024a. 3. El chiste y su relación con el inconsciente – 1905
Posted agosto 4, 2009
on:03. Las intenciones del chiste
(1) Cuando al final del capítulo precedente copiaba yo las frases en que Heine compara al sacerdote católico con el dependiente de una gran casa comercial y al protestante con un tendero al por menor establecido por su cuenta, me sentía un tanto cohibido,como si algo me aconsejara no citar in extenso tal comparación, advirtiéndome que entre mis lectores habría seguramente algunos para los que el máximo respeto debido a la religión se extiende a aquellos que la administran y representan.
Estos lectores, indignados ante los atrevimientos de Heine, perderían todo interés en seguir investigando con nosotros si la comparación era chistosa en sí o únicamente merced a ciertos elementos accesorios.
En otras comparaciones, tales como aquella que atribuye a determinada filosofía la vaguedad de la luz lunar, no teníamos que temer perjudicara a nuestra labor tal influjo perturbador ejercido por el mismo ejemplo analizado sobre una parte de nuestros lectores.
El más piadoso de ellos no encontraría en estos casos nada que perturbase su capacidad de juicio sobre el problema por nosotros planteado.
Fácilmente se adivina cuál es el carácter de chiste, del que depende la diversidad de la reacción que el mismo despierta en el que lo oye.
El chiste tiene unas veces en sí mismo su fin y no se halla al servicio de intención determinada alguna; otras, en cambio, se pone al servicio de tal intención, convirtiéndose en tendencioso.
Sólo aquellos chistes que poseen una tendencia corren peligro de tropezar con personas para las que sea desagradable escucharlos.
El chiste no tendencioso ha sido calificado por T. Vischer de chiste abstracto. Nosotros preferimos denominarlo chiste inocente. Dado que antes hemos dividido el chiste, atendiendo al material objeto de la técnica, en verbal e intelectual, deberemos ahora investigar la relación existente entre esta clasificación y la que acabamos de verificar.
Lo primero que observamos es que dicha relación entre chiste verbal e intelectual, de un lado, y chiste abstracto y tendencioso, del otro, no es, desde luego, una relación de influencias. Trátase de dos divisiones totalmente independientes una de otra.
Quizá algún lector se haya formado la idea de que los chistes inocentes son generalmente verbales, mientras que la complicada técnica de los chistes intelectuales es puesta casi siempre al servicio de marcadas tendencias; pero lo cierto es que, así como existen chistes inocentes que utilizan el juego de palabras y la similicadencia, hay otros, no menos abstractos e inofensivos, que se sirven de todos los medios del chiste intelectual.
Con análoga facilidad cabe demostrar que el chiste tendencioso puede muy bien ser, por lo que a su técnica respecta, puramen te verbal.
Así, aquellos chistes que «juegan» con los nombres propios suelen ser frecuententemente de naturaleza ofensiva, siendo, sin embargo, exclusivamente verbales.
Esto no impide tampoco que los chistes más inocentes pertenezcan también a este género.
Así, por ejemplo, las Schüttelreime (rimas forzadas), que tan populares se han puesto recientemente y en las que la técnica es el uso múltiple del mismo material con una modificación muy peculiar al mismo:
Und weil er Geld in Menge hatte, lag stets er in der Hängematte.
Se esperaría que nadie objetaría que la diversión obtenida de estas rimas, poco pretenciosas por lo demás, es la misma por la que reconocemos a los chistes.
Entre las metáforas de Lichtenberg se encuentran excelentes ejemplos de chistes intelectuales abstractos o inocentes.
A los ya expuestos en páginas anteriores añadiremos, por ahora, los siguientes: Habían enviado a Gotinga un tomito en octavo menor y recibían ahora, en cuerpo y alma, un robusto in quarto.
Para dar a este edificio la solidez necesaria debemos proveerle de buenos cimientos, y los más firmes, a mi juicio, serán aquellos en los que una hilada en pro alterne con otra en contra. Uno crea la idea, el otro la bautiza, un tercero tiene hijos con ella, un cuarto la asiste en su agonía y el último la entierra. (Comparación con unificación.) No sólo no creía en los fantasmas, sino que ni siquiera se asustaba de ellos.
El chiste reside aquí exclusivamente en el contrasentido de la exposición. Renunciando a este ropaje chistoso, la idea sería:
«Es más fácil desechar teóricamente el miedo a los fantasmas que dominarlo cuando se nos aparece alguno.»
Falta ya aquí todo carácter de chiste, y lo que resta es un hecho psicológico al que en general se concede menos importancia de la que posee; el mismo que Lessing expone en su conocida frase:
«No son libres todos aquellos que se burlan de sus cadenas.» Antes de seguir adelante quiero salir al paso de una mala inteligencia posible. Los calificativos «inocente» o «abstracto», aplicados al chiste, no significan nada equivalente a «falto de contenido», sino que se limitan a caracterizar a un género determinado de chistes, oponiéndolos a los «tendenciosos», de que a continuación trataremos.
Como en el último ejemplo hemos visto, un chiste «inocente», esto es, desprovisto de toda tendenciosidad, puede poseer un rico contenido y exponer algo muy valioso.
El contenido de un chiste, por completo independiente del chiste mismo, es el contenido del pensamiento, que en estos casos es expresado, merced a una disposición especial, de una manera chistosa. Cierto es, sin embargo, que así como los relojes escogen una preciosa caja para encerrar en ella su más excelente maquinaria, así también suele suceder en el chiste: que los mejores productos de la elaboración del mismo sean utilizados para revestir los pensamientos de más valioso contenido.
Examinando penetrantemente en los chistes intelectuales la dualidad de contenido ideológico y revestimiento chistoso llegamos a descubrir algo que puede aclarar muchas de las dudas con que hemos tropezado en nuestra investigación. Resulta, para nuestra sorpresa, que la complacencia que un chiste nos produce nos la inspira la impresión conjunta de contenido y rendimiento chistoso, dándose el caso de que uno cualquiera de estos dos factores puede hacernos errar en la valoración del otro hasta que, reduciendo el chiste, nos damos cuenta del engaño sufrido.
Análogamente sucede en el chiste verbal. Cuando oímos que «la experiencia consiste en experimentar lo que no desearíamos haber experimentado» quedamos un tanto desconcertados y creemos escuchar una nueva verdad.
Mas en seguida advertimos que no se trata sino de una disfrazada trivialidad:
«De los escarmentados nacen los avisados.» El excelente rendimiento chistoso de definir la «experiencia» casi exclusivamente por el empleo de la palabra «experimentar» nos engaña de tal modo, que estimamos en más de lo que vale el contenido de la frase. Lo mismo nos sucede ante el chiste por unificación en que Lichtenberg opone el mes de enero a los demás del año, chiste que sólo nos dice algo que sabemos de toda la vida; esto es, que las felicidades que nuestros amigos nos desean en los días del Año Nuevo se cumplen tan raras veces como todos nuestros otros deseos.
Todo lo contrario sucede en otros ejemplos, en los cuales nos deslumbra lo acertado y justo del pensamiento, haciéndonos calificar de excelente chiste la frase en que el pensamiento queda expresado, aun siendo este último todo el mérito de la misma, y en cambio, muy deficiente el rendimiento de la elaboración chistosa.
