Planeta Freud

020. 07. Psicopatología de la vida cotidiana – 1900-1901 [1901]

Posted on: agosto 3, 2009

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Actos sintomáticos y casuales

Los actos que hasta ahora hemos descrito y reconocido como ejecuciones de intenciones inconscientes se manifestaban como perturbaciones de otros actos intencionados y se ocultaban bajo la excusa de la torpeza. Los actos casuales de los cuales vamos a tratar ahora no se diferencian de los actos de término erróneo más que en que desprecian apoyarse en una intención consciente y, por tanto, no necesitan excusa ni pretexto alguno para manifestarse.

Surgen con una absoluta independencia y son aceptados, naturalmente, porque no se sospecha de ellos finalidad ni intención alguna.

Se ejecutan estos actos «sin idea ninguna», por «pura casualidad» o por «entretener en algo las manos», y se confía en que tales explicaciones bastarán a aquel que quiera investigar su significación. Para poder gozar de esta situación excepcional tienen que llenar estos actos, que no requieren ya la torpeza como excusa, determinadas condiciones. Deben, pues, pasar inadvertidos; esto es, no despertar extrañeza ninguna y producir efectos insignificantes.

Tanto en mí mismo como en otras personas he observado un buen número de estos actos casuales, y después de examinar con todo cuidado cada una de las observaciones por mí reunidas, opino que pueden denominarse más propiamente actos sintomáticos, pues expresan algo que ni el mismo actor sospecha que exista en ellos, y que regularmente no habría de comunicar a los demás, sino, por el contrario, reservaría para sí mismo.

Así, pues, estos actos, al igual que todos los otros fenómenos de que hasta ahora hemos tratado, desempeñan el papel de síntomas.

En el tratamiento psicoanalítico de los neuróticos es donde se puede observar mayor número de tales actos, sintomáticos o casuales.

Expondré aquí dos ejemplos de dicha procedencia, en los cuales se ve cuán lejana y sutilmente es regida por pensamientos inconscientes la determinación de estos actos tan poco llamativos. La línea de demarcación entre los actos sintomáticos y los de término erróneo es tan indefinida, que los ejemplos que siguen podrían lo mismo haber sido incluidos en el capítulo anterior.

1) Una casada joven me relató durante una sesión del tratamiento psicoanalítico, en la cual debía ir diciendo con libertad todo lo que fuera acudiendo a su mente, que el día anterior, al arreglarse las uñas, «se había herido en la carne al querer empujar la cutícula de una uña para hacerla desaparecer en la raíz de la misma».

Este hecho es tan poco interesante, que asombra que la sujeto lo recuerde y lo mencione, induciendo por lo mismo a sospechar se trate de un acto sintomático.

El dedo que sufrió el pequeñísimo accidente fue el anular, dedo en el cual se acostumbraba llevar el anillo del matrimonio, y, además, ello sucedió en el día aniversario de la boda de mi cliente, lo cual da la herida de la fina cutícula una significación bien definida y fácil de adivinar.

Al mismo tiempo me relató también la paciente un sueño que había tenido y que aludía a la torpeza de su marido y a su propia anestesia como mujer.

Mas ¿por qué fue en el anular de la mano izquierda en el que se hirió, siendo en el de la derecha donde se lleva el anillo de matrimonio? Su marido era doctor en Derecho, y siendo ella muchacha había sentido un secreto amor hacia un médico al que se sobrenombraba en broma «Doctor en Izquierdo». También el término «matrimonio de la mano izquierda» tiene una determinada significación.

2) Una joven soltera me dijo en una ocasión lo siguiente: «Ayer he roto, sin querer, en dos pedazos un billete de cien florines y he dado una de las dos mitades a una señora que había venido a visitarme. ¿Será esto también un acto sintomático?»

Examinando el caso aparecieron los siguientes detalles: la interesada dedicaba una parte de su tiempo y de su fortuna a obras benéficas. Una de éstas era que, en unión de otra señora, sufragaba los gastos de la educación de un huérfano. Los cien florines eran la cantidad que dicha otra señora le había enviado para tal objeto, y que ella había metido en un sobre y dejado provisionalmente encima del escritorio.

La visitante, una distinguida dama que colaboraba con ella en otras obras caritativas, había ido a pedirle una lista de nombres de personas de las que se podían solicitar apoyo para tales asuntos. No teniendo otro papel a mano, cogió mi paciente el sobre que estaba encima del escritorio y, sin reflexionar en lo que contenía, lo rompió en dos pedazos, de los cuales dio uno a su amiga con la lista de nombres pedida y conservó el otro con un duplicado de dicha lista. Obsérvese la absoluta inocencia de este inútil manejo.

Sabido es que un billete no sufre ninguna minoración en su valor cuando se rompe, siempre que pueda reconstituirse por entero con los pedazos, y no cabía duda de que la señora no tiraría el trozo de sobre, dada la importancia que para ella tenían los nombres en él consignados, ni tampoco cuando descubriera el medio billete se apresuraría a devolverlo.

Pero entonces, ¿qué pensamientos inconscientes habían sido los que habían encontrado su expresión en este acto casual, hecho posible por un olvido? La dama visitante estaba en una bien definida relación con la cura que yo realizaba de la enfermedad que su joven amiga padecía, pues había sido la que me había recomendado como médico a la paciente, la cual, si no me equivoco, se halla muy agradecida a la señora por tal indicación. ¿Debería acaso representar aquel medio billete un pago por su mediación? Esto seguiría siendo aún muy extraño.

Mas a lo anterior se añadió nuevo material. Un día antes había preguntado una mediadora de un género completamente distinto, a un pariente de la joven, si ésta quería conocer a cierto caballero, y a la mañana siguiente, pocas horas antes de la visita de la señora, había llegado una carta de declaración del referido pretendiente, carta que había producido gran regocijo.

Cuando la visitante comenzó después la conversación, preguntando por su estado de salud a mi paciente, pudo ésta muy bien haber pensado:

«Tú me recomendaste el médico que me convenía; pero si ahora, y con igual acierto, me ayudases a hallar un marido (y un hijo), te estaría aún más reconocida.»

Este pensamiento reprimido hizo que se confundieran, en una sola, las dos mediadoras, y la joven alargó a la visitante los honorarios que en su fantasía estaba dispuesta a dar a la otra. Teniendo en cuenta que la tarde anterior había yo hablado a mi paciente de los actos casuales o sintomáticos, se nos mostrará la solución antedicha como la única posible, pues habremos de suponer que la joven aprovechó la primera ocasión que hubo de presentársele para cometer uno de tales actos.

Puede intentarse formar una agrupación de estos actos casuales y sintomáticos, tan extraordinariamente frecuentes, atendiendo a su manera de manifestarse y según sean habituales, regulares en determinadas circunstancias o aislados. Los primeros (como el juguetear con la cadena del reloj, mesarse la barba, etc.), que pueden considerarse como una característica de las personas que lo llevan a cabo, están próximos a los numerosos movimientos llamados «tics», y deben ser tratados en unión de ellos.

En el segundo grupo coloco el juguetear con el bastón, trazar garabatos con un lápiz que se tiene en la mano, hacer resonar las monedas en los bolsillos, fabricar bolitas de miga de pan u otras materias plásticas y los mil y un arreglos del propio vestido.

