en este estudio, he averiguado que para la formación de un síntoma histérico tienen que colaborar las dos corrientes de nuestra vida anímica.

El síntoma no es simplemente la expresión de un deseo inconsciente realizado pues para su formación tiene que concurrir además un deseo preconsciente que halle también en él su realización, resultando así doblemente determinado por lo menos, o sea una vez por cada uno de los sistemas en conflicto. Como en el sueño queda aquí ilimitado el número de superdeterminaciones. La determinación que no procede de lo inconsciente es, a mi juicio, siempre un proceso de reacción contra el deseo inconsciente; por ejemplo, un autocastigo.

Puedo, por tanto, afirmar, en general, que el síntoma histérico no nace sino cuando dos realizaciones de deseos, contrarias y procedentes cada una de un sistema psíquico distinto, pueden coincidir en una expresión. (Cf. mis últimas explicaciones del nacimiento de síntomas histéricos en el estudio Fantasías histéricas y su relación con la bisexualidad, publicado en la segunda serie de la Colección de ensayos sobre una teoría de las neurosis, 1909.)

La exposición de ejemplos nos sería poco útil en esta materia, pues sólo el completo esclarecimiento de su complicación es susceptible de llevarnos a un convencimiento de la exactitud de lo afirmado.

Me limitaré, pues, a dejar consignado lo que antecede, y simplemente a título de ilustración, mas no porque pueda poseer fuerza probatoria alguna, expondré un ejemplo de síntoma histérico.

En una paciente demostraron ser los vómitos histéricos la realización de una fantasía inconsciente de sus años de pubertad, esto es, la del deseo de hallarse continuamente embarazada, tener muchísimos hijos y tenerlos del mayor número posible de hombres.

Contra este deseo se elevó naturalmente un poderoso impulso defensivo. Pero dado que los continuos vómitos habían de desmejorar a la paciente, haciéndole perder su belleza, de manera que no pudiera inspirar a los hombres ningún deseo, resultaba que también el proceso mental punitivo hallaba su realización en el síntoma.

Aprobado así por ambos lados, podía éste pasar a la realidad. Esta forma de realizar un deseo nos recuerda la empleada por la reina de los parthos con el triunviro Craso. Suponiendo que era el ansia de riquezas lo que le había

llevado a declararle la guerra, hizo verter oro fundido en la boca del cadáver de su enemigo, diciéndole: «Toma; aquí tienes lo que deseabas.» Del sueño no sabemos hasta ahora sino que expresa una realización de deseos de lo inconsciente, y parece que el sistema dominante preconsciente permite dicha realización después de imponerle determinadas deformaciones. No nos es posible realmente demostrar, en general, la existencia de pensamientos contrarios al deseo del sueño y que se realizaran también en este último.

Sólo en algunos casos nos han revelado los análisis indicios de creaciones reactivas; por ejemplo, mi cariño hacia R, en el sueño de mi tío. Pero esta agregación preconsciente que aquí echamos de menos se nos muestra en un lugar distinto.

El sueño puede dar expresión a un deseo de lo inconsciente después de haberle impuesto toda clase de deformaciones, mientras el sistema dominante se ha entregado al deseo de reposar y lo realiza por la creación de las modificaciones que le es posible introducir en la carga del aparato psíquico, manteniéndolo realizado a través de toda la duración del reposo.

Este deseo de dormir, mantenido por lo preconsciente, ejerce, en general, un efecto favorable a la formación del sueño. Recordemos el sueño del padre al que el resplandor que llega desde la habitación vecina induce a la conclusión de que el cadáver puede estarse quemando. Una de las fuerzas psíquicas que provocan la deducción de esta conclusión, en lugar del despertar del sujeto, es el deseo de prolongar por un momento la vida del niño resucitado en el sueño. No habiendo podido realizar el análisis de este caso, se nos escapan probablemente otros deseos inconscientes en él contenidos. Como su segunda fuerza impulsora podemos considerar la necesidad de reposo del padre.

El sueño prolonga al mismo tiempo la vida del niño y el reposo del sujeto. El deseo de continuar durmiendo presta su ayuda en todos los sueños al deseo inconsciente. En páginas anteriores hemos hablado de sueños que se manifiestan francamente como sueños de comodidad. En realidad, todos los sueños pueden recibir justificadamente este nombre.

En los sueños que elaboran el estímulo exterior hasta hacerlo compatible con la continuación del reposo es en los que resulta más fácilmente reconocible la actuación del deseo de continuar durmiendo.

Pero este deseo tiene que intervenir también en la formación de todos los demás sueños, los cuales sólo desde el interior pueden perturbar el reposo. Cuando el sueño resulta demasiado perturbador advierte el Prec. a la conciencia:

«Déjalo y sigue durmiendo. No es más que un sueño.»

Esta advertencia describe la conducta general de nuestra actividad anímica dominante con respecto al sueño. Concluiremos, pues, que durante todo el estado de reposo sabemos tan seguramente que soñamos como que dormimos. No debemos conceder importancia ninguna a la objeción de que nuestra conciencia no llega nunca a la percepción de uno de estos conocimientos y a la del otro únicamente en ocasiones determinadas, cuando la censura se siente sorprendida.

En cambio. hay personas que se dan perfecta cuenta de que duermen y sueñan, poseyendo, por tanto, una capacidad consciente de dirigir la vida onírica. Cuando uno de estos sujetos no se halla conforme con el giro que toma un sueño, lo interrumpe sin despertar y lo comienza de nuevo para continuarlo en una distinta forma. Otras veces, cuando el sueño le ha colocado en una situación sexualmente excitante, piensa sin despertar: «No quiero seguir soñando esto para acabar con una polución; prefiero reservar mis fuerzas para una situación real.»

El marqués D’Hervey (Vaschidel, pág. 139) afirmaba haber logrado llegar a tal dominio sobre sus sueños, que le era posible acelerar a voluntad su curso y darles la dirección que mejor le parecía.

El deseo de dormir dejaba lugar aquí a otro deseo preconsciente, esto es, el de observar los propios sueños y divertirse con ellos.

El reposo es tan compatible con tal propósito optativo como con el establecimiento de una determinada condición de despertar (recuérdese el reposo de las nodrizas).

Sabido es también que el interés hacia los sueños eleva considerablemente en todos los hombres el número de los recordados al despertar. Ferenczi (1911), durante una discusión de otros aspectos acerca de la dirección de los sueños, observaba: «Los sueños elaboran los pensamientos que ocupan en ese momento la mente desde todos los ángulos, dejaran caer una imagen onírica si ella amenaza el éxito de una realización de deseos y experimentarán con una nueva solución, hasta finalmente tener éxito en construir una realización de deseos que satisfaga ambas entidades mentales en forma de un compromiso.» (Adición de 1914.)


La interrupción del reposo por el sueño. La función del sueño.

El sueño de angustia

Desde que sabemos que lo preconsciente abriga durante la noche el deseo de dormir, vemos

más claramente el proceso del sueño y podemos perseguir mejor su desarrollo. Pero antes de continuar esta labor queremos resumir los conocimientos adquiridos hasta ahora. Hemos visto que de la actividad del pensamiento durante la vigilia pueden perdurar restos diurnos, a los que no se pudo despojar por completo de su carga de energía psíquica. Dicha actividad puede también haber despertado un deseo inconsciente. Por último, pueden coincidir ambas circunstancias. Ya en el curso del día o luego, durante el estado de reposo, se abre camino el deseo inconsciente hasta los restos diurnos y efectúa su transferencia a ellos.

Surge entonces un deseo transferido al material reciente o queda reanimado el deseo reprimido reciente por un refuerzo emanado de lo inconsciente.

Este deseo quisiera ahora llegar a la conciencia por el camino normal de los procesos normales a través del Prec., al que pertenece por uno de sus componentes; pero tropieza con la censura aún vigilante y tiene que someterse a su influencia. Tal encuentro le impone una deformación iniciada ya en su transferencia a lo reciente. Hasta ahora no se halla sino en camino de venir algo análogo a una representación obsesiva o una idea delirante, esto es, una idea reforzada por transferencia y deformada en su expresión por la censura. Pero el estado de reposo de lo preconsciente no le permite continuar avanzando. Hemos de suponer que el sistema se ha protegido contra su penetración, disminuyendo sus excitaciones.

El proceso onírico toma entonces el camino de la regresión, camino que el estado de reposo deja abierto, y sigue al hacerlo la atracción que sobre él ejercen grupos de recuerdos, dados en parte como cargas visuales y no como traducción a la terminología de los sistemas más tardíos. Por el camino de la regresión conquista la representabilidad.

Más adelante trataremos de la comprensión.

Ha dejado ya atrás la segunda parte de su curso, que presenta numerosos cambios de dirección. La primera parte del mismo se desarrolló progresivamente desde las escenas de fantasías inconscientes hasta lo preconsciente, y la segunda tiende desde la frontera de la censura a las percepciones. Pero al convertirse en un contenido de representaciones, consigue el sueño eludir el obstáculo que la censura y el estado de reposo le oponían en lo preconsciente y logra atraer sobre sí la atención y ser advertido por la conciencia. La conciencia, que es como un órgano sensorial destinado a la percepción de cualidades psíquicas, es excitable durante la vida despierta desde dos puntos diferentes.

En primer lugar, desde la periferia de todo el aparato, especialmente desde el sistema de la percepción, y además por las excitaciones placientes y displacientes que emergen como única cualidad psíquica en las transformaciones de energía desarrolladas en el interior del aparato. Los procesos de los sistemas Y y también los del Prec. carecen de toda cualidad psíquica y no son, por tanto, objeto de la conciencia, puesto que no desarrollan placer ni displacer ninguno que puedan constituir objeto de percepción.

Habremos de decidirnos a suponer que estos desarrollos de placer y displacer regulan automáticamente el curso de los procesos de carga. Pero después hubo necesidad de hacer que el curso de las representaciones resultara más independiente de los signos de displacer para permitir funciones más sutiles. Con este fin precisaba el sistema Prec. de cualidades propias que pudieran atraer a la conciencia, y las recibió muy verosímilmente por el enlace de los procesos preconscientes con el sistema mnémico, no desprovisto de cualidad, de los signos del idioma. Las cualidades de este sistema convierten a la conciencia, que antes no era sino un órgano sensorial para las percepciones, en órgano sensorial para una parte de nuestros procesos mentales. Comprobamos ahora la existencia de dos superficies sensoriales, orientada una hacia la percepción y la otra hacia los procesos mentales conscientes.

Hemos de admirar que la superficie sensorial de la conciencia vuelta hacia el Prec. queda más insensibilizada por el estado de reposo que la dirigida hacia los sistemas P. La cesación del interés hacia los procesos mentales nocturnos es también adecuada al fin.

El pensamiento debe mantenerse libre de todo estímulo, pues el Prec. demanda el reposo. Una vez que el sueño se ha convertido en percepción, le es posible excitar la conciencia con las cualidades conquistadas.

Esta excitación sensorial produce aquello en lo que consiste su función, haciendo recaer sobre el estímulo, a título de atención, una parte de la carga de energía disponible en el Prec.

De este modo tenemos que conceder que el sueño produce siempre en cierto sentido un despertar, puesto que convierte en actividad una parte de la energía que reposa en el Prec. y recibe entonces de ella aquella elaboración secundaria que tiende a hacerlo coherente y comprensible.

Quiere esto decir que el sueño es tratado por dicha actividad como otro cualquier contenido de percepciones, siendo sometido a las mismas representaciones de espera, en cuanto su material lo permite. La dirección del curso de esta tercera parte del proceso del sueño es nuevamente progresiva. Para evitar equivocaciones añadiremos aquí unas palabras sobre las cualidades temporales de estos procesos oníricos. Una hipótesis muy atractiva de Goblot, sugerida claramente por el enigma del célebre sueño de Maury, intenta demostrar que el sueño no ocupa más tiempo que el que transcurre en el períodode transición entre el reposo y el despertar.