Precisamente, en los chistes de Lichtenberg es el nódulo intelectual, con mucha frecuencia, harto más valioso que el revestimiento chistoso, al cual extendemos indebidamente desde el primero nuestra valoración.
Así, la observación sobre la «antorcha de la verdad» es una comparación apenas chistosa; pero tan acertada, que la frase en que se expresa nos parece un excelente chiste. Los chistes de Lichtenberg sobresalen, ante todo, por su contenido intelectual y la seguridad con que hieren en el punto preciso.
Muy justificadamente dijo de él Goethe que sus ocurrencias chistosas o chanceras esconden interesantísimos problemas o, mejor dicho, rozan la solución de los mismos.
Así, cuando escribe:
«Había leído tanto a Homero, que siempre que topaba con la palabra angenommen (admitido) leía Agamenón» (técnica: simpleza + similicadencia), descubre nada menos que el secreto de las equivocaciones en la lectura.
Muy análogo es aquel otro chiste cuya técnica nos pareció antes harto insatisfactoria: Se maravillaba de que los gatos tuviesen dos agujeros en la piel, precisamente en el sitio de los ojos.
La simpleza que en esta frase parece revelarse es tan sólo aparente; en realidad, detrás de la ingenua observación se esconde el magno problema de la teología en la anatomía animal. Hasta que la historia de la evolución no nos lo explique, no tenemos por qué considerar como natural y lógica la coincidencia de que la abertura de los párpados aparezca precisamente allí donde la córnea debe surgir al exterior.
Retengamos, por ahora, que de una frase chistosa recibimos una impresión de conjunto en la que no somos capaces de separar la participación del contenido intelectual de la que corresponde a la elaboración del chiste. Quizá encontremos más tarde otro hecho muy importante, paralelo a éste.
—
(2) Para nuestro esclarecimiento teórico de la esencia del chiste han de sernos más valiosos los chistes inocentes que los tendenciosos, y los faltos de contenido más que los profundos. Los chistes inocentes de palabras y los falsos de contenido nos presentarán el problema del chiste en su más puro aspecto, pues en ellos no corremos peligro alguno de que la tendencia nos confunda o engañe nuestro juicio el acierto del pensamiento expresado.
El análisis de este material puede hacer progresar considerablemente nuestros conocimientos.
Escogeremos un chiste de la mayor inocencia posible: Hallándome cenando en casa de unos amigos, nos sirven de postre el plato conocido con el nombre de roulard, cuya confección exige cierta maestría culinaria. Otro de los invitados pregunta:
«¿Lo han hecho ustedes en casa?» Y el anfitrión responde:
«Sí; es un homeroulard.» (Homerule.) Dejaremos para más adelante la investigación de la técnica de este ejemplo, dirigiendo ahora nuestra atención a otro factor que presenta la máxima importancia.
El improvisado chiste produjo un general regocijo entre los circunstantes, que lo acogieron con grandes risas.
En éste, como en otros muchos casos, la sensación de placer del auditorio no puede provenir de la tendencia ni tampoco del contenido intelectual del chiste.
No nos queda, por tanto, más remedio que relacionar dicha sensación con la técnica del mismo. Los medios técnicos del chiste antes descritos por nosotros -condensación, desplazamiento, representación indirecta, etc.- son, pues, capaces de hacer surgir en el auditorio una sensación de placer, aunque no sepamos todavía cómo tal poder les es inherente.
Este será el segundo resultado positivo de nuestra investigación, encaminada al esclarecimiento del chiste.
El primero fue descubrir que el carácter del chiste depende de la forma expresiva.
Mas a poco que reflexionemos no dejaremos de observar que nuestro segundo resultado, últimamente deducido, no es para nosotros en realidad nada nuevo.
Se limita a presentar aislado algo ya contenido antes en nuestra experiencia. Recordamos muy bien que cuando nos fue dado reducir el chiste, esto es, sustituir por otra su expresión, conservando cuidadosamente el sentido, desaparecía no sólo el carácter chistoso, sino también el efecto hilarante y, por tanto, el placer que en el chiste pudiera hallarse.
No podemos seguir adelante sin repasar lo que las autoridades filosóficas exponen sobre este punto de la cuestión. Los filósofos que agregan el chiste a lo cómico e incluyen esta materia dentro de la estética caracterizan la manifestación estética por la condición de que en ella no queremos nada de las cosas; no las necesitamos para satisfacer una de nuestras grandes necesidades vitales, sino que nos contentamos con su contemplación y con el goce de la manifestación misma.
«Esta clase de manifestación es la puramente estética, que no reposa sino en sí misma y tiene su única finalidad en sí propia, con exclusión de todo otro fin vital» (K. Fischer, pág. 68).
Por nuestra parte, nos hallamos casi de completo acuerdo con estas palabras de K. Fischer. Quizá no hacemos más que introducir sus pensamientos a nuestro lenguaje particular cuando insistimos en que la actividad chistosa no puede calificarse de falta de objeto o de fin, dado que se propone innegablemente el de despertar la hilaridad del auditorio. No creo, además, que podamos emprender nada desprovisto por completo de intención.
Cuando no nos es preciso nuestro aparato anímico para la consecución de alguna de nuestras imprescindibles necesidades, le dejamos trabajar por puro placer; esto es, buscamos extraer placer de su propia actividad.
Sospecho que ésta es, en general, la condición primera de toda manifestación estética; pero mi conocimiento de la estética es harto escaso para que me atreva a dejar fijada esta afirmación. Del chiste, en cambio, sí puedo afirmar, basándome en los conocimientos obtenidos en nuestra investigación, que es una actividad que tiende a extraer placer de los procesos psíquicos, sean éstas intelectuales o de otro género cualquiera. Ciertamente existen otras actividades de idéntico fin; pero que quizá se diferencien del chiste en el sector de la actividad anímica, del que quieren extraer placer, o quizá en el procedimiento que para ello emplean.
Por el momento no podemos dejar resuelta esta cuestión; mas sí dejaremos sentado el hecho de que la técnica del chiste y la tendencia economizadora que en parte la domina se ponen en contacto para la producción de placer.
Antes de entrar a resolver el problema de cómo los medios técnicos de la elaboración del chiste pueden hacer surgir placer en el oyente queremos recordar que para simplificar y hacer más transparente nuestra investigación dejamos antes a un lado los chistes tendenciosos.
Mas ahora tenemos obligadamente que intentar esclarecer cuáles son las tendencias del chiste y en qué forma obedece éste a las mismas. Hay sobre todo una circunstancia que nos advierte la necesidad de no prescindir del chiste tendencioso en la investigación del origen del placer en el chiste.
El efecto placiente del chiste inocente es casi siempre mediano; una clara aprobación y una ligera sonrisa es lo más que llega a obtener del auditorio, y de este efecto hay todavía que atribuir una parte a su contenido intelectual, como ya lo hemos demostrado con apropiados ejemplos.
Casi nunca logra el chiste inocente o abstracto aquella repentina explosión de risa que hace tan irresistible al tendencioso. Dado que la técnica puede en ambos ser la misma, estará justificado sospechar que el chiste tendencioso dispone, merced a su tendencia, de fuentes de placer inaccesibles al chiste inocente.