Tales jugueteos, cuando se manifiestan durante el tratamiento psíquico, ocultan, por lo regular,

un sentido y una significación a los que todo otro medio de expresión ha sido negado.

En general, la persona que ejecuta estos actos no se da la menor cuenta de ellos, ni de cuándo continúa ejecutándolos en la misma forma que siempre y cuándo introduce en ellos alguna modificación. Tampoco ve ni oye sus efectos (por ejemplo, el ruido que producen las monedas al ser revueltas por su mano dentro del bolsillo), y se asombra cuando se le llama la atención sobre ellos.

Igualmente significativos y dignos de la atención del médico son todos aquellos arreglos o modificaciones que, sin causa que los justifiquen, suelen hacer en los vestidos. Todo cambio en la acostumbrada manera de vestir, toda pequeña negligencia (por ejemplo, un botón sin abrochar) y todo principio de desnudez quieren expresar algo que el propietario del traje no desea decir directamente y de lo que, siendo inconsciente de ello, no sabría, en la mayoríade los casos, decir nada.

Las circunstancias que rodean la aparición de estos actos casuales, los temas recientemente tratados en la conversación y las ideas que emergen en la mente del sujeto cuando se dirige su atención sobre ellos, proporcionan siempre datos suficientes, tanto para interpretarlos como para comprobar si la interpretación ha sido o no acertada. Por esta razón no apoyaré aquí, como de costumbre, mis afirmaciones con la exposición de ejemplos y de sus análisis correspondientes.

Menciono, de todos modos, estos actos, porque opino que en los individuos sanos poseen igual significación que en mis pacientes neuróticos.

No puedo, sin embargo, renunciar a mostrar, por lo menos con un solo ejemplo, cuán estrechamente ligado puede estar un acto simbólico habitual con lo más íntimo e importante de la vida de un individuo sano.

«Como nos ha enseñado el profesor Freud, el simbolismo desempeña en la vida infantil del individuo normal un papel más importante de lo que anteriores experiencias psicoanalíticas nos habían hecho esperar.

A este respecto, posee el corto análisis siguiente un cierto interés, sobre todo por sus caracteres médicos: Un médico encontró, al arreglar sus muebles y objetos en una nueva casa a la que se había trasladado, un estetoscopio recto de madera. Después de reflexionar un momento sobre dónde habría de colocarlo, se vió impelido a dejarlo a un lado de su mesa de trabajo y precisamente de manera que quedase entre su silla y aquella en la que acostumbraba hacer sentarse a sus pacientes.

Este acto era ya en sí algo extraño, por dos razones: primeramente, dicho médico no necesitaba para nada un estetoscopio (era un neurólogo), y las pocas veces que tenía que emplear tal aparato no utilizaba aquel que había dejado sobre la mesa, sino otro doble; esto es, para ambos oídos.

En segundo lugar, tenía todos sus instrumentos profesionales metidos en armarios ex profeso y aquél era el único que había dejado fuera. No pensaba ya en esta cuestión, cuando un día una paciente que no había visto jamás un estetoscopio recto le preguntó qué era aquello.

El se lo dijo, y entonces ella preguntó de nuevo por qué razón lo había colocado precisamente en aquel sitio a lo cual contestó el médico en el acto que lo mismo le daba que el estetoscopio estuviese allí o en cualquier otro lado.

Sin embargo, esto le hizo pensar si en el fondo de su acto no existiría un motivo inconsciente, ysiéndole conocido el método psicoanalítico, decidió investigar la cuestión.

El primer recuerdo que acudió a su memoria fue el de que siendo estudiante de Medicina le había chocado la costumbre observada por un médico del hospital de llevar siempre en la mano su estetoscopio recto, que jamás utilizaba, mientras hacía la visita a los enfermos de su sala.

En aquella época había admirado mucho a dicho médico y le había profesado gran afecto.

Más tarde, cuando llegó a ser interno en el hospital, adoptó también igual costumbre, y se hubiera sentido a disgusto si por olvido hubiera salido de su cuarto, para pasar la visita, sin llevar en la mano el preciado instrumento. La inutilidad de tal costumbre se mostraba no sólo en el hecho de que el único estetoscopio de que se servía siempre era otro doble, que llevaba en el bolsillo, sino también en que no la interrumpió cuando estuvo practicando en la sala de Cirugía, en la que para nada tenía que usar dicho aparato.

La importancia de estas observaciones queda fijada y explicada en cuanto se descubre la naturaleza fálica de este acto simbóIico.

El recuerdo siguiente fue el de que siendo niño le había llamado la atención la costumbre del médico de su familia de llevar un estetoscopio recto en el interior de su sombrero.

Encontraba entonces interesante que el doctor tuviera siempre a mano su instrumento principal cuando iba a visitar a sus pacientes y que no necesitara más que despojarse del sombrero (esto es, de una parte de su vestimenta) y «sacarlo».

Durante su niñez había cobrado extraordinario afecto a este médico, y por medio de un corto autoanálisis descubrió que teniendo tres años y medio había construido una fantasía relativa al nacimiento de una hermanita y consistente en imaginar, primero, que la niña era suya y de su madre, y después, del médico y suya.

Así, pues, en esta fantasía desempeñaba él, indistintamente, el papel masculino o el femenino. Recordó también que teniendo seis años había sido examinado por el referido médico y había experimentado una sensación de voluptuosidad al sentir próxima la cabeza del doctor que le apretaba el estetoscopio contra el pecho mientras él respiraba con un rítmico movimiento de vaivén.

A los tres años había padecido una enfermedad crónica del pecho, y tuvo que ser examinado repetidas veces, aunque esto ya no lo recordaba con precisión.

Posteriormente, teniendo ya ocho años, le impresionó mucho la confidencia que le hizo otro muchacho de más edad de que el médico tenía la costumbre de acostarse con sus pacientes del sexo femenino. Realmente, existía fundamento para este rumor, y lo cierto es que todas las señoras de la vecindad, incluso su propia madre, veían con gran simpatía al joven y elegante doctor.

También el médico del ejemplo presente había deseado sexualmente en varias ocasiones a enfermas a las que prestaba su asistencia, se había enamorado de clientes suyas y, por último, había contraído matrimonio con una de éstas.

Es apenas dudoso que su identificación inconsciente con el tal doctor fuese la razón principal que le inclinó a dedicarse a la Medicina. Por otros análisis cabe afirmar que éste es, con seguridad, el motivo más frecuente de las vocaciones (aunque es difícil determinar con qué frecuencia).

En el caso actual está condicionado doblemente. Primero, por la superioridad en varias ocasiones demostrada del médico sobre el padre del sujeto, del que éste sentía grandes celos, y en segundo lugar, por el conocimiento que el médico poseía de cosas prohibidas y las ocasiones de satisfacción sexual que se le presentaban.

Después apareció en el análisis el recuerdo de un sueño del que ya hemos tratado por extenso

en otro lado , sueño de clara naturaleza homosexual-masoquista, en el cual un hombre, figura sustitutiva del médico, atacaba al soñador con una «espada».

Esta le recordó una parte de la saga nibelúngica en la que Sigurd coloca su espada desnuda entre él y la dormida Brunilda. Igual situación aparece en la saga de Arthus, también conocida por el sujeto de este ejemplo.

