Planeta Freud

024a. 6. El chiste y su relación con el inconsciente – 1905

Posted on: agosto 4, 2009

3. Parte teórica

El chiste y las especies de lo cómico

(1) El camino por el que hemos logrado aproximarnos a los problemas de lo cómico se aparta bastante de los seguidos por investigadores anteriores.

Pareciéndonos que el chiste, considerado generalmente como un subgrupo de la comicidad, ofrecía suficientes peculiaridades para ser objeto por sí mismo de una investigación directa, hemos ido eludiendo, mientras nos ha sido posible, su relación con la más amplia categoría de lo cómico, aunque no sin hallar en el curso de nuestra labor algunos muy importantes para el conocimiento de la comicidad.

Así, hemos descubierto, sin gran dificultad, que la conducta social de lo cómico es distinta de la del chiste. Lo cómico no precisa sino de dos personas: una que lo descubre y otra en la que es descubierto. La participación de una tercera persona, a la que lo cómico es comunicado, intensifica el proceso cómico, pero no agrega a él nada nuevo.

Por el contrario, el chiste precisa obligadamente de dicha tercera persona para la perfección del proceso aportador de placer, pudiendo, en cambio, prescindir de la segunda cuando no es agresivo o tendencioso.

El chiste «se hace», y la comicidad «se descubre», o sea, en primer lugar, en las personas, o, secundariamente y merced a una transferencia, en los objetos, situaciones, etc.

En nuestro análisis del chiste hemos averiguado que no es en personas extrañas a nosotros, sino en nuestros propios procesos mentales, donde el mismo halla las fuentes de placer que de alumbrar se trata. Vemos también que el chiste sabe abrir de nuevo fuentes de placer que habían devenido inaccesibles, y que lo cómico le sirve con frecuencia de fachada y se sustituye al placer preliminar que tendría que lograr por medio de la técnica ya investigada en capítulos anteriores, circunstancias todas que indican la existencia de múltiples relaciones entre el chiste y la comicidad.

Mas los problemas de lo cómico muestran tal complicación y han eludido tan obstinadamente los esfuerzos de la investigación filosófica, que no podemos abrigar la esperanza de que, partiendo del estudio del chiste, hemos de lograr resolverlos sin dificultad.

Además, si para la investigación del chiste disponíamos de un instrumento -el conocimiento de la elaboración de los sueños- del que no pudieron servirse los que en el estudio de esta materia nos han precedido, para el investigador de la comicidad no poseemos nada análogo que facilite nuestra labor.

Debemos, pues, hallarnos preparados a no descubrir de la esencia de la comicidad mucho más de lo que ya se nos ha revelado al estudiar el chiste como parte hasta cierto punto integrante de la misma, que entrañaba en su esencia -intactos o modificados- determinados rasgos de lo cómico.

Lo ingenuo es la especie de lo cómico más cercana al chiste.

Es, en general, «descubierto» como la comicidad, y no «hecho», como el chiste, carácter que presenta con mayor exclusividad que ninguna otra especie de lo cómico, pues dentro de lo cómico puro cabe todavía cierta voluntad de hacer surgir la comicidad; esto es, de aquello que, por analogía con la corriente expresión de «poner en ridículo», pudiéramos denominar «poner en cómico».

Lo ingenuo tiene que producirse, sin nuestra intervención, en los actos o palabras de otras personas, que ocupan el lugar de la segunda persona del chiste o de la comicidad, y nace cuando el sujeto parece vencer sin esfuerzo alguno una coerción que en realidad no existe en él.

Esta sensación, en el sujeto, de la coerción que nosotros suponemos existente es condición precisa de lo ingenuo, pues, si no, no lo calificaríamos de tal, sino de desvergonzado, y no despertaría nuestra hilaridad, sino nuestra indignación.

El efecto de lo ingenuo es irresistible y nada difícil de comprender. Un gasto de coerción efectuado habitualmente por nosotros deviene de pronto superfluo por la audición de la ingenuidad y es descargado en la risa, sin que sea necesaria desviación alguna de la atención, dado que la remoción del obstáculo se lleva a cabo directamente y no por medio de un proceso puesto en actividad por un estímulo determinado.

Nos conducimos aquí de un modo análogo al de la tercera persona del chiste, a la que el ahorro de coerción es regalado sin necesidad de esfuerzo alguno por su parte.

Tras el conocimiento que de la génesis del chiste hemos adquirido persiguiendo el desarrollo de este último desde su grado de juego, no puede maravillarnos que lo ingenuo aparezca sobre todo en los niños y, secundariamente, en los adultos poco cultivados, a los que, por su escaso desarrollo intelectual, podemos considerar como niños. Naturalmente, los dichos ingenuos se prestarán mejor que los actos de igual naturaleza para establecer una comparación de la ingenuidad con el chiste dado que éste encuentra su habitual forma expresiva en la palabra y no en la acción.

Ahora bien: es muy significativo el hecho de que determinadas manifestaciones ingenuas, como las de los niños, puedan, sin violencia alguna, ser igualmente calificadas de «chistes ingenuos».

En algunos ejemplos podremos ver con facilidad tanto aquello en lo que el chiste y la ingenuidad coinciden como aquello en que difieren. Una niña de tres años y medio advierte a su hermano:

«No comas tanto. Te pondrás malo y tendrás que tomar una Bubizin (por medicina).» «¿Bubizin? -pregunta la madre-. ¿Qué es eso?» «Sí -replica la niña-; cuando yo estuve mala, también tuve que tomar una ‘Medizin’»

La niña cree que el remedio que le prescribió el médico se llamaba ‘Mädi-zin’ por estar destinada a ella (Mädi = niña, nena); y deduce que, siendo para su hermanito, deberá llamarse Bubi-zin (Bubi = niño, nene). Las palabras de la niña se nos muestran como un chiste verbal por similicadencia; pero considerándolas como tal chiste, apenas si nos harán sonreír forzadamente.

En cambio, como ingenuidad nos parece excelentes y nos mueven a risa.

Mas ¿qué es lo que en este caso constituye la diferencia entre el chiste y lo ingenuo? Observamos, desde luego, que tal diferencia no estriba en la expresión verbal ni tampoco en la técnica, que son idénticas para ambas posibilidades, sino en un factor a la primera vista muy alejado de las mismas.

La determinación dependerá exclusivamente de que supongamos que el sujeto ha tenido la intención de hacer un chiste o que, por el contrario, no ha hecho sino deducir de buena fe una consecuencia, dejándose guiar por su infantil ignorancia.

Sólo en este último caso se tratará de una ingenuidad. Vemos, pues, que lo ingenuo nos ofrece, por vez primera en el curso de estas investigaciones, un caso de transporte del oyente al proceso psíquico de las personas productoras.

El análisis de un segundo ejemplo confirmaré esta hipótesis: Dos hermanos, una niña de doce años y un niño de diez, representan ante un público familiar una obra teatral de la que ellos mismos son autores. La escena representa una cabaña a orillas del mar.

En el primer acto se lamentan los dos únicos personajes, un pobre pescador y su mujer, de lo trabajoso y miserable de su vida.

El marido decide embarcar en un bote y salir a buscar fortuna en lejanos países. Una cariñosa despedida pone fin al primer acto.

Al comenzar el segundo han pasado varios años. El pescador ha hecho fortuna y torna a su hogar con una gran bolsa de dinero. Encuentra a su mujer esperándole en la puerta de la choza y le hace el relato de sus aventuras. La buena mujer, no queriendo ser menos, le responde, llena de orgullo:

«Tampoco yo he estado holgazaneando todo este tiempo.

Mira.» Y abriendo la puerta de la cabaña, le muestra doce niños -todos los muñecos de los actores-autores- durmiendo en el suelo…

Al llegar a este punto quedó la representación interrumpida por las estruendosas carcajadas del auditorio, y los intérpretes enmudecieron, llenos de asombro, ante aquella inesperada hilaridad de sus familiares, que hasta entonces habían constituido un público modelo de corrección.

Estas risas se explican por la circunstancia de que los espectadores suponen, naturalmente, que los infantiles autores desconocen aún por completo las condiciones del nacimiento de los niños y creen, por tanto, que una mujer puede vanagloriarse de la descendencia obtenida durante una larga ausencia del esposo y que éste ha de regocijarse del fausto suceso.

Aquello que los autores han producido basándose en su ignorancia puede calificarse de absurdo o desatinado, y esta ignorancia infantil, que tan radicalmente transforma el proceso psíquico en el oyente, es lo que constituye la esencia de la ingenuidad.

Es fácil, por tanto, incurrir en error al apreciar lo ingenuo, suponiendo existente en el niño una ignorancia ya desaparecida, error que es con frecuencia aprovechado por el sujeto infantil para permitirse, simulando ingenuamente, libertades que de otro modo no le serían consentidas.

El análisis de estos ejemplos nos descubre y aclara la posición de lo ingenuo entre el chiste y lo cómico. La ingenuidad (verbal) coincide con el chiste en la expresión y en el contenido, haciendo nacer un equivocado empleo de palabras, un absurdo o un «dicho verde».

Pero el proceso psíquico que se realiza en la primera persona y que tan interesante y misterioso se nos ha mostrado en el chiste falta aquí por completo. La persona ingenua cree haberse servido normalmente de sus medios expresivos e intelectuales. No abriga la menor arrière pensée (segunda intención) ni extrae placer alguno de la producción de la ingenuidad. Todos los caracteres de la misma dependen tan sólo de la interpretación del oyente, el cual ocupa aquí el lugar de la tercera persona del chiste.

La primera persona -el autor de la ingenuidad- crea ésta sin esfuerzo alguno, y la complicada técnica, destinada en el chiste a paralizar la coerción que la razón crítica pudiera ejercer, no tiene por qué existir en la ingenuidad, puesto que la misma se halla aún libre de tal coerción y puede producir directamente -sin recurrir a transacción ninguna- el desatino o la procacidad.

En este sentido constituye lo ingenuo aquel caso límite del chiste que resultaría de hacer igual a cero, en la fórmula de la elaboración del mismo, la magnitud de la censura.

Si para la eficacia del chiste era condición que ambas personas se hallasen sometidas a idénticas o muy análogas coerciones o resistencias internas, en cambio, lo será de la ingenuidad que una de las personas posea coerciones de las que la otra está libre.

De estas personas, la primera será la que decida si algo constituye o no una ingenuidad y, además, la única en la que lo ingenuo producirá una aportación de placer.

Este placer que la ingenuidad hace surgir podemos determinarlo como producto de la remoción de una coerción, y dado que el placer del chiste posee idéntico origen -un nódulo de placer verbal o disparatado y una envoltura de placer de remoción y de minoración-, podremos fundar en la analogía de sus relaciones con la coerción el íntimo parentesco del chiste con la ingenuidad.

En ambos nace placer de la remoción de una coerción interna; más el proceso psíquico que se verifica en la persona receptora (que en la ingenuidad es, generalmente, nuestro propio yo, mientras que en el chiste puede éste ocupar el puesto de persona productora) es en la ingenuidad mucho más complicado que en el chiste y, en cambio, mucho más sencillo el correspondiente a la persona productora.

Sobre la persona receptora tiene la ingenuidad oída que actuar, desde cierto punto de vista, como chiste -circunstancia que aparece patente en los ejemplos antes expuestos-, pues, como en el chiste sucede, facilita en dicha persona, y sin el menor esfuerzo por parte de la misma, la remoción de la censura.

Mas sólo una parte del placer provocado por la ingenuidad puede explicarse por este proceso, y aun esta parte desaparecería en casos como el de la procacidad ingenua, ante la cual podríamos reaccionar con igual indignación que ante una franca procacidad, si un diferente factor no nos ahorrara dicha indignación y produjera al mismo tiempo la parte más importante del placer de lo ingenuo.

Este otro factor está constituido por la condición, antes indicada, de que para aceptar algo como una ingenuidad tiene que sernos conocida la falta de coerción íntima en la persona productora.

Sólo cuando esta falta nos consta reímos en lugar de indignarnos. Tomamos, por tanto, en cuenta el estado psíquico de la persona productora y nos transportamos a él tratando de comprenderlo por medio de su comparación con el nuestro propio, comparación de la que resulta un ahorro de gasto que descargamos por medio de la risa.

A esta explicación pudiéramos preferir otra más sencilla, consistente en suponer que, al darnos cuenta de que la persona productora no tenía necesidad de dominar ninguna coerción, devenía superflua nuestra indignación. De este modo, la risa nacería de la indignación ahorrada.

Mas para alejarnos de esta hipótesis, que habría de inducirnos en error, estableceremos una definida separación entre dos casos que antes expusimos conjuntamente. Lo ingenuo que ante nosotros aparece puede ser de la naturaleza del chiste, como en los ejemplos expuestos, y también de la del «dicho verde», o, en general, pertenecer a aquello que motiva nuestra repulsa, sobre todo si se trata no ya de palabras, sino de actos.

Este último caso es especialmente apto para confundir nuestro juicio, pues en él pudiéramos aceptar que el placer nacía de la indignación ahorrada y transformada.

Pero el primer caso, el de la ingenuidad puramente verbal, nos sirve de guía. Así, la ingenua frase de la ‘Bubizin’ puede hacer de por sí el efecto de un chiste harto débil y no da el menor motivo de indignación.

Es éste, ciertamente, el caso menos frecuente, pero también el más puro e instructivo.

Al aceptar que la niña cree de buena fe y sin segunda intención alguna de la identidad de las sílabas ‘Medi’ de ‘Medizin’ con el nombre quecariñosamente le dan sus familiares (Mädi = nena), experimenta nuestro placer una intensificación que no tiene ya nada que ver con el placer del chiste. Consideramos, pues, lo dicho por la niña desde dos puntos de vista, una vez, tal y como en ella se ha producido, y otra, tal y como se produciría en nosotros.

De esta comparación resulta que la niña ha hallado una identidad que sabemos inexistente y ha traspasado una barrera que en nosotros continúa alzada, y prosiguiendo luego nuestra reflexión nos damos cuenta de que si queremos comprender la ingenuidad podemos ahorrarnos el gesto necesario para mantener en pie dicha barrera.

El gasto que como resultado de esta comparación queda libre constituye la fuente del placer de la ingenuidad y es descargado por medio de la risa, siendo el mismo que hubiéramos transformado en indignación si el infantil proarrollo intelectual de la persona productora y la naturaleza de lo manifestado no excluyera en este caso todo motivo para ello.