El despertar necesita tiempo, y durante este intervalo es cuando se desarrolla el sueño. Creemos que la última imagen del sueño era tan intensa que provocó el despertar; pero en realidad debía precisamente su intensidad a la proximidad del mismo. Un rêve c’est un réveil qui commence. Ya acentuó Dugas que Goblot había tenido que prescindir de un gran número de hechos para generalizar su tesis.

Hay también sueños que no terminan con el despertar; por ejemplo, algunos en los que soñamos que soñamos. Nuestro conocimiento de la elaboración onírica nos hace imposible admitir que no se extienda sino al período del despertar. Por el contrario, es mucho más verosímil que la primera parte de la elaboración onírica comience ya durante el día y bajo el dominio de lo preconsciente.

Su segunda parte, la transformación por la censura, la atracción por las escenas inconscientes y el acceso a la percepción, se extiende probablemente a través de toda la noche, circunstancia que justifica nuestra frecuente sensación de que hemos soñado durante toda la noche, aunque no sabemos qué. No creo que sea necesario admitir que los procesos oníricos observan realmente, hasta llegar a la conciencia, la sucesión temporal que hemos descrito, o sea la siguiente: primero existiría el deseo onírico transferido; luego tendría efecto la deformación por la censura; a continuación se efectuaría el cambio regresivo de dirección, etc.

Para nuestra descripción resultaba obligado establecer tal orden sucesivo; pero en realidad se trata probablemente más bien de un simultáneo ensayo de varios caminos, esto es, de un ir y venir de la excitación hasta que una de las agrupaciones queda mantenida por resultar la más adecuada distribución. Conforme a una determinada experiencia personal, me inclinaría a creerque la elaboración onírica necesita muchas veces más de un día y una noche para producir su resultado, caso en el que no tendremos ya por qué asombrarnos del arte que demuestra en la construcción del sueño.

El cuidado de la comprensibilidad como proceso de percepción no puede, a mi juicio, ser llevado a efecto antes de atraer el sueño la atención de la conciencia. Desde este punto experimenta el proceso un aceleramiento, dado que el sueño recibe ya el mismo trato que cualquier otra percepción. Resulta, pues, algo semejante a una fiesta de fuegos de artificio, preparados durante muchas horas y consumidos luego en pocos minutos.

La elaboración da al proceso onírico intensidad bastante para atraer sobre sí la conciencia y despertar lo preconsciente independientemente del tiempo y de la profundidad del reposo, o, por el contrario, no consigue procurarle intensidad bastante, y entonces permanece preparado hasta que inmediatamente antes de despertar sale a su encuentro la atención, ya más movible. La mayoría de los sueños parecen laborar con intensidades psíquicas pequeñas, pues esperan el momento del despertar.

Esto nos explica que siempre percibamos algo soñado cuando nos despiertan repentinamente de un profundo reposo. Nuestra primera mirada encuentra aquí, en el despertar espontáneo, el contenido de percepciones creado por la elaboración onírica y luego la primera impresión del exterior. Los sueños que resultan susceptibles de despertarnos en medio del más profundo reposo nos inspiran un mayor interés teórico. Hemos de pensar en la general adecuación al fin y preguntarnos por qué el sueño, o sea el deseo inconsciente, no es despojado del poder de perturbar el reposo, esto es, la realización del deseo preconsciente. Quizá dependa esto de relaciones de energía que nos son desconocidas.

Si las descubriéramos, encontraríamos probablemente que la aceptación del sueño y del gasto de cierta energía destacada supone para él un ahorro de energía aplicable al caso de que lo inconsciente no pudiera ser mantenido dentro de los límites debidos como durante el día.

Aun cuando lo interrumpa varias veces en la misma noche, permanece el sueño enlazado al reposo; despertamos por un momento y volvemos a dormirnos en seguida.

Es como cuando despertamos en el acto de espantar una mosca que nos molestaba.

Al volver a dormirnos hemos suprimido la perturbación. La realización del deseo de dormir es compatible con cierto gasto de atención orientado en determinado sentido. Recuérdense los ejemplos de la nodriza que despierta al menor movimiento del niño, y el del molinero, que despierta en cuanto el molino deja de funcionar.

Expondremos aquí una objeción basada en un mejor conocimiento de los procesos inconscientes. Hemos dicho que los deseos inconscientes se hallaban siempre en actividad, pero que, a pesar de ello, no poseían durante el día energía suficiente para hacerse notar.

Mas cuando surge el estado de reposo y el deseo inconsciente muestra la energía suficiente para formar un sueño y despertar con él a lo preconsciente, es extraño que esta energía desaparezca después de haber llevado el sueño al conocimiento. ¿No sería más bien posible que el sueño se renovase continuamente, del mismo modo que la mosca suele tornar una y otra vez a molestarnos después que la hemos espantado?

¿Con qué derecho hemos afirmado que el sueño suprime la perturbación del reposo? Es perfectamente exacto que los deseos inconscientes permanecen siempre en actividad. Representan caminos siempre transitables en cuanto quiere servirse de ellos un quantum de excitación. La indestructibilidad constituye una de las singulares peculiaridades de los procesos de este género. Nada hay que pueda ser llevado a término en lo inconsciente, donde no hay tampoco nada pasado ni olvidado.

El estudio de las neurosis, especialmente de la histeria, nos da esta impresión con gran intensidad.

El camino mental inconsciente, cuya descarga produce el ataque, se hace en seguida nuevamente transitable en cuanto se ha acumulado suficiente energía. La impresión experimentada hace treinta años los convierte en un instante, una vez que ha conseguido acceso a las fuentes afectivas inconscientes. Cuantas veces es evocado su recuerdo resucita y se muestra cargada de excitación, la cual se crea una derivación motora en un ataque. Precisamente es éste el punto en el que la psicoterapia inicia su actuación. La labor que encuentra ante sí es la de crear un exutorio y un olvido para los procesos inconscientes.

Aquello que nos inclinamos a considerar perfectamente natural y como una influencia primaria

del tiempo sobre los restos mnémicos anímicos, esto es, la supresión del recuerdo y la debilidad afectiva de las impresiones no recientes, constituye en realidad transformaciones secundarias establecidas con un penoso esfuerzo.

Esta labor es dirigida por lo preconsciente, y la psicoterapia no tiene otro camino que el de someter al Inc. al dominio del Prec.

El proceso de excitación inconsciente puede tener dos destinos. Puede permanecer entregado a sí mismo, y entonces logra emerger en cualquier punto y procura a su excitación una derivación a la motilidad, y puede quedar sometido a la influencia de lo preconsciente, quedando entonces ligada su excitación, en lugar de ser derivada.

Esto último es lo que sucede en el proceso del sueño. La carga que desde lo preconsciente sale al encuentro del sueño convertido en percepción, carga que ha sido guiada por la excitación de la conciencia, liga la excitación inconsciente del sueño y lo hace inofensivo. Cuando el soñador despierta por un momento ha espantado realmente la mosca que perturbaba su reposo.

Podemos ahora sospechar que sería realmente mucho más sencillo y adecuado al fin aceptar el deseo inconsciente y abrirle el camino de la regresión, para que formara un sueño, y entonces ligar y suprimir este sueño por medio de un pequeño gasto del trabajo preconsciente, en vez de mantener a raya a lo inconsciente durante todo el tiempo del reposo.

Era de esperar que el sueño, aun no siendo primitivamente un proceso adecuado, se hubiera apoderado de una función en el juego de fuerza de la vida anímica. Vemos en seguida cuál es esta función.

Ha tomado a su cargo la labor de someter nuevamente al dominio de lo preconsciente la excitación del Inc., que ha quedado libre, y al hacerlo así deriva la excitación del Inc., sirviéndole de válvula, y garantiza al mismo tiempo el reposo de lo preconsciente mediante un pequeño gasto de actividad despierta. Constituye, pues, una transacción, como todos los demás productos psíquicos de su serie; transacción que se halla simultáneamente al servicio de los dos sistemas, realizando al mismo tiempo ambos deseos en cuanto los mismos se muestran compatibles. Por tanto, habremos de reconocer que la teoría de Robert es exacta en lo que se refiere a la determinación de la función del sueño.

En cambio, no estamos conformes con este autor en lo relativo a los antecedentes del proceso onírico y a la estimación del mismo como producto psíquico. La restricción antes expresada y relativa a la compatibilidad de ambos deseos alude a aquellos casos en los que la función del sueño fracasa en absoluto.

El proceso del sueño es aceptado al principio como realización de deseos de lo inconsciente. Cuando esta realización conmueve intensamente lo preconsciente, amenazando con interrumpir su reposo, es que el sueño ha roto la transacción y no cumple ya la segunda parte de su función.

En este caso es interrumpido en el acto y sustituido por el despertar.

En realidad, tampoco podemos culpar aquí al sueño de perturbar el reposo. No es éste el único caso en el que funciones adecuadas se convierten en inadecuadas y perturbadoras, en cuanto aparecen modificadas las condiciones de su nacimiento, y en estas circunstancias sirve por lo menos la perturbación para revelar el nuevo fin y la transformación acaecida, despertando los medios reguladores del organismo.

Me refiero, naturalmente, al sueño de angustia, y para no dar a entender que eludo su testimonio, contrario a la teoría de la realización de deseos, voy a aproximarme por lo menos a su esclarecimiento con algunas indicaciones.

El hecho de que un proceso psíquico que desarrolla angustia pueda ser, sin embargo, una realización de deseos no contiene ya para nosotros contradicción ninguna. Nos explicamos este fenómeno diciendo que el deseo pertenece a uno de los sistemas, el Inc., y que el otro, el Prec., lo ha rechazado y reprimido.

El sometimiento del Inc. por el Prec. no llega a ser total ni aun en perfectos estados de salud psíquica. La medida de este sometimiento nos revela el grado de nuestra normalidad psíquica. La aparición de síntomas neuróticos constituye una indicación de que ambos sistemas se hallan en conflicto, pues dichos síntomas constituyen la transacción que de momento lo resuelve. Por una parte, dan al Inc. un medio de descargar su excitación, sirviéndola de compuerta, y por otra, proporcionan al Prec. la posibilidad de dominar, en cierto modo, al Inc. Creemos que será muy instructivo exponer aquí algunos caracteres de las fobias histéricas; por ejemplo, de una agorafobia.

El enfermo es incapaz de andar solo por las calles, incapacidad que consideramos, naturalmente, como un síntoma. Podemos suprimir este síntoma obligando al sujeto a realizar aquel mismo acto del que se cree incapaz; pero entonces se presentará un ataque de angustia, del mismo modo que es con frecuencia un ataque de angustia padecido en la calle lo que motiva la aparición de la agorafobia.

Asignamos así que el síntoma ha sido creado precisamente para evitar el desarrollo de angustia. No podemos continuar estas especulaciones sin entrar en el examen del papel que los afectos desempeñan en estos procesos, cosa que no nos es completamente posible por ahora.

Me limitaré, pues, a sentar el principio de que la represión del Inc. es necesaria, ante todo, porque el curso de representaciones abandonado a sí mismo en el Inc. desarrollaría un afecto que tuvo originariamente un carácter placiente, pero que desde el proceso de la represión muestra el carácter opuesto.

La represión tiene por objeto suprimir este desarrollo de displacer y recae sobre el contenido de representaciones del Inc., porque dicho contenido de representaciones podía provocar el desarrollo del displacer. Una hipótesis precisamente determinada sobre la naturaleza del desarrollo de los afectos constituye la base de esta consecuencia. La represión es considerada como una función motora o secretoria cuya intervención depende de las representaciones del Inc.