Aquí se aclara ya el sentido del acto sintomático.

El médico había colocado el estetoscopio sencillo entre él y sus pacientes femeninas, al igual que Sigurd su espada entre él y la mujer a la que no debía tocar.

El acto era una formación transaccional; esto es, obedecía a dos impulsos: ceder en su imaginación al deseo reprimido de entrar en relación sexual con alguna bella paciente y recordarle, al mismo tiempo, que este deseo no podía realizarse.

Era, para decirlo así, un escudo mágico contra los ataques de la tentación.

Añadiremos que en nuestro médico, siendo niño, hizo gran impresión el pasaje del Richelieu, de lord Lytton, que dice así:

Beneath the rule of men entirely great. The pen is mightier than the sword

y que ha llegado a ser un fecundo escritor y usa para escribir una gran pluma estilográfica.

Al preguntarle yo un día para qué necesitaba una pluma de tal tamaño, me respondió de un modo muy característico:

‘!Tengo tantas cosas que expresar !…’

Este análisis nos indica de nuevo lo mucho que los actos ‘inocentes’ y «sin sentido alguno» nos permiten adentrarnos en los dominios de la vida psíquica y cuán tempranamente se desarrolla en esa vida psíquica la tendencia a la simbolización».

Puedo también relatar, tomándolo de mi experiencia psicoterápica, un caso en el que una mano que jugaba con un migote de pan tuvo toda la elocuencia de una declaración oral.

Mi paciente era un muchacho que no había cumplido aún los trece años y hacía ya dos que padecía una grave histeria. Después de una larga e infructuosa estancia en un establecimiento hidroterápico, decidí someterle al tratamiento psicoanalítico.

Suponía yo que el muchacho había hecho descubrimientos sexuales y que, como correspondía a su edad, se hallaba atormentado por interrogaciones de dicho orden; pero me guardé muy bien de acudir en su ayuda con aclaraciones o explicaciones hasta haber puesto a prueba mi hipótesis. Tenía, pues, gran curiosidad por ver cómo y por qué manifestaciones se revelaba en él lo que yo buscaba.

En esto me llamó un día la atención ver que amasaba algo entre los dedos de su mano derecha, la metía luego con ello en el bolsillo y seguía dentro de él su manejo, para volver luego a sacarla, etcétera.

No le pregunté qué era aquello con que jugaba, pero él mismo me lo mostró abriendo de repente la mano, y vi que era un migote de pan todo sobado y aplastado.

A la sesión siguiente volvió a traer su migote, pero entonces se dedicó mientras conversábamos, a formar con trozos de él unas figuritas que despertaron mi curiosidad y que iba haciendo con increíble rapidez y teniendo cerrados los ojos. Tales figuritas eran, indudablemente, hombrecillos con su cabeza, dos brazos y dos piernas, como los groseros ídolos primitivos; pero tenían además, entre las piernas, un apéndice, al que el muchachito le hacía una larga punta.

Apenas había terminado ésta, volvía a amasar el hombrecillo entre sus dedos. Luego, lo dejó subsistir; mas para ocultar la significación del primer apéndice agregó otro igual en la espalda, y después otro más en diversos sitios. Yo quise demostrarle que le había comprendido, haciéndole imposible al mismo tiempo la excusa de decir que en su actividad creadora no llevaba idea ninguna. Con esta intención le pregunté de repente si se acordaba de la historia de aquel rey romano que dio en su jardín a un enviado de su hijo una respuesta mímica a la consulta que éste le formulaba.

El muchachito no quería acordarse de tal anécdota, a pesar de que tenía que haberla leído hacía poco tiempo y, desde luego, mucho más recientemente que yo.

Me preguntó si era ésta la historia de aquel esclavo emisario al que se le escribió la respuesta sobre el afeitado cráneo. Le dije que no, que ésa era otra anécdota perteneciente a la historia griega, y le relaté aquella a que yo me refería.

El rey Tarquino el Soberbio había inducido a su hijo Sexto a entrar subrepticiamente en una ciudad latina enemiga. Ya en ella, se había Sexto atraído algunos partidarios, y en este punto mandó a su padre un emisario para que le preguntase qué más debía hacer.

El rey no dio al principio respuesta alguna, y llevando al emisario a su jardín, hizo que le repitiese su pregunta y cortó ante él, en silencio, las más altas y bellas flores de adormidera.

El enviado no pudo hacer más que contar a Sexto la escena que había presenciado, y Sexto, comprendiendo a su padre, hizo asesinar a los ciudadanos más distinguidos de la plaza enemiga.

Durante mi relato suspendió el muchachito su manejo con la miga de pan y cuando, al llegar el momento en que el rey lleva al jardín al emisario de su hijo, pronuncié las palabras «cortó en silencio», arrancó con rapidísimo movimiento la cabeza del hombrecillo que conservaba en la mano, demostrando haberme comprendido y darse cuenta de que también yo le había comprendido a él. Podía, pues, interrogarle directamente, y así lo hice, dándole luego las informaciones que deseaba y consiguiendo con ello poner pronto término a su neurosis.

Los actos sintomáticos, que pueden observarse en una casi inagotable abundancia tanto en los individuos sanos como en los enfermos, merecen nuestro interés por más de una razón. Para el médico constituyen inapreciables indicaciones que le marcan su orientación en circunstancias nuevas o desconocidas y el hombre observador verá reveladas por ellos todas las cosas y a veces muchas más de las que deseaba saber.

Aquel que se halle familiarizado con su interpretación se sentirá en muchas ocasiones semejante al rey Salomón, que, según la leyenda oriental, comprendía el lenguaje de los animales. Un día tuve yo que visitar en casa de una señora a un joven, hijo suyo, al que yo desconocía totalmente.

Al encontrarme frente a él me chocó ver en sus pantalones una gran mancha que por sus bordes rígidos y como almidonados reconocí en seguida ser de clara de huevo.

El joven se disculpó, después de un momento de embarazo, diciéndome que por hallarse un poco ronco acababa de tomarse un huevo crudo, cuya resbaladiza albúmina se había vertido sobre su ropa. Para justificar tal afirmación me mostró un plato que había sobre un mueble y que contenía aún una cáscara de huevo. Con esto quedaba explicada la sospechosa mancha; pero cuando la madre nos dejó solos comencé a hablar al joven, dándole las gracias por haber facilitado de tal modo mi diagnóstico, y sin dilación ninguna tomé como materia de nuestro diálogo su confesión de que sufría bajo los efectos perturbadores de la masturbación.

Otra vez fui a visitar a una señora, tan rica como avariciosa y extravagante, que acostumbraba dar al médico el trabajo de buscar su camino a través de un embrollado cúmulo de lamentaciones antes de poder llegar a darse cuenta de los más sencillos fundamentos de su estado.

Al entrar en su casa la hallé sentada delante de una mesita y dedicada a hacer pequeñas pilas de monedas de plata. Cuando me vio, se levantó y tiró al suelo algunas monedas. La ayudé a recogerlas, y luego corté sus acostumbradas lamentaciones con la pregunta:

«¿Le cuesta a usted ahora mucho dinero su hijo político?» La señora me respondió con una irritada negativa; pero poco después se contradijo, relatándome la lamentable historia de la continua excitación en que la tenían las prodigalidades de su yerno. Después no ha vuelto a llamarme. No puedo afirmar que siempre se gane uno amistades entre aquellas personas a las que se comunica la significación de sus actos sintomáticos.