Mas tomando ahora al chiste ingenuo como modelo para el caso restante, o sea el de lo ingenuo que es objeto de nuestra repulsa, veremos que también en esta clase de ingenuidades puede nacer el ahorro de coerción directamente del proceso comparativo, no siendo necesario suponer una naciente indignación ahogada en sus comienzos. Tal indignación no sería por tanto, sino el empleo en otro lugar del gasto libertado, empleo contra el cual eran necesarios en el chiste complicados dispositivos protectores.

Esta comparación y este ahorro de gasto resultante de nuestra identificación con el proceso psíquico que se verifica en la persona productora, sólo no siendo privativos de lo ingenuo podrán adquirir cierta importancia.

Y realmente surge en nosotros la sospecha de que este mecanismo, totalmente extraño al chiste es una parte, y quizá la esencia, del proceso psíquico de lo cómico.

De este modo, lo ingenuo no sería sino una de las especies de la comicidad, y lo que en nuestros ejemplos de ingenuidades verbales se agrega al placer del chiste sería placer «cómico», producido, en general, por el ahorro de gasto resultante de la comparación de las manifestaciones de otra persona con las nuestras propias.

Mas dado que al llegar a este punto nos hallamos ante cuestiones que pueden llevarnos muy lejos, terminaremos ante todo nuestro examen de la ingenuidad.

Esta sería, pues, una de las especies de lo cómico en tanto en cuanto su placer nace de la diferencia de gasto resultante de la comparación estimulada por nuestro deseo de comprender determinada manifestación de otra persona, y se aproximaría al chiste por la condición de que el gasto ahorrado en dicha comparación tiene que ser un gasto de coerción.

Establezcamos aún, rápidamente, algunas analogías y diferencias entre los conceptos a los que hemos llegado últimamente y aquellos otros que constan ha largo tiempo en la psicología de la comicidad. La identificación, el querer comprender, no son otra cosa que el «prestar cómico» que desde Jean Paul desempeña un papel en el análisis de la comicidad.

La «comparación» de un proceso psíquico que se realiza en otra persona con el nuestro propio corresponde al «contraste psicológico», para el cual hallamos por fin aquí un lugar después de haberle buscado inútilmente alguna aplicación en el chiste.

Mas en la explicación del placer cómico nos separamos de muchos investigadores para los que dicho placer nace de la oscilación de la atención entre las representaciones que han de ser contrastadas.

Pareciéndonos incomprensible tal mecanismo del placer, preferimos indicar que de la comparación de los contrastes nace una diferencia de gasto que cuando no recibe empleo distinto es susceptible de ser descargada y constituye, por tanto, una fuente de placer.

Al aproximarnos al problema de lo cómico, lo hacemos con cierto temor.

Sería presuntuoso esperar que nuestro esfuerzo consiguiera aportar algo decisivo para la solución de un problema que la intensa labor de toda una serie de brillantes pensadores no ha logrado aún esclarecer satisfactoriamente en todos sus aspectos. No nos proponemos, por tanto, más que perseguir por algún trecho, en los dominios de lo cómico, aquellos puntos de vista que en la investigación del chiste han demostrado poseer un innegable valor.

Lo cómico aparece primeramente como un involuntario hallazgo que hacemos en las personas; esto es, en sus movimientos, formas, actos y rasgos característicos, y probablemente al principio tan sólo en sus cualidades físicas, pero luego también en las morales y en aquello en que éstas se manifiestan.

Más tarde, y por una especie de personificación muy frecuente, encontramos lo cómico en los animales y en objetos inanimados. Resulta, pues, la comicidad susceptible de ser separada de las personas siempre que de antemano conozcamos las condiciones en que las mismas resultan cómicas.

De este modo nace la comicidad de la situación, y con tal conocimiento aparece la posibilidad de hacer resultar cómica, a voluntad, a una persona, colocándola en situaciones en las que dichas condiciones de lo cómico se muestran ligadas a sus actos.

El descubrimiento de que está en nuestro poder el hacer resultar cómica a una persona cualquiera -incluso la nuestra propia- abre el acceso a insospechadas consecuciones de placer cómico y da origen a una técnica muy amplia. Los medios de que para ello disponemos son, entre otros muchos, la imitación, el disfraz, la caricatura, la parodia y, sobre todo, el colocar a la persona de que se trate en una situación cómica.

Naturalmente, pueden todas estas técnicas entrar al servicio de tendencias hostiles y agresivas, haciendo resultar cómica a una persona con el fin de mostrarla ante los demás como desprovista de toda autoridad o dignidad y sin derecho a consideración ni respeto.

Mas aun cuando tal intención constituyera siempre el fondo de todo intento de hacer resultar cómica a una persona no tendría por qué ser éste el sentido de lo cómico espontáneo.

Ya con esta desordenada revisión de las manifestaciones de la comicidad nos damos cuenta de que debemos atribuir a la misma condiciones de origen mucho más amplias que a lo ingenuo.

Para descubrir el rastro de tales condiciones, lo principal será acertar en la elección del punto de partida de nuestra labor, y recordando que la representación escénica más primitiva, la pantomima, utiliza la comicidad de los movimientos para provocar la risa, elegiremos esta especie de lo cómico para comenzar por ella la investigación que nos proponemos.

A la interrogación de por qué reímos de los movimientos de los clowns responderíamos que porque nos parecen excesivos e inapropiados. Reímos, pues, de un gesto desproporcionado. Busquemos ahora la condición fuera de la comicidad artificialmente provocada; esto es, allí donde aparece involuntariamente. Los movimientos infantiles no nos parecen cómicos, aunque el niño patalea y salta sin objeto visible.

En cambio, sí hallamos cómico el que el niño que aprende a escribir saque la lengua y siga con ella los movimientos de la pluma.

En este manejo vemos un superfluo gasto de movimiento que nosotros ahorraríamos al dedicarnos a igual actividad. Del mismo modo hallamos cómico, en el adulto, otros movimientos que acompañan innecesariamente a la actividad principal o que simplemente nos parecen superar la medida normal del gesto expresivo.

Casos puros de esta clase de comicidad son aquellos movimientos que el jugador de bolos ejecuta después de haber arrojado la bola, como si con ellos quisiera regular su curso, y también los gestos que exageran la expresión normal de nuestros pensamientos, aunque sean involuntarios, como sucede en los enfermos de corea (baile de San Vito).

Igualmente parecerán cómicos los movimientos de nuestros modernos directores de orquesta a todas aquellas personas poco versadas en música que no comprendan a qué fin corresponden. De esta comicidad de los movimientos se deriva la de las formas corporales y de los rasgos fisonómicos que son considerados como el resultado de un movimiento exagerado e inútil.

Unos ojos demasiado abiertos, una nariz ganchuda, unas orejas muy separadas del cráneo, una joroba o cualquier análogo defecto físico, sólo se hacen cómicos en tanto en cuanto nos representamos los movimientos que serían necesarios para su constitución, representación en la que atribuimos a las partes del cuerpo correspondientes mayor movilidad de la que realmente poseen.

Encontramos innegablemente cómico que una persona pudiera mover las orejas y aún nos lo parecería más que pudiera mover la nariz. Gran parte de la comicidad que en los animales hallamos procede de que vemos en ellos movimientos que no podemos imitar.

Mas ¿cómo llegamos a reír cuando reconocemos como inútiles y exagerados los movimientos de otros? A mi juicio, lo que nos lleva a reír es la comparación de los movimientos observados en los demás con los que, hallándonos en su lugar, hubiésemos ejecutado. Claro es que a los dos términos de la comparación habremos de aplicar la misma medida, y ésta será precisamente aquel gesto de inervación que va ligado con la representación del movimiento correspondiente a cada uno de ellos.

Esta afirmación necesitará ser ampliada y explicada. Lo que aquí ponemos en relación es, por un lado, el gasto psíquico correspondiente a determinada representación, y por otro, el contenido de esta última. Nuestra afirmación implica que el primero de dichos factores no es esencial y generalmente independiente del segundo; esto es, del contenido de la representación de algo considerable necesita de un gasto mayor que la de algo pequeño.

Mientras no se trata más que de la representación de diversos grandes movimientos, el establecimiento de nuestra afirmación ni su comprobación experimental no presenta graves dificultades, pues vemos en seguida que en este caso coincide una cualidad de la representación con otra de lo representado, aunque la Psicología nos prevenga siempre contra tales confusiones.

La representación de determinado movimiento considerable la adquirimos al ejecutarlo por vez primera espontáneamente o por imitación, acto en el que además, descubrimos en nuestras sensaciones de inervación una medida para tal movimiento.

Cuando observamos en otra persona un movimiento análogo a cualquiera de los que por experiencia propia conocemos, el camino más seguro para la comprensión o percepción del mismo será el ejecutarlo por imitación, y entonces podemos decidir, por comparación, en qué movimiento -el nuestro o el ajeno imitado- fue mayor el gesto por nosotros efectuado. Tal impulso a la imitación aparece seguramente siempre que observemos un movimiento.

Mas, en realidad, no llevamos a cabo tal imitación, como tampoco seguimos deletreando cuando el deletrear nos ha enseñado ya a leer.

En el lugar de la imitación muscular del movimiento colocamos la representación del mismo por medio de nuestro recuerdo de los gastos efectuados en movimientos análogos. La representación o «pensamiento» se diferencia, ante todo, de la acción o ejecución, por ser mucho más pequeña la carga psíquica cuyo desplazamiento provoca y por impedir la descarga del gasto principal.

Mas ¿de qué manera se manifiesta en la representación el factor cuantitativo -la mayor o menor magnitud- del movimiento percibido? Y si falta una exposición de la cantidad en la representación formada por cualidades, ¿cómo podremos diferenciar las representaciones de movimientos diferentemente grandes y establecer la comparación que constituye aquí la cuestión capital?

En este punto nos indica el camino la Fisiología, mostrándonos que también durante el proceso de ideación parten inervaciones hacia los músculos, aunque no correspondan sino a un modestísimo gasto, lo cual nos hace suponer que este gasto de inervación que acompaña al proceso representativo es empleado en la exposición del factor cuantitativo de la representación y ha de ser mayor cuando es representado un movimiento considerable que cuando se trata de uno pequeño. La representación del movimiento mayor sería también realmente la mayor; esto es, la acompañada de mayor gasto.

La observación nos muestra directamente que los hombres nos hallamos acostumbrados a expresar lo grande y lo pequeño de los contenidos de nuestras representaciones por un diverso gasto, como en una especie de mímica de ideación.

Cuando un niño, un adulto poco cultivado o un sujeto perteneciente a ciertas razas de escaso desarrollo intelectual describen o comunican algo, puede verse fácilmente que no se contentan con hacer comprensible su representación por la elección de palabras apropiadas, sino que exponen también el contenido de la misma por medio de movimientos expresivos, uniendo de este modo la exposición mímica a la verdad e indicando al mismo tiempo las cantidades y las intensidades.

Al decir «una alta montaña» elevarían la mano por encima de su cabeza, y si su frase es «un enano chiquitín», la bajarán hasta cerca del suelo.

En aquellos casos en que tales sujetos han perdido ya el hábito de pintar con sus manos aquello que describen, lo harán elevando o bajando la voz, y si también logran dominar esta costumbre puede apostarse que abrirán mucho los ojos al hablar de algo grande y los entornarán cuando se refieran a algo pequeño. Lo que de este modo expresan no son sus sentimientos personales, sino realmente el contenido de su representación.

¿Habremos, pues, de suponer que esta necesidad de mímica es despertada por las exigencias de la comunicación y que gran parte de este medio expositivo escapa en general a la atención del oyente? Creo más bien que esta mímica, aunque menos marcada, subsiste con independencia de toda comunicación y aparece también cuando el sujeto se representa algo a sí mismo exclusivamente o piensa algo de una manera plástica.

Por tanto, los individuos antes señalados expresarán por medio de modificaciones somáticas y del mismo modo que en la descripción verbal su representación íntima de lo grande y lo pequeño, aunque tales modificaciones pueden quedar reducidas a una diversa inervación de los rasgos fisonómicos y los órganos sensorios.

Esto nos hace pensar que la inervación física consensual al contenido de lo representado fue el comienzo y origen de la mímica destinada a la comunicación.

Para hacerse inteligible a los demás no necesitó dicha inervación más que intensificarse hasta resultar fácilmente perceptible. Claro es que al exponer de este modo mi opinión de que a la «expresión de los sentimientos», conocida como efecto físico concomitante de los procesos anímicos, debiera añadirse esta «expresión del contenido de las representaciones», me doy perfecta cuenta de que mis observaciones sobre las categorías de lo grande y lo pequeño no agotan el tema.

Todavía pudiéramos agregar muchas interesantes consideraciones de tensión por los que una persona revela físicamente la concentración de su atención y el nivel de abstracción que alcanza, en un momento determinado, su pensamiento. Creo importantísima esta materia y opino que la prosecución del estudio de la mímica ideativa sería tan útil en otros dominios de la Estética como lo ha sido aquí para la inteligencia de lo cómico.

Volviendo a la comicidad del movimiento, repetiremos que con la percepción de determinado ademán nace el impulso a su representación por cierto gasto. Realizamos, pues, en la percepción de dicho movimiento, o sea en nuestra voluntad de comprenderlo, cierto gasto, conduciéndonos en esta parte del proceso psíquico exactamente como si nos situáramos en el lugar de la persona observada.

Probablemente, al mismo tiempo advertimos el fin a que tiende dicho movimiento y podemos estimar, por anterior experiencia, la magnitud de gasto necesaria para alcanzar tal fin.

En este punto prescindimos ya de la persona observada y nos conducimos como si quisiéramos lograr por nuestra cuenta el fin al que el movimiento tiende.

Estas dos posibilidades de representación nos llevan a una comparación del movimiento observado con el nuestro propio.

Ante un movimiento inadecuado y excesivo de la persona observada, nuestro incremento de gasto para la comprensión es cohibido en el acto, in statu nascendi, esto es, declarado superfluo en el mismo momento de su movilización, y queda libre para un distinto empleo o, eventualmente, para su descarga por medio de la risa. De esta clase sería, coadyuvando otras condiciones favorables, la génesis del placer producido por los movimientos cómicos: un gasto de inervación devenido inútil, como exceso, en la comparación del movimiento ajeno con el propio.

Dos diferentes problemas se presentan ahora a nuestra labor investigativa: el de fijar las condiciones de la descarga del exceso resultante de la comparación y el de comprobar si nuestra hipótesis sobre la génesis de la comicidad de los movimientos son aplicables a las demás especies de lo cómico. Dediquémonos, ante todo, a esta segunda labor y sometamos a investigación tras de lo cómico del movimiento y de la acción, la comicidad que hallamos en los rendimientos anímicos y en los rasgos característicos delos demás.

