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088. La represión – 1915
Posted agosto 22, 2009
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Otro de los destinos de un instinto puede ser el de tropezar con resistencias que intenten despojarlo de su eficacia.
En circunstancias, cuya investigación nos proponemos emprender en seguida, pasa el instinto al estado de represión.
Si se tratara del efecto de un estímulo exterior, el medio de defensa más adecuado contra él seria la fuga. Pero tratándose del instinto, la fuga resulta ineficaz, pues el yo no puede huir de sí mismo.
Más tarde, el enjuiciamiento reflexivo del instinto (y su condena) constituyen para el individuo excelente medio de defensa contra él. La represión, concepto que no podía ser formulado antes de las investigaciones psicoanalíticas, constituye una fase preliminar de la condena, una noción intermedia entre la condena y la fuga.
No es fácil deducir teóricamente la posibilidad de una situación tal como la represión. ¿Por qué ha de sucumbir a tal destino un impulso instintivo? Para ello habría de ser condición indispensable que la consecuencia del fin del instinto produjese displacer en lugar de placer, casi difícilmente imaginable, pues la satisfacción de un instinto produce siempre placer.
Habremos, pues, de suponer que existe cierto proceso por el cual el placer, producto de la satisfacción, queda transformado en displacer. Para mejor delimitar el contorno de la represión examinaremos previamente algunas otras situaciones de los instintos.
Puede suceder que un estímulo exterior llegue a hacerse interior -por ejemplo, corroyendo y destruyendo un órgano- y pase así a constituirse una nueva fuente de perpetua excitación y aumento constante de la tensión. Tal estímulo adquirirá de este modo una amplia analogía con un instinto.
Sabemos ya que en este caso experimentamos dolor. Pero el fin de este seudoinstinto es tan sólo la supresión de la modificación orgánica y del displacer a ella enlazado. La supresión del dolor no puede proporcionar otro placer de carácter directo.
El dolor es imperativo.
Sólo sucumbe a los efectos de una supresión tóxica o de la influencia ejercida por una distracción psíquica.
El caso del dolor no es lo bastante transparente para auxiliarnos en nuestros propósitos. Tomaremos, pues, el de un estímulo instintivo -por ejemplo, el hambre- que permanece insatisfecho. Tal estímulo se hace entonces imperativo, no es atenuable sino por medio del acto de la satisfacción y mantiene una constante tensión de la necesidad. No parece existir aquí nada semejante a una represión.
Así, pues, tampoco hallamos el proceso de la represión en los casos de extrema tensión producida por la insatisfacción de un instinto. Los medios de defensa de que el organismo dispone contra esta situación habrán de ser examinados en un distinto contexto.
Ateniéndonos ahora a la experiencia clínica que la práctica psicoanalítica nos ofrece, vemos que la satisfacción del instinto reprimido sería posible y placiente en sí, pero inconciliable en otros principios y aspiraciones. Despertaría pues, placer en un lugar y displacer en otro. por tanto, será condición indispensable de la represión el que la fuerza motivacional de displacer adquiera un poder superior a la del placer producido por la satisfacción.
El estudio psicoanalítico de las neurosis de transferencia nos lleva a concluir que la represión no es un mecanismo de defensa originariamente dado, sino que, por el contrario, no puede surgir hasta después de haberse establecido una precisa separación entre la actividad anímica consciente y la inconsciente. La esencia de la represión consiste exclusivamente en rechazar y mantener alejados de lo consciente a determinados elementos.
Este concepto de la represión tendría su complemento en la hipótesis de que antes de esta fase de la organización anímica serían los restantes destinos de los instintos -la transformación en lo contrario y la orientación hacia el propio sujeto- lo que regiría la defensa contra los impulsos instintivos.
Suponemos también que vistas las relaciones extensas entre la represión y lo inconsciente nos vemos obligados a aplazar el adentrarnos en la esencia de la primera hasta haber ampliado nuestro conocimiento de la sucesión de instancias psíquicas y de la diferenciación entre lo consciente y lo inconsciente.
Por ahora solo podemos presentar en forma puramente descriptiva algunos caracteres clínicamente descubiertos de la represión, a riesgo de repetir, sin modificación alguna, mucho de lo ya expuesto en otros lugares. Tenemos, pues, fundamentos para suponer una primera fase de la represión, una represión primitiva, consistente en que a la representación psíquica del instinto se le ve negado el acceso a la conciencia.
Esta negativa produce una fijación, o sea que la representación de que se trate perdura inmutable a partir de este momento, quedando el instinto ligado a ella. Todo ello depende de cualidades, que más adelante examinaremos, de los procesos inconscientes.
La segunda fase de la represión, o sea la represión propiamente dicha, recae sobre ramificaciones psíquicas de la representación reprimida o sobre aquellas serles de ideas procedentes de fuentes distintas, pero que han entrado en conexión asociativa con dicha representación.
A causa de esta conexión sufren tales representaciones el mismo destino que lo primitivamente reprimido.
Así, pues la represión propiamente dicha es una fuerza opresiva (‘nachdrängen’) posterior.
Sería equivocado limitarse a hacer resaltar la repulsa que, partiendo de lo consciente, actúa sobre el material que ha de ser reprimido.
Es indispensable tener también en cuenta la atracción que lo primitivamente reprimido ejerce sobre todo aquello con lo que le es dado entrar en contacto. La tendencia a la represión no alcanzaría jamás sus propósitos si estas dos fuerzas no actuasen de consuno y no existiera algo primitivamente reprimido que se halla dispuesto a acoger lo rechazado por lo consciente.
Bajo la influencia del estudio de las psiconeurosis, que nos descubre los efectos más importantes de la represión, nos inclinaríamos a exagerar su contenido psicológico y a olvidar que no impide a la representación del instinto perdurar en lo inconsciente, continuar organizándose, crear ramificaciones y establecer relaciones. La represión no estorba sino la relación con un sistema psíquico, con el de lo consciente.
El psicoanálisis nos revela todavía algo distinto y muy importante para la comprensión de los efectos de la represión en las psiconeurosis. Nos revela que la representación del instinto se desarrolla más libre y ampliamente cuando ha sido sustraída, por la represión, a la influencia consciente.
Crece entonces, por decirlo así, en la oscuridad y encuentra formas extremas de expresión, que cuando las traducimos y comunicamos a los neuróticos, tienen que parecerles completamente ajenas a ellos y los atemorizan, reflejando una extraordinaria y peligrosa energía del instinto.
Esta engañosa energía del instinto es consecuencia de un ilimitado desarrollo en la fantasía y del estancamiento consecutivo a la frustración de la satisfacción.
Este último resultado de la represión nos indica dónde hemos de buscar su verdadero sentido.
Retornando ahora al aspecto opuesto de la represión afirmaremos que ni siquiera es cierto que la represión mantiene alejadas de la conciencia a todas las ramificaciones de lo primitivamente reprimido. Cuando tales ramificaciones se han distanciado suficientemente de la representación reprimida, bien por deformación, bien por el número de miembros interpolados, encuentran ya libre acceso a la conciencia.
Sucede como si la resistencia de lo consciente contra dichas ramificaciones fuera una función de su distancia de lo primitivamente reprimido.
En el ejercicio de la técnica psicoanalítica invitamos al paciente a producir aquellas ramificaciones de lo reprimido que por su distancia o deformación pueden eludir la censura de lo consciente. No otra cosa son las asociaciones que demandamos del paciente, con renuncia a todas las ideas de propósitos conscientes y a toda crítica, ocurrencias con las cuales reconstituimos una traducción consciente de la idea reprimida, asociaciones que no son otra cosa que ese tipo de ramificaciones lejanas o deformadas.
Al obrar así observamos que el paciente puede tener tal serie de ocurrencias, hasta que en su discurso tropieza con una idea en la cual la relación con lo reprimido actúa ya tan intensamente, que el sujeto tiene que repetir su tentativa de represión. También los síntomas neuróticos tienen que haber cumplido la condición antes indicada, pues son ramificaciones de lo reprimido, que consiguen, por fin, con tales productos, el acceso a la conciencia negado previamente.
No es posible indicar, en general, la amplitud que han de alcanzar la deformación y el alejamiento de lo reprimido para lograr vencer la resistencia de lo consciente. Tiene aquí efecto una sutil valoración cuyo mecanismo se nos oculta; pero cuya forma de actuar nos deja adivinar que se trata de hacer alto ante determinada intensidad de la carga de lo inconsciente, traspasada la cual se llegaría a la satisfacción.
La represión labora, pues, de un modo altamente individual. Cada una de las ramificaciones puede tener su destino particular, y un poco más o menos de deformación hace variar por completo el resultado.
Observemos asimismo que los objetos preferidos de los hombres, sus ideales, proceden de las mismas percepciones y experiencias que los objetos más odiados y no se diferencian originariamente de ellos sino por pequeñas modificaciones.
Puede incluso suceder, como ya lo hemos observado al examinar la génesis del fetiche, que la primitiva representación del instinto quede dividida en dos partes, una de las cuales sucumbe a la represión, mientras que la restante, a causa precisamente de su íntima conexión con la primera, pasa a ser idealizada.
Una modificación de las condiciones de la producción de placer y displacer da origen, en el otro extremo del aparato, al mismo resultado que antes atribuimos a la mayor o menor deformación.
Existen diversas técnicas que aspiran a introducir en el funcionamiento de las fuerzas psíquicas determinadas modificaciones, a consecuencia de las cuales aquello mismo que en general produce displacer produzca también placer alguna vez, y siempre que entra en acción uno de tales medios técnicos queda removida la represión de una representación de instinto, a la que hallaba negado el acceso a lo consciente.
Estas técnicas no han sido detenidamente analizadas hasta ahora más que en el chiste. Por lo general, el levantamiento de la represión es sólo pasajero, volviendo a quedar establecido al poco tiempo. De todos modos, estas observaciones bastan para llamarnos la atención sobre otros caracteres del proceso represivo. La represión no es tan sólo individual sino también móvil en alto grado. No debemos representarnos su proceso como un acto único, de efecto duradero, semejante, por ejemplo, al de dar muerte a un ser vivo.
Muy al contrario, la represión exige un esfuerzo continuado, cuya interrupción la llevaría al fracaso, haciendo preciso un nuevo acto represivo. Habremos, pues, de suponer que lo reprimido ejerce una presión continuada en dirección de lo consciente, siendo, por tanto, necesaria, para que el equilibrio se conserve, una constante presión contraria.
El mantenimiento de una represión supone, pues, un continuo gasto de energía, y su levantamiento significa, económicamente, un ahorro. La movilidad de la represión encuentra, además, una expresión en los caracteres psíquicos del dormir (estado de reposo), único estado que permite la formación de sueños. Con el despertar son emitidas nuevamente las cargas de represión antes retiradas.
Por último, no debemos olvidar que el hecho de comprobar que un impulso instintivo se halla reprimido no arroja sino muy escasa luz sobre el mismo.
Aparte de su represión, puede presentar otros muy diversos caracteres: ser inactivo; esto es, poseer muy escasa catexia de energía psíquica, o poseerla en diferentes grados, y hallarse así capacitado para la actividad.
Su entrada en actividad no tendrá por consecuencia el levantamiento directo de la represión, pero estimulará todos aquellos procesos que terminan en el acceso del impulso a la conciencia por caminos indirectos. Tratándose de ramificaciones no reprimidas de lo inconsciente, la magnitud de la energía psíquica define el destino de cada representación.
Sucede todos los días que tal ramificación permanece sin reprimir mientras integra alguna energía, aunque su contenido sea susceptible de originar un conflicto con lo conscientemente dominante.
En cambio, el factor cuantitativo es decisivo para la aparición del conflicto: en cuanto la idea aborrecida traspasa cierto grado de energía surge el verdadero conflicto y la entrada en actividad de dicha idea lo que trae consigo la represión.
Así, pues, el incremento de la carga de energía produce, en todo lo que a la represión se refiere, los mismos efectos que la aproximación a lo inconsciente. Paralelamente la disminución de dicha carga equivale al alejamiento de lo inconsciente o de la deformación.
Es perfectamente comprensible que las tendencias represoras encuentren en la atenuación de lo desagradable un sustitutivo de su represión.
Hasta aquí hemos tratado de la represión de una representación del instinto, entendiendo como tal una idea o grupo de ideas a las que instinto confiere cierto montante de energía psíquica (libido, interés). La observación clínica nos fuerza a descomponer lo que hasta ahora hemos concebido unitariamente, pues nos muestra que, a más de la idea, hay otro elemento diferente de ella que también representa al instinto, y que este otro elemento experimenta destinos de la represión que puedan ser muy diferentes de los que experimenta la idea.
A este otro elemento de la representación psíquica le damos el nombre de montante de afecto y corresponde al instinto en tanto en cuanto se ha separado de la idea y encuentra una expresión adecuada a su cantidad en procesos que se hacen perceptibles a la sensación a título de afectos. De aquí en adelante, cuando describamos un caso de represión, tendremos que perseguir por separado lo que la represión ha hecho de la idea y lo que ha sido de la energía instintiva a ella ligada. Pero antes quisiéramos decir algo, en general, sobre ambos destinos, labor que se nos hace posible en cuanto conseguimos orientarnos un poco.
El destino general de la idea que representa al instinto no puede ser sino el de desaparecer de la conciencia, si era consciente, o verse negado el acceso a ella, si estaba en vías de llegar a serlo. La diferencia entre ambos casos carece de toda importancia.
Es, en efecto, lo mismo que expulsemos de nuestro despacho o de nuestra antesala a un visitante indeseado, o que no le dejemos traspasar el umbral de nuestra casa.
El destino del factor cuantitativo de la representación del instinto puede tener tres posibilidades, según las apreciamos desde una vista panorámica de las observaciones efectuadas por el psicoanálisis. (a) El instinto puede quedar totalmente reprimido y no dejar vestigio alguno observable; (b) puede aparecer bajo la forma de un afecto cualitativamente coloreado de una forma u otra, y (c) puede ser transformado en angustia.
Estas dos últimas posibilidades nos fuerzan a considerar la transformación de las energías psíquicas de los instintos en afectos, y especialmente en angustia, como un nuevo destino de los instintos. Recordamos que el motivo y la intención de la represión eran evitar el displacer.
De ella se deduce que el destino del montante de afecto de la representación es mucho más importante que el de la idea, circunstancia decisiva para nuestra concepción del proceso represivo.
Como una represión no consigue evitar el nacimiento de sensaciones de displacer o de angustia, podemos decir que ha fracasado, aunque haya alcanzado su fin en lo que respecta a la idea. Naturalmente la represión fracasada ha de interesarnos más que la conseguida, la cual escapa casi siempre a nuestro examen.
Intentaremos ahora penetrar en el conocimiento del mecanismo del proceso de la represión y, sobre todo, averiguar si es único o múltiple y si cada una de las psiconeurosis no se halla quizá caracterizada por un peculiar mecanismo de represión. Pero ya desde el principio de esta investigación tropezamos con complicaciones.
El único medio de que disponemos para llegar al conocimiento del mecanismo de la represión es deducirlo de los resultados de la misma.
Si limitamos la investigación a los resultados observables en la parte ideológica de la representación, descubrimos que la represión crea regularmente una formación sustitutiva. Habremos, pues, de preguntarnos cuál es el mecanismo de esta producción de sustitutivas y si no deberemos distinguir también aquí diversos mecanismos.
Sabemos ya que la represión deja síntomas detrás de sí.
Se nos plantea, pues el problema de si podemos hacer coincidir la formación de sustitutivas con la de síntomas, y en caso afirmativo, el mecanismo de esta última con el de la represión. Hasta ahora, todo nos lleva a suponer que ambos mecanismos difieren considerablemente y que no es la represión misma la que crea formaciones sustitutivas y síntomas.
Estos últimos deberían su origen, como signos de un retorno de lo reprimido a procesos totalmente distintos. Parece también conveniente someter a investigación los mecanismos de la formación de sustitutivas y de síntomas antes que los de la represión.
Es evidente que la especulación no tiene ya aquí aplicación ninguna y debe ser sustituida por el cuidadoso análisis de los resultados de la represión observables en las diversas neurosis.
Sin embargo, me parece prudente aplazar también esta labor hasta habernos formado una idea satisfactoria de la relación de lo consciente con lo inconsciente.
Ahora bien: para no abandonar la discusión que antecede sin concretarla en deducción alguna, haremos constar:
1) Que el mecanismo de la represión no coincide, en efecto, con el o los mecanismos de la formación de sustitutivas;
2) Que existen muy diversos mecanismos de formación de sustitutivos, y
3) Que los mecanismos de la represión poseen, por lo menos, un carácter común: la sustracción de la carga de energía (o libido, cuando se trata de instintos sexuales).
Limitándonos a las tres psiconeurosis más conocidas, mostraremos en unos cuantos ejemplos cómo los conceptos por nosotros introducidos encuentran su aplicación al estudio de la represión. Comenzando por la histeria de angustia, elegiremos un ejemplo, excelentemente analizado, de zoofobia.