El doctor J. E. G. van Emden (La Haya) comunica el siguiente caso de «confesión involuntaria por medio de un acto fallido»

[Adición de 1919]: «Al pagar mi cuenta en un pequeño restaurante de Berlín me afirmó el camarero que el precio de determinado plato había subido diez céntimos a causa de la guerra, a lo cual objeté que dicha elevación no constaba en la lista de precios.

El camarero me contestó que ello se debía, sin duda, a una omisión, pero que estaba seguro de que lo que había dicho era cierto. Inmediatamente, y al hacerse cargo del

importe de la cuenta, dejó caer por descuido ante mí, y sobre la mesa, una moneda de diez céntimos.

-Ahora es cuando estoy seguro -le dije- que me ha cobrado usted de más. ¿Quiere usted que vaya a comprobarlo a la caja?

-Permítame… Un momento. Y desapareció presuroso. Como es natural, no le impedí aquella retirada, y cuando, dos minutos después, volvió, disculpándose con que había confundido aquel plato con otro le di los diez céntimos discutidos en pago de su contribución a la psicopatología de la vida cotidiana.»

Aquel que se dedique a fijar su atención en la conducta de sus congéneres durante las comidas descubrirá en ellos los más interesantes e instructivos actos sintomáticos.

[Este párrafo y los cuatro ejemplos siguientes son de 1912.]

El doctor Hans Sachs relata lo siguiente:

«En una ocasión me hallé durante la comida en casa de unos parientes míos que llevaban muchos años de matrimonio. La mujer padecía del estómago y tenía que observar un régimen muy severo.

El marido se acababa de servir el asado, y pidió a su mujer, la cual no podía comer de dicho plato, que le alcanzara la mostaza. La señora se dirigió al aparador, lo abrió, y volviendo a la mesa puso ante su marido la botellita de las gotas medicinales que ella tomaba.

Entre el bote en forma de tonel que contenía la mostaza y la pequeña botellita del medicamento no existía la menor semejanza que pudiera explicar el error.

Sin embargo, la mujer no notó su equivocación hasta que su marido, riendo, le llamó la atención sobre ella.

El sentido de este acto sintomático no necesita explicación.» El doctor Bernh, Dattner (Viena) comunica un precioso ejemplo de este género, muy hábilmente investigado por el observador: «Un día me hallaba almorzando en un restaurante con mi colega H., doctor en Filosofía. Hablándome éste de las injusticias que se cometían en los exámenes, indicó de pasada que en la época en que estaba finalizando su carrera había desempeñado el cargo de secretario del embajador y ministro plenipotenciario de Chile. Después -prosiguió- fue trasladado aquel ministro, y yo no me presenté al que vino a sustituirle.

Mientras pronunciaba esta última frase se llevó a la boca un pedazo de pastel con la punta del cuchillo; pero con un movimiento desmañado hizo caer el pedazo al suelo.

Yo advertí en seguida el oculto sentido de aquel acto sintomático, y exclamé, dirigiéndome a mi colega, nada familiarizado con las cuestiones psicoanalíticas: ‘Ahí ha dejado usted perderse un buen bocado.’

Mas él no cayó en que mis palabras podían aplicarse a su acto sintomático, y repitió con vivacidad sorprendente las mismas palabras que yo acababa de pronunciar: ‘Sí; era realmente un buen bocado el que he dejado perderse.’ A continuación se desahogó, relatándome con todo detalle las circunstancias de la torpe conducta, que le había hecho perder un puesto tan bien retribuido.

El sentido de este simbólico acto sintomático queda aclarado teniendo en cuenta que, no siendo yo persona de su intimidad, sentía mi colega cierto escrúpulo en ponerme al corriente de su precaria situación económica, y entonces el pensamiento que le ocupaba, pero que no quería expresar, se disfrazó en un acto sintomático, que expresaba simbólicamente lo que tenía que ser ocultado, desahogando así el sujeto su inconsciente.» Los ejemplos que siguen muestran cuán significativo puede ser el acto de llevarnos sin intención aparente pequeños objetos que no nos pertenecen.

1. Doctor B. Dattner: «Uno de mis colegas fue a hacer su primera visita, después de su matrimonio, a una amiga de su juventud, a la que profesaba gran afecto. Relatándome las circunstancias de esta visita, me expresó su sorpresa por no haber podido cumplir su deliberado propósito de emplear en ella muy pocos momentos.

A continuación me contó un extraño acto fallido que en tal ocasión había ejecutado.

El marido de su amiga, que se hallaba presente, buscó en un momento determinado una caja de cerillas que estaba seguro de haber dejado poco antes sobre la mesa.

Mi colega había también registrado sus bolsillos para ver si por casualidad ‘la había guardado’ en ellos. Por el momento no la encontró, pero algún tiempo después halló, en efecto, que se la había ‘metido’ en un bolsillo, y al sacarla le chocó la circunstancia de que no contenía más que una sola cerilla.

Un sueño que tuvo dos días después, y en cuyo contenido aparecía el simbolismo de la caja en relación con la referida amiga, confirmó mi explicación de que mi colega reclamaba con su acto sintomático sus derechos de prioridad, y quería representar la exclusividad de su posesión (una sola cerilla dentro).»

2. Doctor Hans Sachs: «A nuestra criada le gusta muchísimo un pastel que solemos comer de postre.

Esta referencia es indudable, pues es el único plato que le sale bien, sin excepción alguna, todas las veces que lo prepara. Un domingo, al servírnoslo a la mesa, lo dejó sobre el trinchero, retiró luego los platos y cubiertos del servicio anterior, colocándolos para llevárselos en la bandeja en que había traído el pastel, y a continuación, en vez de poner éste sobre la mesa, lo colocó encima de la pila de platos que en la bandeja llevaba, y salió con todo ello hacia la cocina.

Al principio creímos que había encontrado algo que rectificar en el postre; mas al ver que no volvía, la llamó mi mujer y le pregunto: ‘Betty, ¿qué pasa con el pastel?’ La muchacha contestó sin comprender: ‘¿Cómo?’ Y tuvimos que explicarle que se había llevado el postre sin servirlo. Lo había puesto en la bandeja, trasladado a la cocina y dejado en ella ‘sin darse cuenta’.

Al día siguiente, cuando nos disponíamos a comer lo que del pastel había sobrado la víspera, observó mi mujer que la muchacha había despreciado la parte que de su manjar preferido le correspondía. Preguntada por qué razón no había probado el pastel, respondió con algún embarazo que no había tenido gana.

La actitud infantil de la criada es muy clara en ambas ocasiones. Primero, la pueril glotonería, que no quiere compartir con nadie el objeto de sus deseos, y luego, la reacción despechada, igualmente pueril: ‘Si no me lo dais, podéis guardarlo todo para vosotros.

Ahora ya no lo quiero’.» Los actos casuales o sintomáticos que aparecen en la vida conyugal tienen con frecuencia grave significación y podrían inducir a aquellos que no quieren ocuparse de la psicología de lo inconsciente a creer en los presagios.