Podemos tomar como modelo de este género los disparates cómicos que los estudiantes poco aplicados producen en los exámenes.

Más difícil nos sería dar un sencillo ejemplo de comicidad de un rasgo característico. No debe inducirnos en error el que el disparate y la simpleza, que con tanta frecuencia producen un efecto cómico, no pueden ser, sin embargo, sentidos siempre como cómicos análogamente a como sucede con un mismo rasgo característico, del que unas veces reímos, pero otras nos puede parecer despreciable y hasta odioso.

Este hecho, que no debemos olvidarnos de tener en cuenta, indica tan sólo que en el efecto cómico intervienen, a más de la comparación antes detallada, otros factores distintos, que iremos descubriendo en el curso de nuestra investigación.

La comicidad que hallamos en las cualidades anímicas e intelectuales de otras personas es también, claramente, el resultado de una comparación entre las mismas y nuestro propio yo, mas con la singularidad de que el producto de esta comparación es, la mayoría de las veces, el opuesto del de la que llevábamos a cabo en el caso del movimiento o acto cómicos.

En este caso nacía la comicidad cuando la persona-objeto realizaba un gasto mayor de lo que nosotros imaginábamos necesario.

En cambio, tratándose de una función anímica lo cómico surge cuando la persona-objeto ahorra un gasto que consideramos indispensable, pues el desatino y la simpleza son rendimientos imperfectos.

En el primer caso reímos viendo cómo la persona observada se ha dificultado determinado rendimiento, y en segundo, cómo se lo ha hecho excesivamente fácil.

Por tanto, parece que el efecto cómico no depende sino de la diferencia entre ambos gastos de carga psíquica o revestimiento el del yo y el de la otra persona apreciada por la empatía o «proyección simpática» y no de aquello a lo que favorezca tal diferencia.

Mas esta singularidad, que al principio nos desorienta desaparece en cuanto reflexionamos que

el limitar el trabajo muscular e intensificar, en cambio, el intelectual es una de las características de la tendencia evolutiva del hombre hacia un más alto grado de civilización. Intensificando el gasto intelectual dedicado a la ejecución de un acto cualquiera alcanzamos una minoración del gasto de movimiento necesario para su realización, éxito cultural del que testimonian nuestras máquinas.

Comprendemos ahora que nos parezcan igualmente cómicos aquel que comparado con nosotros emplea demasiado gasto en sus rendimientos físicos o aquel que emplea demasiado poco en los anímicos, y no podemos negar que nuestra risa es en ambos casos la expresión de un placiente sentimiento de superioridad.

Cuando la proporción se hace en ambos casos inversa, esto es, cuando el gasto somático de la persona observada se nos muestra menos que el nuestro y mayor el gasto psíquico entonces ya no reímos, sino que experimentamos asombro oadmiración.

El origen que aquí atribuimos al placer cómico, haciéndolo nacer de la comparación de la persona observada con nuestro propio yo, o sea de la diferencia entre el gasto de la «proyección simpática» y el propio, es probablemente el más importante, aunque no el único. Ya en ocasiones anteriores vimos que era posible prescindir de este género de comparación y hallar la diferencia productora de placer en un solo elemento, fuera éste la proyección simpática o los procesos en nuestro propio yo, con lo cual queda demostrado que el sentimiento de superioridad no tiene una relación esencial con el placer cómico.

Mas, de todos modos, para la génesis de este placer es indispensable una comparación, que, como hemos visto, se realiza entre dos gastos consecutivos de revestimientos referentes al mismo rendimiento y provocados por nuestra proyección simpática en la persona observada, o independientemente de la misma, por nuestros propios procesos psíquicos.

El primer caso, en el cual desempeña todavía un papel la persona observada, aunque ya no su comparación con nuestro propio yo, aparece cuando la diferencia productora de placer de los gastos de revestimiento queda establecida por influencias exteriores que podemos reunir formando una «situación», razón por la cual es denominada esta clase de comicidad comicidad de la situación. Las cualidades de la persona que proporciona lo cómico no influyen en esto esencialmente, pues reímos aunque tengamos que confesarnos que en idéntica situación hubiéramos obrado de la misma manera.

Extraemos aquí la comicidad de la relación del hombre con el mundo exterior, que tan tiránicamente actúa con gran frecuencia sobre sus procesos psíquicos.

A este mundo exterior pertenecen no sólo las imposiciones y conveniencias sociales, sino nuestras propias necesidades físicas. Un caso típico de esta última clase aparece cuando una persona es interrumpida en el ejercicio de una actividad anímica por un dolor o una necesidad excrementicia. La antítesis que en la empatía hace nacer la diferencia cómica esla existencia entre el alto interés que el individuo muestra por tal actividad psíquica antes de sobrevenir la perturbación somática y el escasísimo que le concede una vez sobrevenida la misma.

La persona que nos dé esta diferencia se hace cómica de nuevo por inferioridad, pero no es inferior más que comparada con su yo anterior y no con nosotros, pues sabemos que en el mismo caso no podríamos conducirnos diferentemente.

Es, de todos modos, singular que esta inferioridad del hombre no nos resulte cómica más que en el caso de proyección simpática, o sea en personas extrañas a la nuestra propia, mientras que cuando nos hallamos personalmente en tales situaciones no experimentamos sino penosos sentimientos.

Seguramente, la ausencia de dolor propio es la que nos permite hallar placer en la diferencia resultante de la comparación de los diversos revestimientos sucesivos.

Otra fuente de comicidad, que hallamos en nuestros propios cambios de revestimiento, surge de nuestra relación con lo venidero, cuya llegada acostumbramos anticipar por medio de nuestras representaciones de espera.

A mi juicio, tales representaciones entrañan un gasto cuantitativamente determinado, que, al no cumplirse lo esperado, queda aminorado en cierta diferencia, y para completar esta hipótesis recordaremos las observaciones que antes hicimos sobre la «mímica de representaciones».

Pero en estos casos de espera resulta mucho más fácil de llevar a cabo la determinación del gasto de revestimiento efectivamente realizado.

En toda una serie de ejemplos de este género vemos con completa claridad que la expresión de la espera está constituida por preparativos motores, sobre todo cuando el suceso esperado ha de exigir un rendimiento de nuestra motilidad, y tales preparativos pueden, desde luego, determinarse cuantitativamente.

Cuando espero coger una pelota que me ha sido lanzada, determino en mi cuerpo tensiones que le han de permitir resistir el choque, y los movimientos superfluos que habrían de hacer si la pelota resulta menos pesada de lo que yo esperaba me harán resultar cómicos a los ojos de los espectadores.

Mi representación anticipada me ha hecho errar, impulsándome a un excesivo gasto de movimiento. Lo mismo sucederá al sacar de un cesto una fruta que juzgamos pesada y que resulta luego hueca e imitada en cera. Nuestra mano se alzará rápidamente revelando que habíamos preparado una inervación excesiva para el fin propuesto, y los que nos vean reirán de nuestro error.

Existe, por lo menos, un caso en el que la catexis de expectación puede ser medido por medio de un experimento fisiológico. Nos referimos a los experimentos de Pavlov sobre las secreciones salivares, en los cuales se provee a varios perros de un aparato especial para la acumulación de la saliva, y se les muestran después diversos alimentos.

La saliva secretada varía según el perro ve o no confirmada su esperanza de recibir el alimento que le es enseñado.

También cuando lo esperado ha de exigir simplemente un rendimiento de los órganos sensorios y no de la motilidad tenemos que suponer que la expectación se manifiesta en cierto gasto motor encaminado a la tensión de los sentidos y a detener otras impresiones distintas de la esperada, y hemos de considerar la concentración de la atención como un rendimiento motor equivalente a cierto gasto.

Podemos, además, adelantar que la actividad preparatoria de la espera no será independiente de la magnitud de la impresión esperada, sino que manifestaremos la importancia o pequeñez de la misma mímicamente, por medio de un mayor o menor gasto de preparación, como en el caso de la comunicación o en el del pensamiento.

En esta catexis de espera habremos de tener en cuenta diversos factores, lo mismo que en el caso en que quedemos decepcionados, bien por ser lo que realmente llegue mayor o menor que lo esperado, bien por no ser digno del interés con que lo esperábamos. De este modo llegamos a tomar en consideración, además del gasto para la representación de lo grande o lo pequeño (la mímica de representación), la catexis de tensión de la atención (catexis de espera) y, por último, en otros casos, la catexis de abstracción.

Mas todas estas otras clases de catexis pueden reducirse a la de la mímica de representación, dado que lo más interesante, lo más elevado y hasta lo más abstracto son tan sólo casos especiales y especialmente cualificados de lo mayor.

Si a todo esto agregamos que, según Lipps y otros autores, se debe considerar en primer lugar como fuente del placer cómico al contraste cuantitativo y no el cualitativo, tendremos motivo más que suficiente para felicitarnos de haber escogido como punto de partida de nuestra investigación lo cómico de los movimientos. Desarrollando el principio kantiano de que «lo cómico es una espera decepcionada», ha intentado Lipps, en su obra citada, derivar, en general, de la espera el placer cómico.

Mas, a pesar de los valiosos resultados que este intento ha producido, tenemos que unirnos a otros autores que opinan que Lipps ha limitado extraordinariamente el terreno de origen de lo cómico y no ha podido, por tanto, someter a su fórmula, sino muy forzadamente, los fenómenos correspondientes.

(2) Los hombres no se han contentado con gozar de lo cómico allí donde ha aparecido ante ellos, sino que han tendido a sustituirlo intencionadamente. De este modo, como mejor puede llegarse al conocimiento de la esencia de lo cómico es estudiando los medios encaminados a hacer surgir artificialmente la comicidad.

En primer lugar podemos hacer surgir lo cómico en nuestra propia persona, con objeto de divertir a los demás, fingiéndonos por ejemplo, simples o desmañados.

Obrando de esta forma creamos la comicidad exactamente como si la torpeza o tontería fuesen reales, pues provocamos aquella comparación de la que nace la diferencia de gasto, pero no nos hacemos ridículos o despreciables, sino que, en determinadas circunstancias, podemos incluso provocar admiración, pues el sentimiento de superioridad no surge en los espectadores cuando éstos saben que el sujeto finge aquello que le hace resultar cómico, circunstancia que nos proporciona una nueva y excelente prueba de cómo la comicidad es por completo independiente de dicho sentimiento.

El medio más socorrido de hacer resultar cómico a un individuo es colocarlo sin tener para nada en cuenta sus cualidades personales, en aquellas situaciones a las que la general dependencia del hombre, de las

circunstancias exteriores, y especialmente de las de la vida social, da una marcada comicidad.

Entra, pues aquí en juego lo que antes denominamos «comicidad de la situación». Tales situaciones cómicas pueden ser reales, a practical joke = poner en alguien la zancadilla y hacer que caiga al suelo dando la impresión de torpeza en sus movimientos, hacerle aparecer tonto explotando su credulidad, etc.; pero pueden también ser fingidas por la palabra o el juego.

La agresión, a cuyo servicio se pone con gran frecuencia este medio de hacer que un individuo resulte cómico, halla un eficacísimo auxiliar en la circunstancia de ser el placer cómico independiente de la realidad de la situación que lo produce, de manera que todos y cada uno de nosotros nos hallamos indefensos ante aquellos que, utilizando este procedimiento, quieran reír a costa nuestra.

Aún existen, para la consecución de este mismo fin, otros medios que merecen ser objeto de un examen especial y que, en parte, revelan nuevos orígenes del placer cómico.

Entre ellos encontramos, por ejemplo, la imitación, que produce en el oyente un placer extraordinario y hace resultar cómico al que es objeto de ella, aun cuando se mantenga alejada de la exageración caricaturizante. Resuelta mucho más fácil explicar el efecto cómico de la caricatura que el de la simple imitación. La caricatura y la parodia, así como su antítesis práctica, el «desenmascaramiento», se dirigen contra personas y objetos respetables e investidos de autoridad.

Son procedimientos de degradar objetos eminentes. No siendo «lo eminente» más que lo que en el terreno psíquico corresponde a «lo grande» en el físico, podríamos arriesgar la hipótesis de que es representado lo mismo que lo grande somático, por medio de un incremento de catexis.

No es preciso ser muy observador para darse cuenta de que cuando hablamos de lo eminente inervamos de distinta nuestra voz, al mismo tiempo que modificamos nuestro gesto e intentamos armonizar nuestra actitud con la dignidad de lo que representamos.

Nos imponemos, en este caso, una actitud solemne, análogamente a cuando hemos de hallarnos en presencia de una eminente personalidad, un monarca o un príncipe de la ciencia. No creo equivocarme suponiendo que esta distinta inervación de la mímica representativa corresponde a un incremento de catexis.

El tercer caso de tal incremento aparece cuando nos entregamos a pensamientos abstractos abandonando las habituales representaciones concretas y plásticas.

En aquellas ocasiones en que los procedimientos antes examinados de degradación de lo eminente nos llevan a representárnoslo como algo vulgar a lo que no tenemos que guardar consideración alguna, ahorramos el incremento de catexis que supone la solemnidad que habríamos de imponernos, y la comparación de esta forma de representación, con aquella otra que hasta el momento nos era habitual y que intenta establecerse simultáneamente, crea de nuevo la diferencia de gasto que puede ser descargada por medio de la risa.

La caricatura lleva a cabo la degradación extrayendo del conjunto del objeto eminente un rasgo aislado que resulta cómico, pero que antes, mientras permanecía formando parte de la totalidad, pasaba inadvertido.

Por este medio se consigue un efecto cómico que en nuestro recuerdo es hecho extensivo a la totalidad, siendo condición para ello que la presencia de lo eminente no nos mantenga en una disposición respetuosa.

En los casos en que no existe tal rasgo cómico que ha pasado inadvertido, es éste creado por la caricatura misma, exagerando uno cualquiera que no era cómico de por sí.

Hallamos, pues, de nuevo, como característica del origen del placer cómico, la circunstancia de que el efecto de la caricatura no es esencialmente influido por tal satisfacción de la realidad. La parodia y el disfraz alcanza la degradación de lo eminente por otro camino distinto, destruyendo la unidad entre los caracteres que de una persona conocemos y sus palabras o actos, por medio de la sustitución de las personas eminentes o de sus manifestaciones, por otras más bajas.