El dominio ejercido por el Prec. coarta el desarrollo de afecto que estas representaciones podían provocar. El peligro que surge cuando el Prec. queda despojado de su carga psíquica consiste, pues, en que las excitaciones inconscientes desarrollan un afecto que, a causa de la represión anterior, no puede ser experimentado sino como displacer o angustia.

Este peligro es desencadenado por la tolerancia del proceso onírico. Sus condiciones previas son las de que haya tenido afectos una represión y que los impulsos optativos reprimidos sean suficientemente intensos. Se hallan, pues, fuera de los límites psicológicos de la formación de los sueños.

Si nuestro tema no se enlazara por este factor de la liberación de lo inconsciente durante el reposo con el tema del desarrollo de angustia, podríamos ahorrarnos aquí el examen del sueño de angustia con todas sus dificultades y oscuridades. La teoría del sueño de angustia pertenece, como ya hemos indicado repetidamente, a la psicología de las neurosis.

Nos atreveríamos incluso a afirmar que el problema de la angustia en el sueño se refiere exclusivamente a la angustia y no al sueño. Una vez indicado su punto de contacto con el tema de los procesos oníricos, nada podemos decir sobre ella. Lo único que haremos será comprobar también en este sector nuestra afirmación de que la angustia procede de fuentes sexuales analizando los sueños de este género para descubrir en sus ideas latentes el material sexual.

Razones de gran peso me impiden reproducir aquí los ejemplos que han puesto a mi disposición mis pacientes neuróticos y me impulsan a elegir sueños de angustia soñados por personas jóvenes. Por mi parte, hace mucho tiempo que no he tenido ningún verdadero sueño de angustia. Pero recuerdo uno que soñé a los siete u ocho años y que sometí al análisis cerca de treinta años después.

En él vi que mi madre era traída a casa y llevada a su cuarto por dos o tres personas con picos de pájaro, que luego la tendían en el lecho.

Su rostro mostraba una serena expresión, como si se hallase dormida. Desperté llorando y gritando e hice despertar a mis padres. Las largas figuras con picos de pájaro y envueltas en singulares túnicas eran una reminiscencia de una ilustración de la Biblia de Philippson y creo que correspondían a un relieve egipcio que mostraba varios dioses con cabezas de águila.

El análisis hace surgir el recuerdo de un muchacho muy mal educado que jugaba con nosotros en la pradera próxima a la casa y cuyo nombre era Felipe.

Me parece como si hubiera sido a este muchacho al que hubiese oído por vez primera la palabra vulgar con la que se designa el comercio sexual y que los hombres cultos han sustituido por una palabra latina (coitieren). Dicha palabra vulgar (en alemán muy parecida a la palabra «pájaro») queda representada claramente en el sueño por la elección de los personajes con cabezas de ave.

Sin duda adiviné la significación sexual de aquel término por la expresión con que lo pronunció mi ineducado maestro. La expresión que la fisonomía de mi madre mostraba en el sueño correspondía a la de mi abuelo cuando le ví, pocos días antes de morir, sumido en estado comatoso. La elaboración secundaria debió de interpretar este sueño en el sentido de la muerte de mi madre, circunstancia con la que se armoniza también la elección de las figuras egipcias correspondientes a una estela funeraria. Lleno de angustia desperté y no paré de llorar hasta despertar a mis padres.

Recuerdo que me tranquilicé de repente en cuanto vi a mi madre, como si hubiera necesitado convencerme de que no había muerto. Pero esta interpretación secundaria del sueño tuvo efecto bajo la influencia de la angustia desarrollada. No es que me angustiara por haber soñado que mi madre moría, sino que interpreté el sueño de este modo en la elaboración secundaria porque me hallaba ya bajo el dominio de la angustia. Por último, puede referirse esta angustia a un placer sexual oscuramente adivinado que encontró una excelente expresión en el contenido visual del sueño.

Un hombre de veintisiete años, gravemente enfermo desde un año atrás, tuvo, entre los once y los trece años, repetidamente y con intenso desarrollo de angustia, el siguiente sueño: Un hombre le persigue con un hacha. Quiere correr, pero se halla como paralizado y no puede moverse.

Es éste un buen ejemplo de sueño de angustia muy corriente y desprovisto de toda apariencia sexual. En el análisis recuerda el sujeto que su tío fue atacado una vez en la calle por un individuo sospechoso y deduce de esta ocurrencia que en los días inmediatos al sueño debió de oír relatar un suceso parecido. Con respecto al hacha, recuerda que por aquella época se hirió una vez con un instrumento semejante en ocasión de hallarse partiendo madera.

A continuación pasa sin transición alguna a sus relaciones con su hermano menor, al que solía maltratar y despreciar, y recuerda especialmente una vez que le tiró una bota a la cabeza, haciéndole sangre.

En esta ocasión dijo su madre: «Me da miedo de que en una de éstas le mates.» Luego surge repentinamente en él un recuerdo de sus nueve años. Sus padres habían llegado tarde a casa y, fingiéndose dormido, pudo observar una escena sexual entre los mismos.

Sus pensamientos siguientes muestran que había establecido una analogía entre estas relaciones de sus padres y su relación violenta con su hermano menor, subordinando la escena nocturna al concepto de violencia y riña, y llegando de este modo, como es muy frecuente en los niños, a una concepción sádica del acto del coito.

Esta concepción qued ó reforzada un día en que advirtió manchas de sangre en la cama de su madre. El hecho de que el comercio sexual de los adultos es considerado por los niños como algo violento y despierta angustia en ellos, puede ser comprobado cotidianamente. Para esta angustia hemos hallado la explicación de que se trata de una excitación sexual no dominada por su comprensión y que es rechazada, además, por referirse a los padres, transformándose así en angustia.

En un período aún más temprano de la vida, el impulso sexual relativo a la madre o al padre, según el sexo del sujeto, no tropieza todavía con la represión y se manifiesta libremente, como ya lo hemos indicado en otro lugar.

Esta misma explicación puede aplicarse a los ataques nocturnos de angustia con alucinaciones, tan frecuentes en los niños (pavor nocturnus).

En ellos no puede tratarse sino de impulsos sexuales incomprendidos y rechazados, cuya aparición habría de demostrar probablemente una periodicidad temporal, dado que la libido sexual puede quedar incrementada, tanto por las impresiones excitantes casuales como por los progresos sucesivos del desarrollo. No poseo el necesario material de observaciones para llevar a cabo esta explicación.

En cambio, parecen ignorar los pedíatras el único punto de vista que permite la comprensión de toda esta serle de fenómenos, tanto somáticos como psíquicos. Citaré un cómico ejemplo de cómo puede pasarse junto a estos fenómenos sin comprenderlos, cegado por la venda de la mitología médica, ejemplo que he hallado en la tesis de Debacker acerca del pavor nocturnus (1881, página 66).

Un muchacho de trece años y salud débil comenzó a dar claras muestras de angustia padeciendo de insomnios y sufriendo, una vez por semana, un grave ataque de angustia con alucinaciones.

El recuerdo de estos sueños era siempre muy preciso. Podía, pues, relatar que el diablo le gritaba: «¡Ya eres nuestro; ya te hemos cogido!», y que después advertía un olor a pez y azufre y se sentía arder.

Este sueño le hacía siempre despertar angustiado, hasta el punto de que le era imposible pronunciar palabra. Luego, cuando recobraba la voz, se le oía decir claramente: «No, no; a mí, no; yo no he hecho nada»; o «No, no lo haré más.» Otras veces decía también: «Alberto no ha hecho eso.» En días ulteriores se negó a desnudarse, alegando que el fuego no llegaba hasta él sino cuando estaba desnudo.

Estos sueños pusieron en peligro su salud y tuvo que ser enviado al campo, donde se repuso en año y medio.

Años después, cuando ya había cumplido los quince, confesó: Je n’osais pas l’avouer, mais j’éprouvais continuellement des picotements et des surexcitations aux parties!

No es difícil, realmente, adivinar:

  1. Que el niño se masturbaba en sus primeros años, habiéndolo negado, probablemente, y habiendo sido amenazado si continuaba entregándose a tal vicio (su confesión: «No lo haré más», y su negativa: «Alberto no ha hecho eso»).
  2. Que bajo la presión de la pubertad surgió de nuevo la tentación de masturbarse, manifestada en el cosquilleo que experimentaba en los genitales.
  3. Que entonces se desarrolló en él un combate de carácter represivo, que reprimió la libido y lo transformó en angustia, la cual hizo renacer los castigos con que en años anteriores se le había amenazado.

Veamos, en cambio, lo que nuestro autor deduce en su tesis. De esta observación se deduce lo siguiente:

  1. La influencia de la pubertad en un niño de salud débil produce un estado de gran debilidad, que puede llegar hasta una anemia cerebral muy considerable.
  2. Esta anemia cerebral crea una modificación del carácter, alucinaciones demonomaníacas y estados de angustia nocturnos, y quizá diurnos, muy violentos.
  3. La demonomanía y los autorreproches del niño dependen de las influencias de la educación religiosa que ha recibido.
  4. Todos los fenómenos han desaparecido después de una larga estancia en el campo, durante la cual actuaron favorablemente el ejercicio físico y el retorno de las fuerzas a la terminación de la pubertad.
  5. Quizá debamos atribuir a la herencia y a un padecimiento sifilítico del padre una influencia que predispuso a la formación del citado estado mental del niño. Conclusión final: Nous avons fait entrer cette observation dans la cadre des délires apyrétiques d’inanition, car c’est à l’ischemie cérébrale que nous rattachons cet état particulier.

El proceso primario y el secundario. La represión

Acometiendo la tarea de penetrar más profundamente en la psicología de los procesos oníricos, he echado sobre mí una difícil labor, para la que no poseo siquiera el suficiente arte expositivo. Resulta de una dificultad abrumadora describir sucesivamente la simultaneidad de complicadísimos procesos.

Pago de este modo el no haber podido seguir en la exposición de la psicología de los sueños el desarrollo histórico de mis conocimientos. Los antecedentes de mi concepción de los sueños me fueron proporcionados por trabajos anteriores sobre la psicología de la neurosis, trabajos a los que no puedo referirme aquí y a los que, sin embargo, tengo que referirme de continuo, mientras me esfuerzo en proceder en dirección inversa y alcanzar el contacto con la psicología de la neurosis, partiendo del estudio de los sueños. Veo muy bien todas las dificultades que esto plantea al lector, pero no encuentro medio alguno de evitarlas.

Mi descontento ante este estado de cosas me hace permanecer gustosamente en la consideración de otro punto de vista que me parece recompensar mejor mis esfuerzos.

Me hallé ante un tema sobre el cual se mostraban los investigadores en perfecto desacuerdo, como puede verse en el primer capítulo de esta obra. Después de nuestro estudio de los problemas del sueño parecen haber quedado conciliadas la mayoría de tales contradicciones.

Sólo los de las opiniones expuestas, o sea la de que el sueño es un proceso desprovisto de sentido y la que le atribuye un carácter somático, han tropezado con nuestra absoluta negativa. Fuera de esto hemos podido dar la razón a todas las demás teorías, contradictorias entre sí, y hemos podido demostrar que en todas ellas había algo de verdad.

El descubrimiento de las ideas latentes ocultas ha confirmado, en general, que el sueño continúa los estímulos e intereses de la vida despierta.

Estas ideas latentes no se ocupan sino de aquello que no parece importante y nos interesa poderosamente. El sueño no se ocupa nunca de pequeñeces.

Sin embargo, recoge los restos indiferentes del día y no se puede apoderar de un gran interés diurno sino después que él mismo se ha sustraído, en cierto modo, a la actividad de la vigilia.