[Ad. 1907.]

El que una recién casada pierda, aunque sea para volver a encontrarlo en seguida, su anillo de bodas, será siempre un mal augurio para el porvenir del matrimonio. Conozco a una señora, hoy separada de su marido, que en varias ocasiones firmó documentos relativos a la administración de su fortuna con su nombre de soltera, y esto muchos años antes que la separación le hiciera volver a tener que adoptarlo de nuevo.

Una vez me hallaba yo en casa de un matrimonio recién casado, y la mujer me contó riendo que al día siguiente a su regreso del viaje de novios había ido a buscar a su hermana soltera para salir con ella de compras, como antes de casarse acostumbraba hacerlo, mientras su marido se hallaba ocupado en sus negocios.

De repente había visto venir a un señor por la acera opuesta, y llamando la atención a su hermana, le había dicho: «Mira, ahí va el señor L.», olvidando que tal señor era desde hacía algunas semanas su marido.

Al oír esto sentí un escalofrío; pero por entonces no sospeché que pudiera constituir un dato sobre el porvenir de los cónyuges.

Años después recordé esta pequeña historia cuando supe que el tal matrimonio había tenido un desdichadísimo fin.

3. A. Maeder [Adición de 1910]: De los notables trabajos de Alphonse Maeder (Zurich), publicados en lengua francesa, transcribo la siguiente observación, que también hubiera podido ser incluida entre los «olvidos»:

«Una señora nos contaba recientemente que cuando se fue a casar había olvidado probarse el traje de novia y que no se acordó de que tenía que hacerlo hasta las ocho de la noche anterior a la ceremonia nupcial, cuando la costurera desesperaba ya de que fuera a la prueba.

Este detalle muestra suficientemente que la novia no cifraba mucha felicidad en ponerse el traje de boda y que trataba de olvidar una representación que le resultaba penosa. Hoy en día se halla divorciada». Un amigo mío que ha aprendido a atender a los pequeños signos, me contó que la gran actriz Eleonora Duse introducía en la interpretación de uno de los tipos por ella creados un acto sintomático, lo cual prueba lo por entero que se entregaba a su papel.

Se trataba de un drama de adulterio. La mujer, después de una violenta escena con su marido, se halla sola, abstraída en sus pensamientos, y el seductor no ha llegado todavía.

En este corto intervalo jugaba la Duse con el anillo nupcial que llevaba al dedo, quitándoselo y poniéndoselo. Con este acto revelaba estar pronta a caer en los brazos del otro. [Ad. 1907.]

4. Theodor Reik [Agregado en 1917]: Aquí viene bien lo que Th. Reik comunica sobre otros actos sintomáticos en los que el anillo desempeña un principal papel (Internat. Zeitschrift für Psychoanalyse, II, 1915):

«Conocemos los actos sintomáticos que llevan a cabo las personas casadas quitándose y poniéndose el anillo de matrimonio.

Mi colega M. ejecutó en una ocasión una serie de actos sintomáticos análogos. Una muchacha a quien él quería le había regalado un anillo, diciéndole que no lo perdiera, pues si así sucedía lo consideraría ella como signo de que ya no la amaba.

En la época que siguió a este regalo padeció M. una constante preocupación de no perderlo.

Si, por ejemplo, se lo quitaba para lavarse las manos, lo dejaba casi siempre olvidado, y a veces necesitaba estar buscándolo mucho tiempo para volver a encontrarlo. Cuando echaba alguna carta en un buzón no podía nunca reprimir un ligero miedo de que sus dedos tropezasen contra los bordes de aquél y se cayera dentro la sortija. Una de estas veces obró, en efecto, tan desmañadamente, que el anillo cayó al fondo del buzón. La carta que echaba cuando esto le ocurrió contenía una despedida a una anterior amada suya, hacia la que se sentía culpable.

Al mismo tiempo despertó en él una añoranza de esta mujer, que fue a ponerse en conflicto con su inclinación por el actual objeto de su amor.» En este tema del «anillo» se ve de nuevo cuán difícil es para el psicoanalítico hallar algo nuevo, algo que un poeta no haya sabido antes que él.

En la novela Ante la tormenta, de Fontane, dice el consejero de Justicia Turgany, presenciando un juego de prendas:

«¿Querrán ustedes creer, señoras mías, que en este juego se revelan, al entregar las prendas, los más profundos secretos de la Naturaleza?»

Entre los ejemplos con que ratifica su afirmación hay uno que merece especialmente nuestro interés.

«Recuerdo -dice -que una señora, ya jamona, mujer de un profesor, se quitó varias veces el anillo de boda para darlo como prenda. Háganme ustedes el favor de figurarse la felicidad conyugal que debía de reinar en aquella casa.»

Más adelante continúa diciendo:

«En la misma reunión se hallaba un señor que no se cansaba de depositar su cortaplumas inglesa -diez hojas, sacacorchos y eslabón- en el regazo de la señora encargada de recoger las prendas, hasta que el tal monstruo de diez hojas, después de haber enganchado y desgarrado varios vestidos de seda, tuvo que desaparecer ante un clamor de indignación general.»

5. No ha de extrañarnos que un objeto de tan rica significación simbólica como el anillo sea utilizado en significativos actos fallidos también cuando no tiene el carácter de anillo nupcial o esponsalicio y no representa, por tanto, un lazo erótico.

El doctor M. Kardos ha puesto a mi disposición el siguiente ejemplo de un incidente de esta clase: «Hace varios años que mantengo un ininterrumpido trato con un individuo mucho más joven que yo, el cual participa de mis empeños espirituales y se halla con respecto a mí en relación de discípulo a maestro. Un día le regalé un anillo, que le ha dado ya ocasión de ejecutar varios actos sintomáticos, los cuales han surgido cada vez que en nuestras relaciones ha aparecido alguna circunstancias que ha despertado su disconformidad.

Hace poco me comunicó el siguiente caso, especialmente transparente. Había dejado de venir a verme el día que semanalmente teníamosseñalado para ello, excusándose con un pretexto cualquiera y siendo la verdadera causa una cita que le había dado una muchacha para aquel mismo día.

A la mañana siguiente se dio cuenta, estando ya lejos de su casa, de que no llevaba el anillo que yo le había regalado; pero no se inquietó por ello, suponiendo que lo habría dejado olvidado sobre la mesilla de noche, donde acostumbraba colocarlo al acostarse, y que lo encontraría a su regreso.

Mas al volver a casa vio que tampoco se hallaba el anillo en el sitio indicado, y empezó entonces a buscarlo por todas partes, con igual resultado negativo. Por último, se le ocurrió que como solía dejar todas las noches, desde hacía más de un año, el anillo y una navajita en el mismo lugar, podía haber cogido ambas cosas juntas por la mañana y haberse metido también ‘por distracción’ la sortija en el mismo bolsillo que la navaja.

En efecto, esto era lo que había sucedido. »El anillo en el bolsillo del chaleco es el proverbial manejo de todo hombre que se propone engañar a la mujer que se lo regaló.