El impulso instintivo que en este caso sucumbió a la represión fue una actitud libidinosa del sujeto con respecto a su padre, acoplada a miedo del mismo. Después de la represión desapareció este sentimiento de la conciencia, y el padre cesó de hallarse integrado en ella como objeto de la libido.
En calidad de sustitutivo surgió en su lugar un animal más o menos apropiado para constituirse en objeto de angustia.
El producto sustitutivo de la parte ideológica se constituyó por desplazamiento a lo largo de una cadena de conexiones determinado en cierta forma; y la parte cuantitativa no desapareció, sino que se transformó en angustia, resultando de todo esto un miedo al lobo como sustitución de la aspiración erótica relativa al padre. Naturalmente, las categorías aquí utilizadas no bastan para aclarar ningún caso de psiconeurosis por sencillo que sea, pues siempre han de tenerse en cuenta otros distintos puntos de vista.
Una represión como la que tuvo efecto en este caso de zoofobia ha de considerarse totalmente fracasada.
Su obra aparece limitada al alejamiento y sustitución de la idea, faltando todo ahorro de displacer. Por esta causa, la labor de la neurosis no quedó interrumpida, sino que continuó en un segundo tiempo hasta alcanzar su fin más próximo e importante, culminando en la formación de una tentativa de fuga en fobia propiamente dicha y en una serie de precauciones destinadas a prevenir el desarrollo de angustia. Una investigación especial nos descubrirá luego por qué mecanismos alcanza la fobia su fin.
El cuadro de la verdadera histeria de conversión nos impone otra concepción distinta del proceso represivo.
Su carácter más saliente es, en este caso, la posibilidad de hacer desaparecer por completo el montante de afecto.
El enfermo observa entonces, con respecto a sus síntomas, aquella conducta que Charcot ha denominado la belle indifférence des hystériques. Otras veces no alcanza esta represión tan completo éxito, pues se enlazan al síntoma sensaciones penosas o resulta imposible evitar cierto desarrollo de angustia, la cual activa, por su parte, el mecanismo de la formación de la fobia.
El contenido ideacional de la representación del instinto es sustraído por completo de la conciencia como formación sustitutiva -y al mismo tiempo como síntoma-. Hallamos una inervación de extraordinaria energía -(somática en los casos típicos)-, inervación de naturaleza sensorial unas veces y motora otras, que aparece como excitación o como inhibición.
Un detenido examen nos demuestra que esta hiperinervación tiene efecto en una parte de la misma representación reprimida del instinto, la cual ha atraído a sí, como por una condensación, toda la carga.
Estas observaciones no entrañan, claro está, todo el mecanismo de una histeria de conversión. Principalmente habremos de tener, además, en cuenta el factor de la regresión, del cual trataremos en otro lugar.
La represión que tiene efecto en la histeria puede considerarse por completo fracasada si nos atenemos exclusivamente a la circunstancia de que sólo es alcanzada por medio de amplias formaciones de sustitutivos. Pero, en cambio, la verdadera labor de la represión o sea la supresión del montante de afecto, queda casi siempre perfectamente conseguida.
El proceso represivo de la histeria de conversión termina con la formación de síntomas y no necesita continuar en un segundo tiempo -o en realidad ilimitadamente- , como en la histeria de angustia.
Otro aspecto completamente distinto presenta la represión en la neurosis obsesiva, tercera de las afecciones que aquí comparamos.
En esta psiconeurosis no sabemos al principio si la representación que sucumbe a la represión es una tendencia libidinosa o una tendencia hostil. Tal inseguridad proviene de que la neurosis obsesiva tiene como premisa una regresión que sustituye la tendencia erótica por una tendencia sádica.
Este impulso hostil contra una persona amada es lo que sucumbe a la represión, cuyos efectos varían mucho de su primera fase a su desarrollo ulterior.
Al principio logra la represión un éxito completo; el contenido ideológico es rechazado, y el afecto, obligado a desaparecer. Como producto sustitutivo surge una modificación del yo, consistente en el incremento de la conciencia moral, modificación que no podemos considerar como un síntoma. La formación de sustitutivos y la de síntomas se muestran aquí separadas y se nos revela una parte del mecanismo de la represión.
Esta ha realizado, como siempre, una sustracción de libido; pero se ha servido, para este fin, de la formación reactiva por medio de la intensificación de lo opuesto. La formación de sustitutivos tiene, pues, aquí el mismo mecanismo que la represión y coincide en el fondo con ella; pero se separa cronológica y conceptualmente, como es comprensible, de la formación de síntomas.
Es muy probable que la relación de ambivalencia, en la que está incluido el impulso sádico que ha de ser reprimido, sea la que haga posible todo el proceso. Pero esta represión, conseguida al principio, no logra mantenerse, y en su curso ulterior va aproximándose cada vez más al fracaso. La ambivalencia, que hubo de facilitar la represión por medio de la formación reactiva facilita también luego el retorno de lo reprimido.
El afecto desaparecido retorna transformado en angustia social, angustia moral, escrúpulos y reproches sin fin, y la representación rechazada es sustituida por un sustituto por desplazamiento que recae con frecuencia sobre elementos nimios e indiferentes. La mayor parte de las veces no se descubre tendencia ninguna a la reconstitución exacta de la representación reprimida.
El fracaso de la represión del factor cuantitativo afectivo, hace entrar en actividad aquel mecanismo de la fuga por medio de evitaciones y prohibiciones que ya descubrimos en la formación de las fobias histéricas.
Pero la idea continúa, viéndose negado el acceso a la conciencia, pues de este modo se consigue evitar la acción, paralizando el impulso. Por tanto, la labor de la represión en la neurosis obsesiva termina en una vana e inacabable lucha.
De la corta serie de comparaciones que antecede extraemos la convicción de que para llegar al conocimiento de los procesos relacionados con la represión y la formación de síntomas neuróticos son precisas más amplias investigaciones.
La extraordinaria complejidad de los múltiples factores a los que ha de atenderse impone a nuestra exposición una determinada pauta. Habremos, pues, de hacer resaltar sucesivamente los diversos puntos de vista y perseguirlos por separado a través de todo el material mientras su aplicación sea fructuosa.
Cada una de estas etapas de nuestra labor resultará incompleta, aisladamente considerada, y presentará algunos lugares oscuros correspondientes a sus puntos de contacto con las cuestiones aún inexploradas; pero hemos de esperar que la síntesis final de todas ellas arroje clara luz sobre los complicados problemas investigados.
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Hemos oído expresar más de una vez la opinión de que una ciencia debe hallarse edificada sobre conceptos fundamentales, claros y precisamente definidos.
En realidad, ninguna ciencia, ni aun la más exacta comienza por tales definiciones. El verdadero principio de la actividad científica consiste más bien en la descripción de fenómenos, que luego son agrupados, ordenados y relacionados entre sí.
Ya en esta descripción se hace inevitable aplicar al material determinadas ideas abstractas extraídas de diversos sectores y, desde luego, no únicamente de la observación del nuevo conjunto de fenómenos descritos.
Más imprescindibles aún resultan tales ideas -los ulteriores principios fundamentales de la ciencia- en la subsiguiente elaboración de la materia. Al principio han de presentar cierto grado de indeterminación, y es imposible hablar de una clara delimitación de su contenido.
Mientras permanecen en este estado, nos concertamos sobre su significación por medio de repetidas referencias al material del que parecen derivadas, pero que en realidad les es subordinado.
Presentan, pues, estrictamente consideradas, el carácter de convenciones, circunstancia en la que todo depende de que no sean elegidas arbitrariamente, sino que se hallen determinadas por importantes relaciones con la materia empírica, relaciones que creemos adivinar antes de hacérsenos asequibles su conocimiento y demostración.
Sólo después de una más profunda investigación del campo de fenómenos de que se trate resulta posible precisar más sus conceptos fundamentales científicos y modificarlos progresivamente, de manera a extender en gran medida su esfera de aplicación haciéndolos así irrebatibles.
Este podrá ser el momento de concretarlos en definiciones. Pero el progreso del conocimiento no tolera tampoco la inalterabilidad de las definiciones. Como nos lo evidencia el ejemplo de la Física, también los «conceptos fundamentales» fijados en definiciones experimentan una perpetua modificación del contenido.
Un semejante principio básico convencional, todavía algo oscuro, pero del que no podemos prescindir en Psicología, es el del instinto (‘Trieb’). Intentaremos establecer su significación, aportándole contenido desde diversos sectores.
En primer lugar, desde el campo de la Fisiología.
Esta ciencia nos ha dado el concepto del estímulo y el esquema del arco reflejo, concepto según el cual un estímulo aportado desde el exterior al tejido vivo (de la sustancia nerviosa) es derivado hacia el exterior por medio de la acción.
Esta acción logra su fin sustrayendo la sustancia estimulada a la influencia del estímulo, alejándola de la esfera de actuación del mismo. ¿Cuál es ahora la relación del «instinto» con el «estímulo»? Nada nos impide subordinar el concepto de instinto (trieb) al de estímulo.
El instinto (trieb) sería entonces un estímulo para lo psíquico.
Mas en seguida advertimos la improcedencia de equiparar el instinto (trieb) al estímulo psíquico. Para lo psíquico existen, evidentemente, otros estímulos distintos de los instintivos y que se comportan más bien de un modo análogo a los fisiológicos.
Así, cuando la retina es herida por una intensa luz, no nos hallamos ante un estímulo instintivo. Sí, en cambio, cuando se hace perceptible la sequedad de las mucosas bucales o la irritación de las del estómago.
Tenemos ya material bastante para distinguir los estímulos instintivos de otros (fisiológicos) que actúan sobre lo anímico.
En primer lugar, los estímulos instintivos no proceden del mundo exterior, sino del interior del organismo. Por esta razón actúan diferentemente sobre lo anímico y exigen, para su supresión, distintos actos.
Pero, además, para dejar fijadas las características esenciales del estímulo, basta con admitir que actúa como un impulso único, pudiendo ser, por tanto, suprimido mediante un único acto adecuado, cuyo tipo será la fuga motora ante la fuente de la cual emana. Naturalmente, pueden tales impulsos repetirse y sumarse; pero esto no modifica en nada la interpretación del proceso ni las condiciones de la supresión del estímulo.
El instinto (trieb), en cambio, no actúa nunca como una fuerza de impacto momentánea, sino siempre como una fuerza constante. No procediendo del mundo exterior, sino del interior del cuerpo, la fuga es ineficaz contra él.
Al estímulo instintivo lo denominaremos mejor necesidad, y lo que suprime esta necesidad es la satisfacción.
Esta puede ser alcanzada únicamente por una transformación adecuada de la fuente de estímulo interna.
Coloquémonos ahora en la situación de un ser viviente, desprovisto casi en absoluto de medios de defensa y no orientado aún en el mundo, que recibe estímulos en su sustancia nerviosa.
Este ser llegará muy pronto a realizar una primera diferenciación y a adquirir una primera orientación. Por un lado, percibirá estímulos a los que le es posible sustraerse mediante una acción muscular (fuga), y atribuirá estos estímulos al mundo exterior. Pero también percibirá otros, contra los cuales resulta ineficaz tal acción y que conservan, a pesar de la misma, su carácter constantemente apremiante.
Estos últimos constituirán un signo característico del mundo interior y una demostración de la existencia de necesidades instintivas. La sustancia perceptora del ser viviente hallará así, en la eficacia de su actividad muscular, un punto de apoyo para distinguir un «exterior» de un «interior».
Encontramos, pues, la esencia del instinto (trieb) primeramente en sus caracteres principales, su origen de fuentes de estímulo situadas en el interior del organismo y su aparición como fuerza constante, y derivamos de ella otra de sus cualidades: la ineficacia de la fuga para su supresión. Pero durante estas reflexiones hubimos de descubrir algo que nos fuerza a una nueva confesión. No sólo aplicamos a nuestro material determinadas convenciones como conceptos fundamentales, sino que nos servimos, además, de algunos complicados postulados para guiarnos en la elaboración del mundo de los fenómenos psicológicos. Ya hemos delineado antes en términos generales lo más importante de este postulado; quédanos tan sólo hacerlo resaltar expresamente.
Es de naturaleza biológico, labora con el concepto de la intención (eventualmente con el de la conveniencia) y su contenido es como sigue: el sistema nervioso es un aparato al que compete la función de suprimir los estímulos que hasta él llegan, a reducirlos a su mínimo nivel, y que, si ello fuera posible, quisiera mantenerse libre de todo estímulo.
Admitiendo interinamente esta idea, sin parar mientes en su determinación, atribuiremos, en general, al sistema nervioso la labor del control de los estímulos. Vemos entonces cuánto complica el sencillo esquema fisiológico de reflejos la introducción de los instintos.
Los estímulos exteriores no plantean más problemas que el de sustraerse a ellos, cosa que sucede por medio de movimientos musculares, uno de los cuales acaba por alcanzar tal fin y se convierte entonces, como el más adecuado, en disposición hereditaria.
En cambio, los estímulos instintivos nacidos en el interior del cuerpo no pueden ser suprimidos por medio de este mecanismo.
Plantean, pues, exigencias mucho más elevadas al sistema nervioso, le inducen a complicadísimas actividades, íntimamente relacionadas entre sí, que modifican ampliamente el mundo exterior hasta hacerle ofrecer la satisfacción de la fuente de estímulo interna, y manteniendo una inevitable aportación continua de estímulos, le fuerzan a renunciar a su propósito ideal de conservarse alejado de ellos.
Podemos, pues, concluir que los instintos y no los estímulos externos son los verdaderos motores de los progresos que han llevado a su actual desarrollo al sistema nervioso, tan inagotablemente capaz de rendimiento. Nada se opone a la suposición de que los instintos mismos son, por lo menos en parte, residuos de efectos por estímulos externos que en el curso de la filogénesis actuaron modificativamente sobre la sustancia viva.
Cuando después hallamos que toda actividad, incluso la del aparato anímico más desarrollado, se encuentra sometida al principio del placer, o sea que es regulada automáticamente por sensaciones de la serie «placer-displacer», nos resulta ya difícil rechazar la hipótesis inmediata de que estas sensaciones reproducen la forma en la que se desarrolla el control de los estímulos, y seguramente en el sentido de que la sensación de displacer se halla relacionada con un incremento del estímulo y la de placer con una disminución del mismo.
Mantendremos la amplia indeterminación de esta hipótesis hasta que consigamos adivinar la naturaleza de la relación entre la serie «placer-displacer» y las oscilaciones de las magnitudes de estímulo que actúan sobre la vida anímica. Desde luego han de ser posibles muy diversas y complicadas relaciones de este género.
Si consideramos la vida anímica desde el punto de vista biológico, se nos muestra el «instinto» como un concepto límite entre lo anímico y lo somático, como un representante psíquico de los estímulos procedentes del interior del cuerpo, que arriban al alma, y como una magnitud de la exigencia de trabajo impuesta a lo anímico a consecuencia de su conexión con lo somático.
Podemos discutir ahora algunos términos empleados en relación con el concepto del instinto (trieb), tales como perentoriedad, fin, objeto y fuente del instinto (trieb). Por perentoriedad (‘Drang’) de un instinto (trieb) se entiende su factor motor, esto es, la suma de fuerza o la cantidad de exigencia de trabajo que representa.
Este carácter perentorio es una cualidad general de los instintos e incluso constituye la esencia de los mismos. Cada instinto (trieb) es una magnitud de actividad, y al hablar negligentemente de instintos pasivos se alude tan sólo a instintos de fin pasivo.
El fin (‘Ziel’) de un instinto (trieb) es siempre la satisfacción, que sólo puede ser alcanzada por la supresión del estado de estimulación de la fuente del instinto (trieb). Pero aun cuando el fin último de todo instinto (trieb) es invariable, puede haber diversos caminos que conduzcan a él, de manera que para cada instinto (trieb) pueden existir diferentes fines próximos susceptibles de ser combinados o sustituidos entre sí. La experiencia nos permite hablar también de instintos coartados en su fin, esto es, de procesos a los que se permite avanzar cierto espacio hacia la satisfacción del instinto (trieb), pero que experimentan luego una inhibición o una desviación. Hemos de admitir que también con tales procesos se halla enlazada una satisfacción parcial.
El objeto (‘Objekt’) del instinto (trieb) es la cosa en la cual o por medio de la cual puede el instinto (trieb) alcanzar su satisfacción.
Es lo más variable del instinto (trieb); no se halla enlazado a él originariamente, sino subordinado a él a consecuencia de su adecuación al logro de la satisfacción. No es necesariamente algo exterior al sujeto, sino que puede ser una parte cualquiera de su propio cuerpo y es susceptible de ser sustituido indefinidamente por otro en el curso de los destinos de la vida del instinto (trieb).