Esta última circunstancia se nos demostró en el examen del contenido manifiesto, el cual da a las ideas latentes una expresión modificada por deformaciones.

El proceso del sueño -dijimos- se apodera más fácilmente, por razones referentes a la mecánica de las asociaciones, del material de representaciones recientes o indiferentes, desatendido por la actividad intelectual despierta; y por motivos dependientes de la censura transfiere la intensidad psíquica de lo importante, pero censurable, a lo indiferente. La hipermnesia del sueño y su dominio del material infantil han pasado a constituir los dos principios fundamentales de nuestra teoría.

En ésta hemos adscrito al deseo procedente de lo infantil el papel de motor imprescindible de

la formación de los sueños. Naturalmente, no podíamos abrigar duda ninguna de la importancia, experimentalmente demostrada, de los estímulos sensibles exteriores durante el reposo; pero hemos relacionado este material con el deseo del sueño, del mismo modo que los restos de ideas que perduran de la labor diurna. No necesitábamos discutir que el sueño interpreta en la forma de una ilusión el estímulo sensorial objetivo, pero hemos agregado el motivo de esta interpretación, que los autores habían dejado indeterminado.

Esta interpretación se lleva a cabo, de modo que el objeto percibido quede hecho inofensivo para el reposo y utilizable para la realización de deseos.

El estado subjetivo de excitación de los órganos sensoriales durante el reposo, estado demostrado por las investigaciones de Trumbull Ladd, no nos parece constituir una fuente onírica especial, pero lo hemos explicado por una resurrección regresiva de los recuerdos que actúan detrás del sueño.

También a las sensaciones orgánicas interiores, que han sido tomadas muchas veces como punto fundamental de la explicación de los sueños, les hemos reconocido en nuestra teoría cierta importancia, aunque más modesta. Representan para nosotros un material dispuesto en todo momento y del que la elaboración onírica se sirve siempre que lo necesita para la expresión de las ideas latentes. Con respecto a la percepción del sueño ya formado por la conciencia, nos parece exacta la opinión de que el proceso onírico es rápido y momentáneo.

Asimismo nos parece posible un curso más lento y vacilante de los estadios anteriores de dicho proceso. Al esclarecimiento del enigma de la acumulación de un extenso contenido en brevísimos instantes hemos contribuido con la hipótesis de que se trata de una inclusión de productos ya formados de la vida psíquica.

Aceptamos igualmente que el sueño es fragmentario y deformado por el recuerdo, pero vimos que esta deformación no era sino el último estadio de los que actúan desde el principio del proceso onírico. En la discusión sobre si la vida anímica dormía durante la noche o disponía, como durante el día, de toda su capacidad funcional, discusión tan empeñada y tan aparentemente poco susceptible de reconciliación, hemos podido dar la razón a ambas partes, aunque a ninguna por completo.

En las ideas latentes encontramos la prueba de una función intelectual altamente complicada y que labora con casi todos los medios del aparato anímico, pero no pudimos negar que tales ideas latentes han nacido durante el día.

Asimismo hubimos de aceptar que existe un estado de reposo de la vida anímica y de este modo aceptamos también la teoría del reposo parcial, aunque no vimos la característica del estado del reposo en la disgregación de las conexiones anímicas, sino en el deseo de reposo del sistema psíquico, dominante durante el día. La separación del mundo exterior conservó su significación para nuestra teoría, pues contribuye, aunque no como factor único, a la regresión de la representación onírica.

Es indiscutible la renuncia a la dirección voluntaria del curso de las representaciones; pero la vida psíquica no queda por ello desprovista de todo fin, pues hemos visto que después de la supresión de las representaciones finales voluntarias surgen otras involuntarias. La lejana conexión de las asociaciones en el sueño ha sido reconocida también por nosotros, e incluso le hemos dado mayor amplitud de la que se podía sospechar; pero hemos encontrado, en cambio que no es sino la sustitución forzada de otra conexión correcta y plena de sentido. Reconocimos también la absurdidad del sueño, pero vimos en numerosos ejemplos cuán grande es su prudencia al tomar tal aspecto. De las funciones atribuidas al sueño no hemos contradicho ninguna.

El hecho de que el sueño constituye para el alma una especie de válvula de seguridad y el de que convierte todo lo peligroso en inofensivo han sido confirmados, ampliados y esclarecidos por nuestra teoría de la doble realización de deseos.

El «retorno al punto embrional de la vida anímica en el sueño» y la fórmula de H. Ellis:

«Un mundo arcaico de vastas emociones y pensamientos imperfectos», constituyen felices anticipaciones de nuestra teoría de los funcionamientos primitivos durante el día y libres durante la noche.

Asimismo podíamos hacer nuestra por completo la afirmación de Sully de que el sueño nos presenta nuevamente nuestras personalidades anteriores sucesivamente desarrolladas, nuestro antiguo modo de ver las cosas y aquellos impulsos y formas de reacción que nos dominaron hace mucho tiempo. Como en la teoría de Delage, también en la nuestra lo «reprimido» es la fuerza motora del sueño.

Hemos reconocido en su totalidad el papel que Scherner atribuye a la fantasía onírica, así como las interpretaciones de este autor; pero hemos tenido que señalarles un lugar distinto en el problema. Debemos a Scherner la indicación de la fuente de las ideas latentes; pero casi todo lo que atribuye a la elaboración onírica pertenece a la actividad de lo inconsciente durante el día, actividad de la que parten los estímulos del sueño y de los síntomas neuróticos.

Hemos tenido que separar la elaboración onírica de esta actividad, considerándola como algo totalmente distinto y mucho más determinado. Por último, no hemos negado la relación del sueño con las perturbaciones psíquicas; lo único que hemos hecho ha sido colocar a ambos fenómenos en un nuevo terreno más firme. Hallamos, pues, que nuestra teoría entraña en sí, reuniéndolos y conciliándolos, los resultados más diversos de las investigaciones anteriores, resultados que hemos agregado a nuestra construcción, dando a algunos una forma distinta y no rechazando sino muy pocos. Pero también esta nuestra construcción se nos muestra incompleta.

Aparte de las muchas oscuridades que hemos atraído sobre ella, por nuestra incursión en las tinieblas de la Psicología, parece entrañar una nueva contradicción. Por un lado, hemos hecho nacer a las ideas latentes de una labor psíquica totalmente normal, y por otro, hemos encontrado entre dichas ideas y partiendo de ellas hasta llegar al contenido manifiesto una serie de procesos mentales absolutamente anormales, que luego se repiten en la interpretación. Todo aquello que constituye la elaboración onírica parece alejarse tan considerablemente de los procesos psíquicos correctos conocidos que podríamos inclinarnos a aceptar los más duros juicios de los autores sobre el escaso valor del rendimiento psíquico del sueño.

Una mayor profundización puede proporcionarnos el esclarecimiento y la ayuda de que precisamos.

Examinaremos una de las constelaciones que llevan la formación de los sueños: Hemos visto que el sueño constituye la sustitución de ciertos número de ideas procedentes de nuestra vida diurna y ajustadas de una manera perfectamente lógica.

Es indudable que estas ideas proceden de nuestra vida mental normal. Todas aquellas cualidades que más altamente estimamos en nuestros procesos mentales, y que los caracterizan de complicadas funciones de un orden elevado, vuelven a mostrársenos en las ideas latentes. Pero no hay necesidad de suponer que esta labor intelectual se desarrolla durante el reposo, hipótesis opuesta a la representación que hasta ahora venimos haciéndonos del estado de reposo psíquico. Tales ideas pueden muy bien proceder de la vida diurna, haber continuado en actividad después de ser rechazadas por ella y, sin que nuestra conciencia lo haya advertido, llegar a término antes de conciliar el sujeto el reposo.

Si de este estado de cosas hemos de deducir alguna conclusión, será, por lo demás, la prueba de que nos es posible desarrollar las más complicadas funciones intelectuales sin intervención ninguna de la conciencia, cosa que cualquier psicoanálisis de un histérico o de una persona con representaciones obsesivas tenía que demostrarnos igualmente.

Pero estas ideas latentes no son de por sí incapaces de conciencia, y si no han llegado a ella durante el día, ha sido por impedírselo diversas circunstancias.

El acceso a la conciencia se halla enlazado con la atracción de determinada función psíquica -la atención-, la cual sólo es gastada, según parece, en cantidades determinadas, que en estos casos aparecerán desviadas de las ideas de referencia. Tales series de ideas pueden también ser sustraídas a la conciencia en la siguiente forma: por el ejemplo de nuestra reflexión consciente sabemos que con una determinada aplicación de la atención podemos recorrer cierto camino.

Si por este camino llegamos a una representación que no soporta la crítica, lo interrumpiremos y suprimiremos la carga psíquica de la atención. Parece ser que la serie de ideas comenzada y abandonada puede entonces continuar desarrollándose sin que la atención vuelva a recaer sobre ella, a menos que alcance una intensidad particularmente elevada. Una repulsa inicial, quizá consciente del acto mental, fundada en el juicio de que dicho acto es inexacto o inadecuado al fin que perseguimos, puede ser causa de que dicho proceso mental continúe desarrollándose inadvertido por la conciencia hasta el momento de conciliar el reposo.

Estos procesos mentales son los que denominamos «preconscientes», y los consideramos como perfectamente correctos, pudiendo ser tanto procesos simplemente descuidados como otros rechazados e interrumpidos.

Expondremos ahora en qué forma nos imaginamos el curso de las representaciones. Creemos que determinada magnitud de excitación, a la que damos el nombre de energía de carga psíquica, es desplazada partiendo de una representación final a lo largo del camino asociativo elegido por esta representación. Un proceso mental descuidado no ha recibido tal carga, y los reprimidos o rechazados han sido despojados de ella, quedándoles así únicamente sus propias excitaciones.

El proceso mental provisto de un fin llega a ser susceptible, bajo determinadas condiciones, de atraer sobre sí la atención de la conciencia y recibe entonces por su mediación una «sobrecarga».

Más adelante expondremos nuestras hipótesis sobre la naturaleza y la función de la conciencia. Un proceso mental iniciado de este modo en lo preconsciente puede extinguirse espontáneamente o conservarse.

El primer caso nos lo representamos suponiendo que su energía se difunde por todas las direcciones asociativas que de ella emanan, provocando en toda la concatenación de ideas un estado de excitación que se mantiene durante algún tiempo, pero que después queda suprimido por la transformación de la excitación necesitada de derivación en una carga en reposo.

Si esto sucede, el proceso carecerá ya de toda significación para la formación de los sueños. Pero en nuestro preconsciente acechan otras representaciones finales emanadas de nuestros deseos inconscientes y continuamente en actividad.

Estas representaciones se apoderan entonces de la excitación del círculo de ideas abandonadas a sí mismo, lo enlazan al deseoinconsciente y le transfieren la energía de este último, resultando que, a partir de este momento, el proceso mental, desatendido o reprimido, se halla en estado de conservarse, aunque no recibe por este refuerzo derecho ninguno al acceso a la conciencia. Podemos decir que el proceso mental, hasta el momento preconsciente, ha sido atraído a lo inconsciente.

Otras dos constelaciones para la formación de los sueños se dan cuando el proceso mental preconsciente se hallaba desde un principio en conexión con el deseo inconsciente y, por tanto, fue objeto de la repulsa de la carga final dominante, o cuando un deseo inconsciente, despertado por otras razones (quizá somáticas) y sin el auxilio de una transferencia, busca los restos psíquicos no cargados del Prec. Los tres casos expuestos coinciden, por último, en que se trata de un proceso mental preconsciente, que ha sido despojado de su carga psíquica preconsciente y ha encontrado otra, inconsciente, procedente de un deseo. Desde este punto pasa el proceso mental por una serie de transformaciones que no reconocemos ya como procesos psíquicos normales y que nos dan un extraño resultado; esto es, un producto psicopatológico. Vamos a examinar este producto.