En esto se diferencia la parodia de la caricatura y no, en cambio, en el mecanismo de la producción de placer cómico.

El mismo mecanismo sirve también para el desenmascaramiento, que sólo aparece cuando alguien se ha investido de dignidad y autoridad por medio de un engaño, debiendo, en realidad, ser despojado de ellas.

En algunos chistes anteriormente analizados hemos aprendido a conocer el efecto cómico de este género de la comicidad; por ejemplo, en aquella historieta de la distinguida dama, que al sentir los primeros dolores del parto, exclama: Ah, mon Dieu!,!, y a la que el médico no quiere hacer caso hasta que comienza a proferir chillidos inarticulados.

Después de haber descubierto los caracteres de lo cómico no podemos ya negar que esta historieta es realmente un ejemplo de desenmascaramiento cómico y no tiene derecho alguno a ser calificada de chiste.

Sólo recuerda al chiste por su escenificación y por el medio técnico de la «representación de una minucia», la cual es, en este caso, el grito inarticulado considerado por el médico como indicación suficiente de la proximidad del parto.

Sin embargo, debemos confesar que nuestro sentimiento del idioma no opone dificultad ninguna a dar a esta historieta el calificativo de chiste, circunstancia cuya explicación se hallará quizá en el hecho de que los usos del lenguaje no parten del conocimiento científico de la esencia del chiste que nuestra laboriosa investigación nos ha procurado.

Mas, teniendo en cuenta que el volver a hacer accesibles fuentes de placer cegadas por un determinado proceso represivo constituye una de las funciones del chiste, nada hay que nos impida dar este nombre, por analogía, a todo artificio que no haga surgir a la luz una franca comicidad.

Esto se aplicará, sobre todo, al desenmascaramiento y a algunos otros medios de hacer resultar cómica a una persona.

En el desenmascaramiento podemos incluir también aquel medio de hacer surgir la comicidad, que degrada la dignidad del individuo atrayendo nuestra atención sobre su debilidad específicamente humana, y en especial sobre la dependencia de sus rendimientos psíquicos, de sus necesidades corporales.

El desenmascaramiento equivaldrá entonces a la siguiente advertencia:

«Ese individuo, al que admiras y veneras como a un semidiós, no es sino un hombre como tú.»

También pertenecen a esta comicidad todos los esfuerzos encaminados a revelar, tras de la riqueza y la aparente contingencia de las funciones anímicas, el monótono automatismo psíquico.

En las historietas de intermediarios matrimoniales judíos hallamos ya algunos casos de desenmascaramiento y experimentamos la duda de si podíamos o no calificarlos de chistes.

Ahora podemos ya afirmar con mayor seguridad que, por ejemplo, aquella historieta en que el acompañante que el intermediario ha traído consigo acentúa fielmente todos los elogios que el mismo hace de la novia, y, por último, pondera también la joroba, tímidamente confesada, es un ejemplo de desenmascaramiento del automatismo psíquico.

Pero la historieta cómica no actúa en este caso más que como fachada para todo aquel que no quiera eludir el oculto sentido de tales historietas matrimoniales, esta a que ahora nos referimos constituirá un chiste excelentemente escenificado.

En cambio, aquellos otros que no penetren de este modo en su esencia continuarán considerándola como una historieta cómica.

Análogamente sucede en el otro chiste que nos muestra cómo el intermediario, queriendo rebatir una objeción de su cliente, confiesa toda la verdad, al exclamar:

«¡Quién se atreve a prestar nada a esta gente!», caso que nos presenta una revelación cómica como fachada de un chiste.

Pero aquí el carácter de chiste resulta más patente, pues la frase del intermediario es, al mismo tiempo, una representación antinómica. Queriendo demostrar que la familia de la novia es rica, demuestra que no sólo no lo es, sino que es muy pobre.

El chiste y la comicidad se combinan en este caso y nos enseñan que la misma frase puede ser, simultáneamente, cómica y chistosa.

Aprovecharemos aquí la ocasión de volver al chiste desde la comicidad del desenmascaramiento, puesto que el esclarecimiento de la relación entre el chiste y la comicidad, y no la determinación de la esencia de lo cómico, es lo que constituye el verdadero fin de nuestra labor.

Así, pues, nos limitamos a agregar estos casos de descubrimiento del automatismo psíquico, de los que no hemos podido determinar si eran cómicos o chistosos, a aquellos otros en los que vimos se confundían, del mismo modo, el chiste y la comicidad; esto es, a los chistes disparatados.

Más adelante hemos de ver cómo nuestra investigación nos muestra que en estos últimos resulta teóricamente explicable dicha confusión.

En la investigación de las técnicas del chiste hemos hallado que la aceptación de aquellos procesos mentales que son regla habitual en lo inconsciente, pero que la conciencia tiene que calificar de «errores intelectuales», constituye el medio técnico de muchos chistes, cuyo carácter chistoso aparecía tan inseguro que hasta nos inclinábamos a considerarlos simplemente como historietas cómicas. No pudimos entonces resolver esta duda por no sernos conocido aún el carácter esencial del chiste.

Más tarde, dirigidos por nuestro conocimiento de la elaboración de los sueños, hallamos que dicho carácter consistía en la función transaccional de la elaboración del chiste entre las exigencias de la razón crítica y el instinto de no renunciar al antiguo placer producido por el juego verbal o por el disparate.

Lo que en calidad de transacción nacía de este modo, cuando la parte preconsciente del pensamiento era abandonada por un momento a la elaboración inconsciente, satisfacía en todos los casos a las dos encontradas exigencias, pero se presentaba a la crítica en formas distintas y tenía que permitir que la misma hiciera recaer sobre ellas diversos juicios.

El chiste conseguía unas veces introducirse sigilosamente bajo la forma de una frase falta de significación, pero que podía eludir la censura, y otras, como expresión de un valioso pensamiento.

En el caso límite de la función transaccional había, sin embargo, renunciado a satisfacer a la crítica y se presentaba desafiador ante ella sin temor de despertar su repulsa, pues podía contar con que el oyente rectificaría la transformación que la forma expresiva había sufrido en lo inconsciente, y restablecería así el verdadero sentido.

¿En qué caso aparece entonces el chiste como disparate entre la crítica? Especialmente cuando se sirve de aquellos procedimientos mentales peculiares a lo inconsciente, pero prohibidos a la conciencia; esto es, de los errores intelectuales.

Algunos procesos mentales de lo inconsciente han sido, sin embargo, aceptados por la conciencia.

Así, determinadas clases de representación indirecta, alusión, etc., aunque su empleo consciente tiene que mantenerse dentro de ciertos límites. Con estas técnicas no despertará el chiste repulsa alguna por parte de la crítica, pues esta repulsa no tiene lugar más que cuando aquél utiliza como técnica los medios rechazados por el pensamiento consciente.

Sin embargo, el chiste puede aún evitar la repulsa, ocultando el error intelectual empleado, o sea disfrazándose con una apariencia de lógica, como en la historieta del pastel y la copa de licor.

Mas, si el error intelectual aparece al descubierto, es segura la repulsa crítica.

En este último caso acude aún un factor en auxilio del chiste. Los errores intelectuales que como procedimientos mentales de lo inconsciente emplean su técnica son juzgados por la crítica -aunque no regularmente- como cómicos.

La aceptación consciente de los defectuosos procedimientos de lo inconsciente es un medio para la producción de placer cómico, cosa fácil de comprender, pues para la constitución de un revestimiento preconsciente es preciso desde luego una mayor catexis que para la aceptación del inconsciente.

Comparando el pensamiento que parece creado en lo inconsciente con su rectificación, nace para nosotros la diferencia de gasto de la que surge el placer cómico. Un chiste que se sirve de este procedimiento intelectual como técnica y aparezca, por tanto, desatinado, puede, pues, actuar simultáneamente como cómico. De este modo, si no logramos hallar las huellas del chiste, siempre nos quedará la historia cómica.

Recordemos una de las historietas que expusimos en la primera parte de nuestra investigación: un individuo ha pedido prestado un caldero y lo devuelve agujereado.

El propietario le reclama una indemnización, pero él se defiende, alegando:

«Primeramente, nadie me ha prestado ningún caldero; en segundo lugar, el caldero estaba ya agujereado, y, por último, yo he devuelto el caldero a su dueño completamente intacto.» Es éste un excelente ejemplo de efecto puramente cómico por aceptación de un método intelectual inconsciente, pues en lo inconsciente no existe la exclusión recíproca de pensamientos incompatibles, aunque aisladamente bien motivados.

El sueño, en el que se patentizan los procedimientos intelectuales inconscientes, no conoce, por tanto, alternativas (esto o aquello), sino tan sólo yuxtaposiciones.

Uno de mis sueños que, a pesar de su complicación, elegí en mi obra sobre los mismos, para presentar un ejemplo del arte interpretativo, me ofrecía simultáneamente y para desvanecer el reproche que en él me hacía de no haber sabido hacer desaparecer, por medio del tratamiento psíquico, la enfermedad de una de mis pacientes, las razones que siguen:

  1. la paciente misma tenía la culpa de seguir enferma por no haber aceptado mis consejos;
  2. su enfermedad era de origen orgánico y, por tanto, se hallaba fuera de mi especialidad;
  3. su enfermedad era una consecuencia de su viudez, de la que yo no tenía la culpa, y
  4. su enfermedad procedía de que alguien le había dado una inyección con una jeringuilla sucia. Todas estas razones aparecían en el sueño consecutivamente, como si cada una de ellas no excluyera a las demás.

Para no caer en el disparate, habría, pues, que sustituir la agregación por una alternativa.

La siguiente historieta cómica es totalmente análoga. Un herrero de un pueblo húngaro cometió un sangriento crimen y fue sentenciado a morir en horca.

Pero el alcalde, fundándose en que en el pueblo no había más que aquel herrero y, en cambio, dos sastres, mandó ahorcar a uno de éstos para que el delito no quedara impune. Tal desplazamiento de la pena contradice todas las leyes de la lógica consciente, pero se halla de completo acuerdo con la disciplina intelectual de lo inconsciente. No nos atrevemos a calificar de cómica esta historieta, a pesar de haber incluido entre los chistes la del caldero.

Pero tenemos que conceder que también esta última es más propiamente «cómica» que chistosa. Comprendemos ahora cómo aquella sensación, tan segura otras veces, que nos indicaba si una cosa debía ser calificada de cómica o de chistosa, nos deja aquí en la duda.

Sucede que nos hallamos precisamente ante el caso en el que no podemos decidir fundándonos en la sensación; esto es, cuando la comicidad nace por el descubrimiento de los procedimientos intelectuales exclusivamente peculiares a lo

inconsciente. Tal historia puede ser al mismo tiempo cómica y chistosa, pero hará impresión de chiste aunque sea exclusivamente cómica pues el empleo de los errores intelectuales de lo inconsciente no recuerda al chiste como antes lo hacían los procedimientos encaminados al descubrimiento de la comicidad.

Tenemos que esforzarnos en esclarecer este importantísimo punto de nuestra investigación, o sea la relación del chiste con la comicidad, y para conseguirlo añadiremos a lo antes expuesto algunas otras consideraciones. Haremos observar, ante todo, que el caso que ahora examinaremos, de unión del chiste con la comicidad, no es el mismo del que nos ocupamos en páginas anteriores.

Es ésta, sin duda, una sutil diferenciación, pero puede hacerse sin peligro de incurrir en error.

En el caso anterior la comicidad provenía del descubrimiento del automatismo psíquico, el cual no es, en ningún modo, privilegio de lo inconsciente y no desempeña tampoco papel alguno de importancia entre las técnicas del chiste.

El descubrimiento no entra sino casualmente en relación con el chiste, poniéndose al servicio de otra técnica del mismo, por ejemplo, de la representación antinómica.

En el caso de la aceptación de métodos intelectuales inconscientes es, en cambio, necesaria la reunión del chiste y la comicidad, porque el mismo medio empleado en la primera persona del chiste para la técnica de la consecución de placer crea, conforme a su naturaleza, placer cómico en la tercera persona.

Pudiera caerse en la tentación de generalizar este último caso y buscar la relación entre el chiste y la comicidad en la circunstancia de que el efecto del chiste en la tercera persona se verifica siguiendo el mecanismo de la comicidad.

Pero esto sería totalmente erróneo; la relación con lo cómico no aparece en todos los chistes, ni siquiera en la mayoría de ellos; por el contrario, puede casi siempre separarse muy definitivamente el chiste de la comicidad.

Siempre que el chiste consigue eludir la apariencia de desatino, esto es, en la mayor parte de los chistes de doble sentido y alusivos, resulta imposible descubrir en el oyente efecto ninguno análogo a la comicidad.

Puede hacerse la prueba en los ejemplos hasta aquí expuestos y en estos otros que ahora agregamos: Un telegrama de felicitación dirigido a un jugador el día en que cumple setenta años:

«Treinta y cuarenta.» (Fragmentación con alusión.) Madame de Maintenon era llamada madame de Maintenant. (Modificación de nombre.) El conde Andrássy, ministro del Exterior, era denominado el ministro del bello exterior.

Pudiera creerse que por lo menos los chistes de fachada disparatada muestran una apariencia cómica y tienen que producir un efecto de dicho género.

Pero debemos recordar aquí que tales chistes producen en el oyente, con gran frecuencia, muy distinto efecto, despertando en él el desconcierto y la tendencia a la repulsa. Dependerá, pues, el efecto de que el disparate del chiste se muestre francamente cómico o aparezca como un simple desatino corriente, circunstancia cuyas condiciones no hemos investigado aún.

Por tanto, nos limitamos a dejar establecida la conclusión de que el chiste y la comicidad poseen naturaleza muy distinta, coincidiendo únicamente en casos especiales y en la tendencia a extraer placer de las fuentes intelectuales.

En el curso de esta investigación de las relaciones del chiste con la comicidad se nos ha revelado una diferencia entre ambos, a la que debemos atribuir una máxima importancia y que nos señala uno de los principales caracteres de la comicidad. La fuente del placer del chiste tuvimos que situarla en lo inconsciente; en cambio, en la comicidad no encontramos motivo alguno para tal localización.

Mas bien indican todos los análisis hasta ahora efectuados que la fuente del placer cómico es la comparación de dos gastos, localizados ambos en lo preconsciente.

El chiste y la comicidad se diferencian, pues, ante todo en su localización psíquica, y el primero es, por decirlo así, la aportación que lo inconsciente procura a la comicidad.

(3) No puede acusársenos de habernos desviado, con las consideraciones que anteceden, del fin principal de nuestra labor, pues precisamente la relación del chiste con la comicidad es lo que nos ha obligado a emprender la investigación de esta última.