Este desplazamiento del instinto (trieb) desempeña importantísimas funciones. Puede presentarse el caso de que el mismo objeto sirva simultáneamente a la satisfacción de varios instintos (el caso de la confluencia de los instintos, según Alfredo Adler). Cuando un instinto (trieb) aparece ligado de un modo especialmente íntimo y estrecho al objeto, hablamos de una fijación de dicho instinto (trieb).
Esta fijación tiene efecto con gran frecuencia en períodos muy tempranos del desarrollo de los instintos y pone fin a la movilidad del instinto (trieb) de que se trate, oponiéndose intensamente a su separación del objeto. Por fuente (‘Quelle’) del instinto (trieb) se entiende aquel proceso somático que se desarrolla en un órgano o una parte del cuerpo, y es representado en la vida anímica por el instinto (trieb).
Se ignora si este proceso es regularmente de naturaleza química o puede corresponder también al desarrollo de otras fuerzas; por ejemplo, de fuerzas mecánicas.
El estudio de las fuentes del instinto (trieb) no corresponde ya a la Psicología.
Aunque el hecho de nacer de fuentes somáticas sea en realidad lo decisivo para el instinto (trieb), éste no se nos da a conocer en la vida anímica sino por sus fines. Para la investigación psicológica no es absolutamente indispensable más preciso conocimiento de las fuentes del instinto (trieb), y muchas veces pueden ser deducidas éstas del examen de los fines del instinto (trieb).
¿Habremos de suponer que los diversos instintos procedentes de lo somático y que actúan sobre lo psíquico se hallan también caracterizados por cualidades diferentes y actúan por esta causa de un modo cualitativamente distinto de la vida anímica?
A nuestro juicio, no. Bastará más bien admitir simplemente que todos los instintos son cualitativamente iguales y que su efecto no depende sino de las magnitudes de excitación que llevan consigo y quizá de ciertas funciones de esta cantidad. Las diferencias que presentan las funciones psíquicas de los diversos instintos pueden atribuirse a la diversidad de las fuentes de estos últimos.
Más adelante, y en una distinta relación, llegaremos, de todos modos, a aclarar lo que el problema de la cualidad de los instintos significa. ¿Cuántos y cuáles instintos habremos de contar? Queda abierto aquí un amplio margen a la arbitrariedad, pues nada podemos objetar a aquellos que hacen uso de los conceptos de instinto (trieb) de juego, de destrucción o de sociabilidad cuando la materia lo demanda y lo permite la limitación del análisis psicológico.
Sin embargo, no deberá perderse de vista la posibilidad de que estas motivaciones instintivas, tan especializadas, sean susceptibles de una mayor descomposición en lo que a las fuentes del instinto (trieb) se refiere, resultando así que sólo los instintos primitivos, aquellos no posibles de disecar más allá, podrían aspirar a una significación.
Por nuestra parte, hemos propuesto distinguir dos grupos de estos instintos primitivos: el de los instintos del yo o instintos de conservación y el de los instintos sexuales.
Esta división no constituye una hipótesis necesaria, como la que antes hubimos de establecer sobre la intención biológica del aparato anímico. No es sino una construcción auxiliar, que sólo mantendremos mientras nos sea útil y cuya sustitución por otra no puede modificar sino muy poco los resultados de nuestra labor descriptiva y ordenadora.
La ocasión de establecerla ha surgido en el curso evolutivo del psicoanálisis, cuyo primer objeto fueron las psiconeurosis o, más precisamente, aquel grupo de psiconeurosis a las que damos el nombre de «neurosis de transferencia» (la histeria y la neurosis obsesiva), estudio que nos llevó al conocimiento de que en la raíz de cada una de tales afecciones existía un conflicto entre las aspiraciones de la sexualidad y las del yo.
Es muy posible que un más penetrante análisis de las restantes afecciones neuróticas (y ante todo de las psiconeurosis narcisistas, o sea de las esquizofrenias) nos impongan una modificación de esta fórmula y con ella una distinta agrupación de los instintos primitivos.
Mas por ahora no conocemos tal nueva fórmula ni hemos hallado ningún argumento desfavorable a la oposición de instintos del yo e instintos sexuales.
Dudo mucho de que la elaboración del material psicológico pueda proporcionarnos datos decisivos para la diferenciación y clasificación de los instintos.
A los fines de esta elaboración parece más bien necesario aplicar al material determinadas hipótesis sobre la vida instintiva, y sería deseable que tales hipótesis pudieran ser tomadas de un sector diferente y transferidas luego al de la Psicología.
Aquello que en esta cuestión nos suministra la Biología no se opone, ciertamente, a la diferenciación de instintos del yo e instintos sexuales. La Biología enseña que la sexualidad no puede equipararse a las demás funciones del individuo, dado que sus propósitos van más allá del mismo y aspiran a la producción de nuevos individuos, o sea a la conservación de la especie.
Nos muestra además, como igualmente justificadas, dos distintas concepciones de la relación entre el yo y la sexualidad; una, para la cual es el individuo lo principal, la sexualidad una de sus actividades y la satisfacción sexual una de sus necesidades, y otra, que considera al individuo como un accesorio temporal y pasajero del plasma germinativo casi inmortal, que le fue confiado por el proceso de generación. La hipótesis de que la función sexual se distingue de las demás por un quimismo especial aparece también integrada, según creo, en la investigación biológica de Ehrlich.
Dado que el estudio de la vida instintiva desde la mira consciente presenta dificultades casi insuperables, continúa siendo la investigación psicoanalítica de las perturbaciones anímicas la fuente principal de nuestro conocimiento.
Pero correlativamente al curso de su desarrollo, no nos ha suministrado hasta ahora el psicoanálisis datos satisfactorios más que sobre los instintos sexuales, por ser éste el único grupo de instintos que le ha sido posible aislar y considerar por separado en las psiconeurosis.
Con la extensión del psicoanálisis a las demás afecciones neuróticas quedará también cimentado seguramente nuestro conocimiento de los instintos del yo, aunque parece imprudente esperar hallar en este campo de investigación condiciones análogamente favorables a la labor observadora.
De los instintos sexuales podemos decir, en general, lo siguiente: son muy numerosos, proceden de múltiples y diversas fuentes orgánicas, actúan al principio independientemente unos de otros y sólo ulteriormente quedan reunidos en una síntesis más o menos perfecta.
El fin al que cada uno de ellos tiende es la consecución del placer del órgano, y sólo después de su síntesis entran al servicio de la procreación, con lo cual se evidencian entonces, generalmente, como instintos sexuales.
En su primera aparición se apoyan ante todo en los instintos de conservación, de los cuales no se separan luego sino muy poco a poco, siguiendo también en la elección de objeto los caminos que los instintos del yo les marcan.
Parte de ellos permanece asociada a través de toda la vida a los instintos del yo, aportándoles componentes libidinosos que pasan fácilmente inadvertidos durante la función normal y sólo se hacen claramente perceptibles en el comienzo de una enfermedad.
Se caracterizan por la facilidad con la que se reemplazan unos a otros y por su capacidad de cambiar indefinidamente de objeto.
Estas últimas cualidades les hacen aptos para funciones muy alejadas de sus primitivos actos finales (es decir, capaces de sublimación).
Siendo los instintos sexuales aquellos en cuyo conocimiento hemos avanzado más hasta el día, limitaremos a ellos nuestra investigación de los destinos por los cuales pasan los instintos en el curso del desarrollo y de la vida. De estos destinos nos ha dado a conocer la observación los siguientes:
- La transformación en lo contrario.
- La orientación hacia la propia persona.
- La represión.
- La sublimación.
No proponiéndonos tratar aquí de la sublimación, y exigiendo la represión capítulo aparte, quédannos tan sólo la descripción y discusión de los dos primeros puntos.
Por fuerzas motivacionales que actúan en contra de llevar a buen término un instinto (trieb) en forma no modificada, podemos representarnos también sus destinos como modalidades de la defensa contra los instintos. La transformación en lo contrario se descompone, al someterla a un detenido examen, en dos distintos procesos, el cambio de un instinto (trieb) desde la actividad a la pasividad y la inversión de contenido.
Estos dos procesos, de esencia totalmente distinta, habrán de ser considerados separadamente.
Ejemplos del primer proceso son los pares antitéticos «sadismo-masoquismo» y «placer visual (escopofilia), exhibición». La transformación en lo contrario alcanza sólo a los fines del instinto (trieb).
El fin activo -atormentar, ver- es sustituido por el pasivo -ser atormentado, ser visto-. La inversión de contenido se nos muestra en un solo ejemplo: la transformación del amor en odio. La orientación hacia la propia persona queda aclarada en cuanto reflexionamos que el masoquismo no es sino un sadismo dirigido contra el propio yo y que la exhibición entraña la contemplación del propio cuerpo.
La observación analítica demuestra de un modo indubitable que el masoquista comparte el goce activo de la agresión a su propia persona y el exhibicionista el resultante de la desnudez de su propio cuerpo.
Así, pues, lo esencial del proceso es el cambio de objeto, con permanencia del mismo fin. No puede ocultársenos que en estos ejemplos coinciden la orientación hacia la propia persona y la transformación desde la actividad a la pasividad.
Por tanto, para hacer resaltar claramente las relaciones resulta precisa una más profunda investigación.
En el par antitético «sadismo-masoquismo» puede representarse el proceso en la forma siguiente:
a) El sadismo consiste en la violencia ejercida contra una persona distinta como objeto.
b) Este objeto es abandonado y sustituido por el propio sujeto. Con la orientación hacia la propia persona queda realizada también la transformación del fin activo del instinto (trieb) en un fin pasivo.
c) Es buscada nuevamente como objeto una persona diferente, que a consecuencia de la transformación del fin tiene que encargarse del papel de ‘sujeto’.
El caso c) es el de lo que vulgarmente se conoce con el nombre de masoquismo. También en él es alcanzada la satisfacción por el camino del sadismo primitivo, transfiriéndose en fantasía el pasivo yo a su lugar anterior, abandonado ahora al sujeto extraño.
Es muy dudoso que exista una satisfacción masoquista más directa. No parece existir un masoquismo primitivo no nacido del sadismo en la forma descrita. La conducta del instinto (trieb) sádico en la neurosis obsesiva demuestra que la hipótesis de la fase b) no es nada superflua.
En la neurosis obsesiva hallamos la orientación hacia la propia persona sin la pasividad con respecto a otra.
La transformación no llega más que hasta la fase b).
El deseo de atormentar se convierte en autotormento y autocastigo, no en masoquismo.
El verbo activo no se convierte en pasivo, sino en un verbo reflexivo intermedio. Para la concepción del sadismo hemos de tener en cuenta que este instinto (trieb) parece perseguir, a más de su fin general (o quizá mejor, dentro del mismo), un especialísimo acto final.
Además de la humillación y el dominio, el causar dolor.
Ahora bien, el psicoanálisis parece demostrar que el causar dolor no se halla integrado entre los actos finales primitivos del instinto (trieb).
El niño sádico no tiende a causar dolor ni se lo propone expresamente. Pero una vez llevada a efecto la transformación en masoquismo, resulta el dolor muy apropiado para suministrar un fin pasivo masoquista, pues todo nos lleva a admitir que también las sensaciones dolorosas, como en general todas las displacientes, se extienden a la excitación sexual y originan un estado placiente que lleva al sujeto a aceptar de buen grado el displacer del dolor.
Una vez que el experimentar dolor ha llegado a ser un fin masoquista, puede surgir también regresivamente el fin sádico de causar dolor, y de este dolor goza también aquel que lo inflige a otros, identificándose, de un modo masoquista, con el objeto que sufre el dolor. Naturalmente aquello que se goza en ambos casos no es el dolor mismo, sino la excitación sexual concomitante, cosa especialmente cómoda para el sádico.
El goce del dolor sería, pues, un fin originariamente masoquista; pero que sólo se convierte en fin instintivo en alguien primitivamente sádico.
Para completar nuestra exposición añadiremos que la compasión no puede ser descrita como un resultado de la transformación de los instintos en el sadismo, sino que se requiere del concepto formación reactiva contra el instinto (trieb).
Más adelante examinaremos esta distinción.
La investigación de otro par antitético de los instintos, cuyo fin es la contemplación y la exhibición (escopofilia y exhibicionismo en el lenguaje de las perversiones) nos proporciona resultados distintos y más sencillos. También aquí podemos establecer las mismas fases que en el caso anterior:
a) La contemplación como actividad orientada hacia un objeto ajeno.
b) El abandono del objeto, la orientación del instinto (trieb) de contemplación hacia una parte del cuerpo de la propia persona, y con ello la transformación en pasividad y el establecimiento del nuevo fin: el de ser contemplado.
c) El establecimiento de un nuevo sujeto al que la persona se muestra para ser por él contemplado.
Es casi indudable que el fin activo aparece antes que el pasivo, precediendo la contemplación a la exhibición. Pero surge aquí una importante diferencia con el caso del sadismo, diferencia consistente en que en el instinto (trieb) de escopofilia hallamos aún una fase anterior a la señalada con la letra a).
El instinto (trieb) de escopofilia es, en efecto, autoerótico al principio de su actividad; posee un objeto, pero lo encuentra en el propio cuerpo.
Sólo más tarde es llevado (por el camino de la comparación) a cambiar este objeto por una parte análoga del cuerpo ajeno (fase a).
Esta fase preliminar es interesante por surgir de ella las dos situaciones del par antitético resultante, según el cambio tenga efecto en un lugar o en otro.
El esquema del instinto (trieb) de escopofilia podría establecerse como sigue:
a) Uno contempla un órgano sexual = Un órgano sexual es contemplado por uno mismo.
b) Uno contempla un objeto ajeno (escopofilia activa).
c) Un objeto que puede ser uno mismo o parte de uno es contemplado por una persona ajena (exhibicionismo).
Tal fase preliminar no se presenta en el sadismo, el cual se orienta desde un principio hacia un objeto ajeno. De todos modos no sería absurdo deducirla de los esfuerzos del niño que quiere tomar el control de sus propios miembros.
A los dos ejemplos de instintos que aquí venimos considerando puede serles aplicada la observación de que la transformación de los instintos por cambio de actividad en pasividad y por orientación hacia la propia persona nunca se realiza en la totalidad del contingente instintivo.
El primitivo sentido activo del instinto (trieb) continúa subsistiendo en cierto grado junto al sentido pasivo ulterior, incluso en aquellos casos en los que el proceso de transformación del instinto (trieb) ha sido muy amplio.
La única afirmación exacta sobre el instinto (trieb) de escopofilia sería la de que todas las fases evolutivas del instinto (trieb), tanto la fase preliminar autoerótica como la estructura final activa o pasiva, continúan existiendo conjuntamente, y esta afirmación se hace indiscutible cuando en lugar de los actos a que llevan los instintos tomamos como base de nuestro juicio el mecanismo de la satisfacción.
Quizá resulte aún justificada otra distinta concepción y descripción. La vida de cada instinto (trieb) puede considerarse dividida en diversas series de ondas, temporalmente separadas e iguales, dentro de la unidad de tiempo (arbitraria), semejantes a sucesivas erupciones de lava.
Podemos así representarnos que la primera y primitiva erupción del instinto (trieb) continúa sin experimentar transformación ni desarrollo ningunos.
El impulso siguiente experimentaría, en cambio, desde su principio una modificación, quizá la transición de actividad a la pasividad, y se sumaría con este nuevo carácter a la onda anterior, y así sucesivamente.
Si consideramos entonces los movimientos instintivos, desde su principio hasta un punto determinado, la descrita sucesión de las ondas tiene que ofrecernos el cuadro de un desarrollo determinado del instinto (trieb).
El hecho de que en tal época ulterior del desarrollo de un impulso instintivo se observa, junto a cada movimiento instintivo, su contrario (pasivo), merece ser expresamente acentuado con el nombre de ambivalencia, acertadamente introducido por Bleuler. La subsistencia de las fases intermedias y la historia de la evolución del instinto (trieb) nos han aproximado a la inteligencia de esta evolución. La amplitud de la ambivalencia varía mucho, según hemos podido comprobar, en los distintos individuos, grupos humanos o razas.
Los casos de amplia ambivalencia en individuos contemporáneos pueden ser interpretados como casos de herencia arcaica, pues todo nos lleva a suponer que la participación en la vida instintiva de impulsos activos en forma no modificada fue en épocas primitivas mucho mayor que hoy.
Nos hemos acostumbrado a denominar narcisismo la temprana fase del yo, durante la cual se satisfacen autoeróticamente los instintos sexuales del mismo, sin entrar de momento a discutir la relación entre autoerotismo y narcisismo.
De este modo diremos que la fase preliminar del instinto (trieb) de escopofilia, en la cual el placer visual tiene como objeto el propio cuerpo, pertenece al narcisismo y es una formación narcisista. De ella se desarrolla el instinto (trieb) de escopofilia activo, abandonando el narcisismo; en cambio, el instinto (trieb) de escopofilia pasivo conservaría el objeto narcisista. Igualmente, la transformación del sadismo en masoquismo significa un retorno al objeto narcisista, mientras que en ambos casos es sustituido el sujeto narcisista por identificación con otro yo ajeno.