Las intensidades de las diversas representaciones se hacen, en su totalidad, susceptibles de derivación y pasan de una representación a la otra, formándose así algunas representaciones provistas de gran intensidad. La repetición de este proceso puede reunir en un único elemento de representación de la intensidad todo un proceso mental. Este hecho es el que hemos calificado de comprensión o condensación al estudiar la elaboración onírica.

A él se debe, principalmente, la extraña impresión que el sueño nos hace, pues nuestra vida onírica normal, accesible a la conciencia, no nos ha mostrado nunca nada análogo. Hallamos también aquí representaciones que poseen, a título de focos de convergencia o de resultados finales de cadenas de asociaciones, gran importancia psíquica; pero este valor no se exterioriza en un carácter sensible para la percepción interna, y lo que en ellas queda representado no se hace más intenso en modo alguno.

En el proceso de condensación se transforma toda la coherencia psíquica en intensidad del contenido de representaciones.

Sucede aquí como cuando hacemos imprimir en negrillas o cursivas una palabra o una frase que queremos hacer resaltar. Hablando, pronunciaremos dicha palabra o dicha frase en un tono más alto y acentuándola especialmente. La primera comparación nos conduce inmediatamente a uno de los ejemplos de sueños antes expuestos (la trimetilamina, en el sueño de la inyección de Irma). Los historiadores de arte nos llaman la atención sobre el hecho de que las más antiguas esculturas históricas siguen un principio análogo, expresando la importancia de las personas representadas por la magnitud de su reproducción plástica.

Así, el rey aparece representado dos o tres veces mayor que las personas de su séquito o que el enemigo vencido. La dirección en que las condensaciones del sueño se propagan se halla determinada, en primer lugar, por las relaciones preconscientes correctas de las ideas latentes, y, en segundo, por la atracción de los recuerdos visuales dados en lo inconsciente.

El resultado de la labor de condensación consigue aquellas intensidades necesarias para el avance hacia el sistema de percepción.

Por medio de la transferencia libre de las intensidades y en favor de la condensación quedan constituidas representaciones intermedias equivalentes a transacciones (cf. los numerosos ejemplos expuestos).

Esto es algo inaudito en el curso normal de las representaciones, en el que se trata, sobre todo, de la elección y conservación del verdadero elemento de representación.

En cambio, se constituyen formaciones mixtas y transacciones con extraordinaria frecuencia cuando buscamos expresión verbal para las ideas preconscientes, apareciendo como modos de la equivocación oral.

Las representaciones que se transfieren recíprocamente sus intensidades se hallan en relaciones muy lejanas entre sí y están ligadas por aquellas asociaciones que nuestro pensamiento despierto desprecia y sólo emplea para producir un efecto chistoso. Las asociaciones por similicadencia y sinonimia son aquí las preferidas.

Los pensamientos contradictorios no tienden a sustituirse, sino que permanecen yuxtapuestos y pasan juntos, como si no existiera contradicción alguna, a constituirse en productos de condensación, o forman transacciones que no perdonaríamos nunca a nuestro pensamiento despierto, aunque muchas veces las aceptamos en nuestros actos.

Estos serían algunos de los más singulares procesos anormales a los que son sometidas, en el curso de la elaboración onírica, las ideas latentes antes racionalmente formadas.

El carácter principal de los mismos es su tendencia a hacer susceptible de derivación la energía de carga. El contenido y la significación de los elementos psíquicos a los que estas cargas se refieren pasan a constituir algo accesorio. Pudiera creerse todavía que la condensación y la formación de transacciones se halla únicamente al servicio de la regresión, que tiende a convertir las ideas en imágenes; pero el análisis y, aún más claramente, la síntesis de los sueños carentes de tal regresión nos muestran los mismos procesos de desplazamiento y de condensación que todos los demás.

No podemos, pues, rechazar la hipótesis de que en la formación de los sueños participan dos procesos psíquicos esencialmente diferentes. Uno de ellos crea ideas latentes completamente correctas y de valor igual a los productos del pensamiento normal; en cambio, el otro maneja tales ideas de un modo extraño e incorrecto.

Este último proceso es el que hemos estudiado en nuestro capítulo 7) y constituye la verdadera elaboración onírica. ¿Qué podemos decir ahora con respecto a su derivación? No podríamos dar aquí respuesta alguna si no hubiéramos penetrado en la psicología de las neurosis, especialmente en la de la histeria. Hemos visto en ella que estos mismos procesos psíquicos incorrectos -y otros muchos- presiden la producción de los síntomas histéricos.

También en la histeria encontramos al principio una serie de ideas correctas y por completo equivalentes a las conscientes, ideas de cuya existencia en esta forma no podemos tener, sin embargo, la menor noticia, siendo reconstruidas a posteriori. Cuando tales ideas llegan a nuestra percepción, vemos, por el análisis del síntoma formado, que han pasado por un trato anormal y han sido llevadas a constituir el síntoma por medio de la condensación la formación de transacciones, el paso por asociaciones superficiales bajo el encubrimiento de las contradicciones y, eventualmente, por el camino de la regresión. Dada esta total identidad entre las peculiaridades de la elaboración onírica y las de la actividad psíquica que termina en la creación de los síntomas psiconeuróticos, creemos justificado transferir al sueño las conclusiones a que nos obliga el estudio de la histeria.

De la teoría de la histeria tomaremos el principio de que esta elaboración psíquica anormal de un proceso mental normal sólo tiene efecto cuando tal proceso ha devenido la transferencia de un deseo inconsciente, procedente de lo infantil y reprimido.

Este principio ha sido el que nos ha llevado a construir la teoría del sueño sobre la hipótesis de que el deseo onírico motor procede siempre de lo inconsciente, cosa que, como hemos confesado espontáneamente, no es posible demostrar en todo caso, aunque tampoco sea posible refutarla. Pero para poder definir la represión, a la que tantas veces hemos hecho intervenir en estas especulaciones, tenemos que continuar construyendo nuestra armazón psicológica.

Hubimos de aceptar la ficción de un primitivo aparato psíquico, cuya labor era regulada por la tendencia a evitar la acumulación de excitaciones y a mantenerse libre en ella en lo posible. De este modo su estructura respondía al esquema de un aparato de reflexión. La motilidad, que fue al principio el camino conducente a modificaciones interiores del cuerpo, era la ruta de derivación de la que podía disponer.

Discutimos después las consecuencias psíquicas de una experiencia de satisfacción y pudimos establecer una segunda hipótesis, esto es, la de que la acumulación de la excitación -conforme a modalidades de las que no tenemos por qué ocuparnos- es sentida como displacer y pone actividad al aparato para atraer nuevamente el suceso satisfactorio, en el que la disminución de la excitación es sentida como placer. Tal corriente, que parte del displacer y tiende hacia el placer, es lo que denominamos un deseo, y hemos dicho que sólo un deseo podía ser susceptible de poner en movimiento el aparato y que la derivación de la excitación era regulada automáticamente en él por las percepciones de placer y displacer.

El primer deseo debió de ser una carga alucinatoria del recuerdo de la satisfacción.

Esta alucinación demostró que, cuando no podía ser mantenida hasta agotarse, era incapaz para atraer la supresión de la necesidad, o sea el placer ligado a la satisfacción.

De este modo se hizo necesaria una segunda actividad -en nuestro ejemplo, la actividad de un segundo sistema-, destinada a no permitir que la carga mnémica avanzara hacia la percepción y ligara desde allí las fuerzas psíquicas, sino que dirigiera por un rodeo la excitación emanada del estímulo de la necesidad, rodeo en el cual quedase el mundo exterior modificado por la motilidad voluntaria, en forma que hiciese posible la percepción real del objeto de satisfacción. Hasta aquí hemos seguido fielmente el esquema del aparato psíquico; los dos sistemas indicados son el germen de aquello que con la denominación de Inc. y Prec. situamos en el aparato completamente desarrollado.

Para que la motilidad pueda modificar adecuadamente el mundo exterior es necesario la acumulación de una gran cantidad de experiencias en los sistemas mnémicos y una diversa fijación de las relaciones provocadas en este material mnémico por distintas representaciones finales. Continuaremos, pues, nuestras hipótesis. La actividad del segundo sistema, del que emanan diversas cargas psíquicas, necesita disponer libremente de todo el material mnémico; pero, por otro lado, sería un gasto inútil el enviar grandes cantidades de carga psíquica por los diversos caminos mentales, pues tales cargas se derivarían inadecuadamente y disminuirían la cantidad necesaria para la transformación del mundo exterior.

Supondremos, pues, que dicho sistema consigue mantener en reposo la mayor parte de su carga de energía psíquica y sólo emplea una pequeña parte de la misma para emplearla en el desplazamiento. La mecánica de estos procesos me es totalmente desconocida.

Aquellos que quisieran continuar esta ideación tendrían que buscar analogías físicas y construir una representación plástica del proceso de movimiento en la excitación de las neuronas. Por mi parte, me limito a mantener la hipótesis de que la actividad del primero de los sistemas Y tiende a una libre derivación de las cantidades de excitación, y que el segundo sistema provoca, con las cargas que de sí emanan, una coerción de dicha derivación y una transformación de la misma en carga psíquica en reposo.

Supongo, por tanto, que la derivación de la excitación es sujeta por el segundo sistema a condiciones mecánicas completamente distintas de las que regulaban su curso bajo el dominio del primero. Cuando el segundo sistema ha llevado a cabo su labor examinadora, levanta la coerción y el estancamiento de las excitaciones y las deja fluir hasta la motilidad.

Dirigiendo nuestra atención hacia las relaciones de esta coerción de la derivación por el segundo sistema, con la regulación por medio del principio del displacer, hallamos una interesantísima concatenación de ideas. Busquemos primero la contrapartida de la experiencia de satisfacción primaria, o sea la experiencia de sobresalto exterior.

Sobre el aparato primitivo actuaría un estímulo de percepción que sería la fuente de una excitación dolorosa. A esto seguirán entonces desordenadas manifestaciones motoras, hasta que una de ellas sustraiga al aparato la percepción y al mismo tiempo el dolor.

Esta manifestación motora que ha logrado suprimir el estímulo displaciente, surgirá en adelante siempre que el mismo se renueve y no cesará hasta conseguir otra vez su desaparición. Pero en este caso no perdurará inclinación ninguna a cargar de nuevo alucinatoriamente, o en otra forma cualquiera, la percepción de la fuente de dolor. Por el contrario, tenderá el aparato primario a abandonar esta huella mnémica, penosa en cuanto quede nuevamente despertada por algo, pues el curso de su excitación hasta la percepción produciría displacer (o, más exactamente, comienza a producir). La separación del recuerdo, separación que no es sino una repetición de la fuga primitiva ante la percepción, queda facilitada por el hecho de que el recuerdo no posee, como la percepción, cualidad bastante para atraer la atención de la conciencia y procurarse de este modo una nueva carga.

Esta sencilla y regular exclusión de lo penoso del proceso psíquico de la memoria nos da el modelo y el primer ejemplo de la represión psíquica.

A consecuencia del principio del displacer resulta, pues, totalmente incapaz el primer sistema Y para incluir algo desagradable en la coherencia mental.

Este sistema no puede hacer sino desear. Si esta situación se mantuviera, la actividad mental del segundo sistema, que necesita disponer de todos los recuerdos que reposan en la experiencia, quedaría obstruida. Por tanto, surgen aquí dos nuevas posibilidades. La actividad del segundo sistema puede libertarse por completo del principio del displacer y continuar su marcha sin preocuparse del displacer del recuerdo, o puede también cargar de tal manera el recuerdo displaciente que quede evitado el desarrollo de displacer. La primera posibilidad no nos parece aceptable, pues el principio del displacer es también lo que regula el curso de la excitación del segundo sistema.