Las tendencias del chiste son fácilmente definibles. Cuando no tiene en sí mismo su fin, o sea cuando no es inocente, no se pone al servicio sino de dos únicas tendencias, que, además, pueden, desde cierto punto de vista, reunirse en una sola.
El chiste tendencioso será o bien hostil (destinado a la agresión, la sátira o la defensa) o bien obsceno (destinado a mostrarnos una desnudez). Desde luego, la clase técnica del chiste -chiste verbal o chiste intelectual- no tiene relación alguna con estas dos tendencias.
Más difícil resulta fijar la forma en que el chiste las sirve. En esta investigación preferimos anteponer el chiste desnudador al hostil.
El primero ha sido más raramente sometido al análisis como si la repugnancia a tratar este género de asuntos se hubiese trasladado desde la materia a lo objetivo.
Mas nosotros no queremos dejarnos inducir en error por este desplazamiento, pues tropezamos en seguida con un caso límite del chiste, que promete proporcionarnos un amplio esclarecimiento sobre varios puntos oscuros.
Sabemos lo que se entiende por un dicho «verde»; esto es, la acentuación intencionada, por medio de la expresión verbal, de hechos o circunstancias sexuales.
Sin embargo, esta definición no es, ni mucho menos, completa. Una conferencia sobre la anatomía de los órganos sexuales o sobre fisiología de la procreación no presenta, a pesar de la anterior definición, punto de contacto alguno con el dicho «verde».
Es preciso, además, que éste vaya dirigido a una persona determinada, que nos excita sexualmente, y que por medio de él se da cuenta de la excitación del que lo profiere, quedando en unos casos contagiada, y en otros, avergonzada o confusa.
Esto último no excluye la excitación sexual, sino que, por el contrario, supone una reacción contra la misma y constituye su indirecta confesión.
El dicho «verde» se dirigía, pues, originariamente, tan sólo a la mujer y suponía un intento de seducción. Cuando, después, un hombre se complace refiriendo o escuchando tales dichos en la compañía exclusiva de otros hombres, la situación primitiva, que a consecuencia de los obstáculos sociales no puede ya constituirse, queda con ello representada.
Aquel que ríe del dicho referido, ríe como el espectador de una agresión sexual.
El contenido sexual del dicho «verde» comprende algo más de lo privativo de cada sexo; comprende también aquello que, aun siendo común a ambos, se considera como pudendo, o sea todo lo relativo a los excrementos.
Mas éste es precisamente el alcance que lo sexual tiene en la vida infantil. en la que el sujeto imagina la existencia de una cloaca, dentro de la cual lo sexual y lo excremental quedan casi o por completo confundidos.
Asimismo, en todo el dominio ideológico de la psicología de las neurosis lo sexual incluye lo excrementicio; esto es, queda interpretado en el antiguo sentido infantil.
El dicho «verde» es como un denudamiento de la persona de diferente sexo a la cual va dirigido. Con sus palabras obscenas obliga a la persona atacada a representarse la parte del cuerpo o el acto a que las mismas corresponden y le hace ver que el atacante se las representa ya. No puede dudarse de que el placer de contemplar lo sexual sin velo alguno es el motivo originario de este género de dichos.
Retrocedamos ahora, para lograr un mayor esclarecimiento, hasta los fundamentos de esta cuestión. La tendencia a contemplar despojado de todo velo aquello que caracteriza a cada sexo es uno de los componentes primitivos de nuestra libido.
Probablemente constituye en sí mismo una sustitución obligada del placer, que hemos de suponer primario, de tocar lo sexual. Como en otros muchos casos, también aquí la visión ha sustituido al acto. La libido visual o táctil es en todo individuo de dos clases: activa y pasiva, masculina y femenina, y se desarrolla según cuál de estos dos caracteres sexuales adquiera la supremacía predominantemente en uno u otro sentido.
En los niños de corta edad es fácil observar una tendencia a exponer su propia desnudez.
Allí donde esta tendencia no experimenta, como generalmente sucede, una represión se desarrolla hasta constituir aquella obsesión perversa del adulto denominada exhibicionismo.
En la mujer, la tendencia exhibicionista pasiva queda vencida por la reacción del pudor sexual; pero dispone siempre del portillo de escape que le proporciona los caprichos de la moda. No creo preciso insistir en lo elástico, convencional y variable de la cantidad de exhibición que queda siempre permitida a la mujer.
El hombre conserva gran parte de esta tendencia como elemento constitutivo de la libido puesto al servicio de la preparación del acto sexual. Cuando esta tendencia se manifiesta ante la proximidad femenina tiene que servirse de la expresión verbal por dos diferentes razones.
En primer lugar, para darse a conocer a la mujer, y en segundo, por ser la expresión oral lo que, despertando en aquélla la representación imaginativa, puede hacer sugerir en ella la excitación correspondiente y provocar la tendencia recíproca a la exhibición pasiva.
Esta demanda oral no es aún el dicho «verde», pero sí el estadio que lo precede.
Allí donde la aquiescencia de la mujer aparece rápidamente, el discurso obsceno muere en seguida, pues cede el puesto, inmediatamente, al acto sexual. No así cuando no puede contarse con el pronto asentimiento de la mujer y aparecen, en cambio, intensas reacciones defensivas.
En este caso la oración sexual excitante encuentra, convirtiéndose en dicho «verde», en sí misma su propio fin. Quedando detenida la agresión sexual en su progreso hasta el acto, permanece en la génesis de excitación y extrae placer de los signos por los que la misma se manifiesta en la mujer. La agresión transforma también entonces su carácter en el mismo sentido que todo sentimiento libidinoso al que se opone un obstáculo; esto es, se hace directa, hostil y cruel, llamando en su auxilio, para combatir el obstáculo, a todos los componentes sádicos del instinto sexual.
La resistencia de la mujer es, por tanto, la primera condición para la génesis del dicho «verde», aunque sea de tal naturaleza que signifique tan sólo un aplazamiento y no haga desesperar del éxito de posteriores tentativas.
El caso ideal de tal resistencia femenina se da con la presencia simultánea de otro hombre, de un testigo, pues tal presencia excluye totalmente el rendimiento inmediato de la solicitada.
Este tercer personaje adquiere rápidamente una máxima importancia para el desarrollo del dicho «verde».
Mas primero trataremos de la presencia de la mujer. En los lugares a que acude el pueblo, por ejemplo, los cafés de segundo orden, puede observarse que es precisamente la entrada de la camarera lo que provoca el tiroteo de tales dichos. Inversamente, entre las clases sociales más elevadas, la presencia femenina pone inmediato fin a toda conversación de este género.
Los hombres reservan aquí estas conversaciones, que primitivamente dependían de la presencia de una mujer a la que avergonzar, para cuando estén entre ellos. De este modo, el espectador, ahora oyente, deviene poco a poco, en lugar de la mujer, la instancia a la que la procacidad va destinada, y ésta se acerca ya, merced a tal transformación, al carácter del chiste.
Al llegar a este punto es requerida nuestra atención por dos importantes factores: el papel desempeñado por el tercero, el oyente, y las condiciones de contenido del dicho mismo.
El chiste tendencioso precisa, en general, de tres personas.
Además de aquella que lo dice, una segunda a la que se toma por objeto de la agresión hostil y sexual, y una tercera en la que se cumple la intención creadora de placer del chiste.