Teniendo en cuenta la fase preliminar narcisista del sadismo antes establecida, nos acercamos así al conocimiento más general de que la orientación de los instintos hacia el propio yo y la inversión de la actividad a la pasividad dependen de la organización narcisista del yo y llevan impreso el sello de esta fase.
Corresponden quizá a las tentativas de defensa, realizadas con otros medios en fases superiores del desarrollo del yo.
Recordemos aquí que hasta ahora sólo hemos traído a discusión los dos pares antitéticos «sadismo-masoquismo» y «escopofilia-exhibición».
Son éstos los instintos sexuales ambivalentes mejor conocidos. Los demás componentes de la función sexual ulterior no son aún suficientemente asequibles al análisis para que podamos discutirlos de un modo análogo. Podemos decir de ellos, en general, que actúan autoeróticamente, esto es, que su objeto es pasado por alto ante el órgano que constituye su fuente y coincide casi siempre con él.
Aunque el objeto del instinto (trieb) de escopofilia es también al principio una parte del propio cuerpo, no es, sin embargo, el ojo mismo; y en el sadismo, la fuente orgánica, probablemente la musculatura capaz de acción, señala inequívocamente otro objeto distinto, aunque también en el propio cuerpo.
En los instintos autoeróticos es tan decisivo el papel de la fuente orgánica, que, según una hipótesis de P. Federn (1913) y L. Jekels (1913), la forma y la función del órgano deciden la actividad o pasividad del fin del instinto (trieb).
El cambio de contenido de un instinto (trieb) en su contrario no se observa sino en un único caso; en la conversión del amor en odio.
Estos dos sentimientos aparecen también muchas veces orientados conjuntamente hacia un solo y mismo objeto, ofreciéndonos así el más importante ejemplo de ambivalencia de sentimientos.
Este caso del amor y el odio adquiere un especial interés, por la circunstancia de no encajar en nuestro esquema de los instintos. No puede dudarse de la íntima relación entre estos dos contrarios sentimentales y la vida sexual, pero hemos de resistirnos a considerar el amor como un particular instinto (trieb) parcial de la sexualidad, de la misma manera de los otros que hemos estado discutiendo. Preferiríamos ver en el amor la expresión de la tendencia sexual total, pero tampoco acaba esto de satisfacernos, y no sabemos cómo representarnos el contenido opuesto de esta tendencia.
El amor es susceptible de tres antítesis y no de una sola.
Aparte de la antítesis «amar-odiar», existe la de «amar-ser amado», y, además el amor y el odio, tomados conjuntamente, se oponen a la indiferencia. De estas tres antítesis, la segunda -«amar-ser amado»- corresponde a la transformación de la actividad a la pasividad, y puede ser referida, como el instinto (trieb) de escopofilia, a una situación fundamental, la de amarse a sí mismo, situación que es para nosotros la característica del narcisismo.
Según que el objeto o el sujeto sean cambiados por otros ajenos, resulta la finalidad activa de amar o la pasiva de ser amado, próxima al narcisismo.
Quizá nos aproximemos más a la comprensión de las múltiples antítesis del amor reflexionando que la vida anímica es dominada en general por tres polarizaciones; esto es, por las tres antítesis siguientes:
- Sujeto (yo) – Objeto (mundo exterior).
- Placer-Displacer.
- Actividad-Pasividad.
La antítesis yo-no yo (lo exterior) (sujeto-objeto) es impuesta al individuo muy tempranamente, como ya indicamos, por la experiencia de que puede hacer cesar, mediante una acción muscular, los estímulos exteriores, careciendo, en cambio, de toda defensa contra los estímulos instintivos.
Ante todo esta antítesis conserva una absoluta soberanía en lo referente a la función intelectual y crea para la investigación la situación fundamental, que no puede ser ya modificada por ningún esfuerzo.
La polarización «placer-displacer» acompaña a una serie de sensaciones, cuya insuperada importancia para la decisión de nuestros actos (voluntad) hemos acentuado ya. La antítesis «actividad-pasividad» no debe confundirse con la de «yo-sujeto exterior-objeto».
El yo se conduce pasivamente con respecto al mundo exterior en tanto en cuanto recibe de él estímulos, y activamente cuando a dichos estímulos reacciona.
Sus instintos le imponen una especialísima actividad con respecto al mundo exterior, de manera que, acentuando lo esencial, podríamos decir lo siguiente: el yo-sujeto es pasivo con respecto a los estímulos exteriores, pero activo a través de sus propios instintos. La antítesis «activo-pasivo» se funde luego con la de «masculino-femenino», que antes de esta fusión carecía de significación psicológica. La unión de la actividad con la masculinidad y de la pasividad con la femineidad nos sale al encuentro como un hecho biológico, pero no es en ningún modo tan regularmente total y exclusiva como se está inclinado a suponer.
Las tres polarizaciones anímicas establecen entre sí importantes conexiones. Existe una situación primitiva psíquica en la cual coinciden dos de ellas.
El yo se encuentra originariamente al principio de la vida anímica, revestido (catectizado) de instintos, y es en parte capaz de satisfacer sus instintos en sí mismo.
A este estado le damos el nombre de «narcisismo», y calificamos de autoerótica a la posibilidad de satisfacción correspondiente.
El mundo exterior no atrae a sí en esta época interés (catexias) ninguno (en términos generales) y es indiferente a la satisfacción.
Así, pues, durante ella coincide el yo-sujeto con lo placiente y el mundo exterior con lo indiferente (o displaciente a veces, como fuente de estímulos).
Si definimos, por lo pronto, el amor como la relación del yo con sus fuentes de placer, la situación en la que el yo se ama a sí mismo con exclusión de todo otro objeto y se muestra indiferente al mundo exterior, nos aclarará la primera de las relaciones antitéticas en las que hemos hallado al «amor».
El yo no precisa del mundo exterior en tanto en cuanto es autoerótico; pero recibe de él objetos a consecuencia de los procesos de los instintos de conservación y no puede por menos de sentir como displacientes, durante algún tiempo, los estímulos instintivos interiores. Bajo el dominio del principio del placer se realiza luego en él un desarrollo ulterior.
Acoge en su yo los objetos que le son ofrecidos en tanto en cuanto constituyen fuentes de placer y se los introyecta (según la expresión de Ferenczi), alejando, por otra parte, de sí aquello que en su propio interior constituye motivo de displacer. (Véase más adelante el mecanismo de la proyección.)
Pasamos así desde el primitivo yo de realidad, que ha diferenciado el interior del exterior conforme a exactos signos objetivos, a un yo de placer, que antepone a todos los signos el carácter placiente.
El mundo exterior se divide para él en una parte placiente, que se incorpora, y un resto, extraño a él. Ha separado del propio yo una parte que proyecta al mundo exterior y percibe como hostil a él. Después de esta nueva ordenación queda nuevamente establecida la coincidencia de las dos polarizaciones, o sea la del yo-sujeto con placer y la del mundo exterior con el displacer (antes indiferencia).
Con la entrada del objeto en la fase del narcisismo primario alcanza también su desarrollo la segunda antítesis del amor: el odio.
El objeto es aportado primeramente al yo, como ya hemos visto, por los instintos de conservación, que lo toman del mundo exterior, y no puede negarse que también el primitivo sentido del odio es el de la relación contra el mundo exterior, ajeno al yo y aportador de estímulos. La indiferencia le cede el lugar al odio o a la aversión, después de haber surgido primeramente como precursora del mismo.
El mundo externo, el objeto y lo odiado habrían sido al principio idénticos. Cuando luego demuestra el objeto ser una fuente de placer es amado, pero también incorporado al yo, de manera que para el yo de placer purificado coincide de nuevo el objeto con lo ajeno y lo odiado.
Observamos también ahora que así como el par antitético «amor-indiferencia» refleja la polarización «yo-mundo exterior», la segunda antítesis «amor-odio» reproduce la polarización «placer-displacer» enlazada con la primera. Después de la sustitución de la etapa puramente narcisista por la objetal, el placer y el displacer significan relaciones del yo con el objeto.
Cuando el objeto llega a ser fuente de sensaciones de placer, surge una tendencia motora que aspira a acercarlo e incorporarlo al yo. Hablamos entonces de la «atracción» ejercida por el objeto productor de placer y decimos que lo «amamos». Inversamente, cuando el objeto es fuente de displacer, nace una tendencia que aspira a aumentar su distancia del yo, repitiendo con él la primitiva tentativa de fuga ante el mundo exterior emisor de estímulos.
Sentimos la «repulsa» del objeto y lo odiamos; odio que puede intensificarse hasta la tendencia a la agresión contra el objeto y el propósito de destruirlo.
En último término, podríamos decir que el instinto (trieb) «ama» al objeto al que tiende para lograr su satisfacción.
En cambio, nos parece extraño e impropio oír que un instinto (trieb) «odia» a un objeto, y de este modo caemos en la cuenta de que los conceptos de «amor» y «odio» no son aplicables a las relaciones de los instintos con sus objetos, debiendo ser reservados para la relación del yo total con los objetos.
Pero la observación de los usos del lenguaje, tan significativos siempre, nos muestra una nueva limitación de la significación del amor y el odio. De los objetos que sirven a la conservación del yo no decimos que los amamos sino acentuamos que necesitamos de ellos, añadiendo quizá una relación distinta por medio de palabras expresivas de un amor muy disminuido, tales como las de ‘agradar’, ‘gustar’, ‘interesar’.
Así, pues, la palabra «amar» se inscribe cada vez más en la esfera de la pura relación de placer del yo con el objeto y se fija, por último, a los objetos estrictamente sexuales y a aquellos otros que satisfacen las necesidades de los instintos sexuales sublimados. La separación entre instintos del yo e instintos sexuales que hemos impuesto a nuestra psicología demuestra así hallarse en armonía con el espíritu de nuestro idioma.
El hecho de que no acostumbramos decir que un instinto (trieb) sexual ama a su objeto y veamos el más adecuado empleo de la palabra «amar» en la relación del yo con un objeto sexual, nos enseña que su empleo en tal relación comienza únicamente con la síntesis de todos los instintos parciales de la sexualidad, bajo la primacía de los genitales y al servicio de la reproducción.
Es de observar que en el uso de la palabra «odiar» no aparece esa relación tan íntima con el placer sexual y la función sexual; por el contrario, la relación de displacer parece ser aquí la única decisiva.
El yo odia, aborrece y persigue con propósitos destructores a todos los objetos que llega a suponerlos una fuente de sensaciones de displacer, constituyendo una privación de la satisfacción sexual o de la satisfacción de necesidades de conservación.
Puede incluso afirmarse que el verdadero prototipo de la relación de odio no procede de la vida sexual, sino de la lucha del yo por su conservación y mantención. La relación entre el odio y el amor, que se nos presentan como completas antítesis de contenidos, no es, pues, nada sencilla.
El odio y el amor no han surgido de la disociación de un todo original, sino que tienen diverso origen y han pasado por un desarrollo distinto y particular cada uno, antes de constituirse en antítesis bajo la influencia de la relación «placer-displacer».
Se nos plantea aquí la labor de reunir todo lo que sobre la génesis del amor y el odio sabemos.
El amor procede de la capacidad del yo de satisfacer autoeróticamente, por la adquisición de placer orgánico, algunos de sus impulsos instintivos. Originariamente narcisista, pasa luego a los objetos que han sido incorporados al yo ampliado y expresa la tendencia motora del yo hacia estos objetos, considerados como fuentes de placer.
Se enlaza íntimamente con la actividad de los instintos sexuales ulteriores y, una vez realizada la síntesis de estos instintos, coincide con la totalidad de la tendencia sexual.
Mientras los instintos sexuales pasan por su complicado desarrollo, aparecen etapas preliminares del amor en calidad de fines sexuales provisorios. La primera de estas etapas es de incorporación o devorar, modalidad del amor que resulta compatible con la supresión de la existencia separada del objeto y puede, por tanto, ser calificada de ambivalente.
En la fase superior de la organización pregenital sádicoanal surge la aspiración al objeto en la forma de impulso al dominio, impulso para el cual es indiferente el daño o la destrucción del objeto.
Esta forma y fase preliminar del amor apenas se diferencia del odio en su conducta para con el objeto. Hasta el establecimiento de la organización genital no se constituye el amor en antítesis del odio.
El odio es, como relación con el objeto, más antiguo que el amor. Nace de la repulsa primitiva del mundo exterior emisor de estímulos por parte del yo narcisista primitivo.
Como expresión de la reacción de displacer provocada por los objetos, permanece siempre en íntima relación con los instintos de conservación, en forma tal que los instintos del yo y los sexuales entran fácilmente en una antítesis que reproduce la del amor y el odio.
Cuando los instintos del yo dominan la función sexual, como sucede en la fase de la organización sádico-anal, prestan al fin del instinto (trieb) los caracteres del odio. La historia de la génesis y de las relaciones del amor nos hace comprensible su frecuentísima ambivalencia, o sea la circunstancia de aparecer acompañado de sentimientos de odio orientados hacia el mismo objeto.
El odio mezclado al amor procede en parte de las fases preliminares del amor, no superadas aún por completo, y en parte de reacciones de repulsa de los instintos del yo, los cuales pueden alegar motivos reales y actuales en los frecuentes conflictos entre los intereses del yo y los del amor.
Así, pues, en ambos casos, el odio mezclado tiene su fuente en los instintos de conservación del yo. Cuando la relación amorosa con un objeto determinado queda rota, no es extraño ver surgir el odio en su lugar, circunstancia que nos da la impresión de una transformación del odio en amor.
Más allá de esta descripción nos lleva ya la teoría de que en tal caso el odio realmente motivado es reforzado por la regresión del amor a la fase preliminar sádica, de manera que el odio recibe un carácter erótico, asegurándose la continuidad de una relación amorosa.
La tercera antítesis del amor, o sea la transformación de amar en ser amado, corresponde a la influencia de la polarización de actividad y pasividad y queda subordinada al mismo juicio que los casos del instinto (trieb) de escopofilia y del sadismo.
Sintetizando, podemos decir que los destinos de los instintos consisten esencialmente en que los impulsos instintivos son sometidos a la influencia de las tres grandes polarizaciones que dominan la vida anímica.
De estas tres polarizaciones podríamos decir que la de «actividad-pasividad» es la biológica; la de «yo-mundo exterior», la de realidad, y la de «placer-displacer», la polaridad económica. Otro de los destinos de los instintos -la represión- forma parte de la investigación que sigue.
086. Sobre las transmutaciones de los instintos y especialmente del erotismo anal – [1915] [1917]
Posted agosto 22, 2009
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Fundado en mis observaciones psicoanalíticas, expuse hace años la sospecha de que la coincidencia de tres condiciones de carácter -el orden, la tacañería y la obstinación– en un mismo individuo indicaba una acentuación de los componentes erótico-anales, agotada luego al avanzar la evolución sexual en la constitución de tales reacciones predominantes del yo.
Me interesaba entonces, ante todo, dar a conocer una relación comprobada en múltiples análisis y no me ocupé gran cosa de su desarrollo teórico.
De entonces acá he comprobado casi generalmente mi opinión de que todas y cada una de las tres condiciones citadas, la avaricia, la minuciosidad y la obstinación, nacen de estas fuentes o, dicho de un modo más prudente y exacto, reciben de ellas importantísimas aportaciones.
Aquellos casos a los cuales imponía la coincidencia de los tres rasgos mencionados un sello especial (carácter anal) eran sólo casos extremos, en los cuales la relación que venimos estudiando se revela incluso a la observación menos penetrante.
Algunos años después, guiado por la imperiosa coerción de una experiencia psicoanalítica que se imponía a toda duda, deduje, de la amplia serie de impresiones acumuladas, que en la evolución de la libido anterior a la fase de la primacía genital habíamos de suponer la existencia de una «organización pregenital», en la que el sadismo y el erotismo anal desempeñan los papeles directivos.
La interrogación sobre los destinos ulteriores de los instintos eróticos anales se nos planteaba ya aquí de un modo ineludible. ¿Qué suerte corrían, una vez despojados de su significación en la vida sexual, para la constitución de la organización genital definitiva?
¿Continuaban existiendo sin modificación alguna, pero en estado de represión? ¿Sucumbían a la sublimación o se asimilaban transformándose en rasgos de carácter?
¿O eran acogidos en la nueva estructura de la sexualidad determinada por la primacía genital? O, mejor, no siendo probable uno solo de estos destinos el único abierto al erotismo anal, ¿en qué forma y medida participan estas diversas posibilidades en la suerte del erotismo anal?, cuyas fuentes orgánicas por supuesto que no quedaron sepultadas por la constitución de la organización genital.
Parecía que no habríamos de carecer de material para dar respuesta a estas interrogaciones, puesto que los procesos de evolución y transformación correspondientes tenían que haberse desarrollado en todas las personas objeto de la investigación psicoanalítica.