El sentido de culpabilidad que surgió en mi discípulo le indujo primero a un autocastigo (‘No eres ya digno de llevar esa sortija’), y en segundo lugar, a la confesión de la pequeña infidelidad cometida, confesión que surgió al relatarme su acto fallido, o sea la pérdida temporal del objeto por mí regalado.» Conozco también el caso de un señor ya de edad madura que se casó con una muchacha muy joven y decidió no salir de viaje en el mismo día, sino pasar la noche de bodas en un hotel de la ciudad.

Apenas llegó a éste, advirtió asustado que no llevaba la billetera, en la que había metido el dinero destinado al viaje de bodas, y que, por tanto, la debía haber perdido o dejado olvidada en algún sitio. Por fortuna, pudo aún telefonear a su criado, el cual halló la billetera en su bolsillo del traje que había llevado el novio en la ceremonia y cambiado luego por uno de viaje, y fue en seguida al hotel, entregándosela al recién casado que tan «desprovisto de medios» entraba en la vida matrimonial.

En la noche de bodas permaneció también, como él ya lo temía, «desprovisto de medios» (impotente).

Es consolador el pensar que la «pérdida de objetos» constituye una insospechada exención de un acto sintomático y que, por tanto, tiene que resultar, en último término, vista con agrado por una secreta intención del perdidoso.

Con frecuencia la pérdida no es más que una expresión de lo poco que se aprecia el objeto perdido o de una secreta repugnancia hacia el mismo o hacia la persona de quien proviene.

Sucede también que la tendencia a la pérdida se transfiere al objeto perdido desde otros objetos de mayor importancia y por medio de una asociación simbólica.

La pérdida de objetos valiosos sirve de expresión a muy diversas sensaciones y puede representar simbólicamente un pensamiento reprimido -esto es, recordarnos algo que preferiríamos quedase olvidado- o, y esto ante todo, representar un sacrificio a las oscuras potencias del Destino, cuyo culto no se ha extinguido todavía entre nosotros.

Los siguientes ejemplos ilustrarán estas consideraciones sobre la «pérdida de objetos»: Doctor B. Dattner.

[Adición de 1912]:

«Un colega me comunicó que había perdido de un modo especial un lapicero metálico que poseía hacía ya dos años y al que por su cómodo uso y excelente calidad había tomado cariño.

Sometido el caso al análisis, se revelaron los hechos siguientes: el día anterior había recibido una carta extraordinariamente desagradable de su cuñado, carta que terminaba con esta frase:

‘Por ahora no tengo ganas ni tiempo de apoyar tu ligereza y tu holgazanería.’

La poderosa reacción emotiva que esta carta produjo en mi colega le hizo apresurarse a sacrificar al día siguiente el cómodo lapicero -regalo de su cuñado- para no tener que deber favor ninguno.»

Una señora, conocida mía, se abstuvo, como es comprensible, de ir al teatro durante su luto por la muerte de su anciana madre.

Al faltar ya muy pocos días para el término del año de luto riguroso, se dejó convencer por las reiteradas instancias de sus amigos y adquirió una localidad para una representación de extraordinario interés; pero luego, al llegar al teatro, descubrió que había perdido su billete. Después supuso que lo había tirado en unión del billete del tranvía al bajar de éste.

Esta señora se precia, de ordinario, de no perder nunca nada por descuido o distracción, y, por tanto, debe aceptarse la existencia de un motivo en otro caso de «pérdida» que le sucedió, y es el siguiente: Habiendo llegado a un balneario, decidió hospedarse en una pensión en la que ya había estado otra vez.

Recibida como antigua conocida de la casa, fue bien hospedada, y cuando quiso satisfacer el importe de su estancia se le dijo que debía considerarse como invitada, no teniendo, por tanto, nada que pagar, cosa que no lo encontró propio.

Sólo se le consintió que dejase una propina destinada a la camarera que le había servido. Para hacerlo así abrió su bolso y extrajo de él un billete, que dejó sobre la mesa de su cuarto. Por la noche el criado de la pensión fue a llevarle otro billete de cinco marcos que había hallado debajo de la mesa y que, según creía la dueña de la pensión, debía de pertenecerle.

Este billete tuvo que caer al suelo al sacar del bolso el otro para la camarera. La señora no quería, pues, dejar de pagar sucuenta.

En un largo estudio (La «pérdida de objetos» como acto sintomático, en Zentralblatt für Psychoanalyse, I, 10-11) ha declarado Otto Rank, con ayuda de análisis de sueños, la profunda motivación de estos actos y la tendencia sacrificadora que constituye su fundamento.

Es muy interesante, en el referido trabajo de Rank, su afirmación de que no sólo el perder objetos aparece determinado sino también el encontrarlos. La observación de Rank, que a continuación transcribo, nos da el sentido en que su hipótesis debe comprenderse.

Es claro que en los casos de «pérdidas» se conoce el objeto, y, por el contrario, en los de «hallazgos» es aquél el que tiene que ser buscado (Internat. Zeitschrift für Psychoanalyse, III, 1915).

«Una muchacha que dependía económicamente de sus padres deseaba comprarse un objeto de adorno.

Al preguntar en una tienda por el precio del objeto deseado se enteró con desilusión de que sobrepasaba la cantidad a que ascendían sus ahorros. Tan sólo dos coronas eran las que le faltaban, privándola de aquella pequeña alegría.

Melancólicamente regresó a su casa a través de las calles de la ciudad, llenas de animación en aquella hora crepuscular.

En una de las plazas más frecuentadas fijó de pronto su atención -a pesar de que, según decía al relatar el suceso, iba abstraída en sus pensamientos- en un pequeño papel que había en el suelo y sobre el cual acababa de pasar sin haberlo visto antes.

Se volvió y lo recogió, viendo con sorpresa que era un billete de dos coronas doblado por la mitad.

Su primer pensamiento fue el de que aquel billete se lo había deparado el Destino para que pudiese comprarse el ansiado adorno, y emprendió de nuevo el camino hacia la tienda para seguir aquella indicación de la fortuna.

Mas en el mismo momento cambió de intención, pensando que el dinero encontrado es un dinero de buena suerte que no debe gastarse.

El pequeño análisis necesario para la comprensión de este ‘acto casual’ puede llevarse a cabo sin la declaración personal de la interesada y deducirse directamente de los hechos.

Entre los pensamientos que ocupaban a la muchacha al regresar a su casa tuvo que figurar en primer término el de su pobreza y estrechez material, pensamiento al que nos es lícito suponer que acompañaría el deseo de ver llegado algo que pusiese término a dicha situación.

Por otro lado, la idea de cómo podía llegar con mayor facilidad a la obtención de la suma que le hacía falta para satisfacer su pequeño capricho tuvo que sugerirle la solución más sencilla, o sea la del ‘hallazgo’. De este modo quedó sin inconsciente (o preconsciente) dispuesto a ‘hallar’, aun cuando tal pensamiento no se hizo por completo consciente en ella, por estar ocupada su atención en otras cosas (‘iba abstraída en sus pensamientos’).

Podemos, pues, afirmar, fundándonos en análisis de otros casos semejantes, que la ‘disposición a buscar’ inconsciente puede conducirnos hasta un resultado positivo mucho antes que una atención conscientemente dirigida.

Si no, sería casi inexplicable el que sólo esta persona, entre cientos de transeúntes y yendo además en condiciones desfavorables por la escasa luz crepuscular y la aglomeración, pudiese hacer un hallazgo del que ella misma fue la primera en quedar sorprendida.