Más tarde buscaremos más profunda fundamentación de estas circunstancias, contentándonos por ahora con dejar fijado el hecho de que no es el que dice el chiste quien lo ríe y goza, por tanto, de su efecto placiente, sino el inactivo oyente.
En la misma relación se encuentran los tres personajes que intervienen en el dicho «verde», cuyo proceso puede describirse en la siguiente forma: el impulso libidinoso del
primero desarrolla, al encontrar detenida su satisfacción por la resistencia de la mujer, una tendencia hostil hacia esta segunda persona y llama en su auxilio, como aliado contra ella, a una tercera, que en la situación primitiva hubiese constituido un estorbo.
Por el procaz discurso de la primera queda la mujer desnuda ante este tercero, en el que la satisfacción de su propia libido, conseguida sin esfuerzo alguno por parte suya, actúa a modo de soborno.
Es singular que este tiroteo de procacidades sea cosa tan amada por el pueblo bajo, hasta el punto de constituir algo que no deja nunca de formar parte integrante de sus regocijos.
Mas también es digno de tenerse en cuenta que en esta complicada manifestación, que lleva en sí tantos caracteres de chiste tendencioso, no se requieran al dicho «verde» ninguna de las condiciones formales que caracterizan al chiste.
Expresar la plena desnudez produce placer al primero y hace reír al tercero. Sólo cuando llegamos a más alto grado social se agrega la condición formal del chiste. La procacidad no es ya tolerada más que siendo chistosa.
El medio técnico de que más generalmente se sirve es la alusión; esto es, la sustitución por una minucia o por algo muy lejano que el oyente recoge para reconstruir con ello la obscenidad plena y directa. Cuanto mayor es la heterogeneidad entre lo directamente expresado en la frase procaz y lo sugerido necesariamente por ello en el oyente, tanto más sutil será el chiste y tanto mayores sus posibilidades de acceso a la buena sociedad.
A más de la alusión, grosera o sutil, dispone la procacidad -como fácilmente puede demostrarse con numerosos ejemplos- de todos los demás medios del chiste verbal o intelectual.
Vemos ya claramente lo que el chiste lleva a cabo en servicio de su tendencia. Hace posible la satisfacción de un instinto (el instinto libidinoso y hostil) en contra de un obstáculo que se le opone y extrae de este modo placer de una fuente a la que tal obstáculo impide el acceso.
El impedimento que sale al paso del instinto no es otro que la incapacidad de la mujer -creciente en razón directa de su cultura y grado social- para soportar lo abiertamente sexual. La mujer, que en la situación primitiva suponemos presente, sigue siendo considerada como tal o su influencia actúa, aun hallándose ausente, intimidando a los hombres.
Puede observarse cómo individuos de las más altas clases sociales abandonan, en la compañía de mujeres de clase más baja, la procacidad chistosa para caer en la procacidad simple.
El poder que dificulta a la mujer, y en menor grado también al hombre, el goce de la obscenidad no encubierta, es aquel que nosotros denominamos «represión», y reconocemos en él el mismo proceso psíquico que en graves casos patológicos mantiene alejados de la conciencia complejos enteros de sentimientos en unión de todos sus derivados, proceso que se ha demostrado como un factor principal en la patogénesis de las llamadas psiconeurosis.
Concedemos a la cultura y a la buena educación gran influencia sobre el desarrollo de la represión y admitimos que tales factores llevan a cabo una transformación de la organización psíquica -que puede también ser un carácter hereditario y, por tanto, innato- merced a la cual sensaciones que habrían de percibirse con agrado resultan inaceptables y son rechazadas con todas nuestras energías psíquicas.
Por la labor represora de la civilización se pierden posibilidades primarias de placer que son rechazadas por la censura psíquica.
Mas para la psiquis del hombre es muy violenta cualquier renunciación y halla un expediente en el chiste tendencioso, que nos proporciona un medio de hacer ineficaz dicha renuncia y ganar nuevamente lo perdido.
Cuando reímos de un sutil chiste obsceno, reímos de lo mismo que hace reír a un campesino en una grosera procacidad; en ambos casos procede el placer de la misma fuente; pero una persona educada no ríe ante la procacidad grosera, sino que se avergüenza o la encuentra repugnante.
Sólo podrá reír cuando el chiste le preste su auxilio. Parece, pues, confirmarse lo que al principio supusimos, esto es, que el chiste tendencioso dispone de fuentes de placer distintas de las del chiste inocente, en el cual todo el placer depende, en diversas formas, de la técnica.
Podemos también insistir de nuevo en que en el chiste tendencioso no nos es dado distinguir por nuestra propia sensación qué parte de placer es producida por la técnica y cuál otra por la tendencia. No sabemos, por tanto, fijamente, de qué reímos.
En todos los chistes obscenos sucumbimos a crasos errores de juicio sobre la «bondad» del chiste, en tanto en cuanto ésta depende de condiciones formales; la técnica de estos chistes es con frecuencia harto pobre y, en cambio, su éxito de risa, extraordinario.
—
(3) Queremos investigar ahora si es este mismo el papel que el chiste desempeña al servicio de una tendencia hostil. Desde un principio tropezamos con las mismas condiciones. Los impulsos hostiles contra nuestros semejantes sucumben desde nuestra niñez individual, como desde la época infantil de la civilización humana, a iguales limitaciones y a la misma represión progresiva que nuestros impulsos sexuales.
No hemos llegado todavía a amar a nuestros enemigos ni a ofrecerles la mejilla izquierda cuando nos han golpeado la derecha, y, además, todos aquellos preceptos morales de la limitación del odio activo se resienten de un vicio de origen: el de no hallarse destinados, cuando fueron dictados, más que a una pequeña comunidad de hombres de igual raza.
De este modo, en tanto en cuanto los hombres modernos nos consideramos como parte integrante de una nación, nos permitimos prescindir en absoluto de tales preceptos con respecto a otro pueblo extranjero.
Pero dentro de nuestro propio círculo hemos realizado, desde luego, grandes progresos en el dominio de los sentimientos hostiles. Lichtenberg expresa esta idea en la siguiente acertada frase:
«En las ocasiones en que ahora decimos ‘usted dispense’ se andaba antes a bofetadas.»
La hostilidad violenta, prohibida porla ley, ha quedado sustituida por la invectiva verbal, y nuestra mejor inteligencia del encadenamiento de los sentimientos humanos nos roba por su consecuencia -Tout comprendre c’est tout pardonner- una parte cada día mayor de nuestra capacidad de encolerizarnos contra aquellos de nuestros semejantes que entorpecen nuestro camino.
Dotados en nuestra niñez de enérgica disposición a la hostilidad, la cultura personal nos enseña después que es indigno el insulto. Desde que hemos tenido que renunciar a la expresión de la hostilidad por medio de la acción -impedidos de ello por un tercero desapasionado, en cuyo interés se halla la conservación de la seguridad personal- hemos desarrollado, del mismo modo que en la agresión sexual, una nueva técnica del insulto que tiende a hacernos de dicha tercera persona desapasionada un aliado contra nuestro enemigo.
Presentando a este último como insignificante, despreciable y cómico, nos proporcionamos indirectamente el placer de su derrota, de la que testimonia la tercera persona, que no ha realizado ningún esfuerzo con sus risas.