Pero este material es tan poco transparente y la multiplicidad de sus aspectos produce tal confusión, que aun hoy en día me es imposible ofrecer una solución completa del problema, pudiendo sólo aportar algunos elementos para la misma.
Al hacerlo así no habré de eludir las ocasiones que buenamente se me ofrezcan de mencionar otras transmutaciones de instintos ajenos al erotismo anal.
Por último, haremos constar, aunque casi nos parece innecesario, que los procesos evolutivos que pasamos a describir han sido deducidos -como siempre, en el psicoanálisis- de las regresiones a ellos impuestas por los procesos neuróticos.
Como punto de partida, podemos elegir la impresión general de que los conceptos de excremento, dinero, regalo, niño y pene no son exactamente discriminados y sí fácilmente confundidos en los productos de lo inconsciente.
Al expresarnos así sabemos, desde luego, que transferimos indebidamente a lo inconsciente términos aplicados a otros sectores de la vida anímica, dejándonos seducir por las comodidades que las comparaciones nos procuran. Repetiremos, pues, en términos más libres de objeción, que tales elementos son frecuentemente tratados en lo inconsciente como equivalentes o intercambiables.
La relación entre «niño» y «pene» es la más fácil de observar. No puede ser indiferente que ambos conceptos puedan ser sustituidos en el lenguaje simbólico del sueño y en el de la vida cotidiana por un símbolo común.
El niño es, como el pene, «el pequeño» (das Kleine).
Sabido es que el lenguaje simbólico se sobrepone muchas veces a la diferencia de sexos.
El «pequeño», que originariamente se refería al miembro viril, ha podido, pues, pasar secundariamente a designar los genitales femeninos.
Si investigamos hasta una profundidad suficiente la neurosis de una mujer, tropezamos frecuentemente con el deseo reprimido de poseer, como el hombre, un pene.
A este deseo lo denominamos ‘envidia del pene’ y se le incluye en el complejo de castración.
Un fracaso accidental de su vida, consecuencia muchas veces de esta misma disposición masculina, ha vuelto a activar este deseo infantil y lo ha convertido por medio de un flujo retrógrado de la libido, en sustentáculo principal de los síntomas neuróticos.
En otras mujeres no llegamos a descubrir huella alguna de este deseo de un pene, apareciendo, en cambio, el de tener un hijo, deseo este último cuyo incumplimiento puede luego desencadenar la neurosis.
Es como si estas mujeres hubieran comprendido -cosa imposible en la realidad- que la naturaleza ha dado a la mujer los hijos como compensación de todo lo demás que hubo de negarle. Por último, en una tercera clase de mujeres averiguamos que abrigaron sucesivamente ambos deseos.
Primero quisieron poseer un pene como el hombre, y en una época ulterior, pero todavía infantil, se sustituyó en ellas a ese deseo el de tener un hijo. No podemos rechazar la impresión de que tales diferencias dependen de factores accidentales de la vida infantil -la falta de hermanos o su existencia, el nacimiento de un hermanito en época determinada, etc.-, de manera que el deseo de poseer un pene sería idéntico, en el fondo, al de tener un hijo.
No nos es difícil indicar el destino que sigue el deseo infantil de poseer un pene cuando la sujeto permanece exenta de toda perturbación neurótica en su vida ulterior.
Se transforma entonces en el de encontrar marido, aceptando así al hombre como un elemento accesorio inseparable del pene.
Esta transformación inclina a favor de la función sexual femenina un impulso originariamente hostil a ella, haciéndose así posible a estas mujeres una vida erótica adaptada a las normas del tipo masculino del amor a un objeto, la cual puede coexistir con la de tipo femenino propiamente, derivada del narcisismo. Pero ya hemos visto que en otros casos es el deseo de un hijo el que trae consigo la transición desde el amor a sí mismo narcisista al amor a un objeto.
Así, pues, también en este punto puede quedar el niño representado por el pene.
He tenido varias ocasiones de conocer sueños femeninos subsiguientes a un primer contacto sexual.
Estos sueños descubrían siempre el deseo de conservar en el propio cuerpo el miembro masculino, correspondiendo, por tanto, aparte de su base libidinosa, a una pasajera regresión desde el hombre al pene como objeto deseado.
Nos inclinaremos seguramente a referir de un modo puramente racional el deseo orientado hacia el hombre al deseo de tener un hijo, ya que alguna vez ha de comprender la sujeto que sin la colaboración del hombre no puede alcanzar tal deseo.
Pero lo que al parecer sucede es que el deseo cuyo objeto es el hombre nace independientemente del de tener un hijo, y que cuando emerge, obedeciendo a motivos comprensibles pertenecientes por completo a la psicología del yo, se asocia a él como refuerzo libidinoso inconsciente el antiguo deseo de un pene.
La importancia del proceso descrito reside en que transmuta en femineidad una parte de la masculinidad narcisista de la joven mujer, haciéndola inofensiva para la función sexual femenina. Por otro camino se hace también utilizable en la fase de la primacía genital una parte del erotismo de la fase pregenital.
El niño es considerado aún como un «mojón» (cf. el análisis de Juanito), como algo expulsado del cuerpo por el intestino. Cierta cantidad de catexis libidinosa ligada originalmente al contenido intestinal puede por extensión de esto aplicarse al recién nacido.
El lenguaje corriente nos ofrece un testimonio de esta identidad en la expresión «regalar un niño» (ein Kind schenken).
El excremento es, en efecto, el primer regalo infantil. Constituye una parte del propio cuerpo, de la cual el niño de pecho sólo se separa a ruegos de la persona amada o espontáneamente para demostrarle su cariño, pues, por lo general, no ensucia a las personas extrañas. (Análogas reacciones, aunque menos intensas, se dan con respecto a la orina.) En la defecación se plantea al niño una primera decisión entre la disposición narcisista y el amor a un objeto.
Expulsará dócilmente los excrementos como «sacrificio» al amor o los retendrá para la satisfacción autoerótica y más tarde para la afirmación de su voluntad personal. Con la adopción de esta segunda conducta quedará constituida la obstinación (el desafío), que, por tanto, tiene su origen en una persistencia narcisista en el erotismo anal.
La significación más inmediata que adquiere el interés por el excremento no es probablemente la de oro-dinero, sino la de regalo.
El niño no conoce más dinero que el que le es regalado; no conoce dinero propio, ni ganado ni heredado. Como el excremento es su primer regalo, transfiere fácilmente su interés desde esta materia a aquella nueva que le sale al paso en la vida como el regalo más importante.
Aquellos que duden de la exactitud de esta derivación del regalo pueden consultar la experiencia adquirida en sus tratamientos psicoanalíticos, estudiando los regalos que hayan recibido de sus enfermos y las tempestuosas transferencias que pueden provocar al hacer algún regalo al paciente.
Así, pues, el interés por los excrementos persiste, en parte, transformado en interés por el dinero y es derivado, en su otra parte, hacia el deseo de un niño.
En este último deseo coinciden un impulso erótico anal y un impulso genital (envidia del pene). Pero el pene tiene también una significación erótico-anal independiente del deseo de un niño.
La relación entre el pene y la cavidad mucosa por él ocupada y estimulada preexiste ya en la fase pregenital sádico-anal.
La masa fecal -o «barra» fecal, según expresión de uno de mis pacientes- es, por decirlo así, el primer pene, y la mucosa por él excitada, la del intestino ciego, representa la mucosa vaginal. Hay sujetos cuyo erotismo anal ha persistido invariado e intenso hasta los años inmediatos a la pubertad (hasta los diez o los doce años).
Por ellos averiguamos que ya durante esta fase pregenital habían desarrollado en fantasías y juegos perversos una organización análoga a la genital, en la cual el pene y la vagina aparecen representados por la masa fecal y el intestino.
En otros individuos -neuróticos obsesivos- puede comprobarse el resultado de una degradación regresiva de la organización genital, consistente en transferir a lo anal todas las fantasías primitivamente genitales, sustituyendo el pene por la masa fecal, y la vagina, por el intestino. Cuando la evolución sigue su curso normal y desaparece el interés por los excrementos, la analogía orgánica expuesta actúa, transfiriendo al pene tal interés.
Al llegar luego el sujeto, en su investigación sexual infantil, a la teoría de que los niños son paridos por el intestino, queda constituido el niño en heredero principal del erotismo anal, pero su predecesor fue siempre el pene, tanto en este sentido como en otro distinto.
Seguramente no les ha sido posible a mis lectores retener todas las múltiples relaciones expuestas entre los elementos de la serie excremento-pene-niño. Por tanto, y para reunir tales relaciones en una visión de conjunto, intentaremos una representación gráfica en cuya explicación podamos examinar de nuevo, pero en distinto orden de sucesión, el material estudiado.
Desgraciadamente, este medio técnico auxiliar no es lo bastante flexible para nuestros propósitos o no sabemos nosotros servirnos bien de él.
Así, pues, he de rogar que no se planteen al esquema anterior demasiadas exigencias.
Del erotismo anal surge para fines narcisistas el desafío como importante reacción del yo contra las exigencias de los demás.
El interés dedicado al excremento se transforma en interés hacia el regalo y, más tarde, hacia el dinero. Con el descubrimiento del pene nace en las niñas la envidia del mismo, la cual se transforma luego en deseo del hombre, como poseedor de un pene.
Pero antes el deseo de poseer un pene se ha transformado en deseo de tener un niño, o ha surgido este deseo en lugar de aquél. La posesión de un símbolo común («el pequeño») señala una analogía orgánica entre el pene y el niño (línea de trazos).
Del deseo de un niño parte luego un camino racional (línea doble), que conduce al deseo del hombre. Ya hemos examinado la significación de esta transmutación del instinto.
En el hombre se hace mucho más perceptible otro fragmento del proceso, que surge cuando la investigación sexual del niño le lleva a comprobar la falta del pene en la mujer.
El pene queda así reconocido como algo separable del cuerpo y relacionado, por analogía, con el excremento, primer trozo de nuestro cuerpo al que tuvimos que renunciar.
El antiguo desafío anal entra de este modo en la constitución del complejo de la castración. La analogía orgánica, a consecuencia de la cual el contenido intestinal se constituyó en precursor del pene durante la fase pregenital, no puede entrar en cuenta como motivo. Pero la investigación sexual del niño le procura una sustitución psíquica.
Al parecer, el niño es reconocido por la investigación sexual como un ‘mojón’ y es revestido de un poderoso interés erótico-anal.
Esta misma fuente aporta al deseo de un niño un segundo incremento cuando la experiencia social enseña que el niño puede ser interpretado como prueba de amor y como un regalo.
Los tres elementos -masa fecal, pene y niño- son cuerpos sólidos que excitan al entrar o salir por una cavidad mucosa (el intestino ciego y la vagina, cavidad como arrendada a él, según una acertada expresión de Lou Andreas-Salomé).
De este estado de cosas, la investigación infantil sólo puede llegar a conocer que el niño sigue el mismo camino que la masa fecal, pues la función del pene no es generalmente descubierta por la investigación infantil. Pero es interesante ver cómo una coincidencia orgánica llega a manifestarse también en lo psíquico, después de tantos rodeos, como una identidad inconsciente.
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I. El término narcisismo procede de la descripción clínica, y fue elegido en 1899 por Paul Näcke para designar aquellos casos en los que individuo toma como objeto sexual su propio cuerpo y lo contempla con agrado, lo acaricia y lo besa, hasta llegar a una completa satisfacción.
Llevado a este punto, el narcisismo constituye una perversión que ha acaparado toda la vida sexual del sujeto, cumpliéndose en ella todas las condiciones que nos ha revelado el estudio general de las perversiones.
La investigación psicoanalítica nos ha descubierto luego rasgos de esta conducta narcisista en personas aquejadas de otras perturbaciones; por ejemplo según Sadger, en los homosexuales, haciéndonos, por tanto, sospechar que también en la evolución sexual regular individuo se dan ciertas localizaciones narcisistas de la libido.
Determinadas dificultades del análisis de sujeto neuróticos nos habían impuesto ya esta sospecha, pues una de las condicione que parecían limitar eventualmente la acción psicoanalítica era precisamente tal conducta narcisista del enfermo.
En este sentido, el narcisismo no sería ya una perversión sino el complemento libidinoso del egoísmo del instinto de conservación; egoísmo que atribuimos justificadamente, en cierta medida a todo ser vivo. La idea de un narcisismo primario normal acabó de imponérsenos en la tentativa de aplicar las hipótesis de la teoría de la libido a la explicación de los demencia precoz (Kraepelin) o esquizofrenia (Bleuler).
Estos enfermos, a los que yo he propuesto calificar de parafrénicos, muestran dos característica principales: el delirio de grandeza y la falta de todo interés por el mundo exterior (personas y cosas).
Esta última circunstancia los sustrae totalmente a influjo del psicoanálisis, que nada puede hacer así en su auxilio. Pero el apartamiento del parafrénico ante el mundo exterior presenta caracteres peculiarísimos que será necesario determinar.
También el histérico o el neurótico obsesivo pierden su relación con la realidad, y, sin embargo, el análisis nos demuestra que no han roto su relación erótica con las personas y las cosas. La conservan en su fantasía; esto es, han sustituido los objetos reales por otros imaginarios, o los han mezclado con ellos, y, por otro lado, han renunciado a realizar los actos motores necesarios para la consecución de sus fines en tales objetos.
Sólo a este estado podemos denominar con propiedad ‘introversión’ de la libido, concepto usado indiscriminadament por Jung.
El parafrénico se conduce muy diferentemente. Parece haber retirado realmente su libido de las personas y las cosas del mundo exterior, sin haberlas sustituido por otras en su fantasía. Cuando en algún caso hallamos tal sustitución, es siempre de carácter secundario y corresponde a una tentativa de curación, que quiere volver a llevar la libido al objeto .
Surge aquí la interrogación siguiente: ¿Cuál es en la esquizofrenia el destino de la libido retraída de los objetos? La megalomanía, característica de estos estados, nos indica la respuesta, pues se ha constituido seguramente a costa de la libido objetal. La libido sustraída al mundo exterior ha sido aportada al yo, surgiendo así un estado al que podemos dar el nombre de narcisismo.
Pero la misma megalomanía no es algo nuevo, sino como ya sabemos, es la intensificación y concreción de un estado que ya venía existiendo, circunstancia que nos lleva a considerar el narcisismo engendrado por el arrastrar a sí catexias objetales, como un narcisismo secundario, superimpuestas a un narcisismo primario encubierto por diversas influencias.
Hago constar de nuevo que no pretendo dar aquí una explicación del problema de la esquizofrenia, ni siquiera profundizar en él, limitándome a reproducir lo ya expuesto en otros lugares, para justificar una introducción del narcisismo.
Nuestras observaciones y nuestras teorías sobre la vida anímica de los niños y de los pueblos primitivos nos han suministrado también una importante aportación a este nuevo desarrollo de la teoría de la libido.
La vida anímica infantil y primitiva muestra, en efecto, ciertos rasgos que si se presentaran aislados habrían de ser atribuidos a la megalomanía: una hiperestimación del poder de sus deseos y sus actos mentales la «omnipotencia de las ideas» una fe en la fuerza mágica de las palabras y una técnica contra el mundo exterior: la «magia», que se nos muestra como una aplicación consecuente de tales premisas megalómanas.
En el niño de nuestros días, cuya evolución nos es mucho menos transparente, suponemos una actitud análoga ante el mundo exterior. Nos formamos así la idea de una carga libidinosa primitiva del yo, de la cual parte de ella se destina a cargar los objetos; pero que en el fondo continúa subsistente como tal viniendo a ser con respecto a las cargas de los objetos lo que el cuerpo de un protozoo con relación a los seudópodos de él destacados.
Esta parte de la localización de la libido tenía que permanecer oculta a nuestra investigación inicial, al tomar ésta su punto de partida en los síntomas neuróticos. Las emanaciones de esta libido, las cargas de objeto, susceptibles de ser destacadas sobre el objeto o retraídas de él, fueron lo único que advertimos, dándonos también cuenta, en conjunto, de la existencia de una oposición entre la libido del yo y la libido objetal.
Cuando mayor es la primera, tanto más pobre es la segunda. La libido objetal nos parece alcanzar su máximo desarrollo en el amor, el cual se nos presenta como una disolución de la propia personalidad en favor de la carga de objeto, y tiene su antítesis en la fantasía paranoica (o auto percepción) del «fin del mundo».
Por último, y con respecto a la diferenciación de las energías psíquicas, concluimos que en un principio se encuentran estrechamente unidas, sin que nuestro análisis pueda aún diferenciarla, y que sólo la carga de objetos hace posible distinguir una energía sexual, la libido, de una energía de los instintos del yo.
Antes de seguir adelante he de resolver dos interrogaciones que nos conducen al nódulo del mismo tema. Primera: ¿Qué relación puede existir entre el narcisismo, del que ahora tratamos, y el autoerotismo, que hemos descrito como un estado primario de la libido?.