Admitiremos, pues, la segunda, o sea la de que dicho sistema carga de tal manera un recuerdo que la derivación queda impedida; esto es, también la derivación queda comparable a una inervación motora hasta el desarrollo de displacer. Dos son los puntos de partida desde los que llegamos a la hipótesis de que la carga por el segundo sistema representa, simultáneamente, una coerción de la derivación de la excitación.

Estos dos puntos de partida son el cuidado de adaptarse al principio del displacer y el principio del menor gasto de inervación. Resulta pues -y ello constituye la clave de la teoría de la represión-, que el segundo sistema no puede cargar una representación sino cuando se halla en estado de coartar el desarrollo de displacer que de ella emana.

Aquello que a esta coerción se sustrajera sería también inaccesible para el segundo sistema y quedaría abandonado en seguida en obediencia al principio del displacer.

La coerción del displacer no necesita, sin embargo, ser completa. Tiene que producirse siempre un comienzo de tal efecto, que anuncie al segundo sistema la naturaleza del recuerdo y quizá también su defectuosa capacidad para el fin buscado por el pensamiento. Llamaremos proceso primario al único proceso psíquico que puede desarrollarse en el primer sistema, y proceso secundario al que se desarrolla bajo la coerción del segundo. Puedo mostrar aún en otro lugar por qué el segundo sistema tiene que corregir el proceso primario.

El proceso primario aspira a la derivación de la excitación para crear, con la cantidad de excitación así acumulada, una identidad de percepción.

El proceso secundario ha abandonado ya este propósito y entraña en su lugar el de conseguir una identidad mental. Todo el pensamiento no es sino un rodeo desde el recuerdo de la satisfacción, tomado como representación final, hasta la carga idéntica del mismo recuerdo, que ha de ser alcanzada por el camino que pasa por los caminos que enlazan a las representaciones sin dejarse incluir en error por las intensidades de las mismas. Pero vemos claramente que las condensaciones de representaciones y las formaciones intermediarias y transaccionales constituyen un estorbo para alcanzar este fin de identidad; sustituyendo una representación a otra, desvían del camino que partía de la primera.

Por tanto, el pensamiento secundario evita cuidadosamente tales procesos. No es tampoco difícil ver que el principio del displacer, que ofrece importantes puntos de apoyo al proceso intelectual, le estorba también en la persecución de la identidad intelectual. La tendencia del pensamiento tiene, pues, que orientarse a libertarse cada vez más de la regulación exclusiva por medio del principio del displacer y a limitar a un mínimo utilizable como premisa el desarrollo de afectos por la labor intelectual.

Este perfeccionamiento de la función debe ser conseguido mediante una sobrecarga proporcionada por la conciencia. Pero sabemos que tal perfeccionamiento sólo raras veces se consigue, aun en la vida anímica más normal, y que nuestro pensamiento permanece siempre accesible a la falsificación por la intervención del principio del displacer.

Mas no es ésta, sin embargo, la laguna de la función de nuestro aparato anímico, que hace posible que los pensamientos que se presentan como resultados de la labor intelectual secundaria sucumban al proceso psíquico primario, fórmula con la cual podemos describir ahora la labor que conduce al sueño y a los síntomas histéricos. La insuficiencia es creada por la colaboración de dos factores de nuestra historia evolutiva, uno de los cuales pertenece por completo al aparato anímico y ha ejercido una influencia reguladora sobre la relación de los dos sistemas.

En cambio, el otro aparece en cantidades muy variables e introduce en la vida anímica fuerzas impulsoras de origen orgánico. Ambos proceden de la vida infantil y son un resto de la transformación que nuestro organismo anímico y somático ha experimentado desde los tiempos infantiles.

Si a uno de los procesos psíquicos que se desarrollan en el aparato anímico le damos el nombre de proceso primario, no lo hace atendiendo únicamente a su mayor importancia y a su más amplia capacidad funcional, sino también a las circunstancias temporales. No sabemos que exista ningún aparato psíquico cuyo único proceso sea el primario. Por tanto, el suponer su existencia es una pura ficción teórica. Pero lo que sí constituye un hecho es que los procesos primarios se hallarán dados en él desde un principio, mientras que los secundarios van desarrollándose paulatinamente en el curso de la existencia, coartando y sometiendo a los primarios hasta alcanzar su completo dominio sobre ellos, quizá en el punto culminante de la vida.

A causa de este retraso de la aparición de los procesos secundarios continúa constituido el nódulo de nuestro ser por impulsos optativos inconscientes, incoercibles e inaprehensibles para los preconscientes, cuya misión queda limitada de una vez para siempre a indicar a los impulsos optativos procedentes de lo inconsciente los caminos más adecuados.

Estos deseos inconscientes representan para todas las aspiraciones anímicas posteriores una coerción a la que tienen que someterse, pudiendo esforzarse en derivarla y dirigirla hacia fines más elevados. Un gran sector del material mnémico permanece también inaccesible a la carga psíquica preconsciente a causa de este retraso.

Entre los impulsos optativos indestructibles e incoercibles procedentes de lo infantil existen también algunos cuya realización resulta también contraria a las representaciones finales del pensamiento secundario. La realización de estos deseos no provocaría ya un afecto de placer, sino displaciente, y precisamente esta trasformación de los afectos constituye la esencia de aquello que denominamos «represión». La cuestión de por qué caminos y mediante qué fuerzas puede tener efecto tal transformación es lo que constituye el problema de la represión; problema que no necesitamos examinar aquí sino superficialmente.

Nos bastará hacer constar que en el curso del desarrollo aparece una transformación de los afectos (recuérdese la aparición de las repugnancias de que al principio carece la vida infantil), transformación que se halla ligada a la actividad del sistema secundario. Los recuerdos de los que se sirve el deseo inconsciente para provocar la asociación de afectos no fueron jamás accesibles para lo preconsciente, razón por la cual no puede ser coartado su desarrollo de afecto.

Este mismo desarrollo de afecto hace que tampoco se pueda llegar ahora a estas representaciones desde las ideas preconscientes a las que han transferido su fuerza de deseos. Por el contrario, se impone el principio del displacer y separa al Prec. de tales ideas de transferencia, las cuales quedan entonces abandonadas a sí mismas -reprimidas-, constituyéndose así en condición preliminar de la represión la existencia de un acervo de recuerdos sustraído desde el principio del Prec.

En el caso más favorable termina el desarrollo de displacer en cuanto la idea de transferencia preconsciente es despojada de su carga, y este resultado nos muestra que la intervención del principio del displacer es perfectamente adecuada. Otra cosa sucede, en cambio, cuando el deseo inconsciente reprimido recibe un refuerzo orgánico que puede prestar a sus ideas de transferencia, poniéndolas así en situación de intentar exteriormente por medio de su excitación, aun cuando han sido abandonadas por la carga del Prec.

Surge entonces la lucha defensiva, reforzando el Prec. la oposición contra las ideas reprimidas (contracarga), y como una ulterior consecuencia, las ideas de transferencia, portadoras del deseo inconsciente, logran abrirse camino bajo una forma cualquiera de transacción por formación de síntomas.

Pero desde el momento en que las ideas reprimidas quedan intensamente cargadas por la excitación optativa inconsciente y, en cambio, abandonadas por la carga preconsciente, sucumben al proceso psíquico primario y tienden únicamente a una derivación motora, o, cuando el camino está libre, a una reanimación alucinatoria de la identidad de percepción deseada. Hemos descubierto antes, empíricamente, que los procesos incorrectos descritos se desarrollan tan sólo con ideas reprimidas.

Ahora conseguimos una más amplia visión de este problema.

Tales procesos incorrectos son los procesos primarios, los cuales surgen siempre que las representaciones son abandonadas por la carga preconsciente, quedando entregadas a sí mismas y pudiendo realizarse con la energía no coartada de lo inconsciente, que aspira a una derivación. Otras observaciones nos muestran que estos procesos, llamados incorrectos, no son falsificaciones de los «errores mentales» normales, sino las de funcionamientos psíquicos exentos de coerción.

Vemos, de este modo, que la transmisión de la excitación preconsciente a la motilidad se desarrolla conforme a los mismos procesos, y que el enlace de las representaciones inconscientes con palabras muestra fácilmente aquellos mismos desplazamientos y confusiones que suelen ser atribuidos a la falta de atención. Por último, el incremento de trabajo impuesto por la coerción de estos procesos primarios quedaría demostrado por el hecho de que cuando dejamos penetrar en la conciencia estas formas del pensamiento conseguimos un efecto cómico, o sea un exceso derivable por medio de la risa.

La teoría de las psiconeurosis afirma con absoluta seguridad que no pueden ser sino impulsos sexuales procedentes de lo infantil, que han sucumbido a la represión (transformación del afecto) en los períodos infantiles del desarrollo, y luego, en períodos posteriores de la evolución, resultan susceptibles de una renovación, bien a consecuencia de la constitución sexual que surge de la bisexualidad primitiva, bien como resultado de influencias desfavorables de la vida sexual, proporcionando entonces las fuerzas impulsoras para todas las formaciones de síntomas psiconeuróticos. Unicamente con la introducción de estas fuerzas sexuales pueden llenarse las lagunas que aún encontramos en la teoría de la represión.

En este punto habré de abandonar la investigación del sueño, pues con la hipótesis de que el deseo onírico procede siempre de lo inconsciente ha traspasado ya los límites de lo demostrable. No quiero tampoco continuar investigando en qué consiste la diferencia del funcionamiento de las energías psíquicas en la formación de los sueños y en la de los síntomas histéricos, pues nos falta el conocimiento de uno de los miembros de la comparación.

Pero hay un punto que me atrae especialmente, y confesaré que sólo por él he emprendido aquí todas estas especulaciones sobre los dos sistemas psíquicos, sus formas de laborar y la represión. Nada importa ahora que mis especulaciones psicológicas hayan sido acertadas o que entrañen graves errores, cosa posible dada la dificultad del objeto.

Cualesquiera que sean las verdaderas circunstancias de la censura psíquica y de la elaboración correcta y anormal del contenido del sueño, siempre queda el hecho indiscutible de que tales procesos intervienen en la formación de los sueños y muestran la mayor analogía con los descubrimientos en el estudio de la formación de los síntomas histéricos.

Pero el sueño no es un fenómeno patológico y no tiene como antecedente una perturbación del equilibrio psíquico, ni deja tras de sí una debilitación de la capacidad funcional. La objeción de que mis sueños y los de mis pacientes neuróticos no permiten deducir resultados aplicables a los sueños de los hombres normales y sanos debería ser rechazada sin discusión ninguna.

Cuando del estudio de estos fenómenos deducimos sus fuerzas impulsoras, reconocemos que el mecanismo psíquico de que se sirve la neurosis no es creado por una perturbación patológica que ataca a la vida anímica, sino que existe ya en la estructura normal del aparato anímico. Los dos sistemas psíquicos, la censura situada entre ambos, la coerción de una actividad por otra, las relaciones de ambas con la conciencia -o todo aquello que en lugar de esto pueda resultar de una más exacta interpretación de las circunstancias efectivas-, todo ello pertenece a la estructura normal de nuestro instrumento anímico, y el sueño constituye uno de los caminos que llevan al conocimiento de dicha estructura.

Si queremos contentarnos con un mínimo de conocimientos absolutamente garantizados, diremos que el sueño nos demuestra que lo reprimido perdura también en los hombres normales y puede desarrollar funciones psíquicas.