Suponemos, pues, cuál puede ser el papel del chiste en la agresión hostil. Nos permitirá emplear contra nuestro enemigo el arma del ridículo, a cuyo empleo directo se oponen obstáculos insuperables, y, por tanto, elude nuevamente determinadas limitaciones y abre fuentes de placer que habían devenido inaccesibles. Inclinará asimismo al oyente a ponerse a nuestro lado sin gran examen de la bondad de nuestra causa, de igual manera que en otras ocasiones obramos nosotros, concediendo mayor estimación de la merecida al contenido de una frase chistosa, sobornados por el efecto del chiste inocente.
Recordar la frase tan corriente: die Lacher auf seine seite ziehen (inclinar a nuestra causa al que ríe).
Véanse, por ejemplo, los chistes de N., expuestos en el capítulo anterior. Todos ellos son insultos.
Es como si N. quisiera gritar a toda voz:
«¡El ministro de Agricultura es un buey! ¡No me habléis de X.; revienta de vanidad! ¡En mi vida he leído nada más aburrido que los artículos de ese historiador sobre Napoleón!»
Pero su propia categoría social le hace imposible dar a sus juicios tal forma directa. Llaman, pues, éstos en su ayuda al chiste, que les asegura en el oyente una acogida mucho más favorable de la que, no obstante su posible certeza, hubieran obtenido expresados en forma no chistosa. Uno de estos chistes, el del «rojo Fadian» -quizá el más arrollador de todos-, es altamente instructivo.
¿Qué es lo que en él nos obliga a reír y nos aparta tan por completo de la cuestión de si aquello constituye o no una injusticia para con el infeliz escritor? Desde luego, la forma chistosa.
Mas ¿de qué reímos? Indudablemente, de la persona misma que se nos presenta calificada de «rojo Fadian» y especialmente del rojo color de su pelo.
Mas el hombre culto se ha acostumbrado a no reír de los defectos físicos, y, además, el poseer rojos cabellos no es tampoco un defecto que excite nuestra hilaridad.
En cambio, sí es considerado como tal entre los colegiales o entre el pueblo bajo y hasta en el grado de cultura de algunos de nuestros representantes municipales y parlamentarios. Y, sin embargo, este chiste de N. ha hecho posible que nosotros, personas adultas de fina sensibilidad, riamos como colegiales de los rojos cabellos que X. No era ésta, seguramente, la intención de N.; pero es muy dudoso que aquel que lanza un chiste se dé exacta cuenta de toda la intención del mismo.
Si en ese caso el obstáculo opuesto a la agresión y que el chiste ayudó a eludir era de orden interior -la repulsión estética al insulto-, otras veces puede asimismo ser puramente externo.
Así, en el ejemplo en que Serenísimo pregunta al desconocido, cuyasemejanza con su real persona le ha extrañado:
«Su madre de usted, ¿sirvió alguna vez en Palacio?», y obtiene la rápida respuesta:
«No, alteza; pero sí mi padre.» El interrogado hubiera querido maltratar de obra al descarado que con su alusión osaba insultar la memoria de una persona amada; pero el tal descarado es nada menos que Serenísimo, al que es imposible no ya maltratar de obra, sino ni siquiera de palabra, a menos de pagar la venganza con la propia vida. No habría, por tanto, más remedio que tragar en silencio la ofensa.
Mas, afortunadamente, abre el chiste el camino a una venganza exenta de todo peligro, recogiendo la alusión y devolviéndola, merced al medio técnico de la unificación, contra el ofensor. La impresión de lo chistoso queda aquí tan determinada por la tendencia, que, ante la chistosa respuesta, olvidamos que la pregunta del atacante es también, por sí misma, chistosa.
El estorbo del insulto o de la respuesta ofensiva, por circunstancias exteriores, es un caso tan frecuente, que el chiste tendencioso es usado con especialísima preferencia para hacer viable la agresión o la crítica contra superiores provistos de autoridad.
El chiste representa entonces una rebelión contra tal autoridad, una liberación del yugo de la misma.
En este factor yace asimismo el encanto de la caricatura, de la cual reímos, aunque su acierto sea mínimo, simplemente porque contamos como mérito de la misma dicha rebelión contra la autoridad.
Esta idea de que el chiste tendencioso es tan grandemente apropiado para el ataque contra lo elevado, digno y poderoso, que se halla protegido por obstáculos interiores o circunstancias externas contra todo rebajamiento directo, nos fuerza a una especial concepción de
determinados grupos de chistes que parecen dirigirse a personas de menor valer y más indefensas.
Me refiero a las historietas sobre los intermediarios matrimoniales judíos, de las cuales hemos expuesto algunas al investigar las diversas técnicas del chiste intelectual.
En varias de ellas, por ejemplo, las de «¡También es sorda!» y «¡Quién se atreve a prestar nada a esta gente!», hemos reído del intermediario como de un hombre imprudente y ligero, que se nos hace cómico por escapársele la verdad automáticamente.
Pero ¿corresponde, tanto lo que hemos averiguado de la naturaleza del chiste tendencioso como la magnitud de nuestra complacencia ante estas historietas, a la infeliz condición de las personas sobre las que el chiste parece reír? ¿Son éstos adversarios dignos del chiste? ¿No parece más bien que el mismo presenta en primer término al intermediario matrimonial para herir encubiertamente algo más importante? No debemos despreciar estas sospechas.
La anterior interpretación de las historietas sobre los intermediarios judíos permite aún ser continuada. Cierto es que puedo no intentarlo y contentarme con ver en estas historietas simples «cuentos», negándoles el carácter de chiste.
Existe, pues, también una condicionalidad subjetiva del chiste, que ha llamado ahora nuestra atención y que deberemos investigar más adelante. Tal condicionalidad marca que sólo es un chiste aquello que yo admito como tal. Lo que para mí es un chiste puede, para otra persona, ser simplemente una cómica historieta.
Mas si un chiste permite esta duda, ello no puede ser más que por el hecho de que posee una fachada -en este caso, cómica- en la que se detiene satisfecha la mirada de unos, mientras que otros intentan ver lo que hay detrás.
Podemos, igualmente, sospechar que esta fachada se halla destinada a deslumbrar la mirada inquisitiva y que, por tanto, tales historietas tienen algo que ocultar. De todos modos, si estas historietas son chistes, lo son de excelente calidad, pues gracias a su fachada pueden ocultar no sólo lo que tienen que decir, sino hasta que tienen que decir algo prohibido.
Pero podemos intentar una interpretación que descubra lo prohibido y revele a estas historietas de cómica fachada como chiste tendencioso. Todo aquel que en un momento de distracción deja escapar la verdad, se alegra en realidad de verse libre del impuesto disfraz.
Esto es un probado hecho psicológico. Sin tal consentimiento interior nadie se deja dominar por el automatismo que hace aquí surgir la verdad.
Mas con tal automática confesión se transforma la ridícula personalidad del intermediario en simpática y digna de compasión. Qué felicidad debe de ser para el pobre hombre poder arrojar por fin la carga del engaño, cuando aprovecha en el acto la primera ocasión para gritar al novio toda la verdad.