Segunda: si atribuimos al yo una carga primaria de libido, ¿para qué precisamos diferenciar una libido sexual de una energía no sexual de los instintos del yo? ¿La hipótesis básica de una energía psíquica unitaria no nos ahorraría acaso todas las dificultades que presenta la diferenciación entre energía de los instintos del yo y libido del yo, libido del yo y libido objetal? Con respecto a la primera pregunta, haremos ya observar que la hipótesis de que en el individuo no existe, desde un principio, una unidad comparable al yo, es absolutamente necesaria.
El rol tiene que ser desarrollado. En cambio, los instintos autoeróticos son primordiales. Para constituir el narcisismo ha de venir a agregarse al autoerotismo algún otro elemento, un nuevo acto psíquico.
La invitación a responder de un modo decisivo a la segunda interrogación ha de despertar cierto disgusto en todo analista. Repugnamos, en efecto, abandonar la observación por discusiones teóricas estériles; pero, de todos modos, no debemos sustraernos a una tentativa de explicación. Desde luego, representaciones tales como la de una libido del yo, una energía de los instintos del yo, etc., no son ni muy claras ni muy ricas en contenido, y una teoría especulativa de estas cuestiones tendería, ante todo, a sentar como base un concepto claramente delimitado. Pero, a mi juicio, es precisamente ésta la diferencia que separa una teoría especulativa de una ciencia basada en la interpretación de la empiria.
Esta última no envidiará a la especulación el privilegio de un fundamento lógicamente inatacable, sino que se contentará con ideas iniciales nebulosas, apenas aprehensibles, que esperará aclarar o podrá cambiar por otras en el curso de su desarrollo.
Tales ideas no constituyen, en efecto, el fundamento sobre el cual reposa tal ciencia, pues la verdadera base de la misma es únicamente la observación. No forman la base del edificio, sino su coronamiento, y pueden ser sustituidas o suprimidas sin daño alguno.
El valor de los conceptos de libido del yo y libido objetal reside principalmente en que proceden de la elaboración de los caracteres íntimos de los procesos neuróticos y psicóticos. La división de la libido es una libido propia del yo y otra que inviste los objetos es la prolongación inevitable de una primera hipótesis que dividió los instintos en instintos del yo e instintos sexuales.
Esta primera división me fue impuesta por el análisis de las neurosis puras de transferencia (histeria y neurosis obsesiva), y sólo sé que todas las demás tentativas de explicar por otros medios estos fenómenos han fracasado rotundamente.
Ante la falta de toda teoría de los instintos, cualquiera que fuese su orientación, es lícito, e incluso obligado, llevar consecuentemente adelante cualquier hipótesis, hasta comprobar su acierto o su error.
En favor de la hipótesis de una diferenciación primitiva de instintos sexuales e instintos del yo testimonian diversas circunstancias, además de su utilidad en el análisis de las neurosis de transferencia.
Concedemos, desde luego, que este testimonio no podría considerarse definitivo por sí sólo, pues pudiera tratarse de una energía psíquica indiferente, que sólo se convirtiera en libido en el momento de investir el objeto. Pero nuestra diferenciación corresponde, en primer lugar, a la división corriente de los instintos en dos categorías fundamentales: hambre y amor.
En segundo lugar, se apoya en determinadas circunstancias biológicas.
El individuo vive realmente una doble existencia, como fin en sí mismo y como eslabón de un encadenamiento al cual sirve independientemente de su voluntad, si no contra ella.
Considera la sexualidad como uno de sus fines propios, mientras que, desde otro punto de vista, se advierte claramente que él mismo no es sino un agregado a su plasma germinativo, a cuyo servicio pone sus fuerzas, a cambio de una prima de placer, que no es sino el substrato mortal de una sustancia inmortal quizá. La separación establecida entre los instintos sexuales y los instintos del yo no haría más que reflejar esta doble función del individuo.
En tercer lugar, habremos de recordar que todas nuestras ideas provisorias psicológicas habrán de ser adscritas alguna vez a substratos orgánicos, y encontraremos entonces verosímil que sean materias y procesos químicos especiales los que ejerzan la acción de la sexualidad y faciliten la continuación de la vida individual en la de la especie. Por nuestra parte, atendemos también a esta probabilidad, aunque sustituyendo las materias químicas especiales por energías psíquicas especiales.
Precisamente porque siempre procuro mantener apartado de la Psicología todo pensamiento de otro orden, incluso el biológico, he de confesar ahora que la hipótesis de separar los instintos del yo de los instintos sexuales, o sea la teoría de la libido, no tiene sino una mínima base psicológica y se apoya más bien en fundamento biológico.
Así, pues, para no pecar de inconsciente, habré de estar dispuesto a abandonar esta hipótesis en cuanto nuestra labor psicoanalítica nos suministre otra más aceptable sobre los instintos. Pero hasta ahora no lo ha hecho. Puede ser también que la energía sexual, la libido, no sea, allá en el fondo, más que un producto diferencial de la energía general de la psique. Pero tal afirmación no tiene tampoco gran alcance.
Se refiere a cosas tan lejanas de los problemas de nuestra observación y tan desconocidas, que se hace tan ocioso discutirla como utilizarla.
Seguramente esta identidad primordial es de tan poca utilidad para nuestros fines analíticos como el parentesco primordial de todas las razas humanas para la prueba de parentesco exigida por la autoridad judicial para adjudicar una herencia.
Estas especulaciones no nos conducen a nada positivo; pero como no podemos esperar a que otra ciencia nos procure una teoría decisiva de los instintos, siempre será conveniente comprobar si una síntesis de los fenómenos psicológicos puede arrojar alguna luz sobre aquellos enigmas biológicos fundamentales.
Sin olvidar la posibilidad de errar, habremos, pues, de llevar adelante la hipótesis, primeramente elegida, de una antítesis de instintos del yo e instintos sexuales, tal y como nos la impuso el análisis de las neurosis de transferencia, y ver si se desarrollan sin obstáculos y puede ser aplicada también a otras afecciones; por ejemplo, a la esquizofrenia.
Otra cosa sería, naturalmente, si se demostrara que la teoría de la libido ha fracasado ya en la explicación de aquella última enfermedad. C. G. Jung lo ha afirmado así, obligándome con ello a exponer prematuramente observaciones que me hubiese gustado reservar aún algún tiempo.
Hubiera preferido seguir hasta su fin el camino iniciado en el análisis del caso Schreber sin haber tenido que exponer antes sus premisas. Pero la afirmación de Jung es por lo menos prematura y muy escasas las pruebas en que la apoya.
En primer lugar, aduce equivocadamente mi propio testimonio, afirmando que yo mismo he declarado haberme visto obligado a ampliar el concepto de la libido ante las dificultades del análisis del caso Schreber (esto es, a abandonar su contenido sexual), haciendo coincidir la libido con el interés psíquico en general.
En una acertada crítica del trabajo de Jung ha demostrado ya Ferenczi lo erróneo de esta interpretación. Por mi parte sólo he de confirmar lo dicho por Ferenczi y repetir que jamás he expresado tal renuncia a la teoría de la libido.
Otro. de los argumentos de Jung, el de que la pérdida de la función normal de la realidad sólo puede ser causa de la retracción de la libido no es un argumento, sino una afirmación gratuita; it begs the question (escamotea el problema) y ahorra su discusión, pues lo que precisamente habría que investigar es si tal retracción es posible y en qué forma sucede.
En su inmediato trabajo importante se aproxima mucho Jung a la solución indicada por mí largo tiempo antes:
«De todos modos, hay que tener en cuenta -como ya lo hace Freud en el caso Schreber– que la introversión de la libido sexual conduce a una carga libidinosa del yo, la cual produce probablemente la pérdida del contacto con la realidad. La posibilidad de explicar en esta forma el apartamiento de la realidad resulta harto tentadora.»
Pero contra lo que era de esperar después de esta declaración, Jung no vuelve a ocuparse grandemente de tal posibilidad, y pocas páginas después la excluye, observando que de tal condición «surgirá quizá la psicología de un anacoreta ascético, pero no una demencia precoz».
La inconsistencia de este argumento queda demostrada con indicar que tal anacoreta, «empeñado en extinguir toda huella de interés sexual» (pero «sexual» sólo en el sentido vulgar de la palabra), no tendría por qué presentar siquiera una localización anormal de la libido.
Puede mantener totalmente apartado de los humanos su interés sexual y haberlo sublimado, convirtiéndolo en un intenso interés hacia lo divino, lo natural o lo animal, sin haber sucumbido a una introversión de la libido sobre sus fantasías o a una vuelta de la misma al propio yo.
A nuestro juicio, Jung olvida por completo en esta comparación la posibilidad de distinguir un interés emanado de fuentes eróticas y otro de distinta procedencia.
Por último, habremos de recordar que las investigaciones de la escuela Suiza, no obstante sus merecimientos, sólo han logrado arrojar alguna luz sobre dos puntos del cuadro de la demencia precoz: sobre la existencia de los complejos comunes a los hombres sanos y a los neuróticos y sobre la analogía de sus fantasías con los mitos de los pueblos, sin que hayan podido conseguir una explicación del mecanismo de la enfermedad.
Así, pues, podremos rechazar la afirmación de Jung de que la teoría de la libido ha fracasado en su tentativa de explicar la demencia precoz, quedando, por tanto, excluida su aplicación a las neurosis.
—
II. El estudio directo del narcisismo tropieza aún con dificultades insuperables.
El mejor acceso indirecto continúa siendo el análisis de las parafrenias. Del mismo modo que las neurosis de transferencia nos han facilitado la observación las tendencias instintivas libidinosas, la demencia precoz y la paranoia habrán de procurarnos una retrospección de la psicología del yo.
Habremos, pues, de deducir nuevamente de las deformaciones e intensificaciones de lo patológico lo normal, aparentemente simple. De todos modos, aún se nos abren algunos otros caminos de aproximación al conocimiento del narcisismo. Tales caminos son la observación de la enfermedad orgánica, de la hipocondría y de la vida erótica de los sexos.
Al dedicar mi atención a la influencia de la enfermedad orgánica sobre la distribución de la libido sigo un estímulo de mi colega el doctor S. Ferenczi.
Todos sabemos, y lo consideramos natural, que el individuo aquejado de un dolor o un malestar orgánico cesa de interesarse por el mundo exterior, en cuanto no tiene relación con su dolencia. Una observación más detenida nos muestra que también retira de sus objetos eróticos el interés libidinoso, cesando así de amar mientras sufre.
La vulgaridad de este hecho no debe impedirnos darle una expresión en los términos de la teoría de la libido.
Diremos, pues, que el enfermo retrae a su yo sus cargas de libido para destacarlas de nuevo hacia la curación. ‘Concentrándose está su alma’, dice Wilhelm Busch del poeta con dolor de muelas, ‘en el estrecho hoyo de su molar’. La libido y el interés del yo tienen aquí un destino común y vuelven a hacerse indiferenciables.
Semejante conducta del enfermo nos parece naturalísima, porque estamos seguros de que también ha de ser la nuestra en igual caso.
Esta desaparición de toda disposición amorosa, por intensa que sea, ante un dolor físico, y su repentina sustitución por la más completa indiferencia, han sido también muy explotadas como fuentes de comicidad.
Análogamente a la enfermedad, el sueño significa también una retracción narcisista de las posiciones de la libido a la propia persona o, más exactamente, sobre el deseo único y exclusivo de dormir.
El egoísmo de los sueños tiene quizá en esto su explicación.
En ambos casos vemos ejemplos de modificaciones de la distribución de la libido consecutivas a una modificación del yo.
La hipocondría se manifiesta, como la enfermedad orgánica, en sensaciones somáticas penosas o dolorosas, y coincide también con ella en cuanto a la distribución de la libido.
El hipocondriaco retrae su interés y su libido con especial claridad esta última -de los objetos del mundo exterior y los concentra ambos sobre el órgano que le preocupa.
Entre la hipocondría y la enfermedad orgánica observamos, sin embargo, una diferencia: en la enfermedad, las sensaciones dolorosas tienen su fundamento en alteraciones comprobables, y en la hipocondría, no.
Pero, de acuerdo con nuestra apreciación general de los procesos neuróticos, podemos decidirnos a afirmar que tampoco en la hipocondría deben faltar tales alteraciones orgánicas. ¿En qué consistirán, pues? Nos dejaremos orientar aquí por la experiencia de que tampoco en las demás neurosis faltan sensaciones somáticas displacientes comparables a las hipocondriacas.
Ya en otro lugar hube de manifestarme inclinado a asignar a la hipocondría un tercer lugar entre las neurosis actuales. al lado de la neurastenia y la neurosis de angustia. No nos parecía exagerado afirmar que a todas las demás neurosis se mezcla también algo de hipocondría.
Donde mejor se ve esta inmixtión es en la neurosis de angustia con su superestructura de histeria.
Ahora bien: en el aparato genital externo en estado de excitación tenemos el prototipo de un órgano que se manifiesta dolorosamente sensible y presenta cierta alteración, sin que se halle enfermo, en el sentido corriente de la palabra. No está enfermo y, sin embargo, aparece hinchado, congestionado, húmedo, y constituye la sede de múltiples sensaciones.
Si ahora damos el nombre de «erogeneidad» a la facultad de una parte del cuerpo de enviar a la vida anímica estímulos sexualmente excitantes, y recordamos que la teoría sexual nos ha acostumbrado hace ya mucho tiempo a la idea de que ciertas otras partes del cuerpo -las zonas erógenas- pueden representar a los genitales y comportarse como ellos, podremos ya aventurarnos a dar un paso más y decidirnos a considerar la erogeneidad como una cualidad general de todos los órganos, pudiendo hablar entonces de la intensificación o la disminución de la misma en una determinada parte del cuerpo.
Paralelamente a cada una de estas alteraciones de la erogeneidad en los órganos, podría tener efecto una alteración de la carga de libido en el yo.
Tales serían, pues, los factores básicos de la hipocondría, susceptibles de ejercer sobre la distribución de la libido la misma influencia que la enfermedad material de los órganos.
Esta línea del pensamiento nos llevaría a adentrarnos en el problema general de las neurosis actuales, la neurastenia y la neurosis de angustia, y no sólo en el de la hipocondría. Por tanto, haremos aquí alto, pues una investigación puramente psicológica no debe adentrarse tanto en los dominios de la investigación fisiológica.
Nos limitaremos a hacer constar la sospecha de que la hipocondría se halla, con respecto a la parafrenia, en la misma relación que las otras neurosis actuales con la histeria y la neurosis obsesiva, dependiendo, por tanto, de la libido del yo, como las otras de la libido objetal. La angustia hipocondriaca seria la contrapartida, en la libido del yo, de la angustia neurótica.
Además, una vez familiarizados con la idea de enlazar el mecanismo de la adquisición de la enfermedad y de la producción de síntomas en las neurosis de transferencia -el paso de la introversión a la regresión-, a un estancamiento de la libido objetal, podemos aproximarnos también a la de un estancamiento de la libido del yo y relacionarlo con los fenómenos de la hipocondría y la parafrenia.
Naturalmente nuestro deseo de saber nos planteará la interrogación de por qué tal estancamiento de la libido en el yo ha de ser sentido como displacentero.
De momento quisiera limitarme a indicar que el displacer es la expresión de un incremento de la tensión, siendo, por tanto, una cantidad del suceder material la que aquí, como en otros lados, se transforma en la cualidad psíquica del displacer.
El desarrollo de displacer no dependerá, sin embargo, de la magnitud absoluta de aquel proceso material, sino más bien de cierta función específica de esa magnitud absoluta.
Desde este punto, podemos ya aproximarnos a la cuestión de por qué la vida anímica se ve forzada a traspasar las fronteras del narcisismo e investir de libido objetos exteriores.
La respuesta deducida de la ruta mental que venimos siguiendo sería la de que dicha necesidad surge cuando la carga libidinosa del yo sobrepasa cierta medida. Un intenso egoísmo protege contra la enfermedad; pero, al fin y al cabo, hemos de comenzar a amar para no enfermar y enfermamos en cuanto una frustración nos impide amar.
Esto sigue en algo a los versos de Heine acerca una descripción que hace de la psicogénesis de la Creación: (dice Dios) ‘La enfermedad fue sin lugar a dudas la causa final de toda la urgencia por crear.
Al crear yo me puedo mejorar, creando me pongo sano’.
A nuestro aparato psíquico lo hemos reconocido como una instancia a la que le está encomendado el vencimiento de aquellas excitaciones que habrían de engendrar displacer o actuar de un modo patógeno. La elaboración psíquica desarrolla extraordinarios rendimientos en cuanto a la derivación interna de excitaciones no susceptibles de una inmediata descarga exterior o cuya descarga exterior inmediata no resulta deseable.
Mas para esta elaboración interna es indiferente, en un principio, actuar sobre objetos reales o imaginarios. La diferencia surge después, cuando la orientación de la libido hacia los objetos irreales (introversión) llega a provocar un estancamiento de la libido.