El extraño hecho de que después del hallazgo del billete, y cuando, por tanto, su disposición había llegado a ser superflua y había ya escapado con toda seguridad a la atención consciente, hiciese la muchacha un nuevo hallazgo, consistente en un pañuelo, antes de llegar a su casa y en una oscura y solitaria calle de las afueras de la ciudad, nos muestra en qué alta medida existía en ella esta inconsciente o preconsciente disposición a encontrar.»

Hay que convenir en que precisamente estos actos sintomáticos nos dan a veces el mejor acceso al conocimiento de la íntima vida psíquica del hombre.

Expondré ahora un ejemplo de acto casual que sin necesidad de someterlo al análisis mostró una profunda significación, ejemplo que aclara maravillosamente las condiciones bajo las cuales pueden aparecer tales síntomas sin llamar la atención y del que puede deducirse una observación de gran importancia práctica.

En el curso de un viaje veraniego tuve que pasar unos cuantos días en cierta localidad en espera de que vinieran a reunírseme en ella determinadas personas con las que pensaba proseguir mi viaje.

En tales días hice conocimiento con un hombre joven que, como yo, parecía sentirse allí solitario y que se me agregó gustoso. Hallándonos en el mismo hotel, se nos hizo fácil comer juntos y salir juntos a paseo.

Al tercer día, después de almorzar, me comunicó de repente que aquella tarde esperaba a su mujer, que llegaría en el expreso.

Esto despertó mi interés psicológico, pues me había ya chocado aquella mañana que mi compañero rehusase emprender una excursión algo larga y se negase luego, durante el breve paseo que dimos, a subir por un camino, alegando que era demasiado pendiente y algo peligroso.

Paseando luego por la tarde afirmó de pronto que yo tenía que sentir ya apetito y que no debía aplazar mi cena por causa suya, pues él iba a esperar a su mujer y cenaría luego con ella. Yo comprendí la indirecta, y me senté a la mesa, mientras él se dirigía a la estación.

A la mañana siguiente nos volvimos a encontrar en el hall del hotel.

Me presentó a su mujer y añadió: «Almorzará usted con nosotros, ¿no?» Yo tenía que hacer aún una pequeña comisión en una calle cercana al hotel; pero aseguré que regresaría en seguida.

Al entrar luego en el comedor vi que la pareja se había sentado al mismo lado de una pequeña mesa colocada junto a una ventana. Frente a ellos quedaba una única silla, sobre cuyo respaldo y cubriendo el asiento se hallaba un grande y pesado abrigo perteneciente al marido. Yo comprendí en seguida el sentido de esta colocación, inconsciente, pero, por lo mismo, más expresiva.

Quería decir:

«Aquí no hay sitio para ti. Ya no me haces falta.»

El marido no se dio cuenta de que yo permanecía en pie ante la mesa sinpoder sentarme.

La mujer, en cambio, sí lo notó, y dándole con el codo murmuró:

«Has ocupado con tu abrigo el sitio del señor.»

En este y otros casos análogos me he dicho siempre que los actos inintencionados tienen que ser de continuo un manantial de malas inteligencias en el trato entre los hombres.

El que los ejecuta ignora en absoluto la intención a ellos ligada, y no teniéndola, por tanto, en cuenta, no se considera responsable de los mismos.

En cambio, el que los observa utiliza, igual que los demás de su interlocutor, para deducir sus intenciones y propósitos, y de este modo llegar a averiguar de sus procesos psíquicos más de lo que aquél está dispuesto a comunicarle o cree haberle comunicado.

El adivinado se indigna cuando se le muestran tales conclusiones deducidas de sus actos sintomáticos, y las declara infundadas, puesto que al ejecutar dichos actos le ha faltado la conciencia de la intención, quejándose de mala comprensión por parte de los demás. Observada con detenimiento tal incomprensión, se ve que reposa en el hecho de comprender demasiado bien y demasiado sutilmente.

Cuanto más «nerviosos» son dos hombres, tanto más pronto se darán motivos uno a otro para diferencias que los separan y cuyo fundamento negará cada cual con respecto a sí mismo con la misma seguridad con que lo afirmará para el otro.

Este es el castigo de la insinceridad interior a la que permiten los hombres manifestarse bajo el disfraz de olvidos, actos de término erróneo y actos inintencionados, que sería mejor que se confesasen a sí mismos y confesasen a los demás cuando no pudieran ya dominarlos.

Se puede afirmar, en general, que todos practicamos constantemente análisis psíquicos de nuestros semejantes y que a consecuencia de ello aprendemos a conocerlos mejor que cada uno de ellos a sí mismo.

El estudio de las propias acciones y omisiones aparentemente casuales es el mejor camino para llegar a conocerse a sí mismo. De todos los poetas que han escrito algo sobre los pequeños actos sintomáticos y los rendimientos fallidos o los han utilizado en sus obras, ninguno ha reconocido con tanta claridad su secreta naturaleza ni les ha infundido una vida tan inquietante como Strindberg, cuyo genio fue ciertamente auxiliado en esta cuestión por su profunda anormalidad psíquica [Ad. de 1917].

El doctor Karl Weiss (Viena) ha llamado la atención sobre el siguiente trozo de una de las obras de Strindberg (Internat. Zeitschrift für Psychoanalyse, I, 1913, pág. 268):

«Al cabo de algún tiempo llegó realmente el conde y se acercó con serenidad a Esther, como si le hubiera dado cita.

-¿Has esperado mucho tiempo? -le preguntó con su voz velada. -Seis meses; ya lo sabes -respondió Esther-.

¿Me has visto hoy?

-Sí.

En el tranvía. Y te miré a los ojos de tal manera, que creía estar hablando contigo.

-Han pasado muchas cosas desde la última vez.

-Sí. Creí que todo había terminado entre nosotros.

-¿Cómo?

-Todos los pequeños regalos que de ti había recibido se fueron rompiendo, y todos ellos de un modo misterioso. Pero esto es una antigua advertencia.

-¿Qué dices? Ahora recuerdo un gran número de casos de esta clase que yo creí casualidad. Una vez me regaló mi abuela unos lentes cuando aún estábamos en buenas relaciones.

Eran de cristal de roca y se veía con ellos divinamente: una verdadera maravilla que yo trataba con todo cuidado. Un día rompí con la anciana, y ésta me tomó odio… La primera vez que después de esto me puse los lentes se cayeron los cristales sin causa ninguna. Creí en un simple desperfecto, y los mandé arreglar. Pero no; siguieron rehusando prestar su servicio, y tuve que relegarlos a un cajón, del que luego desaparecieron.

-Es extraño que todo aquello que a los ojos se refiere sea lo que muestra una más sensible naturaleza. Un amigo me regaló una vez unos gemelos de teatro.

Se adaptaban tan bien a mi vista, que era un placer para mí el usarlos.

Mi amigo y yo nos convertimos en enemigos. Ya sabes tú que a esto se llega sin causa visible, como si le pareciese a uno que ya no se debe seguir unidos.

Al querer utilizar después los gemelos me fue imposible ver claramente con ellos.

El eje transversal resultaba corto, y ante mis ojos aparecían dos imágenes. No necesito decirte que ni el eje se había acortado ni tampoco había crecido la distancia entre mis ojos.