El sueño es una de las manifestaciones de lo reprimido, según la teoría, en todos los casos, y según la experiencia palpable, por lo menos en un gran número. Lo reprimido que fue estorbado en su expresión y separado de la percepción interna encuentra en la vida nocturna y bajo el dominio de las formaciones transaccionales medios y caminos de llegar a la conciencia. Flectere si nequeo superos acheronta movebo. (Cita de Virgilio.) Pero la interpretación onírica es la vía regia para el conocimiento de lo inconsciente en la vida anímica.

Persiguiendo el análisis del sueño, llegamos a un conocimiento de la composición de este instrumento, el más maravilloso y enigmático de todos.

A un conocimiento muy limitado, es cierto, pero que da el primer impulso para llegar al corazón del problema, partiendo de otros productos de carácter patológico. La enfermedad -por lo menos la llamada justificadamente funcional- no tiene como antecedente necesario la ruina de dicho aparato y la creación en su interior de nuevas disociaciones. Debe explicarse dinámicamente, por modificaciones de las energías psíquicas.

En otro lugar podría también demostrarse cómo la composición del aparato por las dos instancias da a la función normal una sutileza que a una instancia no le sería dado alcanzar.

Lo inconsciente y la conciencia. La realidad

Bien mirado, no es la existencia de dos sistemas cerca del extremo motor del aparato, sino la de dos procesos o modos de la derivación de la excitación, lo que ha quedado explicado con las especulaciones psicológicas del apartado que precede. Pero esto no nos conturba en absoluto, pues debemos hallarnos dispuestos a prescindir de nuestras representaciones auxiliares en cuanto creamos haber llegado a una posibilidad de sustituirlas por otra cosa más aproximada a la realidad desconocida. Intentaremos ahora rectificar algunas opiniones que pudieron ser equivocadamente interpretadas mientras tuvimos ante la vista los dos sistemas, como dos localidades dentro del aparato psíquico. Cuando decimos que una idea inconsciente aspira a una traducción a lo preconsciente, para después emerger en la conciencia, no queremos decir que deba ser formada una segunda idea en un nuevo lugar.

Asimismo queremos también separar cuidadosamente de la emergencia en la conciencia toda idea de un cambio de localidad. Cuando decimos que una idea preconsciente queda reprimida y acogida después por lo inconsciente, podían incitarnos estas imágenes a creer que realmente queda disuelta en una de las dos localidades psíquicas una ordenación y sustituida por otra nueva en la otra localidad.

En lugar de esto, diremos ahora, en forma que corresponde mejor al verdadero estado de cosas, que una carga de energía es transferida o retirada de una ordenación determinada, de manera que el producto psíquico queda situado bajo el dominio de una instancia o sustraído al mismo.

Sustituimos aquí, nuevamente, una representación tópica por una representación dinámica; lo que nos aparece dotado de movimiento no es el producto psíquico, sino su inervación.

Sin embargo, creo adecuado y justificado continuar empleando la representación plástica de los sistemas.

Evitaremos todo abuso de esta forma de exposición recordando que las representaciones, las ideas y los productos psíquicos en general no deben ser localizados en elementos orgánicos del sistema nervioso, sino, por decirlo así, entre ellos. Todo aquello que puede devenir objeto de nuestra percepción interior, es virtual, como la imagen producida por la entrada de los rayos luminosos en el anteojo. Los sistemas, que no son en sí nada psíquicos y no resultan nunca accesibles a nuestra percepción psíquica, pueden ser comparados a las lentes del anteojo, las cuales proyectan la imagen. Continuando esta comparación, correspondería la censura situada entre dos sistemas a la refracción de los rayos al pasar a un medio nuevo. Hasta ahora hemos hecho psicología por nuestra propia cuenta; pero es ya tiempo de que volvamos nuestros ojos a las opiniones teóricas de la psicología actual para compararlas con nuestros resultados.

El problema de lo inconsciente en la psicología es, según las rotundas palabras de Lipps, menos un problema psicológico que el problema de la psicología.

Mientras que la psicología se limitabaa resolver este problema con la explicación de que lo psíquico era precisamente lo consciente, y que la expresión «procesos psíquicos inconscientes» constituía un contrasentido palpable, quedaba excluido todo aprovechamiento psicológico de las observaciones que el médico podía efectuar en los estados anímicos anormales.

El médico y el filósofo sólo se encuentran cuando reconocen ambos que los procesos psíquicos inconscientes constituyen la expresión adecuada y perfectamente justificada de un hecho incontrovertible.

El médico no puede sino rechazar con un encogimiento de hombros la afirmación de que la conciencia es el carácter imprescindible de lo psíquico, o si su respeto a las manifestaciones de los filósofos es aún lo bastante fuerte, suponer que no tratan el mismo objeto ni ejercen la misma ciencia. Pero también una sola observación, comprensiva de la vida anímica de un neurótico, o un solo análisis onírico, tienen que imponerle la convicción indestructible de que los procesos intelectuales más complicados y correctos, a los que no es posible negar el nombre de procesos psíquicos, pueden desarrollarse sin intervención de la conciencia del individuo.

El médico no advierte, ciertamente, estos procesos inconscientes hasta que los mismos han ejercido un efecto susceptible de comunicaciones o de observación sobre la conciencia; pero este efecto de conciencia puede mostrar un carácter psíquico completamente distinto del proceso preconsciente, de manera que la percepción interior no pueda reconocer en él una sustitución del mismo.

El médico tiene que reservarse el derecho de penetrar inductivamente desde el efecto de la conciencia hasta el proceso psíquico inconsciente. Obrando así descubrirá que el efecto de conciencia no es más que un lejano efecto psíquico del proceso inconsciente y que este último no ha devenido consciente como tal, habiendo existido y actuado sin delatarse en modo alguno a la conciencia. Para llegar a un exacto conocimiento del proceso psíquico es condición imprescindible dar a la conciencia su verdadero valor, tan distinto del que ha venido atribuyéndosele con exageración manifiesta.

En lo inconsciente tenemos que ver, como afirma Lipps, la base general de la vida psíquica. Lo inconsciente es el círculo más amplio en el que se halla inscrito el de lo consciente. Todo lo consciente tiene un grado preliminar inconsciente, mientras que lo inconsciente puede permanecer en este grado y aspirar, sin embargo, al valor completo de una función psíquica. Lo inconsciente es lo psíquico verdaderamente real: su naturaleza interna nos es tan desconocida como la realidad del mundo exterior y nos es dado por el testimonio de nuestra conciencia tan incompletamente como el mundo exterior por el de nuestros órganos sensoriales.

Una vez que la antigua antítesis de vida consciente y vida onírica ha quedado despojada de toda significación por el reconocimiento del verdadero valor de lo psíquico inconsciente, desaparece toda una serie de problemas oníricos que preocuparon intensamente a los investigadores anteriores.

Así, muchas funciones cuyo desarrollo en el sueño resultaba desconcertante, no deben ser ya atribuidas a este fenómeno, sino a la actividad diurna del pensamiento inconsciente. Cuando Scherner nos descubre en el sueño una representación simbólica del cuerpo, sabemos que se trata del rendimiento de determinadas fantasías inconscientes, que obedecen, probablemente, a impulsos sexuales y que no se manifiestan únicamente en él, sino también en las fobias histéricas y en otros síntomas.

Cuando el sueño continúa labores intelectuales diurnas, solucionándolas e incluso extrayendo a la luz ocurrencias valiosísimas, hemos de ver en dichas labores un rendimiento de las mismas fuerzas que las realizan durante la vigilia. Lo único que corresponderá a la elaboración onírica y podrá ser considerado como una intervención de oscuros poderes de los más profundos estratos del alma será el disfraz de sueño con el que la función intelectual se nos presenta.

Nos inclinamos asimismo a una exagerada estimación del carácter consciente de la producción intelectual y artística. Por las comunicaciones de algunos hombres altamente productivos, como Goethe y Helmholtz, sabemos que lo más importante y original de sus creaciones surgió en ellos en forma de ocurrencia espontánea, siendo percibido casi siempre como una totalidad perfecta y terminada.

El auxilio de la actividad consciente tiene el privilegio de encubrir a todas las que simultáneamente actúan. No merece la pena plantearnos el examen de la significación histórica de los sueños como un tema especial.

Aquellos casos en que un guerrero fue impelido por un sueño a acometer una osada empresa cuyo resultado transformó la Historia, no constituyen un nuevo problema, sino mientras que consideramos al sueño como un poder ajeno a las demás fuerzas anímicas que nos son más familiares y no como una forma expresiva de impulsos coartados durante el día por una resistencia y reforzados nocturnamente por excitaciones emanadas de fuentes más profundas.

El respeto que el sueño mereció a los pueblos antiguos se hallaba fundado en una exacta estimación psicológica de lo indestructible e indomable existente en el alma humana; esto es, de lo demoníaco, dado en nuestro inconsciente y reproducido por el sueño. No sin intención digo nuestro inconsciente, pues aquello que con este nombre designamos no coincide con lo inconsciente de los filósofos ni tampoco con lo inconsciente de Lipps. Los filósofos lo consideran únicamente como la antítesis de lo consciente, y la teoría de que, además de los procesos conscientes, hay también procesos inconscientes, es una de las que más empeñadas discusiones han provocado.

Lipps

nos muestra un principio de mayor alcance, afirmando que todo lo psíquico se encuentra dado inconscientemente y algo de ello también conscientemente. Pero no es para demostrar este principio por lo que hemos estudiado los fenómenos del sueño y de la formación de los síntomas histéricos. La observación de la vida diurna normal es suficiente para protegerlo contra toda duda. Los nuevos conocimientos que nos ha procurado el análisis de los productos psicopatológicos y, entre ellos, el del sueño, consisten en que lo inconsciente -esto es, lo psíquico- aparece como función de dos síntomas separados y surge ya así en la vida anímica normal. Hay, pues, dos clases de inconsciente, diferenciación que no ha sido realizada aún por los psicólogos.

Ambas caen dentro de lo que la psicología considera como lo inconsciente, pero desde nuestro punto de vista, es una de ellas, la que hemos denominado Inc., incapaz de conciencia, mientras que la otra, o sea el Prec., ha recibido de nosotros este nombre porque sus excitaciones pueden llegar a la conciencia, aunque también adaptándose a determinadas reglas y quizá después de vencer una nueva censura, pero de todos modos sin relación ninguna con el sistema Inc.

El hecho de que para llegar a la conciencia tengan que pasar las excitaciones por una sucesión invariable; esto es, por una serie de instancias, hecho que nos fue revelado por las transformaciones que la censura les impone, nos sirvió para establecer una comparación especial. Describimos las relaciones de ambos sistemas entre sí y con la conciencia, diciendo que el sistema Prec. aparecía como una pantalla entre el sistema Inc. y la conciencia.

El sistema Prec. no sólo cerraba el acceso a la conciencia, sino que dominaba también el acceso a la motilidad voluntaria y disponía de la emisión de una carga de energía psíquica móvil, de la que no es familiar una parte a título de atención. También debemos mantenernos alejados de la diferenciación de conciencia superior y subconciencia, tan gustada por la moderna literatura de la psiconeurosis, pues parece acentuar la equivalencia de lo psíquico y lo consciente. ¿Qué misión queda, pues, en nuestra representación, a la conciencia, antes omnipotente y que todo lo encubría? Sencillamente la de un órgano sensorial para la percepción de cualidades psíquicas.

Según la idea fundamental de nuestro esquema, no podemos considerar la percepción por la conciencia más que como la función propia de un sistema especial, al que designaremos como sistema

Este sistema nos lo representamos compuesto por caracteres mecánicos, análogamente al sistema de percepción P; esto es, excitable por cualidades e incapaz de conservar la huella de las modificaciones, o sea carente de memoria.