La megalomanía permite en las parafrenias una análoga elaboración interna de la libido retraída al yo, y quizá sólo cuando esta elaboración fracasa es cuando se hace patógeno el estancamiento de la libido en el yo y provoca el proceso de curación que se nos impone como enfermedad. Intentaré penetrar ahora algunos pasos en el mecanismo de la parafrenia, reuniendo aquellas observaciones que me parecen alcanzar ya alguna importancia.
La diferencia entre estas afecciones y las neurosis de transferencia reside, para mí, en la circunstancia de que la libido, libertada por la frustración, no permanece ligada a objetos en la fantasía, sino que se retrae al yo. La megalomanía corresponde entonces al dominio psíquico de esta libido aumentada y es la contraparte a la introversión sobre las fantasías en las neurosis de transferencia.
Correlativamente, al fracaso de esta función psíquica correspondería la hipocondría te la parafrenia, homóloga a la angustia de las neurosis de transferencia.
Sabemos ya que esta angustia puede ser vencida por una prosecución de la elaboración psíquica, o sea: por conversión, por formaciones reactivas o por la constitución de un dispositivo protector (fobias).
Esta es la posición que toma en las parafrenias la tentativa de restitución, proceso al que debemos los fenómenos patológicos manifiestos.
Como la parafrenia trae consigo muchas veces -tal vez la mayoría- un desligamiento sólo parcial de la libido de sus objetos, podrían distinguirse al -su cuadro tres grupos de fenómenos:
1º. Los que quedan en un estado de normalidad o de neurosis (fenómenos residuales);
2º. Los del proceso patológico (el desligamiento de la libido de sus objetos, la megalomanía, la perturbación afectiva, la hipocondría y todo tipo de regresión), y
3º. Los de la restitución, que ligan nuevamente la libido a los objetos, bien a la manera de una histeria (demencia precoz o parafrenia propiamente dicha), bien a la de una neurosis obsesiva (paranoia).
Esta nueva carga de libido sucede desde un nivel diferente y bajo distintas condiciones que la primaria. La diferencia entre las neurosis de transferencia en ella creadas y los productos correspondientes del yo normal habrían de facilitarnos una profunda visión de la estructura de nuestro aparato anímico.
La vida erótica humana, con sus diversas variantes en el hombre y en la mujer, constituye el tercer acceso al estudio del narcisismo.
Del mismo modo que la libido del objeto encubrió al principio a nuestra observación la libido del yo, tampoco hasta llegar a la elección del objeto del lactante (y del niño mayor), hemos advertido que el mismo toma sus objetos sexuales de sus experiencias de satisfacción.
Las primeras satisfacciones sexuales autoeróticas son vividas en relación con funciones vitales destinadas a la conservación. Los instintos sexuales se apoyan al principio en la satisfacción de los instintos del yo, y sólo ulteriormente se hacen independientes de estos últimos. Pero esta relación se muestra también en el hecho de que las personas a las que ha estado encomendada la alimentación, el cuidado y la protección del niño son sus primeros objetos sexuales, o sea, en primer lugar, la madre o sus subrogados.
Junto a este tipo de la elección de objeto, al que podemos dar el nombre de tipo de apoyo (o anaclítico) (Anlehnungstypus), la investigación psicoanalítica nos ha descubierto un segundo tipo que ni siquiera sospechábamos.
Hemos comprobado que muchas personas, y especialmente aquellas en las cuales el desarrollo de la libido ha sufrido alguna perturbación (por ejemplo, los perversos y los homosexuales), no eligen su ulterior objeto erótico conforme a la imagen de la madre, sino conforme a la de su propia persona.
Demuestran buscarse a sí mismos como objeto erótico, realizando así su elección de objeto conforme a un tipo que podemos llamar ‘narcisista’.
En esta observación ha de verse el motivo principal que nos ha movido a adoptar la hipótesis del narcisismo. Pero de este descubrimiento no hemos concluido que los hombres se dividan en dos grupos, según realicen su elección de objeto conforme al tipo de apoyo o al tipo narcisista, sino que hemos preferido suponer que el individuo encuentra abiertos ante sí dos caminos distintos para la elección de objeto, pudiendo preferir uno de los dos.
Decimos, por tanto, que el individuo tiene dos objetos sexuales primitivos: él mismo y la mujer nutriz, y presuponemos así el narcisismo primario de todo ser humano, que eventualmente se manifestará luego, de manera destacada en su elección de objeto.
El estudio de la elección de objeto en el hombre y en la mujer nos descubre diferencias fundamentales, aunque, naturalmente, no regulares.
El amor completo al objeto, conforme al tipo de apoyo, es característico del hombre. Muestra aquella singular hiperestimación sexual, cuyo origen está, quizá, en el narcisismo primitivo del niño, y que corresponde, por tanto, a una transferencia del mismo sobre el objeto sexual.
Esta hiperestimación sexual permite la génesis del estado de enamoramiento, tan peculiar y que tanto recuerda la compulsión neurótica; estado que podremos referir, en consecuencia, a un empobrecimiento de la libido del yo en favor del objeto. La evolución muestra muy distinto curso en el tipo de mujer más corriente y probablemente más puro y auténtico.
En este tipo de mujer parece surgir, con la pubertad y por el desarrollo de los órganos sexuales femeninos, latentes hasta entonces, una intensificación del narcisismo primitivo, que resulta desfavorable a la estructuración de un amor objetal regular y acompañado de hiperestimación sexual.
Sobre todo en las mujeres bellas nace una complacencia de la sujeto por sí misma que la compensa de las restricciones impuestas por la sociedad a su elección de objeto. Tales mujeres sólo se aman, en realidad, a sí mismas y con la misma intensidad con que el hombre las ama.
No necesitan amar, sino ser amadas, y aceptan al hombre que llena esta condición. La importancia de este tipo de mujeres para la vida erótica de los hombres es muy elevada, pues ejercen máximo atractivo sobre ellos, y no sólo por motivos estéticos, pues por lo general son las más bellas, sino también a consecuencia de interesantísimas constelaciones psicológicas.
Resulta, en efecto, fácilmente visible que el narcisismo de una persona ejerce gran atractivo sobre aquellas otras que han renunciado plenamente al suyo y se encuentran pretendiendo el amor del objeto.
El atractivo de los niños reposa en gran parte en su narcisismo, en su actitud de satisfacerse a sí mismos y de su inaccesibilidad, lo mismo que el de ciertos animales que parecen no ocuparse de nosotros en absoluto, por ejemplo, los gatos y las grandes fieras.
Análogamente, en la literatura, el tipo de criminal célebre y el del humorista acaparan nuestro interés por la persistencia narcisista con la que saben mantener apartado de su yo todo lo que pudiera empequeñecerlo.
Es como si los envidiásemos por saber conservar un dichoso estado psíquico, una inatacable posesión de la libido, a la cual hubiésemos tenido que renunciar por nuestra parte. Pero el extraordinario atractivo de la mujer narcisista tiene también su reverso; gran parte de la insatisfacción del hombre enamorado, sus dudas sobre el amor de la mujer y sus lamentaciones sobre los enigmas de su carácter tienen sus raíces en esa incongruencia de los tipos de elección de objeto.
Quizá no sea inútil asegurar que esta descripción de la vida erótica femenina no implica tendencia ninguna a disminuir a la mujer.
Aparte de que acostumbro mantenerme rigurosamente alejado de toda opinión tendenciosa, sé muy bien que estas variantes corresponden a la diferenciación de funciones en un todo biológico extraordinariament complicado.
Pero, además, estoy dispuesto a reconocer que existen muchas mujeres que aman conforme al tipo masculino y desarrollan también la hiperestimación sexual correspondiente. También para las mujeres narcisistas y que han permanecido frías para con el hombre existe un camino que las lleva al amor objetal con toda su plenitud.
En el hijo al que dan la vida se les presenta una parte de su propio cuerpo como un objeto exterior, al que pueden consagrar un pleno amor objetal, sin abandonar por ello su narcisismo. Por último, hay todavía otras mujeres que no necesitan esperar a tener un hijo para pasar del narcisismo (secundario) al amor objetal.
Se han sentido masculinas antes de la pubertad y han seguido, en su desarrollo, una parte de la trayectoria masculina, y cuando esta aspiración a la masculinidad queda rota por la madurez femenina, conservan la facultad de aspirar a un ideal masculino, que en realidad, no es más que la continuación de la criatura masculina que ellas mismas fueron.
Cerraremos estas observaciones con una breve revisión de los caminos de la elección de objeto.
Se ama:
1º. Conforme al tipo narcisista:
- a) Lo que uno es (a sí mismo).
- b) Lo que uno fue.
- c) Lo que uno quisiera ser.
- d) A la persona que fue una parte de uno mismo.
2º. Conforme al tipo de apoyo (o anaclítico):
- a) A la mujer nutriz.
- b) Al hombre protector.
Y a las personas sustitutivas que de cada una de estas dos parten en largas series.
El caso c) del primer tipo habrá de ser aún justificado con observaciones ulteriores.
En otro lugar y en una relación diferente habremos de estudiar también la significación de la elección de objeto narcisista para la homosexualidad masculina.
El narcisismo primario del niño por nosotros supuesto, que contiene una de las premisas de nuestras teorías de la libido, es más difícil de aprehender por medio de la observación directa que de comprobar por deducción desde otros puntos.
Considerando la actitud de los padres cariñosos con respecto a sus hijos, hemos de ver en ella una reviviscencia y una reproducción del propio narcisismo, abandonado mucho tiempo ha. La hiperestimación, que ya hemos estudiado como estigma narcisista en la elección de objeto, domina, como es sabido, esta relación afectiva.
Se atribuyen al niño todas las perfecciones, cosa para la cual no hallaría quizá motivo alguno una observación más serena, y se niegan o se olvidan todos sus defectos. (Incidentemente se relaciona con esto la repulsa de la sexualidad infantil.)
Pero existe también la tendencia a suspender para el niño todas las conquistas culturales, cuyo reconocimiento hemos tenido que imponer a nuestro narcisismo, y a renovar para él privilegios renunciados hace mucho tiempo. La vida ha de ser más fácil para el niño que para sus padres. No debe estar sujeto a las necesidades reconocidas por ellos como supremas de la vida.
La enfermedad, la muerte, la renuncia al placer y la limitación de la propia voluntad han de desaparecer para él, y las leyes de la naturaleza, así como las de la sociedad, deberán detenerse ante su persona. Habrá de ser de nuevo el centro y el nódulo de la creación: His Majesty the Baby, como un día lo estimamos ser nosotros.
Deberá realizar los deseos incumplidos de sus progenitores y llegar a ser un grande hombre o un héroe en lugar de su padre, o, si es hembra, a casarse con un príncipe, para tardía compensación de su madre.
El punto más espinoso del sistema narcisista, la inmortalidad del yo, tan duramente negada por la realidad conquista su afirmación refugiándose en el niño.
El amor parental, tan conmovedor y tan infantil en el fondo, no es más que una resurrección del narcisismo de los padres, que revela evidentemente su antigua naturaleza en esta su transformación en amor objetal.
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III. Las perturbaciones a las que está expuesto el narcisismo primitivo del niño, las reacciones con las cuales se defiende de ellas el infantil sujeto y los caminos por los que de este modo es impulsado, constituyen un tema importantísimo, aún no examinado, y que habremos de reservar para un estudio detenido y completo.
Por ahora podemos desglosar de este conjunto uno de sus elementos más importantes, el «complejo de la castración» (miedo a la pérdida del pene en el niño y envidia del pene en la niña), y examinarlo en relación con la temprana intimidación sexual.
La investigación psicoanalítica que nos permite, en general, perseguir los destinos de los instintos libidinosos cuando éstos, aislados de los instintos del yo, se encuentran en oposición a ellos, nos facilita en este sector ciertas deducciones sobre una época y una situación psíquica en las cuales ambas clases de instintos actúan en un mismo sentido e inseparablemente mezclados como intereses narcisistas.
De esta totalidad ha extraído A. Adler su «protesta masculina», en la cual ve casi la única energía impulsora de la génesis del carácter y de las neurosis, pero que no la funda en una tendencia narcisista, y, por tanto, aún libidinosa, sino en una valoración social.
La investigación psicoanalítica ha reconocido la existencia y la significación de la «protesta masculina» desde un principio, pero sostiene, contra Adler, su naturaleza narcisista y su procedencia del complejo de castración.
Constituye uno de los factores de la génesis del carácter y es totalmente inadecuada para la explicación de los problemas de las neurosis, en las cuales no quiere ver Adler más que la forma en la que sirven a los instintos del yo.
Para mí resulta completamente imposible fundar la génesis de la neurosis sobre la estrecha base del complejo de castración, por muy poderosamente que el mismo se manifieste también en los hombres bajo la acción de las resistencias opuestas a la curación.
Por último, conozco casos de neurosis en los cuales la «protesta masculina» o, en nuestro sentido el complejo de castración, no desempeña papel patógeno alguno o no aparece en absoluto. La observación del adulto normal nos muestra muy mitigada su antigua megalomanía y muy desvanecidos los caracteres infantiles de los cuales dedujimos su narcisismo infantil.
¿Qué ha sido de la libido del yo? ¿Habremos de suponer que todo su caudal se ha gastado en cargas de objeto? Esta posibilidad contradice todas nuestras deducciones. La psicología de la represión nos indica una solución distinta.
Hemos descubierto que las tendencias instintivas libidinosas sucumben a una represión patógena cuando entran en conflicto con las representaciones éticas y culturales del individuo. No queremos en ningún caso significar que el sujeto tenga un mero conocimiento intelectual de la existencia de tales ideas sino que reconoce en ellas una norma y se somete a sus exigencias. Hemos dicho que la represión parte del yo, pero aún podemos precisar más diciendo que parte de la propia autoestimación del yo.
Aquellos mismos impulsos, sucesos, deseos e impresiones que un individuo determinado tolera en sí o, por lo menos, elabora conscientemente, son rechazados por otros con indignación o incluso ahogados antes que puedan llegar a la conciencia. Pero la diferencia que contiene la condición de la expresión puede ser fácilmente expresada en términos que faciliten su consideración desde el punto de vista de la teoría de la libido. Podemos decir que uno de estos sujetos ha construido en sí un ideal, con el cual compara su yo actual, mientras que el otro carece de semejante ideal. La formación de un ideal sería, por parte del yo, la condición de la represión.
A este yo ideal se consagra el amor ególatra de que en la niñez era objeto el yo verdadero.
El narcisismo aparece desplazado sobre este nuevo yo ideal, adornado, como el infantil, con todas las perfecciones. Como siempre en el terreno de la libido, el hombre se demuestra aquí, una vez más, incapaz de renunciar a una satisfacción ya gozada alguna vez. No quiere renunciar a la perfección de su niñez, y ya que no pudo mantenerla ante las enseñanzas recibidas durante su desarrollo y ante el despertar de su propio juicio, intenta conquistarla de nuevo bajo la forma del yo ideal.
Aquello que proyecta ante sí como su ideal es la sustitución del perdido narcisismo de su niñez, en el cual era él mismo su propio ideal.
Examinemos ahora las relaciones de esta formación de un ideal con la sublimación. La sublimación es un proceso que se relaciona con la libido objetal y consiste en que el instinto se orienta sobre un fin diferente y muy alejado de la satisfacción sexual. Lo más importante de él es el apartamiento de lo sexual.
La idealización es un proceso que tiene efecto en el objeto, engrandeciéndolo y elevándolo psíquicamente, sin transformar su naturaleza. La idealización puede producirse tanto en el terreno de la libido del yo como en el de la libido objetal.
Así, la hiperestimación sexual del objeto es una idealización del mismo. Por consiguiente, en cuanto la sublimación describe algo que sucede con el instinto y la idealización algo que sucede con el objeto, se trata entonces de dos conceptos totalmente diferentes.
La formación de un yo ideal es confundida erróneamente, a veces, con la sublimación de los instintos.
El que un individuo haya trocado su narcisismo por la veneración de un yo ideal no implica que haya conseguido la sublimación de sus instintos libidinosos.
El yo ideal exige esta sublimación, pero no puede imponerla. La sublimación continúa siendo un proceso distinto, cuyo estímulo puede partir del ideal, pero cuya ejecución permanece totalmente independiente de tal estímulo.
Precisamente en los neuróticos hallamos máximas diferencias de potencial entre el desarrollo del yo ideal y el grado de sublimación de sus primitivos instintos libidinosos, y, en general, resulta más difícil convencer a un idealista de la inadecuada localización de su libido que a un hombre sencillo y mesurado en sus aspiraciones.
La relación existente entre la formación de un yo ideal y la causación de la neurosis es también muy distinta de la correspondiente a la sublimación. La producción de un ideal eleva, como ya hemos dicho, las exigencias del yo y favorece más que nada la represión.