Mas es tiempo ya de que volvamos al tema con que inauguramos dicha investigación; esto es, al examen de los medios de que nos servimos para hacer surgir artificialmente la comicidad. Hemos llevado a cabo, en primer lugar, la investigación de la caricatura y del desenmascaramiento porque ella podía proporcionarnos preciosos datos para el análisis de la comicidad de la imitación.

Esta última se halla mezclada casi siempre con algo de caricatura -exageración de ciertos rasgos que normalmente pasan inadvertidos- y constituye también una degradación.

Pero tales caracteres no parecen constituir toda su esencia, pues la hilaridad que despierta cuando es acertada demuestra que es en sí y por sí sola una de las más ricas fuentes del placer cómico, circunstancia cuya explicación resulta harto difícil, a menos de aceptar la hipótesis bergsoniana que aproxima la comicidad de la imitación a la producida por el descubrimiento del automatismo.

Opina Bergson que todo aquello que en una persona nos hace pensar en un mecanismo inanimado produce un efecto cómico y encierra esta hipótesis en la fórmula mecanisation de la vie.

Para su esclarecimiento de la comicidad de la imitación elige, como punto de partida, el problema que Pascal plantea en sus Pensamientos: de por qué nos hace reír la comparación de dos fisonomías semejantes, que consideradas separadamente no producen efecto cómico alguno.

«Nunca esperamos que lo animado se repita idénticamente, y allí donde encontramos tal repetición sospechamos, detrás de lo animado, la existencia de un mecanismo.» Viendo dos caras de marcada semejanza pensamos en dos copias sacadas del mismo molde o en el producto de cualquier procedimiento mecánico análogo. La causa de la risa será, pues, en estos casos la desviación de lo animado hacia lo inanimado o, como nosotros diríamos, la degradación de lo animado hasta lo inanimado.

Al aceptar esta concepción bergsoniana vemos que, sin violencia alguna, podemos someterla a nuestra propia fórmula.

Sabiendo por experiencia que lo animado no se repite, y que cada una de sus manifestaciones exige de nuestra comprensión un gasto especial, nos encontramos decepcionados cuando a consecuencia de una total identidad o una engañadora imitación resulta superfluo el nuevo gasto que nos disponíamos a realizar.

Pero esta decepción trae consigo una minoración de la carga psíquica y el gasto de expectación, devenido superfluo, es descargado por medio de la risa.

Esta misma fórmula será asimismo aplicable a todos los casos examinados por Bergson de la cómica rigidez (raideur) de los hábitos profesionales, las ideas fijas y las muletillas verbales.

En todos estos casos se produciría la comparación del gasto de expectación con el necesario para la inteligencia de lo idéntico, siendo debida la superior magnitud del primero a nuestra experiencia de la diversidad y plasticidad individual de lo animado.

Así, pues, en la imitación no sería la comicidad de la situación, sino la de la expectación la fuente del placer cómico.

Derivado, como lo hacemos, el placer cómico, en general, de una comparación, deberemos investigar también la comicidad de la comparación misma, que constituye de por sí uno de los medios de hacer surgir la comicidad.

El interés que este problema nos inspira se hará más intenso recordando que al tratar de la metáfora nos dejó con gran frecuencia en la estacada aquella «sensación» que nos orientaba para decidir si algo podía ser calificado de chistoso o simplemente de cómico.

Merece ciertamente este tema un más minucioso examen del que aquí podemos dedicarle. La principal cualidad que en una metáfora buscamos es la de su eficacia; esto es, que llame realmente la atención sobre una coincidencia de dos objetos heterogéneos.

El placer primitivo del reencuentro de lo conocido (Groos) no es el único factor que favorece el empleo de la metáfora; agrégase a él el hecho de ser ésta susceptible de un empleo que nos preocupa una minoración del trabajo intelectual. Nos referimos a la habitual comparación de lo desconocido y de lo abstracto con lo concreto, por medio de la cual esclarecemos lo que nos parece difícil o extraño.

Cada una de estas comparaciones, y especialmente la de lo abstracto con lo objetivo, trae consigo cierta degradación y cierto ahorro de gasto de abstracción (en el sentido de una mínima representativa); pero, como es natural, esta minoración no es suficiente para producir la comicidad, la cual no surge de improviso, sino poco a poco, del placer de minoración resultante del proceso comparativo.

Existen numerosos casos que no hacen sino rozar la comicidad y a los que vacilamos en atribuir el carácter cómico. La comparación sólo resulta indudablemente cómica cuando el gasto de abstracción exigido por cada uno de los dos términos comparados presenta una gran diferencia de nivel; esto es, cuando algo importante y singular, especialmente de naturaleza intelectual o moral, es comparado con algo trivial y bajo.

Quizá el placer de minoración y las particulares condiciones de la mímica de representación expliquen el paso paulatino, determinado por circunstancias cuantitativas, que de lo placiente en general a lo cómico se efectúa en la comparación.

Para evitar probables errores en la inteligencia de esta hipótesis, haremos de nuevo resaltar que no derivamos el placer cómico producido por la metáfora del constraste de los dos términos comparados, sino de la diferencia existente entre los dos gastos de abstracción correspondientes uno a cada uno de dichos términos.

Aquello que por su calidad de extraño, abstracto o intelectualmente elevado nos resulta difícil de comprender, lo aproximamos a nuestra inteligencia afirmándolo coincidente con algo trivial y bajo que nos es familiar y para cuya representación no precisamos de gasto de abstracción ninguno. Resulta, pues que la comicidad de la comparación se reduce a un caso de degradación.

Como anteriormente observamos, la comparación puede también ser chistosa sin mezcla de comicidad alguna, caso que se nos presenta cuando la misma elude toda degradación.

Así, la comparación de la verdad con una antorcha que no se puede llevar a través de una multitud sin chamuscar a alguien las barbas, es puramente chistosa, pues da un valor vivo a una expresión que, al convertirse en lugar común, ha perdido su verdadero significado -«la antorcha de la verdad»- y no tiene nada de cómica, por ser la antorcha un objeto que, aunque concreto, no carece de cierta dignidad.

Pero, de todos modos, una comparación puede ser al mismo tiempo cómica y chistosa, presentando ambos caracteres con absoluta independencia uno de otro, pues puede constituir un medio auxiliar de determinadas técnicas del chiste, por ejemplo, de la unificación o de la alusión.

Un ejemplo de este género es la frase antes citada (pág. 1075), en que un personaje de Nestroy compara la memoria con un «almacén», comparación que resulta cómica y chistosa simultáneamente, lo primero por la extraordinaria degradación que sufre el concepto psicológico al ser comparado con un almacén, y lo segundo porque, siendo un hortera quien la establece, queda constituida una inesperada unificación entre la Psicologíay la actividad comercial del sujeto. La frase de Heine:

«Hasta que, por fin, me estallaron todos los botones del pantalón de la paciencia», se nos muestra al principio tan sólo como un excelente ejemplo de una comparación cómicamente degradada; pero, a poco que reflexionemos tenemos que concederle el carácter de chiste, pues poniéndose al servicio de la alusión roza los dominios de la obscenidad que la misma produce.

Resulta, pues, que de un mismo material nacen simultáneamente para nosotros, por una coincidencia no del todo casual, consecuciones de placer cómico y chistoso y aunque observamos que las condiciones de uno de estos caracteres favorecen la génesis de otro, siempre ejercerá esta coincidencia un influjo desorientador sobre la «sensación» que ha de indicarnos si nos hallamos ante un caso de chiste o de comicidad, y sólo podemos decidirlo por medio de una cuidadosa investigación independiente de la disposición del placer.

Por muy atractivo que me parezca el examen de esta condicionalidad íntima de la consecución de placer cómico, tengo aquí que renunciar a él, pues ni mi preparación científica ni mi actividad profesional me dan derecho a llevar mis investigaciones mucho más allá de la esfera del chiste, y, además, debo confesar que precisamente el tema de la comparación cómica me hace sentir más que otro ninguno mi incompetencia.

Veamos, pues, lo que sobre estos problemas opinan otros investigadores. Lo primero que hallamos es que muchos de ellos no reconocen la definida separación, conceptual y objetiva, que entre el chiste y la comicidad nos hemos visto llevados a establecer, y consideran simplemente el chiste como «lo cómico del discurso» o «de las palabras».

Para examinar estas opiniones elegiremos un ejemplo de comicidad voluntaria y otro de comicidad involuntaria del discurso, y los compararemos con el chiste. Ya anteriormente hemos hecho constar que creemos poder distinguir fácilmente el discurso cómico del discurso chistoso.

Así, el dicho «Con un tenedor y con esfuerzo le sacó su madre del estofado» es simplemente cómico, y, en cambio, la frase de Heine sobre las cuatro castas en que se dividía la población de Gotinga, «profesores, estudiantes, filisteos y ganado», es exquisitamente chistosa.

Como ejemplo de comicidad voluntaria del discurso escogeremos el Wippchen, de Stettenheim, autor que posee una destreza poco común para hacer surgir la comicidad.

Es innegable que las cartas de Wippchen son, a más de cómicas, chistosas, pues contienen numerosos chistes de toda clase, y entre ellos algunos de extraordinaria bondad.

Pero lo que presta a esta obra su singular carácter no son estos chistes aislados, sino la continuada e inagotable comicidad del discurso.

Wippchen

fue seguramente concebido al principio como una figura satírica, análoga al Schmock, de G. Freytag; esto es, como uno de aquellos individuos pocos cultivados que manejan a ciegas e incurriendo en las mayores equivocaciones el tesoro de la cultura; pero la satisfacción que el autor fue hallando, conforme avanzaba su obra, en los cómicos efectos que con su protagonista obtenía, le hicieron ir relegando poco a poco a un segundo término la tendencia satírica.

Las ocurrencias de Wippchen son, en su mayoría, «disparates cómicos», y el autor se ha servido del placiente estado de ánimo producido en el autor por la acumulación de tales producciones para introducir otras cosas, harto insulsas, que por sí solas hubieran resultado intolerables.

Una técnica especial da a los desatinos de Wippchen un carácter específico.

Examinando con cierta detención sus «chistes», hallamos algunos que atraen preferentemente nuestra atención y resultan pertenecer todos a un mismo género, que imprimen su sello a los restantes. Wippchen se sirve, sobre todo, de las fusiones, de la modificación de lugares comunes y conocidas citas literarias y de la sustitución de triviales elementos de las mismas por expresiones más altisonantes, técnicas que no se apartan mucho de las del chiste. Un ejemplo de fusión: los turcos tienen dinero Wie Heu am Meere.

Que proviene de dos expresiones: Dinero wie Heu (como heno, es decir, como suciedad); y, Dinero wie Sand am Meere (como arena en el mar, océanos de dinero).

Otro ejemplo:

«No soy ya más que una seca columna que testimonia de antiguas grandezas», frase resultante de la condensación de otras dos, «un seco árbol» y «una columna que…», etc., conocidísimas ambas como lugares comunes de la literatura pedestre.

En otro ejemplo de este mismo género:

«¿Dónde está el hilo de Ariadna que me guíe fuera de la peligrosa Escila de este establo de Augías?», contribuyen a la formación de la frase, con un elemento cada una, tres distintas leyendas griegas.

Las modificaciones y las sustituciones podemos considerarlas conjuntamente sin gran violencia.

Su carácter aparece con toda claridad en el siguiente ejemplo, característico de Wippchen:

«Desde muy temprana edad alentaba en mí un Pegaso.»

Sustituyendo «poeta» a «Pegaso» quedará una frase que constituye un lugar común por lo muy empleada que ha sido en las autografías.

«Pegaso» no es una apropiada sustitución de «poeta», pero se halla en una relación ideológica con este concepto y es, además, una palabra altisonante. Del cúmulo de ocurrencias de Wippchen pueden también extraerse algunos ejemplos de pura comicidad.

Así, en calidad de decepción cómica, la siguiente frase:

«La victoria osciló mucho tiempo entre ambos bandos, y por fin, quedó indecisa», o como desenmascaramiento cómico (de la ignorancia), esta otra:

«Clío, la Medusa de la Historia», y citas como la siguiente: Habent sua fata morgana.

Pero nuestro interés se dirige preferentemente hacia las fusiones y modificaciones, por recordarnos estas conocidas técnicas del chiste. Compárense, por ejemplo, con las modificaciones, chistes como el de «Ese hombre tiene un gran porvenir detrás de él», o los chistes, por modificación, de Lichtenberg:

«Baños nuevos curan bien», etc. ¿Deberemos, pues, calificar de chistes las creaciones -de idénticas técnicas- de Wippchen? Y en caso negativo, ¿en qué se diferencian éstas del chiste? No es, ciertamente, muy difícil contestar a estas interrogaciones.

Recordemos que el chiste muestra al oyente una doble fisonomía y le obliga a dos diversas interpretaciones.

En los chistes disparatados, como los últimamente expuestos, una de estas interpretaciones, basándose exclusivamente en el sonido verbal, concluye que se trata de un disparate, y, en cambio, la otra, guiada por determinados indicios, halla el sentido del chiste recorriendo, en lo inconsciente de la persona receptora, el mismo camino que aquél ha seguido antes, para constituirse en lo inconsciente de su autor.

En las ocurrencias de Wippchen, que a primera vista nos parecen chistosas, falta, como si hubiese quedado atrofiada, una de las dos fisonomías que forman la doble faz característica del chiste. Creemos ver la cabeza de Jano; pero al examinarla observamos que sólo una de sus dos caras ha llegado a desarrollarse.

De este modo, si engañados por la técnica de estas ocurrencias recorremos los caminos de lo inconsciente, no hallaremos en ellos cosa alguna. Tampoco entre las fusiones encontramos ningún caso en el que los dos elementos fundidos den realmente un nuevo sentido y en cuanto

llevamos a cabo un intento de análisis se separan por completo. Las modificaciones y sustituciones conducen, como en el chiste, a una expresión conocida y usual, pero carecen de todo sentido propio. No pueden considerarse, por tanto, estos «chistes» más que como disparatados, y lo único que depende de nuestra voluntad es decidir si tales creaciones, que se han separado de uno de los caracteres más esenciales del chiste, pueden calificarse de chistes «malos» o hemos de negarles en redondo la cualidad chistosa.

Lo que sí es indudable es que estos chistes imperfectos producen un efecto cómico diversamente explicable.