Es un milagro que sucede todos los días y que los malos observadores no notan. ¿Explicación? La fuerza psíquica del odio es mayor de lo que creemos. La sortija que me diste ha perdido su piedra y no se deja reparar, no se deja. ¿Quieres ahora separarte de mí?…» (Las habitaciones góticas, pág. 258.)

También en el campo de los actos sintomáticos tiene que ceder la observación psíquica la prioridad a los poetas y no puede hacer más que repetir lo que éstos han dicho ya hace mucho tiempo.

El señor Wilhelm Stross me llamó la atención sobre el siguiente trozo del Tristram Shandy, la conocida novela humorística de Lawrence Sterne (IV parte, cap. V):

«Y no me extraña nada que Gregorio Nacianceno, al observar los gestos rápidos y fugitivos de Juliano, predijese su apostasía. Ni que San Ambrosio despidiese a su amanuense por los incorrectos movimientos de su cabeza, que iba y venía como un látigo de trillar. Ni que Demócrito notase en seguida que Protágoras era un sabio por el hecho de ver cómo al hacer un haz de leña ponía los sarmientos más finos en medio. Hay mil rendijas que pasan así inadvertidas –continuó mi padre-, a través de las cuales una mirada penetrante puede descubrir de una vez el alma, y yo afirmo -añadió- que un hombre razonable no puede dejar su sombrero al entrar en una habitación o cogerlo para marcharse sin que se le escape algo que nos revele su íntimo ser.»

[Adición de 1907.] He aquí aún una pequeña colección de diversos actos sintomáticos observados tanto en individuos sanos como neuróticos: un colega mío, ya de edad avanzada y al que disgusta mucho perder en los juegos de naipes, perdió una noche una crecida suma, que pagó sin lamentarse, pero dejando transparentar un particular estado de ánimo. Después de su marcha se descubrió que había dejado sobre la mesa casi todo lo que llevaba en los bolsillos: los lentes, la petaca y el pañuelo.

Este olvido debe ser traducido en la forma siguiente: «¡Bandidos! ¡Me habéis saqueado!»

Un sujeto que padecía de impotencia sexual en algunas ocasiones, pero no crónicamente, impotencia que tenía su origen en la intimidad de sus relaciones infantiles con su madre, me comunicó que tenía la costumbre de ornar algunos escritos y notas con una S, letra inicial del nombre de aquélla, y que no podía tolerar que las cartas que recibía de su casa anduviesen revueltas sobre su mesa con otra clase de correspondencia non sancta, sintiéndose forzado a conservar las primeras en sitio aparte.

Una señora joven abrió de repente un día la puerta del cuarto en el que recibo a mis pacientes antes que saliera de él la enferma que la precedía.

En el acto se excusó diciendo lo había hecho «sin pensar», pero pronto se descubrió que le había impulsado a ello la misma curiosidad que en su infancia la llevaba a penetrar repentinamente en la alcoba de sus padres.

Aquellas muchachas que están orgullosas de su bella cabellera saben siempre enredar tan hábilmente con sus horquillas y peinetas, que consiguen que en medio de la conversación se les suelte el pelo.

Muchos individuos que durante un reconocimiento o tratamiento médicos tienen que permanecer echados suelen desparramar por el suelo una cantidad mayor o menor de dinero que llevan en el bolsillo del pantalón, pagando así, según en lo que estiman, el trabajo del médico.

Aquel que olvida en casa del médico algún objeto: lentes, guantes, bolsillo, etc., manifiesta con ello un sentimiento de gratitud o simpatía y su deseo de volver nuevamente.

E. Jones dice: «Se puede medir el éxito con que un médico practica la psicoterapia por la colección que en un mes pueda hacer de sombrillas y paraguas, pañuelos y carteras olvidados en su casa por los clientes.» Los más pequeños actos habituales llevados a cabo con un mínimo de atención, tales como dar cuerda al reloj antes de acostarse, apagar la luz al salir de una habitación, etc., están sometidos ocasionalmente a perturbaciones que demuestran la influencia de los complejos inconscientes sobre aquellas «costumbres» que se tienen por más arraigadas.

Maeder relata en la revista Coenobium el caso de un médico interno de un hospital, que, estando de guardia y no debiendo abandonar su puesto, tuvo que hacerlo, sin embargo, por reclamarle en otro lado un asunto de importancia. Cuando volvió notó con sorpresa que había luz en su cuarto.

Al salir se le había olvidado apagarla, cosa que jamás le había ocurrido antes. Reflexionando sobre el caso, halló en seguida el motivo a que obedecía su olvido.

El director del hospital, que residía en él, debía deducir de la iluminación del cuarto de suinterno la presencia de éste. Un individuo, abrumado de preocupaciones y sujeto a temporales depresiones de ánimo, me aseguró que cuando por la noche se acostaba cansado de lo duro y penoso de su vida hallaba siempre, al despertarse por la mañana, que se le había parado el reloj por haberse olvidado de darle cuerda. Con tal olvido simbolizaba su indiferencia de vivir o no al día siguiente.

Otro sujeto [Ad. de 1912] al que no conozco personalmente, me escribió:

«Habiéndome ocurrido una dolorosa desgracia, se me pareció la vida tan penosa y desagradable que me imaginaba no hallar fuerza suficiente para mantenerme vivo al siguiente día, y en esta época me di cuenta de que casi a diario me olvidaba de dar cuerda al reloj, cosa que nunca había omitido y que llevaba a cabo mecánicamente al acostarme.

Sólo me acordaba de hacerlo cuando al siguiente día tenía alguna ocupación importante o de gran interés para mí. ¿Será esto también un acto sintomático? No podría, si no, explicármelo.» Aquel que, como Jung (Sobre la psicología de la «dementia praecox», 1902, pág. 62), o como Maeder (Une voie nouvelle en Psychologie: Freud et son école, en Coenobium, Lugano, 1909), quiera tomarse el trabajo de prestar atención a las melodías que se tararean al descuido y sin intención hallará regularmente la relación existente entre el texto de la melodía y un tema que ocupa el pensamiento de la persona que la canta.

También la sutil determinación de la expresión del pensamiento en el discurso o en la escritura merece una observación cuidadosa.

En general, se cree poder elegir las palabras con que revestir nuestro pensamiento o la imagen que ha de representarlo. Una más cuidadosa observación muestra tanto la existencia de otras consideraciones que deciden tal elección como también que en la forma en que se traduce el pensamiento se transparenta a veces un sentido más profundo y que el orador y escritor no se ha propuesto expresar.

Las imágenes y modos de expresión de que una persona hace uso preferente no son, en la mayoría de los casos, indiferentes para la formación de un juicio sobre ella, y en ocasiones se muestran como alusiones a un tema que por el momento se retiene en último término, por que ha impresionado honradamente al orador.

En una determinada época oí usar varias veces a un sujeto, en el curso de conversaciones teóricas, la expresión «Cuando le pasa a uno algo de repente por la cabeza».

No me extrañó ver esta locución repetidas veces en boca del referido sujeto, pues sabía que poco tiempo antes había recibido la noticia de que un proyectil ruso había atravesado de parte a parte el gorro de campaña de su hijo.

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