En cuanto se da cuenta de que todo se ha perdido y que la propuesta novia no es del gusto de su cliente, confiesa encantado todos los demás defectos de la primera, que el segundo no ha observado todavía, o aprovecha la ocasión para exponer, por medio de un detalle, un decisivo argumento con el que expresa su desprecio por las gentes a cuyo servicio viene actuando:
«¡Quién se atreve a prestar nada a esta gente !» Todo el ridículo cae entonces, no sólo sobre la familia de la novia, de la que en el resto de la historieta apenas si se ha hablado y que es capaz de poner en práctica tal engaño con tal de colocar a la muchacha, sino también sobre la miserable condición moral de tales mujeres, que se dejan caer de un modo tan poco decoroso, y sobre la indignidad de los matrimonios celebrados merced a semejantes manejos.
El intermediario es, precisamente, el llamado a exponer esta crítica, por ser el que mejor enterado está de tan vergonzosos expedientes; pero no puede hacerlo abiertamente, pues es un pobre diablo que tiene que vivir de ellos.
En un idéntico conflicto se encuentra también el espíritu popular que ha creado esta historieta y otras semejantes, pues sabe muy bien que la santidad del matrimonio padece mucho con el descubrimiento de los incidentes que acompañaron su preparación.
Recordemos también cómo en la investigación de la técnica del chiste observamos que el contrasentido que aparece en el mismo es con frecuencia una sustitución de la burla o la crítica existentes en los pensamientos que tras el chiste se esconden, cosa en la que la elaboración del chiste actúa en forma idéntica a la de los sueños.
Ahora encontramos confirmado de nuevo este estado de cosas. Tales burla y crítica no se refieren al intermediario, según pudiera deducirse de los ejemplos anteriores, pues existe toda otra serie de chistes de igual género en los que el mismo nos es presentado, muy al contrario, como persona en extremo inteligente, cuya dialéctica sabe vencer toda dificultad.
Son estas últimas historietas su fachada lógica, en lugar de cómica, chistes intelectuales sofísticas.
En uno de ellos, el intermediario se las arregla para cerrar la boca al novio, que se queja de la cojera de la muchacha, con una razón incontrovertible en apariencia. La cojera de la novia es, por lo menos, un «hecho consumado», mientras que otra mujer, libre de tal defecto, con la que pudiera casarse, estaría siempre en peligro de caer, rompiéndose una pierna, y entonces vendrían los dolores, la enfermedad y los gastos consiguientes, cosas todas que podría ahorrarse matrimoniando a la ya coja.
Asimismo, en otra historieta análoga se las arregla el intermediario para rechazar con excelentes argumentos toda una serie de inconvenientes aducidos por el novio y salir luego al paso del último, irrefutable ya, con la exclamación:
«¡Hombre, alguna falta había de tener!», como si de las anteriores alegaciones no hubiese de haber quedado necesariamente un suficiente resto. No es difícil señalar, en estos dos ejemplos, el punto débil de la argumentación, y así lo hemos hecho al investigar su técnica.
Mas ahora nuestro interés se dirige hacia otro lado.
Si las frases del intermediario muestran tal apariencia lógica, que se desvanece en cuanto las sometemos a un reflexivo examen, ello se debe a que, en el fondo, es a él a quien el chiste da la razón.
Pero no atreviéndose a dársela rigurosamente en su contenido ideológico, lo hace por medio de la apariencia lógica que presenta su expresión verbal.
Sin embargo, en este caso, como en otros muchos, la chistosa fachada deja entrever la interior seriedad. No será, pues, equivocado aceptar que todas las historietas que presentan una fachada lógica quieren realmente decir aquello que afirman, basándose en fundamentos intencionadamente defectuosos.
Este empleo del sofisma para la encubierta exposición de la verdad es precisamente lo que les presta el carácter del chiste, el cual depende, por tanto, principalmente, de la tendencia.
Aquello que las dos historietas que ahora analizamos quieren indicar es que el pretendiente resulta ridículo rebuscando tan cuidadosamente las cualidades de la novia, que todas le resultan negativas, sin tener en cuenta, que sea esta u otra cualquiera la mujer que ha de hacer suya, siempre será una criatura humana con sus inevitables defectos, mientras que las únicas cualidades que harían posible el matrimonio, salvando la más o menos defectuosa personalidad de la mujer, serían la mutua inclinación y la recíproca disposición a adaptarse cariñosamente, cosas ambas a las que ni siquiera se hace la menor alusión en todo el trato.
La burla contra el pretendiente contenida en todos estos ejemplos, en los que el intermediario desempeña con gran propiedad el papel de hombre superior, aparece mucho más definida en otras historietas análogas. Cuanto más precisas son estas historietas, menos técnica poseen, constituyendo tan sólo casos límites del chiste, con cuya técnica no presentan más punto común que la formación de una fachada.
Pero a causa de su tendencia y de la ocultación de la misma tras de una fachada adquieren totalmente el efecto de un chiste. La pobreza de sus medios técnicos explica también que muchos chistes de esta clase no pueden prescindir en su expresión, sin perder gran parte de su poder, o sea del argot, elemento cómico de efecto análogo al de la técnica del chiste.
Expondremos aquí una de estas historietas, que, poseyendo toda la fuerza del chiste tendencioso, no deja traslucir indicio alguno de la técnica del mismo.
El intermediario pregunta:
«¿Qué cualidades exige usted de la novia?» Respuesta:
«Tiene que ser bonita, rica e instruida.» «Bien -replica el intermediario-; pero de eso hago yo tres partidos.» Aquí la burla del intermediario es expresada directamente, y ya no encubierta por los ropajes del chiste.
En los ejemplos expuestos hasta ahora, la encubierta agresión se dirigía aún contra personas; así, en los chistes matrimoniales, contra todas las partes interesadas en la boda: novia, pretendiente y familia.
Mas el chiste puede atacar igualmente a aquellas instituciones, personas representativas de las mismas, preceptos morales o religiosos e ideas, que, por gozar de elevada consideración, sólo bajo la máscara del chiste, y precisamente de un chiste cubierto por su correspondiente fachada, nos atrevemos a arremeter contra ellas.
Obraremos, a mi juicio, acertadamente reuniendo estos chistes bajo una denominación especial, que determinaremos después de analizar algunos ejemplos de esta clase.
Recordemos ahora los ejemplos del arruinado gourmet (‘salmón con mayonesa’) y del alcohólico profesor, que incluimos entre los chistes sofísticos por desplazamiento, y prosigamos su interpretación. Hemos visto después que cuando la fachada de una historieta muestra una apariencia lógica, el pensamiento de la misma da la razón a su protagonista; pero, cohibido por determinados obstáculos, no se ha atrevido a verificarlo más que en un solo punto en el que la sinrazón del sujeto es fácilmente demostrable.
La pointe ahí elegida es la justa transacción entre su razón y su sinrazón, término medio que, naturalmente, no resuelve el dilema, pero sí corresponde al conflicto que en nosotros mismos hace al tratar de enjuiciar el caso.
Ambas historietas son sencillamente epicúreas, pues lo que quieren decir es:
«Sí; ese hombre tiene razón; no hay nada superior al placer, y es indiferente la forma en que podamos proporcionárnoslo.» Esto parece francamente inmoral, y en el fondo no es otra cosa que el carpe diem del poeta, basado en la inseguridad de la vida humana y en la esterilidad de la renunciación virtuosa.