Su comicidad puede nacer del descubrimiento de los procedimientos intelectuales de lo inconsciente, como en los casos antes examinados, y puede también ser el resultado de su comparación con el chiste perfecto.

Nada nos impide suponer que ambas formas de la génesis del placer cómico obran en este caso conjuntamente, pues no puede negarse que el apoyo que buscan estas ocurrencias, aproximándose al chiste, es lo que al demostrarse insuficiente convierte al disparate en disparate cómico.

Existen, en efecto, casos harto transparentes, en los cuales tal insuficiencia hace irresistiblemente cómico al disparate, por su comparación con el rendimiento que hubiera debido producir. La adivinanza puede darnos aquí mejores ejemplos que el chiste mismo. Una de estas adivinanzas chistosas es la siguiente:

«¿Qué es una cosa que se cuelga de la pared y con la que podemos secarnos las manos?» Si la solución fuese:

«Una toalla», la adivinanza sería bien tonta.

Pero esta solución es rechazada:

«No, no es una toalla, es un arenque.» «Pero ¡si un arenque no se cuelga nunca de la pared !», será la asombrada respuesta.

«Lo puedes colgar si quieres.» «Además, a nadie se le ocurre secarse las manos con un arenque.» «En efecto, no es lo más a propósito, pero también se puede hacer.»

Estas explicaciones, que reposan en dos típicos desplazamientos, muestran lo lejos que esta pregunta se halla de ser una verdadera adivinanza, y a causa de esta absoluta insuficiencia se nos muestra, en lugar de simplemente disparatada, irresistiblemente cómica. De este modo, por la transgresión de ciertas condiciones esenciales, pueden convertirse aquellos chistes, adivinanzas, etc., que no producen de por sí placer cómico, en abundantes fuentes del mismo.

Aún más fácilmente comprensibles resultan los casos de comicidad involuntaria del discurso, de la cual podemos hallar numerosísimos ejemplos en las poesías de Friederike Kempner.

Así, la siguiente cuarteta, titulada «Contra la vivisección»:

Un desconocido lazo de las almas
une al hombre con los pobres animales.
El animal tiene una voluntad -ergo un alma-,
aunque más pequeña que la nuestra.

O esta otra, que figura un diálogo entre dos tiernos esposos (El contraste):

«¡Qué feliz soy!», murmura ella.

«También yo -exclama el esposo-. Tu manera de ser me enorgullece, mostrándome el acierto de mi elección.»

No hay aquí nada que nos recuerde al chiste. La insuficiencia de estas poesías, lo pedestre de su estilo, la simpleza de las ideas expresadas y la falta de toda huella poética es, indudablemente lo que las hace resultar cómicas.

Mas no es cosa tan natural que así nos lo parezca, pues muchas creaciones análogas no nos hacen tal impresión, sino que las calificamos únicamente de malas y nos irritan en lugar de causarnos risa.

Precisamente, lo mucho que se apartan de las cualidades que exigimos a la poesía es lo que nos inclina a considerarlas como cómicas; si tal distancia fuese menor, en lugar de reír de ellas las criticaríamos.

Además, este efecto cómico de las poesías de la Kempner depende de varias circunstancias accesorias, entre ellas la innegable buena intención de la autora y cierta sensibilidad que descubrimos tras de sus torpes frases y que desarma nuestra burla. Todo esto dirige ahora nuestra atención sobre un problema cuyo examen hemos eludido hasta el momento.

La diferencia de gasto es seguramente la condición fundamental del placer cómico, pero la observación nos muestra que no siempre surge el placer de tal diferencia. ¿Qué condiciones tendrán entonces que cumplirse o qué perturbaciones tendrán que ser evitadas para que pueda surgir realmente placer de la diferencia de gasto? Antes de dedicarnos a esclarecer esta cuestión, dejaremos establecido el resultado de la labor investigadora que antecede.

El chiste no coincide con lo cómico del discurso; tiene, por tanto, que ser algo distinto de esta comicidad.

(4) Al disponernos a contestar la interrogación antes expuesta, relativa a las condiciones de la génesis del placer cómico derivado de la diferencia de gasto, observamos que la exacta solución del problema que dicha interrogación plantea equivaldría a una total exposición de la naturaleza de lo cómico.

Mas como esta labor sobrepasa nuestra competencia, nos contentaremos con esclarecer el problema de la comicidad hasta lograr que sus contornos se destaquen con toda precisión, independientemente de los del problema del chiste.

Todas las teorías de lo cómico han incurrido, según los críticos, en un mismo defecto: el de olvidar en su definición aquello que constituye precisamente la esencia de la comicidad. Lo cómico -dicen estas teorías- reposa en un contraste de representación: sí, pero sólo cuando este contraste produce un efecto cómico y no de otro género.

El sentimiento de lo cómico procede de la decepción que nos causa algo que esperábamos; desde luego, pero sólo cuando la decepción no es dolorosa.

Estas objeciones están, ciertamente, justificadas, pero se les concede un valor exagerado al deducir de ellas que la esencial característica de lo cómico ha escapado hasta ahora a toda investigación.

Si las definiciones citadas no poseen una validez general, ello se debe a determinadas condiciones que resultan indispensables para la génesis del placer cómico, pero en las que no hemos de ver obligadamente la esencia de la comicidad.

Sin embargo, sólo aceptando nuestra teoría de que el placer cómico nace de la diferencia resultante de la comparación de dos gastos resulta fácil rebatir las objeciones antes consignadas.

El placer cómico y el efecto en que el mismo se manifiesta -o sea la risa- no pueden surgir sino cuando tal diferencia deviene inútil y, por tanto, susceptible de descarga.

Cuando, por el contrario, recibe inmediatamente después de su aparición cualquier otro empleo no experimentamos ningún efecto de placer, sino, a lo más, una fugitiva sensación placentera exenta de todo carácter cómico.

Así como en el chiste tiene que constituirse determinados dispositivos para evitar el aprovechamiento del gasto reconocido como superfluo, también el placer cómico tiene que contar, para producirse, con circunstancias favorables que llenen igual cometido.

De este modo, siendo innumerables los casos en los que en nuestra vida ideológica nacen tales diferencias de gasto, son, en cambio, comparativamente raros aquellos en que las mismas producen comicidad. Dos circunstancias principales surgen a los ojos de todo observador que dedique alguna atención a la generación de lo cómico por la diferencia de gasto.

En primer lugar verá que existen casos en los que la comicidad surge de un modo regular y como necesariamente, y, por lo contrario, otros, en los que su aparición se muestra independiente en absoluto de las condiciones particulares de cada caso y del punto de vista del observador.

En segundo lugar descubrirá que cuando las diferencias alcanzan una considerable magnitud, logran con gran frecuencia vencer el obstáculo opuesto a la génesis de la comicidad por condiciones desfavorables, de manera que el sentimiento cómico surge, a pesar de las mismas.

Con relación a la primera de estas observaciones, podríamos establecer dos clases de comicidad: la comicidad forzosa y la comicidad ocasional, aunque ya al establecerlas sepamos que en la primera de ellas tenemos que admitir numerosas excepciones. Resultará muy interesante perseguir ahora las condiciones que regulan ambas clases de lo cómico.

Para la segunda, las condiciones esenciales son aquellas mismas que en gran parte reunimos bajo la calificación de «aislamiento» del caso cómico. Un más minucioso análisis nos da a conocer las siguientes circunstancias:

a)

La condición más favorable para la génesis del placer cómico es aquel sereno estado de ánimo en el que nos hallamos «dispuestos a reír». Cuando tal estado de ánimo ha sido producido tóxicamente en nosotros, nos parece cómico casi todo, probablemente por comparación con el gasto necesario en estado normal.

El chiste, la comicidad y todos los demás métodos de conseguir placer extrayéndolo de nuestra propia actividad anímica no son sino medios de restablecer, con un pretexto cualquiera, este buen estado de ánimo -la euforia- cuando el mismo no aparece como una disposición general de la psiquis.

b)

En un análogo sentido favorable actúa la expectación de lo cómico, o sea nuestra disposición a experimentar placer de este género, circunstancia a la que se debe que para conseguir el propósito de hacer resultar cómica a una persona basten, cuando dicho propósito no halla obstáculo en los espectadores, diferencias tan pequeñas, que habrían pasado inadvertidas si hubiera surgido en un proceso inintencionado.

Aquel que emprende una lectura cómica o va al teatro a ver una farsa de este género debe a esta intención el que le causen risa cosas que en su vida normal apenas si hubiera considerado cómicas.

Por último, llegamos a reír ante el recuerdo de haber reído, o en expectación de reír, en cuanto aparece en escena el actor cómico y antes que éste pueda intentar provocar nuestra hilaridad.

A tal punto llega esta influencia de la expectación, que muchas veces nos avergonzamos de haber podido reír, en el teatro, de verdaderas insulseces.

c)

Del género de actividad espiritual que en el momento ocupe al individuo pueden surgir condiciones desfavorables para la comicidad. Un trabajo intelectual dirigido a fines interesantes perturba la capacidad de descarga de los revestimientos, de los cuales precisa para los desplazamientos que ha de efectuar, y de este modo, solo grandes e inesperadas diferencias de gasto pueden llegar a imponer el placer cómico.

Especialmente desfavorables a la comicidad son todas aquellas formas de los procesos mentales que se alejan de lo plástico lo suficiente para hacer cesar toda mímica de representación.

Así, la reflexión abstracta no deja lugar alguno a la comicidad, salvo cuando es interrumpida repentinamente.

d)

La posibilidad de producción de placer cómico desaparece también cuando la atención se halla fija precisamente en la comparación de la que la comicidad puede surgir.

En tales circunstancias pierde su fuerza cómica incluso aquello que con toda regularidad produce un efecto de este género. Un movimiento o una producción anímica no pueden resultar cómicos para aquel cuyo interés se dirige, en el mismo momento en que se producen, a compararlos con una medida de la que tiene clara y perfecta conciencia.

De este modo, el examinador no encuentra cómicos, sino irritantes, los disparates de un alumno ignorante, mientras que los colegas del examinado, a los que interesa más la habilidad que éste pueda mostrar en sortear las dificultades del examen que la amplitud de sus conocimientos, ríen de todo corazón a cada desatino.

Sólo raras veces observará un profesor de gimnasia o de baile la comicidad de los movimientos de sus alumnos, y el predicador no verá jamás el lado cómico de las debilidades humanas, que, en cambio, el comediógrafo sabrá explotar con gran destreza.

El proceso cómico no soporta la sobrecarga producida por la atención: análogamente al del chiste, tiene, para llegar a su fin… que poder pasar totalmente inadvertido en su desarrollo.

Pero sería contrario a la calificación de «procesos de la conciencia», que justificadamente di a este género de procesos en mi Interpretación de los sueños, el considerar al que ahora nos ocupa como inconsciente.

Pertenece más bien a lo preconsciente, y a estos procesos que se desarrollan en lo preconsciente y carecen de la carga o revestimiento de atención inherente a la conciencia podemos calificarlos, con toda propiedad, de «automáticos».

Así, pues, el proceso de la comparación de los gastos tendrá que ser automático si ha de crear placer cómico.

e) La génesis de la comicidad resulta perturbada cuando el caso de que ha de surgir da simultáneamente ocasión al nacimiento de intensos afectos, pues queda entonces excluida la descarga de la diferencia productora de placer. Los afectos individuales y la diversa disposición espiritual explican, en cada caso particular, la génesis o la ausencia de la comicidad.

De este modo, sólo en casos excepcionales puede existir una comicidad absoluta, y esta dependencia o relatividad de lo cómico resulta mucho mayor que la del chiste, el cual no se rinde nunca y es «hecho» siempre, pues en su formación pueden tenerse en cuenta las circunstancias en que se produce.

El desarrollo de afectos es, en cambio, la más intensa de todas las circunstancias perturbadoras de la comicidad, y ha sido reconocida como tal sin excepción alguna.

Por esta razón se dice que el sentimiento cómico nace con mayor facilidad que nunca en los casos indiferentes, allí donde no existen intensos sentimientos ni grandes intereses.

Sin embargo, podemos observar que diferencias de gasto muy considerables suelen crear, precisamente en casos de gran desarrollo afectivo, el automatismo de la descarga. Cuando el coronel Butler contesta, riendo despechadamente a las advertencias de Octavio, con la exclamación ¡La gratitud de la casa de Austria!, su despecho no le impide reír, y lo que provoca su risa es el recuerdo de la decepción que cree haber sufrido.

Por otra parte, el poeta no podía describir más impresionantemente la magnitud de la decepción que mostrándola capaz de imponer la risa en medio de la tempestad de los afectos desencadenados.

A mi juicio, esta explicación es aplicable a todos aquellos casos en los que la risa aparece en ocasiones distintas de las placientes y se une a intensos sentimientos dolorosos o a un estado cualquiera de tensión espiritual.

f) Si a todo lo que antecede añadimos que el desarrollo del placer cómico puede ser facilitado por cualquier otra agregación placiente como por una especie de afecto de contacto -a semejanza de como lo hace el placer preliminar en el chiste tendencioso-, no habremos agotado la investigación de las condiciones del placer cómico, pero sí conseguido el fin que nos proponíamos, pues vemos ahora con toda claridad que tales condiciones, así como la inconstancia y dependencia del efecto cómico, se adaptan, mejor que a otra hipótesis ninguna, a la que deriva el placer cómico de la descarga de una diferencia que hubiera podido recibir un empleo distinto.

(5)

La comicidad de lo sexual y de lo obsceno merecería un examen más detenido que el que aquí podemos dedicarle y cuyo punto de partida sería de nuevo el desnudamiento. Un desnudamiento casual nos produce un efecto cómico porque comparamos la facilidad con que gozamos del espectáculo de la desnudez con el gran gasto que hubiera sido necesario para conseguir por otro camino el mismo fin.

Aproxímanse así estos casos a los de ingenuidad cómica, aunque son mucho menos complicados. Todo desnudamiento del que se nos hace testigos por un tercero equivale a hacer resultar cómica a la persona desnudada. Hemos visto antes que una de las funciones del chiste era la de sustituir al dicho obsceno y hacer accesibles de este modo perdidas fuentes de placer cómico.

En cambio, el espiar a escondidas una desnudez no es, para el que lo hace, un caso de comicidad, pues el esfuerzo que realiza es por completo contrario a la condición del placer cómico, y no pudiendo éste producirse, el espectador de la desnudez no gozará sino del placer puramente sexual que lo contemplado produzca.