El aparato psíquico, que se halla orientado hacia el mundo exterior con el órgano sensorial de los sistemas P, es, a su vez, mundo exterior para el órgano sensorial de los sistemas cuya justificación teleológica reposa en esta circunstancia.

El principio de la serie de instancias, que parece dominar la estructura del aparato, nos sale aquí nuevamente al encuentro.

El material de excitaciones afluye al órgano sensorial desde dos partes diferentes; esto es, desde el sistema P, cuya excitación condicionada por cualidades pasa probablemente por una nueva elaboración hasta que se convierte en sensación consciente, y desde el interior del aparato mismo, cuyos procesos cuantitativos son sentidos como una serie de cualidades de placer y displacer cuando han llegado a ciertas transformaciones.

Los físicos, que han sospechado la posibilidad de formaciones intelectuales correctas y altamente complicadas sin intervención de la conciencia, han considerado luego muy difícil señalar a esta última una misión, pues se les mostraba como un reflejo superfluo del proceso psíquico terminado. La analogía de nuestro sistema con el sistema de las percepciones nos ahorra esta dificultad. Vemos que la percepción por nuestros órganos sensoriales trae consigo la consecuencia de dirigir una carga de energía por los caminos por los que se difunde la excitación sensorial afluyente. La excitación cualitativa del sistema P sirve para regular el curso de la cantidad móvil en el aparato psíquico.

Esta misma misión puede ser atribuida al órgano sensorial del sistema.

Al percibir nuevas cualidades rinde una nueva aportación a la dirección y distribución de las cargas móviles de energía. Por medio de la percepción de placer y displacer influye sobre el curso de las cargas dentro del aparato psíquico, que fuera de esto se mantiene inconsciente y labora por medio de desplazamientos de cantidad.

Es verosímil que el principio del displacer regule inicialmente los desplazamientos de la carga de un modo automático, pero es muy posible que la conciencia lleve a cabo una segunda regulación más sutil de estas cualidades, regulación que puede incluso oponerse a la primera y que completa y perfecciona la capacidad funcional del aparato, modificando su disposición primitiva para permitirle someter a la carga de energía psíquica y a la elaboración aquello que se halla enlazado con desarrollos de displacer. La psicología de la neurosis nos enseña que esta regulación por la excitación cualitativa del órgano sensorial desempeña un importantísimo papel en la actividad funcional del aparato.

El dominio automático del principio primario de displacer y la subsiguiente limitación de la capacidad funcional quedan suprimidos por las regulaciones sensibles, las cuales son nuevamente, de por sí, automatismos. Vemos que la represión adecuada al principio termina en una renuncia perjudicial a la coerción y al dominio anímico, recayendo mucho más fácilmente sobre los recuerdos que sobre las percepciones, pues los primeros carecen del incremento de carga provocado por la excitación del órgano sensorial psíquico. Las ideas rechazables no se hacen conscientes unas veces por haber sucumbido a la represión; pero otras pueden no hallarse reprimidas, sino haber sido sustraídas a la conciencia por otras causas.

Estos son los indicios de que la terapia se sirve para solucionar las represiones.

El valor de la sobrecarga provocada por la influencia reguladora del órgano sensorial sobre la cantidad móvil queda representado en una conexión teleológica por la creación de nuevas series de cualidades y con ello de una nueva regulación, que pertenece, quizá, a las prerrogativas concedidas al hombre sobre los animales. Los procesos intelectuales carecen en sí de calidad, salvo en lo que respecta a las excitaciones placientes y displacientes concomitantes, que deben ser mantenidas a raya, como posibles perturbaciones del pensamiento. Para prestarles una cualidad quedan asociados en el hombre con recuerdos verbales, cuyos restos cualitativos bastan para atraer sobre ellas la atención de la conciencia.

La diversidad de los problemas de la conciencia se nos muestra en su totalidad en el análisis de los procesos mentales histéricos.

Experimentamos entonces la impresión de que también el paso de lo preconsciente a la carga de la conciencia se halla ligado a una censura análoga a la existente entre Inc. y Prec. También esta censura comienza a partir de cierto límite cuantitativo, quedando sustraídos a ella los productos mentales poco intensos. Todos los casos posibles de inaccesibilidad a la conciencia, así como los de penetración a la misma bajo ciertas restricciones, aparecen reunidos en el cuadro de los fenómenos psiconeuróticos, y todos estos fenómenos indican la íntima y recíproca conexiónexistente entre la censura y la conciencia. Con la comunicación de dos casos de este género daremos por terminadas estas especulaciones psicológicas.

En una ocasión fuí llamado a consulta para examinar a una muchacha de aspecto inteligente y decidido. Su toilette me llamó inmediatamente la atención, pues contra todas las costumbres femeninas, llevaba colgando una media y desabrochados los botones de la blusa.

Se quejaba de dolores en una pierna, y sin que yo le hiciera indicación alguna, se quitó la media y me mostró la pantorrilla.

Su queja principal es la siguiente, que reproduzco aquí con sus mismas palabras: siente como si tuviera dentro del vientre algo que se moviera de aquí para allá, sensación que le produce profundas emociones.

A veces es como si todo su cuerpo se pusiera rígido. Al oir estas palabras, el colega que me había llamado a consulta me miró significativamente. No eran, en efecto, nada equívocas. Lo extraño es que la madre de la sujeto no sospechase su sentido, a pesar de que debía de haberse hallado repetidamente en la situación que con ellas describía su hija.

Esta no tiene idea ninguna del alcance de sus palabras, pues si la tuviera no las pronunciaría. Se ha conseguido, por tanto, en este caso cegar de tal manera a la censura, que una fantasía que permanece generalmente en lo preconsciente ha sido acogida en la conciencia bajo el disfraz de una queja y como absolutamente inocente.

Otro ejemplo. Comienzo el tratamiento psicoanalítico de un niño de catorce años que padece de «tic» convulsivo, vómitos histéricos, dolores de cabeza, etcétera, etc.

Asegurándole que cerrando los ojos vería imágenes o se le ocurrirían cosas que debería comunicarme, el paciente me responde en imágenes. La última impresión recibida por él antes de venir a verme vive visualmente en su recuerdo. Había estado jugando a las damas con su tío y ve ahora el tablero ante sí. Discute y me explica determinadas posiciones que son favorables o desfavorables y ciertas jugadas que no deben hacerse. Después ve sobre el tablero un puñal,

que no es de su tío, sino de su padre, pero que traslada a casa de su tío, colocándolo sobre el tablero. Luego aparece en el mismo lugar una hoz y luego una guadaña, acabando por componerse la imagen de un viejo labrador que siega la hierba. Después de algunos días llegué a la comprensión de esta yuxtaposición de imágenes.

El niño vive en medio de circunstancias familiares que le han excitado: un padre colérico y severo, en perpetua guerra con la madre y cuyo único medio educativo era una constante amenaza; la separación de los cónyuges y el alejamiento de la madre, cariñosa y débil, y el nuevo matrimonio del padre, que apareció una tarde en su casa con una mujer joven y dijo al niño que aquella era su nueva mamá. Pocos días después de este suceso fue cuando el niño comenzó a enfermar.

Su cólera retenida con el padre es lo que ha reunido las imágenes referidas en alusiones fácilmente comprensibles.

El material ha sido proporcionado por una reminiscencia de la mitología. La hoz es el arma con que Zeus castró a su padre, y la guadaña y la imagen del segador describen a Cronos, el violento anciano que devora a sus hijos, y del que Zeus toma una venganza tan poco infantil.

El matrimonio del padre constituyó una ocasión para devolver los reproches y amenazas que el niño hubo de oír en una ocasión en que fue sorprendido jugando con sus genitales (el tablero, las jugadas prohibidas, el puñal con el que se puede matar).

En este caso se introducen furtivamente en la conciencia, fingiéndose imágenes aparentemente faltas de sentido, recuerdos ha largo tiempo reprimidos, cuyas ramificaciones han permanecido inconscientes.

Así, pues, el valor teórico del estudio de los sucesos consistiría en sus aportaciones al conocimiento psicológico y en una preparación a la comprensión de la psiconeurosis.

¿Quién puede sospechar hasta dónde puede elevarse aún y qué importancia puede adquirir un conocimiento fundamental de la estructura y las funciones del aparato anímico, cuando ya el estado actual de nuestro conocimiento permite ejercer una influencia terapéutica sobre las formas curables de psiconeurosis?

¡Cuál puede ser ahora me oigo preguntar el valor práctico de estos estudios para el conocimiento del alma y el descubrimiento de las cualidades ocultas del carácter individual? Estos impulsos inconscientes que el sueño revela, ¿no tienen, quizá, el valor de poderes reales en la vida anímica? ¿Qué importancia ética hemos de dar a los deseos reprimidos, que así como crean sueños, pueden crear algún día otros productos? No me creo autorizado para contestar a estas preguntas.

Mis pensamientos no han perseguido más allá esta faceta del problema del sueño. Opino únicamente que aquel emperador romano que hizo ejecutar a uno de sus súbditos por haber éste soñado que le asesinaba, no estaba en lo cierto.

Debía haberse preocupado antes de lo que el sueño significaba, pues muy probablemente no era aquello que su contenido manifiesto revelaba, y aun cuando un sueño distinto hubiese tenido esta significación criminal, hubiera debido pensar en las palabras de Platón, de que el hombre virtuoso se contenta con soñar lo que el perverso realiza en la vida.

Por tanto, creo que debemos absolver al sueño. No puedo decir en pocas palabras si hemos de reconocer realidad a los deseos inconscientes y en qué sentido. Desde luego, habremos de negársela a todas las ideas de transición o de mediación. Una vez que hemos conducido a los deseos inconscientes a su última y más verdadera expresión, vemos que la realidad psíquica es una forma especial de existencia que no debe ser confundida con la realidad material. Parece entonces injustificado que los hombres se resistan a aceptar la responsabilidad de la inmoralidad de sus sueños.

El estudio del funcionamiento del aparato anímico y el conocimiento de la relación entre lo consciente y lo inconsciente hacen desaparecer aquello que nuestros sueños presentan contrario a la moral. «Al buscar ahora en la conciencia las relaciones que el sueño mostraba con el presente (la realidad), no deberemos extrañarnos si lo que creímos un monstruo al verlo con el cristal de aumento del análisis, se nos muestra ser un infusorio» (H. Sachs).

Para la necesidad práctica de la estimación del carácter del hombre bastan en la mayoría de los casos, sus manifestaciones conscientes.

Ante todo, hemos de colocar en primer término el hecho de que muchos impulsos que han penetrado en la conciencia son suprimidos por poderes reales en la vida anímica antes de su llegada al acto.

Si alguna vez no encuentran obstáculo psíquico ninguno en su camino es porque lo inconsciente está seguro de que serán estorbados en otro lugar. De todos modos, siempre es muy instructivo ver el removido suelo sobre el que se alzan, orgullosas, nuestras virtudes. La complicación dinámica de un carácter humano no resulta ya explicable por medio de una simple alternativa, como lo quería nuestra vieja teoría moral.

¿Y el valor del sueño para el conocimiento del porvenir? En esto no hay, naturalmente, que pensar. Por gustosos que saludemos, como investigadores modestos y exentos de prejuicios, la tendencia a incluir los fenómenos ocultos en el círculo de la investigación científica, mantenemos nuestra convicción de que dichos estudios no llegarán nunca a procurarnos ni la demostración de una segunda existencia en el más allá ni el conocimiento del porvenir. Diríamos, en cambio, que el sueño nos revela el pasado, pues procede de él en todos sentidos.

Sin embargo, la antigua creencia de que el sueño nos muestra el porvenir no carece por completo de verdad. Representándonos un deseo como realizado, nos lleva realmente al porvenir; pero este porvenir que el soñador toma como presente está formado por el deseo indestructible conforme al modelo de dicho pasado.

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