Si la idea de que el arruinado gourmet del chiste obra justamente, no privándose de su plato favorito, repugna tanto a nuestra conciencia, ello se debe tan sólo a tratarse aquí de un placer inferior que nos parece fácilmente renunciable.
En realidad, todos y cada uno de nosotros hemos tenido épocas en las que hemos dado la razón a esta filosofía, rebelándonos contra una moral que sólo sabe exigirnos continuos sacrificios sin ofrecernos compensación alguna.
Desde que la existencia de un más allá, en el que toda renunciación ha de ser premiada, no es aceptada ya por los hombres -y habría, además, muy pocos creyentes si la fe se midiera por la capacidad de renunciación-, se ha convertido el carpe diem en una seria advertencia. Quisiéramos aplazar la satisfacción, pero ¿sabemos acaso si mañana nos hallaremos aún con vida? Di doman’ non c’è certezza.
Renunciaríamos con gusto a aquellos caminos de la satisfacción que la sociedad nos prohibe, mas ¿estamos seguros de que aquélla premiará tal renuncia abriéndonos -aunque sea tras de una larga espera- un camino permitido?
Puede decirse en voz alta lo que estos chistes se atreven tan sólo a murmurar; esto es, que los deseos y anhelos de los hombres tienen un derecho a hacerse oír al lado de las amplias y desconsideradas exigencias de la moral, y no ha faltado en nuestros días quien con acertada y firme frase ha dicho que nuestra moral es únicamente la egoísta prescripción de una minoría de ricos y poderosos que pueden satisfacer a toda hora, sin aplazamiento alguno, todos sus deseos.
Hasta tanto que la Medicina haya logrado asegurar nuestra vida y contribuyan las normas sociales a hacerla más satisfactoria, no podrá ser ahogada en nosotros la voz que se alza contra las exigencias de la Moral.
Por lo menos, todo hombre sincero ha de hacerse eco íntimamente de esta confesión.
Sólo indirectamente y mediante una nueva ideología es posible resolver este conflicto. Debemos ligar nuestra vida a la de los demás e identificarnos con ellos de tal modo, que la brevedad de la propia duración resulte superable.
Pensando así, no debemos intentar a toda costa la satisfacción de nuestras necesidades, aun por no existir razones según las cuales debamos dejarlas insatisfechas, dado que sólo la perduración de tantos deseos incumplidos puede desarrollar un día poder suficiente para transformar el orden social.
Mas como no todas las necesidades personales pueden ser desplazadas de este modo y transferidas a otros, no existirá, por tanto, una general y definitiva solución del conflicto.
Sabemos, pues, ya cómo hemos de denominar los chistes del género últimamente analizados: son chistes cínicos. Lo que en ellos ocultan es un cinismo.
Entre las instituciones que el chiste cínico acostumbra atacar ninguna posee mayor importancia ni se halla más protegida por los preceptos morales que el matrimonio, pero también ninguna otra invita más al ataque. De aquí que sea aquélla sobre la que ha caído la mayor cantidad de chistes cínicos. No existe aspiración personal más enérgica que la de la libertad sexual, y en ningún otro sector ha intentado ejercer la civilización una opresión más fuerte que en el de la sexualidad.
Para nuestras intenciones nos bastará con un único ejemplo, que ya expusimos en páginas anteriores.
«La mujer propia es como un paraguas.
Siempre se acaba por tomar un simón.» Ya analizamos la complicada técnica de este ejemplo.
Se trata de una comparación desconcertante y, en apariencia, imposible; pero que, como ahora veremos, no es chistosa en sí.
A más, una alusión (simón o coche público), y, en calidad de enérgico medio técnico, una omisión que la hace casi ininteligible. La comparación podría explicarse en la siguiente forma: se casa uno para asegurarse contra los ataques de la sexualidad y luego resulta que el matrimonio no permite la total satisfacción de la misma, exactamente como sucede cuando se toma un paraguas para librarse de la lluvia, y, sin embargo, se moja uno en cuanto el agua cae con cierta violencia.
En ambos casos tiene uno que buscar una más eficaz protección, un coche público o una mujer asequible por dinero. De este modo queda el chiste casi por completo sustituido por un cinismo. Que el matrimonio no es suficiente a satisfacer la sexualidad del hombre es cosa que no nos atrevemos a declarar abierta y públicamente, a menos que no nos impulse a ello un amor a la verdad y un celo reformador como los de Cristián von Ehrenfels. La fuerza de este chiste consiste en haber expresado tal idea, aunque con toda clase de rodeos.
Un caso especialmente favorable para el chiste tendencioso aparece cuando la crítica rebelde se dirige contra la propia persona, en tanto en cuanto forma parte de una colectividad; por ejemplo, la propia raza o nacionalidad.
Esta condición de la autocrítica nos explica que precisamente sobre el suelo de la vida popular judía haya fructificado una gran cosecha de excelentes chistes, de la que hemos dado suficientes muestras en páginas anteriores.
Son historietas creadas por individuos del pueblo judío y dirigidas contra peculiaridades de su propia raza. Los chistes que sobre los judíos han sido hechos por personas no pertenecientes a su pueblo son generalmente brutales chanzas en las que todo chiste es ahorrado por el hecho de constituir siempre el judío para los extraños una figura cómica.
También los chistes de los judíos sobre sí mismos conceden este hecho, pero su mejor conocimiento de sus verdaderos defectos y de la conexión de éstos con sus buenas cualidades, así como la participación de la propia persona en lo criticable, crean la condición subjetiva de la elaboración del chiste, muy difícil de establecer en otro caso.
Como ejemplo de este género, indicaremos aquella historieta, ya antes expuesta, en la que un judío depone toda corrección en cuanto ve que su nuevo compañero de viaje es un correligionario.
Hemos examinado este chiste como un caso de exposición por una minucia, y su misión es indicarnos la democrática manera de pensar de los judíos, que no reconocen entre ellos superiores e inferiores, concepción que, si bien tiene su lado bueno, impide también toda disciplina y toda acción conjunta. Otra serie de chistes, especialmente interesantes, describe las relaciones entre los judíos ricos y sus correligionarios pobres. Los héroes de estas historietas son el mísero «sablista» (‘Schnorrer’) y el rico negociante o ennoblecido barón.
El sablista, que acude a almorzar todos los domingos a la misma casa, aparece un día acompañado de un joven desconocido, que pasa con él al comedor.
«¿Quién es este joven?», pregunta el dueño de la casa.
«Mi yerno -responde el invitado-; se casó con mi hija la semana pasada y me he comprometido a darle de comer durante un año.»
Todos estos chistes poseen igual tendencia, que se nos muestra claramente en otra historieta ya expuesta:
«El sablista pide al rico barón el dinero necesario para pasar una temporada en Ostende, pues el médico le ha recomendado los baños de mar.
El barón encuentra que Ostende es un lugar carísimo y que en cualquier otra playa más modesta tendrían los baños iguales efectos medicinales.
Pero el sablista rechaza la idea exclamando:
«Tratándose de mi salud, nada me parece caro.» Es éste un excelente chiste por desplazamiento, que podemos tomar como modelo de su género.