Mas, en el relato que el mismo hace luego de su aventura, vuelve a resultar cómica la persona espiada, pues predomina entonces de nuevo el punto de vista de que aquélla ha dejado de realizar el gasto necesario para ocultar sus intimidades a ojos extraños.

Fuera de estos casos, lo sexual y lo obsceno ofrecen las más numerosas ocasiones para la producción de placer cómico al mismo tiempo que para la de excitación sexual, sea mostrado al hombre dependiente de sus necesidades corporales (degradación), o sea descubriendo detrás del amor espiritual las exigencias carnales (desenmascaramiento).

(6) De la obra de Bergson, tan bellamente sugestiva, sobre estos problemas (Le rire), ha surgido para nosotros, en forma inesperada, el deseo de buscar también la comprensión de lo cómico por la investigación de su psicogénesis. Bergson, cuya teoría del carácter cómico puede encerrarse en las fórmulas mécanisation de la vie y substitution quelconque de l’artificiel au naturel, pasa, por medio de una natural asociación de ideas, del automatismo al autómata e intenta explicar una serie de efectos cómicos por nuestro ya empalidecido recuerdo de juguete infantil.

Persiguiendo esta idea, la lleva hasta el punto de intentar derivar lo cómico del efecto a larga distancia de las alegrías infantiles, pero la abandona antes de llegar a conclusión definitiva alguna.

Peut-être même devrions-nous pousser la simplification plus loin encore, remonter à nos souvenirs les plus anciens, chercher dans les jeux qui amusèrent l’enfant, la première ébauche des combinaisons qui font rire nous méconnaissons ce qu’il y a encore d’enfantin, pour ainsi dire, dans la plupart de nos émotions joyeuses.

Habiendo nosotros perseguido el chiste hasta hallarlo como un juego infantil con palabras e ideas, tiene necesariamente que atraernos la labor de investigar estas raíces infantiles de la comicidad, cuya existencia sospecha Bergson.

En realidad, al investigar la relación de la comicidad con el niño tropezamos con toda una serie de conexiones que nos parecen harto significativas.

El niño mismo no nos resulta cómico, aunque muestra cumplidas en su persona todas aquellas condiciones que, comparadas con las nuestras, producen una diferencia cómica, o sea, entre otras, el excesivo gasto de movimiento y el insuficiente gasto espiritual y la sumisión de las funciones anímicas o las somáticas.

Sin embargo, no hallamos cómico al sujeto infantil cuando se comporta como tal, sino únicamente cuando se disfraza con la gravedad del adulto, y entonces el efecto cómico que produce es idéntico al que hallamos en el disfraz de cualquier otra persona.

En cambio, mientras permanece fiel a su esencia infantil, su percepción nos produce un placer puro, que quizá -y solamente quizá- recuerde algo al placer cómico. De este modo, calificamos de ingenuo al niño cuando nos muestra su carencia de coerciones y aceptamos en calidad de ingenuocómicas aquellas de sus manifestaciones que en otra persona hubiéramos juzgado obscenas o chistosas.

El niño carece, además, del sentido de la comicidad.

Esto parece al principio significar únicamente que dicho sentido no se constituye sino en un estadio algo más avanzado del desarrollo anímico, cosa que, de todos modos, no tendría nada de singular, tanto más cuanto que el mismo surge todavía con toda claridad en años que aún tenemos que contar entre los infantiles.

Pero puede demostrarse que la afirmación de que el niño carece del sentido de la comicidad va más allá de ser algo que cae por su propio peso.

En primer lugar, resulta fácilmente visible que ello no puede ser de otro modo si no es equivocada nuestra teoría que deriva el sentido cómico de la diferencia de gasto que resulta al querer comprender alguna cosa.

Elijamos de nuevo, como ejemplo, la comicidad del movimiento. La comparación productora de la diferencia sería, reducida a una fórmula consciente, como sigue:

«Así lo hace ése», y «Así debiera hacerlo, así lo he hecho».

Mas en el niño falta la medida contenida en la segunda de estas frases. Comprende exclusivamente por medio de la imitación; esto es, haciendo lo mismo que ha visto hacer.

Por otro lado, la educación mantiene siempre ante él el precepto:

«Haz esto así», y si el niño se sirve de él a su vez en la comparación llegará con facilidad a las conclusiones siguientes:

«Ese no lo ha hecho bien» y «Yo puedo hacerlo mejor».

En este caso ríe el niño con burla del otro, sintiéndose superior a él. También está risa puede ser derivada, sin inconveniente alguno, de la diferencia de gasto; pero, por analogía con los casos en los que hemos reído a costa de los otros, tenemos que deducir que en la risa que el sentimiento de superioridad provoca en el niño no aparece la menor huella del sentido de lo cómico.

Es una risa de puro placer. El adulto que percibe claramente su propia superioridad se limita a sonreir, o cuando ríe, puede distinguir con toda precisión la percatación de su superioridad de la comicidad que provoca su risa.

Es probablemente acertado suponer que el niño ríe de puro placer en diversas circunstancias que nos dan la sensación de «cómicas», pero cuyos motivos no encontramos, mientras que los motivos del niño son siempre bien definidos y patentes. Cuando, por ejemplo, alguien resbala y cae en la calle ante nosotros, reímos porque la caída nos produce -sin que sepamos la causa- una impresión cómica.

En igual caso, lo que provoca la risa del niño es el sentido de su superioridad o la alegría del daño ajeno:

«Tú te has caído y yo no.» Ciertos motivos de placer del niño parecen perdidos para el adulto, el cual, como compensación, goza en las mismas circunstancias del placer cómico.

Si pudiéramos permitirnos una generalización, sería muy atractivo deducir de las anteriores consideraciones que el carácter específico de la comicidad era precisamente este renacimiento de lo infantil, y considerar lo cómico como la «perdida risa infantil» reconquistada.

Podríamos entonces decir que reímos de una diferencia de gasto entre la persona-objeto y nosotros, siempre que en la primera hallamos de nuevo al niño. De este modo la comparación de la que nace la comicidad sería la siguiente:

Así lo hace ése
Yo lo hago de otra manera
Ese lo hace como yo lo he hecho de niño.

La risa surgirá, por tanto, de la comparación entre el yo del adulto y el yo considerado como niño. La misma dualidad del sentido de la diferencia cómica en la que tan pronto el exceso como el defecto de gasto nos resultan cómicos, se halla de acuerdo con las condiciones infantiles, pues en uno y otro caso la comicidad surge siempre del lado en que aparece lo infantil.

A nada de esto contradice el que el niño mismo no nos produzca, como objeto de la comparación, una impresión cómica, sino puramente placiente, ni tampoco que esta comparación con lo infantil no ocasione un efecto cómico más que cuando es evitado un distinto aprovechamiento de la diferencia, pues de lo que dependen estas circunstancias es de las condiciones necesarias para la descarga.

Todo aquello que inscribe a un proceso psíquico en una determinada totalidad actúa en contra de la descarga del revestimiento sobrante y lo conduce a un distinto aprovechamiento; en cambio, todo lo que contribuye a aislar un acto psíquico favorece la descarga.

Nuestra conciencia de la situación del niño como término de la comparación hace imposible la descarga necesaria para el placer cómico; sólo dado un revestimiento o carga preconsciente se produce un aislamiento aproximado, que es además el que corresponde en general a los procesos anímicos infantiles.

El agregado «así lo he hecho yo también cuando niño», que añadimos a la comparación y del que parte el efecto cómico, sólo tendrá, por tanto, eficacia, dada una diferencia media, cuando ninguna otra totalidad pueda apoderarse del exceso que queda libre.

Si queremos proseguir nuestro intento de hallar la esencia de lo cómico en la conexión preconsciente con lo infantil hemos de avanzar más allá de las teorías bergsonianas y conceder que la comparación productora de lo cómico no tiene necesidad de despertar todo el antiguo placer y todo el antiguo juego infantiles, sino que bastará con que toque a la esencia general infantil y quizá hasta al dolor infantil mismo.

Con esto nos apartamos de Bergson, pero permanecemos de acuerdo con nosotros mismos refiriendo el placer cómico no a placer recordado, sino, como siempre, a una comparación.

Quizá los casos del primero de estos géneros encubran, ocultándolo, lo regular e irresistiblemente cómico. Recordaremos aquí el esquema antes detallado de las posibilidades cómicas. Dijimos que la diferencia cómica era hallada alternativamente:

  • a) Por medio de una comparación entre el prójimo y el yo.
  • b) Por medio de una comparación totalmente dentro del prójimo.
  • c) Por medio de una comparación totalmente dentro del yo.

(a)

En el primer caso, el prójimo se me aparecía como niño; en el segundo, descendería por sí mismo hasta la categoría infantil, y en el tercero, encontraríamos el niño en nuestro propio yo.

Al primero pertenece la comicidad del movimiento y de las formas, de la función espiritual, y del carácter. Los caracteres infantiles correspondientes a estos géneros de lo cómico serían el impulso al movimiento y el incompleto desarrollo espiritual y moral del niño. De este modo el individuo simple nos resultaría cómico por recordarnos a un niño perezoso e ignorante, y el perverso, a su vez, a un niño malo.

De un placer infantil perdido para el adulto no podremos hablar más que en aquellos casos que muestren una relación con el placer que el movimiento inmotivado causa al niño.

(b)

El segundo caso, en el cual la comicidad reposa por completo en la «proyección simpática», es el de más amplio contenido, dando origen a la comicidad de la situación, de la exageración (caricatura), de la imitación, de la degradación y del desenmascaramiento.

Al mismo tiempo es también el caso a que resulta más fácilmente aplicable nuestra hipótesis de relación con lo infantil, pues la comicidad de la situación se funda, la mayor parte de las veces, en una embarazada conducta del sujeto, tras de la que adivinamos la torpeza infantil.

La más irritante de estas situaciones embarazosas, la perturbación de las funciones anímicas por las imperiosas exigencias de las necesidades naturales, encuentra su correspondiente carácter infantil en la falta de dominio del niño sobre sus funciones somáticas.

Del mismo modo aquella comicidad de la situación que se basa en la continuada repetición corresponde a un carácter infantil: el afán de repetición (preguntas, cuentos), del que el niño extrae placer y con el que acaba por aburrir a sus guardadores.

La exageración, que produce placer al adulto cuando el mismo acierta a justificarla ante la crítica, tendrá su raíz infantil en la peculiar falta de medida del niño y en su ignorancia de todas las relaciones cuantitativas que el sujeto infantil no llega a conocer, sino mucho después de las cualitativas. La mesura y la templanza, aun en los sentimientos lícitos, son frutos posteriores de la educación y quedan establecidas por la coerción que recíprocamente ejercen entre sí las actividades anímicas pertenecientes a una sola totalidad.

Allí donde esta cohesión se debilita -en lo inconsciente de los sueños o en la monoideación de las psiconeurosis- aparece de nuevo la falta de mesura peculiar al niño.

El esclarecimiento de la comicidad de la imitación hubo de presentar dificultades relativamente grandes mientras no tuvimos en cuenta en ella el factor infantil, más precisamente se nos muestra éste aquí con especial claridad, pues la imitación es el arte que mejor domina el niño y el motivo ocasional de la mayor parte de sus juegos.

La ambición infantil tiende menos a hacer significarse al niño entre sus compañeros que a la imitación de los mayores. La relación del niño con los adultos constituye también la raíz infantil de la comicidad de la degradación, la cual corresponde a la benevolencia que el adulto suele demostrar al niño poniéndose a su nivel.

Pocas cosas producen al niño un placer mayor que ver cómo el adulto desciende hasta él, prescindiendo de su abrumadora superioridad, y se convierte en su compañero de juego. La minoración, que procura al niño placer puro, se convierte para el adulto, como degradación, en un medio de hacer resultar cómica a otra persona y en una fuente de placer cómico.

Por último del desenmascaramiento sabemos que, en definitiva, se reduce a la degradación.

(c)

Donde mayores dificultades hallamos para descubrir la conexión con lo infantil es en el tercer caso, o sea, en la comicidad de la expectación, circunstancia que nos explica el que los investigadores que han tomado este caso como punto de partida de un examen de lo cómico no hayan encontrado ocasión de introducir en la comicidad el factor infantil. La comicidad de la expectación es, en efecto, la más extraña al niño y la que más tarde aparece en él.

En la mayoría de los casos de este género, que el adulto considera cómicos, no experimenta el niño sino una decepción.

Sin embargo, pudiera establecerse un enlace de estos casos con la ansiosa expectación del niño y con su credulidad para explicarnos por qué nos sentimos cómicos, «como niños», cuando sufrimos una decepción cómica.

Si bien es cierto que de todo lo que antecede pudiera deducirse la posibilidad de una interpretación del sentimiento cómico, que resumiríamos en la fórmula de que lo cómico es aquello que no resulta propio del adulto, no nos sentimos, dada nuestra posición total ante el problema de lo cómico, con valor suficiente para defender esta hipótesis con igual empeño que las anteriores.

Así, pues, dejaremos indeciso si el descenso o degradación al grado infantil es tan sólo un caso especial de la degradación cómica o si toda comicidad reposa, en el fondo, en un descenso o degradación a dicho estadio.

(7) Nuestra investigación de la comicidad, aun siendo tan poco detenida, quedaría harto incompleta si no contuviese algunas observaciones sobre el humor.

El esencial parentesco entre ambos procesos es tan poco dudoso, que una tentativa de esclarecer lo cómico tiene que proporcionarnos, por lo menos, algún dato para la inteligencia del humor.

De este modo, y aun sabiendo lo mucho y acertado que por otros autores se ha escrito sobre el humor, el cual, siendo uno de los más elevados rendimientos psíquicos, se ha atraído el especial favor de toda una serie de pensadores, no podemos eludir la labor de establecer una definición de su esencia por aproximación a las fórmulas antes halladas para el chiste y la comicidad. Hemos visto que el desarrollo de afectos dolorosos constituye el obstáculo más importante para el efecto cómico.

En cuanto el movimiento inútil produce un daño, lleva la simpleza a la desgracia o causa dolor la decepción, desaparece la posibilidad de todo efecto cómico, por lo menos para aquellos sobre los que recae el displacer resultante o tienen que participar de él, mientras que las personas extrañas al suceso testimonian, con su conducta que en el mismo se halla contenido todo lo necesario para un efecto cómico.

El humor es entonces un medio de conseguir placer a pesar de los afectos dolorosos que a ello se oponen y aparece en sustitución de los mismos. La condición que regula su génesis queda cumplida cuando se constituye una situación en la que, hallándonos dispuestos, siguiendo un hábito, a desarrollar afectos penosos actúen simultáneamente sobre nosotros motivos que nos impulsan a cohibir tales afectos, in statu nascendi.