El barón quiere ahorrarse dinero, mas el sablista le responde como si el dinero del barón fuera el suyo propio, que sí podría él sacrificar a su salud.
El descaro de su pretensión nos invita a reír; pero, excepcionalmente, no están estos chistes provistos de una fachada cuya comprensión induzca a error. La verdad que en ellos se esconde es que el sablista, que trata imaginativamente el dinero del barón como si fuese suyo, tiene -conforme a los sagrados preceptos del pueblo judío- un casi pleno derecho a obrar así. Naturalmente, la rebelión que ha dado origen a este chiste se dirige contra tal ley, que constituye una penosa carga hasta para los más piadosos.
Otra historia:
«Un sablista encuentra en la escalera de un rico negociante a otro pobre diablo del mismo oficio, que le aconseja no continúe su camino.
«No subas hoy; el barón está de mal humor. Lo más que da es un florín.» «¡Ya lo creo que subo! -responde el primero-. ¿Por qué he de regalarle un florín? Acaso me regala él algo a mí?» Este chiste se sirve de la técnica del contrasentido, haciendo afirmar al sablista que el barón no le regala nada en el mismo momento en que se dispone a mendigar su regalo.
Pero el contrasentido es tan sólo aparente, pues es casi cierto que el rico barón no le regala nada obligado como está por la ley religiosa a dar limosna, y debe incluso agradecer al sablista que le dé ocasión de ejercer la caridad. La vulgar concepción burguesa de la limosna se halla aquí en contradicción con la religiosa y se rebela abiertamente contra ella en otra historieta en la que el barón, emocionado ante la lamentable historia que el sablista le cuenta, llama a sus criados, y exclama:
«¡Echad a este hombre! ¡Me está angustiando con sus lágrimas !» Esta franca exposición de la tendencia constituye un nuevo caso límite del chiste. De la queja no chistosa:
«No es realmente ventaja ninguna ser rico, siendo judío. La miseria ajena no le deja a uno gozar de la propia felicidad.» No se alejan estas dos últimas historietas casi más que por su exposición en forma anecdótica.
Otras historietas que representan asimismo, técnicamente, casos límites del chiste, testimoniande un cinismo profundamente pesimista:
«Un sordo consulta su dolencia al médico, el cual diagnostica que la sordera es debida al abuso que el paciente hace de las bebidas espirituosas, y como primera medida curativa le aconseja una completa abstención. Tiempo después, el médico encuentra en la calle al enfermo y le pregunta, alzando la voz, por su estado de salud.
«Ya estoy bien -responde el interrogado-. No necesita usted gritarme. Dejé de beber aguardiente y he recobrado el oído.» De nuevo pasa el tiempo y vuelven a encontrarse ambos individuos.
El médico se dirige ya esta vez a su cliente en voz natural, pero advierte que no le oye.
«Me parece que ha vuelto usted a beber -le grita entonces-, y por eso no oye bien otra vez.»
«Puede que tenga usted razón -responde el sordo-. He vuelto a beber aguardiente y le voy a explicar a usted por qué. Mientras dejé de beber oía bien, pero nada de lo que oía era tan bueno como el aguardiente.»
Este chiste carece de todo medio técnico; el argot y las artes del relato tienen que contribuir a provocar la risa, mas detrás de ella espía una triste interrogación: ¿No tendrá el individuo razón sobrada en elegir como lo ha hecho? Estas historietas pesimistas aluden todas ellas a la diversa y desesperanzada miseria de los judíos, y a causa de esta conexión tenemos que incluirlas entre los chistes tendenciosos.
Otros chistes, cínicos en análogo sentido, y no todos judíos, atacan a los dogmas religiosos y a la misma fe. La historia de la «visión del rabino», cuya técnica consistía en el error intelectual de la equivalencia de fantasía y realidad (también sería defendible su inclinación entre los chistes por desplazamiento), es uno de tales chistes cínicos o críticos, que se dirige contra los hacedores de milagros y seguramente contra la fe en estos últimos.
Un chiste directamente blasfemo sería el que se atribuye a Heine en su agonía. Cuando el sacerdote le exhortaba cariñosamente a confiar en la gracia divina y a esperar que hallaría en Dios perdón para sus pecados, hubo de contestar:
«Bien sûr qu’il me pardonnera; c’est son métier.» Es ésta una rebajante comparación y, técnicamente, no posee más valor que el de una alusión.
Mas la fuerza del chiste se halla en su tendencia. Lo que quiere decir es:
«Claro que me perdonará; para eso está y para eso precisamente me lo he procurado» (como se procura uno un médico o un abogado). De este modo se halla viva aún en el impotente agonizante la conciencia de haber creado a Dios y haberle conferido un determinado poder para servirse de El en la ocasión propicia. La criatura mortal se da a conocer, aun en el momento de su destrucción, como creadora.
—
(4) A las especies hasta ahora examinadas del chiste tendencioso, o sea a los chistes desnudadores u obscenos, agresivo (hostil) y cínico (crítico, blasfemo), queremos agregar como la más rara una nueva, cuyo carácter aclararemos por medio de un excelente ejemplo: Dos judíos se encuentran en un vagón de un ferrocarril de Galitzia.
«¿Adónde vas?» pregunta uno de ellos.
«A Cracovia», responde el otro.
«¿Ves lo mentiroso que eres -salta indignado el primero-. si dices que vas a Cracovia, es para hacerme creer que vas a Lemberg.
Pero ahora sé que de verdad vas a Cracovia.
Entonces, ¿para qué mientes?» Esta graciosísima historieta, que demuestra un gran ingenio, actúa claramente por medio de la técnica del contrasentido. ¿De manera que el judío se ve acusado de mentiroso por haber dicho que va a Cracovia, término efectivo de su viaje? Este enérgico medio técnico -el contrasentido- se halla, sin embargo, apareado en este caso con una técnica distinta, la exposición antinómica, pues conforme a la no rebatida afirmación del primero, el segundo miente cuando dice la verdad y dice la verdad por medio de una mentira.
El más serio contenido de este chiste es, sin embargo, la interrogación que abre sobre las condiciones de la verdad: señala nuevamente un problema y aprovecha la inseguridad de uno de nuestros usuales conceptos.
¿Decimos verdad cuando describimos las cosas tal como son, sin ocuparnos de cómo el que nos oye interpretará nuestras palabras? ¿O es ésta tan sólo una verdad jesuítica y la legítima veracidad consistirá más bien en tener en cuenta al que nos escucha y procurarle un fiel retrato de su propio conocimiento? Los chistes de este género me parecen suficientemente distintos de los demás para colocarlos en lugar aparte.
Aquello que atacan no es una persona ni una institución, sino la seguridad de nuestro conocimiento mismo, uno de nuestros bienes especulativos. Les corresponderá, por tanto, el nombre de chistes escépticos.
—
(5) En el curso de nuestro examen de las tendencias del chiste hemos conseguido numerosas aclaraciones y hallado muchas cosas que nos impulsan a proseguir nuestra investigación; pero los resultados obtenidos en este capítulo plantean, al agregarse a los que decimos en el anterior, un difícil problema.
Si es cierto que el placer que el chiste produce depende, por un lado, de la técnica, y por otro de la tendencia, ¿desde qué punto de vista común se dejarían reunir estas dos fuentes de placer -tan diversas- del chiste?