En estos casos, la persona sobre la que recae el daño, el dolor, etc., puede conseguir placer humorístico, mientras que los extraños ríen sintiendo placer cómico. No tenemos, pues, más remedio que admitir que el placer del humor surge a costa del desarrollo del afecto cohibido; esto es, del ahorro de un gasto de afecto.

El humor es la menos complicada de todas las especies de lo cómico.

Su proceso se realiza en una sola persona y la participación de otra no añade a él nada nuevo. Nada hay tampoco que nos impulse a comunicar el placer humorístico que en nosotros ha surgido y podamos gozar de él aisladamente.

Es harto difícil descubrir lo que se realiza en el sujeto durante la génesis del placer humorístico pero podemos aproximarnos algo al conocimiento de este proceso cuando alguna persona nos comunica un caso propio, y al comprenderlo experimentamos el mismo placer que antes a ella le produjo. Los casos más sencillos de esta comicidad, tales como el contenido en la historieta que a continuación reproducimos, pueden servirnos de guía para la inteligencia de otros más sutiles.

«¿Qué día es hoy?», pregunta un condenado a muerte a quien conducen a la horca.

«Lunes.» «¡Vaya; buen principio de semana!» Nos hallamos aquí, en realidad, ante un chiste, pues la observación del reo es de por sí muy acertada; mas si tenemos en cuenta que para su autor ya no ocurrirá nada bueno ni malo en los días siguientes, la encontraremos desatinadamente fuera de lugar.

De todos modos, habremos de convenir en el extraordinario humor necesario para hacer tal chiste; esto es, para echar a un lado aquello en que tal principio de semana se diferencia de todos los demás y negar esta diferencia de la que habrían de surgir poderosos motivos para especialísimos sentimientos.

El mismo caso se nos presenta en otra historieta en la que el condenado, camino del cadalso, pide una bufanda para abrigarse y no pescar un catarro, medida prudentísima en toda otra circunstancia, pero totalmente superflua y fuera de lugar en la situación dada.

Todos estos casos de humor nos ofrecen algo semejante a lo que denominamos «grandeza de ánimo» en la energía con la que el sujeto se aferra a su ser habitual, volviendo la espalda a todo aquello que le conduce a la muerte y puede antes provocar su desesperación.

Esta especie de superioridad del humor se hace patente en aquellos casos en que nuestra admiración no se encuentra cohibida por las circunstancias personales del sujeto humorístico.

En el Hernani, de Víctor Hugo, cae el protagonista, cabecilla de una conjuración contra el emperador Carlos I de España y V de Alemania, en manos de su poderoso enemigo. Reo de alta traición, sabe la suerte que le espera: su cabeza caerá bajo el hacha del verdugo.

Pero esta conciencia de su próximo fin no le impide darse a conocer como grande de España y declarar que no renunciará a los derechos inherentes a tal título. Uno de éstos es el de permanecer cubierto ante rey.

Aplicándolo, pues, a su actual situación, dirá:

Nos têtes ont le droit.
De tomber couvertes devant toi.

Es éste un elevado humorismo, y si no nos reímos al oír la frase en que se manifiesta, ello se debe a que nuestra admiración es más fuerte que el placer humorístico y lo encubre por completo.

En el caso antes expuesto del bribón que, camino de la muerte, pide una bufanda para no resfriarse, reímos, en cambio, de todas veras, a pesar de que la situación, que debiera desesperar dolorosamente al reo, podría hacernos sentir una intensa compasión.

Pero esta compasión queda cohibida en nosotros al comprender que el propio interesado no se apura grandemente de su próximo fin, y a consecuencia de esta comprensión el gasto que a la compasión estábamos dispuestos a dedicar deviene de repente inútil y es descargado en la risa. La indiferencia de que el reo hace gala se apodera, por contagio, de nosotros, a pesar de darnos cuenta perfecta de que le ha costado un enorme gasto de labor psíquica.

La compasión ahorrada es una de las más generosas fuentes del placer humorístico.

El humor de Mark Twain labora habitualmente con este mecanismo. Cuando, relatando la vida de su hermano, nos cuenta que siendo el mismo capataz de una gran empresa de construcción de carretera fuera lanzado al aire por la inesperada explosión de un barreno, yendo a caer muy lejos del puesto que tenía señalado, surgen inevitablemente en nosotros sentimientos de compasión hacia la víctima del accidente, y quisiéramos preguntar el daño que éste le produjo.

Pero la continuación de la historia, que nos hace saber cómo el desgraciado capataz fue multado con un día de haber, «por alejarse de su puesto sin permiso», nos desvía por completo de todo sentimiento compasivo y nos hace casi tan duros de corazón como el contratista y tan indiferentes como él al posible daño corporal del accidentado.

En otra ocasión nos describe Mark Twain su árbol genealógico, que hácele remontarse hasta uno de los compañeros de Cristóbal Colón.

Mas, cuando después, entre las noticias que nos da de este su antepasado, vemos la de que al desembarcar en América consistía todo su equipaje en unas cuantas piezas de ropa blanca, cada una con diferentes iniciales, reímos a costa del grave sentimiento de veneración familiar que pensábamos iba a despertar en nosotros la historia.

El mecanismo del placer humorístico no sufre aquí perturbación alguna por nuestra conciencia de que el relato familiar es fingido y de que esta ficción se halla al servicio de la tendencia satírica de revelar la mentira de la mayor parte de los ilustres hechos que se suelen atribuir a antepasados poco brillantes, y hasta totalmente ficticios, por las personas atacadas de la vanidad de nobleza.

Resulta, pues, dicho mecanismo -como ya sucedía con el de hacer cómica a una persona- totalmente independiente de la condición de la realidad. Otra historia de Mark Twain nos relata que su hermano se instaló una vez en un foso capaz para contener una cama, una mesa y una lámpara, y lo techó tendiendo sobre él una vela con un agujero en el medio.

Pero cuando, terminada su tarea, se acostó y dormía como un bendito, cayó por el agujero de la vela y sobre la mesa una vaca, volcando la lámpara y perturbando toda la instalación.

Pacientemente ayudó el despertado inquilino a sacar la vaca del foso y se dedicó después a reorganizar su vivienda.

Pero a la noche siguiente se repitió la escena, y luego, cotidianamente, durante una larga temporada, comportándose siempre el buen hombre con igual resignación y paciencia.

Esta historia se hace, desde luego, cómica por la repetición.

Pero cuando no podemos retener ya nuestro placer humorístico es cuando Mark Twain nos cuenta que a la noche número ciento cuarenta y seis observó su hermano que la cosa se iba haciendo ya algo monótona, pues hace mucho tiempo que esperábamos que el paciente individuo llegase a irritarse.

Los pequeños rasgos humorísticos que producimos a veces en nuestra vida cotidiana surgen realmente en nosotros a costa de la irritación; los producimos en lugar de enfadarnos.

El humor comprende numerosísimas especies, cada una de las cuales corresponde a la naturaleza peculiar del sentimiento emotivo que es ahorrado en favor del placer humorístico: compasión, disgusto, dolor, enternecimiento, etc.

Además, el número de estas especies parece ilimitado, pues los dominios del humor se amplían cada vez que el artista o el escritor logran someter al humorismo emociones que antes reinaban libremente y convertirlas en fuentes de placer humorístico por medio de procedimientos análogos a los de los casos antes examinados.

Así, los ilustradores y dibujantes del Simplicissimus han llevado hasta un punto insospechable el arte de extraer humor de lo horrible, cruel o repugnante.

Hay que tener también en cuenta que los fenómenos del humor son determinados por dos circunstancias relacionadas con las condiciones de su génesis.

El humor puede, en primer lugar, aparecer fundido con el chiste o con cualquiera otra especie de lo cómico, hallándose, en estos casos, encargado de alejar una posibilidad de desarrollo afectivo contenida en la situación y que constituiría un obstáculo para el efecto de placer.

En segundo lugar, puede también suprimir este desarrollo afectivo, por completo o sólo parcialmente, caso este último el más frecuente por su sencillez y del que surgen las diversas formas del humor «discontinuo»; o sea, de aquel humor que sonríe entre lágrimas y que, sustrayéndose al afecto una parte de su energía, le da, en cambio, el acompañamiento humorístico.

El placer humorístico que conseguimos al conocer y, por tanto, sentir a posteriori algo que ha sucedido a otra persona nace, como pudimos ver en los ejemplos que anteceden, de una técnica especial, comparable al desplazamiento, por medio de la cual queda hecho superfluo el desarrollo afectivo que nos hallábamos dispuestos a llevar a cabo y es guiada la carga psíquica hacia otro elemento con frecuencia accesorio.

Pero con esto no ganamos nada para la comprensión del proceso por medio del cual se realiza en la persona humorística el desplazamiento que la aleja del desarrollo afectivo. Vemos que la persona receptora realiza, por imitación, los procesos anímicos que antes se desarrollaron en el sujeto; pero esta observación no nos proporciona dato alguno que nos aproxime al conocimiento de las fuerzas que hacen posible este proceso imitativo.

Podemos decir únicamente que cuando alguien consigue, por ejemplo, sobreponerse a un afecto doloroso, comparando la magnitud de los intereses universales con la propia pequeñez individual, no vemos en ello un rendimiento del humor, sino del pensamiento filosófico, y no logramos tampoco consecución ninguna de placer al trasladarnos al proceso mental del sujeto.

El desplazamiento humorístico es, pues, tan imposible cuando nuestra atención vigila como, en igual caso, la comparación cómica, y se halla, por tanto, ligado como la misma a la condición de permanecer preconsciente o automático.

Sólo considerando el desplazamiento humorístico como un proceso de defensa podremos establecer algunas conclusiones sobre él. Los procesos de defensa son los que en lo psíquico corresponden a los reflejos de fuga, y su misión es la de evitar el nacimiento de displacer producido por fuentes internas. Constituyen, pues, una especie de regulación de la vida anímica; pero por su automatismo llegan a resultar perjudiciales y tienen, por tanto, que ser sometidos al dominio del pensamiento consciente.

Así, de una clase especial de esta defensa, la represión fallida ha demostrado que constituía el mecanismo de la génesis de las psiconeurosis.

Podemos ahora considerar el humor como la principal de estas funciones de defensa, que -a diferencia de la represión- desprecia sustraer a la atención el contenido de representaciones ligado al efecto doloroso, y de este modo domina al automatismo defensivo.

Para conseguirlo encuentra además el medio de despojar de su energía a la preparada producción de displacer y la convierte en placer sometiéndola a la descarga.

Es también sospechable que sea de nuevo la conexión con lo infantil lo que le permite llevar a cabo esta función, pues en la vida del niño se producen intensos efectos dolorosos, de los que el adulto reiría como ríe el humorista de los de igual género que le asaltan en la edad madura.

Aquella superioridad del propio yo, de la que testimonia el desplazamiento y cuya interpretación podría muy bien encerrarse en la fórmula:

«Soy ya demasiado grande para que esto pueda causarme disgusto», pudiera muy bien ser el resultado de la comparación efectuada por el sujeto de su yo presente con su yo infantil.

Esta hipótesis parece, hasta cierto punto, robustecida por el papel que desempeña lo infantil en los procesos neuróticos de represión.

En conjunto, se halla el humor más cerca de la comicidad que del chiste. Con la primera tiene de común la localización psíquica en lo preconsciente, mientras que el chiste queda formado, como antes dedujimos, a manera de transacción entre lo inconsciente y lo preconsciente.

En cambio, no tiene el humor participación alguna en un singular carácter en el que coinciden el chiste y la comicidad y que quizá no hemos hecho resaltar hasta ahora suficientemente.

Es condición de la génesis de lo cómico que nos veamos impulsados a emplear, simultáneamente o en rápida sucesión, para la misma función representativa, dos distintas formas de representación, entre las cuales se realiza luego la «comparación», de la que resulta la diferencia de gasto. Tales diferencias de gasto nacen entre lo extraño y lo propio, lo habitual y lo modificado, lo esperado y lo sucedido.

En el chiste, la diferencia entre dos diversas interpretaciones que laboran con distinto gasto adquiere tan sólo un valor con relación al proceso que se realiza en el oyente. Una de estas interpretaciones recorre, obedeciendo a las indicaciones contenidas en el chiste, el camino que el pensamiento ha seguido antes a través de lo inconsciente, y la otra permanece en la superficie y presenta al chiste como una expresión verbal preconsciente devenida consciente. No sería quizá muy equivocado derivar el placer que nos produce el chiste oído de la diferencia de estas dos formas de representación.

Lo que aquí decimos del chiste es lo mismo que antes, cuando desconocíamos aún la relación del mismo con la comicidad, describíamos diciendo que el chiste poseía una doble faz, como Jano.

En el humor pasa a último término el carácter que aquí aparece en el primero. Experimentamos, ciertamente, el placer humorístico allí donde es evitado un sentimiento emotivo que esperábamos como inherente a la situación, y hasta este punto cae también el humor bajo el concepto, ampliado, de la comicidad de la expectación.

Mas en el humor no se trata ya de dos formas representativas del mismo contenido.

El hecho de que la situación es dominada por los sentimientos emotivos de carácter displaciente que deben ser evitados pone fin a la posibilidad de comparación con el carácter de lo cómico o del chiste.

El desplazamiento humorístico es, en realidad, un caso de aquel aprovechamiento de un gasto sobrante que tan peligroso demostró ser para el efecto cómico.

(8) Una vez que hemos logrado reducir también el mecanismo del placer humorístico a una fórmula análoga a las que hallamos para el placer cómico y para el chiste, tocaremos el término de nuestra labor.

El placer del chiste nos pareció surgir de gasto de inhibición ahorrado; el de la comicidad, del gasto de representación (de catexis) ahorrado, y el del humor, de gasto de sentimiento ahorrado.

En los tres mecanismos de nuestro aparato anímico proviene, pues, el placer de un ahorro, y los tres coinciden en constituir métodos de reconquistar, extrayéndolo de la actividad anímica, un placer que se había perdido precisamente a causa del desarrollo de esta actividad, pues la euforia que tendemos a alcanzar por estos caminos no es otra cosa que el estado de ánimo de una época de nuestra vida en la que podíamos llevar a cabo nuestra labor psíquica con muy escaso gasto; esto es, el estado de ánimo de nuestra infancia, en la que no conocíamos lo cómico, no éramos capaces del chiste y no necesitábamos del humor para sentirnos felices en la vida.

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