En cambio, la sublimación representa un medio de cumplir tales exigencias sin recurrir a la represión.
No sería de extrañar que encontrásemos una instancia psíquica especial encargada de velar por la satisfacción narcisista en el yo ideal y que, en cumplimiento de su función, vigile de continuo el yo actual y lo compare con el ideal.
Si tal instancia existe, no nos sorprenderá nada descubrirla, pues reconoceremos en el acto en ella aquello a lo que damos el nombre de conciencia (moral).
El reconocimiento de esta instancia nos facilita la comprensión del llamado delirio de autorreferencia o, mas exactamente, de ser observado, tan manifiesto en la sintomatología de las enfermedades paranoicas y que quizá puede presentarse también como perturbación aislada o incluida en una neurosis de transferencia.
Los enfermos se lamentan entonces de que todos sus pensamientos son descubiertos por los demás y observados y espiados sus actos todos.
De la actuación de esta instancia les informan voces misteriosas, que les hablan característicament en tercera persona. («Ahora vuelve él a pensar en ello; ahora se va.») Esta queja de los enfermos está perfectamente justificada y corresponde a la verdad.
En todos nosotros, y dentro de la vida normal, existe realmente tal poder, que observa, advierte y critica todas nuestras intenciones.
El delirio de ser observado representa a este poder en forma regresiva, descubriendo con ello su génesis y el motivo por el que el enfermo se rebela contra él.
El estímulo para la formación del yo ideal, cuya vigilancia está encomendada a la conciencia, tuvo su punto de partida en la influencia crítica ejercida, de viva voz, por los padres, a los cuales se agrega luego los educadores, los profesores y, por último, toda la multitud innumerable de las personas del medio social correspondiente (los compañeros, la opinión pública).
De este modo son atraídas a la formación del yo ideal narcisista grandes magnitudes de libido esencialmente homosexual y encuentran en la conservación del mismo una derivación y una satisfacción.
La institución de la conciencia moral fue primero una encarnación de la crítica parental y luego de la crítica de la sociedad, un proceso como el que se repite en la génesis de una tendencia a la represión, provocada por una prohibición o un obstáculo exterior. Las voces, así como la multitud indeterminada, reaparecen luego en la enfermedad, y con ello, la historia evolutiva de las conciencias regresivamente reproducidas.
La rebeldía contra la instancia censora proviene ajena al deseo del sujeto (correlativamente al carácter fundamental de la enfermedad) de desligarse de todas estas influencias, comenzando por la parental, y ajena al retiro de ellas de la libido homosexual.
Su conciencia se le opone entonces en una manera regresiva, como una acción hostil orientada hacia él desde el exterior.
Las lamentaciones de los paranoicos demuestran también que la autocrítica de la conciencia coincide, en último término, con la autoobservación en la cual se basa.
La misma actividad psíquica que ha tomado a su cargo la función de la conciencia se ha puesto también, por tanto, al servicio de la introspección, que suministra a la filosofía material para sus operaciones mentales.
Esta circunstancia no es quizá indiferente en cuanto a la determinación del estímulo de la formación de sistemas especulativos que caracteriza a la paranoia.
Será muy importante hallar también en otros sectores indicios de la actividad de esta instancia crítica observadora, elevada a la categoría de conciencia y de introspección filosófica. Recordaré, pues, aquello que
H. Silberer ha descrito con el nombre de «fenómeno funcional» y que constituye uno de los escasos complementos de valor indiscutible aportados hasta hoy a nuestra teoría de los sueños.
Silberer ha mostrado que, en estados intermedios entre la vigilia y el sueño, podemos observar directamente la transformación de ideas en imágenes visuales; pero que, en tales circunstancias, lo que surge ante nosotros no es, muchas veces, un contenido del pensamiento, sino del estado en el que se encuentra la persona que lucha con el sueño.
Asimismo ha demostrado que algunas conclusiones de los sueños y ciertos detalles de los mismos corresponden exclusivamente a la autopercepción del estado de reposo o del despertar.
Ha descubierto, pues, la participación de la autopercepción -en el sentido del delirio de observación paranoica- en la producción onírica.
Esta participación es muy inconstante. Para mí hubo de pasar inadvertida, porque no desempeña papel alguno reconocido en mis sueños.
En cambio, en personas de dotes filosóficas y habituadas a la introspección, se hace quizá muy perceptible. Recordaremos haber hallado que la producción onírica nace bajo el dominio de una censura que impone a las ideas latentes del sueño una deformación.
Pero no hubimos de representarnos esta censura como un poder especial, sino que denominamos así aquella parte de las tendencias represoras dominantes en el yo que aparecía orientada hacia las ideas del sueño. Penetrando más en la estructura del yo, podemos reconocer también en el yo ideal y en las manifestaciones dinámicas de la conciencia moral este censor del sueño.
Si suponemos que durante el reposo mantiene aún alguna atención, comprenderemos que la premisa de su actividad, la autoobservación y la autocrítica, puedan suministrar una aportación al contenido del sueño, con advertencias tales como «ahora tiene demasiado sueño para pensar» o «ahora despierta».
Partiendo de aquí podemos intentar un estudio de la autoestimación en el individuo normal y en el neurótico.
En primer lugar, la autoestimación nos parece ser una expresión de la magnitud del yo, no siendo el caso conocer cuáles son los diversos elementos que van a determinar dicha magnitud. Todo lo que una persona posee o logra, cada residuo del sentimiento de la primitiva omnipotencia confirmado por su experiencia, ayuda a incrementar su autoestimación.
Al introducir nuestra diferenciación de instintos sexuales e instintos del yo, tenemos que reconocer en la autoestimación una íntima relación con la libido narcisista.
Nos apoyamos para ello en dos hechos fundamentales: el de que la autoestimación aparece intensificada en las parafrenias y debilitada en las neurosis de transferencia, y el de que en la vida erótica el no ser amado disminuye la autoestimación, y el serlo, la incrementa. Ya hemos indicado que el ser amado constituye el fin y la satisfacción en la elección narcisista de objeto.
No es difícil, además, observar que la carga de libido de los objetos no intensifica la autoestimación. La dependencia al objeto amado es causa de disminución de este sentimiento: el enamorado es humilde.
El que ama pierde, por decirlo así, una parte de su narcisismo, y sólo puede compensarla siendo amado. En todas estas relaciones parece permanecer enlazada la autoestimación con la participación narcisista en el amor.
La percepción de la impotencia, de la imposibilidad de amar, a causa de perturbaciones físicas o anímicas, disminuye extraordinariament la autoestimación.
A mi juicio, es ésta una de las causas del sentimiento de inferioridad del sujeto en las neurosis de transferencia. Pero la fuente principal de este sentimiento es el empobrecimiento del yo, resultante de las grandes cargas de libido que le son sustraídas, o sea el daño del yo por las tendencias sexuales no sometidas ya a control ninguno.
A. Adler ha indicado acertadamente que la percepción por un sujeto de vida psíquica activa de algunos defectos orgánicos, actúa como un estímulo capaz de rendimientos, y provoca, por el camino de la hipercompensación, un rendimiento más intenso. Pero sería muy exagerado querer referir todo buen rendimiento a esta condición de una inferioridad orgánica primitiva. No todos los pintores padecen algún defecto de la visión, ni todos los buenos oradores han comenzado por ser tartamudos.
Existen también muchos rendimientos extraordinarios basados en dotes orgánicas excelentes.
En la etiología de las neurosis, la inferioridad orgánica y un desarrollo imperfecto desempeña un papel insignificante, el mismo que el material de la percepción corriente actual en cuanto a la producción onírica. La neurosis se sirve de ella como de un pretexto, lo mismo que de todos los demás factores que pueden servirle para ello.
Si una paciente nos hace creer que ha tenido que enfermar de neurosis porque es fea, contrahecha y sin ningún atractivo, siendo así imposible que nadie la ame, no tardará otra en hacernos cambiar de opinión mostrándonos que permanece tenazmente refugiada en su neurosis y en su repulsa sexual, no obstante ser extraordinariament deseable y deseada.
Las mujeres histéricas suelen ser, en su mayoría, muy atractivas o incluso bellas, y, por otro lado, la acumulación de fealdad y defectos orgánicos en las clases inferiores de nuestra sociedad no contribuye perceptiblemente a aumentar la incidencia de las enfermedades neuróticas en este medio.
Las relaciones de la autoestimación con el erotismo (con las cargas libidinosas de objeto) pueden encerrarse en las siguientes fórmulas. Deben distinguirse dos casos, según que las cargas de libido sean ego-sintónicas o hayan sufrido, por lo contrario, una represión.
En el primer caso (dado un empleo de la libido aceptado por el yo), el amor es estimado como otra cualquier actividad del yo.
El amor en sí, como anhelo y como privación, disminuye la autoestimación, mientras que ser amado o correspondido, habiendo vuelto el amor a sí mismo, la posesión del objeto amado, la intensifica de nuevo.
Dada una represión de la libido, la carga libidinosa es sentida como un grave vaciamiento del yo, la satisfacción del amor se hace imposible, y el nuevo enriquecimiento del yo sólo puede tener efecto retrayendo de los objetos la libido que los investía.
La vuelta de la libido objetal al yo y su transformación en narcisismo representa como si fuera de nuevo un amor dichoso, y por otro lado, es también efectivo que un amor dichoso real corresponde a la condición primaria donde la libido objetal y la libido del yo no pueden diferenciarse.
La importancia del tema y la imposibilidad de lograr de él una visión de conjunto justificarán la agregación de algunas otras observaciones, sin orden determinado. La evolución del yo consiste en un alejamiento del narcisismo primario y crea una intensa tendencia a conquistarlo de nuevo.
Este alejamiento sucede por medio del desplazamiento de la libido sobre un yo ideal impuesto desde el exterior, y la satisfacción es proporcionada por el cumplimiento de este ideal.
Simultáneamente ha destacado el yo las cargas libidinosas de objeto.
Se ha empobrecido en favor de estas cargas, así como del yo ideal, y se enriquece de nuevo por las satisfacciones logradas en los objetos y por el cumplimiento del ideal. Una parte de la autoestima es primaria: el residuo del narcisismo infantil; otra procede de la omnipotencia confirmada por la experiencia (del cumplimiento del ideal); y una tercera, de la satisfacción de la libido objetal.
El yo ideal ha conseguido la satisfacción de la libido en los objetos bajo condiciones muy difíciles, renunciando a una parte de la misma, considerada rechazable por su censor.
En aquellos casos en los que no ha llegado a desarrollarse tal ideal, la tendencia sexual de que se trate entra a formar parte de la personalidad del sujeto en forma de perversión.
El ser humano cifra su felicidad en volver a ser su propio ideal una vez más como lo era en su infancia, tanto con respecto a sus tendencias sexuales como a otras tendencias.
El enamoramiento consiste en una afluencia de la libido del yo al objeto. Tiene el poder de levantar represiones y volver a instituir perversiones.
Exalta el objeto sexual a la categoría de ideal sexual. Dado que tiene afecto, según el tipo de elección de objeto por apoyo, y sobre la base de la realización de condiciones eróticas infantiles, podemos decir todo lo que cumple estas condiciones eróticas es idealizado.
El ideal sexual puede entrar en una interesante relación auxiliar con el yo ideal. Cuando la satisfacción narcisista tropieza con obstáculos reales, puede ser utilizado el ideal sexual como satisfacción sustitutiva.
Se ama entonces, conforme al tipo de la elección de objeto narcisista.
Se ama a aquello que hemos sido y hemos dejado de ser o aquello que posee perfecciones de que carecemos. La fórmula correspondiente sería: es amado aquello que posee la perfección que le falta al yo para llegar al ideal.
Este caso complementario entraña una importancia especial para el neurótico, en el cual ha quedado empobrecido el yo por las excesivas cargas de objeto e incapacitado para alcanzar su ideal.
El sujeto intentará entonces retornar al narcisismo, eligiendo, conforme al tipo narcisista, un ideal sexual que posea las perfecciones que él no puede alcanzar.
Esta sería la curación por el amor, que el sujeto prefiere, en general, a la analítica. Llegara incluso a no creer en la posibilidad de otro medio de curación e iniciará el tratamiento con la esperanza de lograrlo en ella, orientando tal esperanza sobre la persona del médico.
Pero a este plan curativo se opone, naturalmente, la incapacidad de amar del enfermo, provocada por sus extensas represiones. Cuando el tratamiento llega a desvanecer un tanto esta incapacidad surge a veces un desenlace indeseable; el enfermo se sustrae a la continuación del análisis para realizar una elección amorosa y encomendar y confiar a la vida en común con la persona amada el resto de la curación.
Este desenlace podría parecernos satisfactorio si no trajese consigo, para el sujeto, una invalidante dependencia de la persona que le ha prestado su amoroso auxilio.
Del ideal del yo parte un importante cambio para la comprensión de la psicología colectiva.
Este ideal tiene, además de su parte individual, su parte social: es también el ideal común de una familia, de una clase o de una nación.
Además de la libido narcisista, atrae a sí gran magnitud de la libido homosexual, que ha retornado al yo. La insatisfacción provocada por el incumplimiento de este ideal deja eventualmente en libertad un acopio de la libido homosexual, que se convierte en conciencia de la culpa (angustia social).
Este sentimiento de culpabilidad fue, originariamente, miedo al castigo de los padres o, más exactamente, a perder el amor de los mismos.
Más tarde, los padres quedan sustituidos por un indefinido número de compañeros. La frecuente causación de la paranoia por una mortificación del yo; esto es, por la frustración de satisfacción en el campo del ideal de yo, se nos hace así comprensible, e igualmente la coincidencia de la idealización y la sublimación en el ideal del yo como la involución de las sublimaciones y la eventual transformación de los ideales en trastornos parafrénicos.
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Hace algunos años un conocido abogado solicitó mi dictamen sobre un caso, que le ofrecía algunas dudas. Una señorita había acudido a él en demanda de protección contra las persecuciones de que era objeto por parte de un hombre con el que había mantenido relaciones amorosas.
Afirmaba que dicho individuo había abusado de su confianza en él para hacer tomar por un espectador oculto fotografías mientras se hacían el amor, pudiendo ahora exhibir tales fotografías y desconceptuarla, a fin de obligarla a dejar su colocación.
El abogado poseía experiencia suficiente para vislumbrar el carácter morboso de tal acusación; pero opinaba que en la vida ocurren muchas cosas que juzgamos increíbles y estimaba que el dictamen de su psiquiatra podía ayudarle a desentrañar la verdad. Después de ponerme en antecedentes del caso quedó en volver a visitarme acompañado de la demandante.
(Antes de continuar mi relato quiero hacer constar que he alterado en él, hasta hacerlo irreconocible, el milieu en el que se desarrolló el suceso cuya investigación nos proponemos, pero limitando estrictamente a ello la obligada deformación del caso.
Me parece, en efecto, una mala costumbre deformar, aunque sea por los mejores motivos, los rasgos de un historial patológico, pues no es posible saber de antemano cuál de los aspectos del caso será el que atraiga preferentemente la atención del lector de juicio independiente y se corre el peligro de inducir a este último a graves errores.)
La paciente, a la que conocí poco después, era una mujer de treinta años, dotada de una belleza y un atractivo nada vulgares. Parecía mucho más joven de lo que reconocía ser y se mostraba delicadamente femenina. Con respecto al médico, adoptaba una actitud defensiva, sin tomarse el menor trabajo por disimular su desconfianza.
Obligada por la insistencia de su abogado a nuestra entrevista, me relató la siguiente historia, que me planteó un problema del que más adelante habré de ocuparme. Ni su expresión ni sus manifestaciones emotivas denotaban la violencia que hubiera sido de esperar en ella al verse forzada a exponer sus asuntos íntimos a personas extrañas.
Se hallaba exclusivamente dominada por la preocupación que habían despertado en su ánimo aquellos sucesos.
Desde años atrás estaba empleada en una importante empresa, en la que desempeñaba un cargo de cierta responsabilidad a satisfacción completa de sus jefes. No se había sentido nunca atraída por amoríos o noviazgos y vivía tranquilamente con su anciana madre, cuyo único sostén era. Carecía de hermanos y el padre había muerto hacía muchos años.
En la última época se había acercado a ella otro empleado de la misma casa, hombre muy culto y atractivo, al que no pudo negar sus simpatías. Circunstancias de orden exterior hacían imposible un matrimonio; pero el hombre rechazaba la idea de renunciar por tal imposibilidad a la unión sexual, alegando que sería insensato sacrificar a una mera convención social algo por ambos deseado, a lo cual tenía perfecto derecho, y que sólo podía hacer más elevada y dichosa su vida.
Ante su promesa de evitarle todo peligro, accedió, por fin, nuestra sujeto a visitar a su enamorado en su pisito de soltero. Después de mutuos besos y abrazos, se hallaba ella en actitud abandonada, que permitía admirar parte de sus bellezas, cuando un ruidito seco vino a sobresaltarla. Dicho ruido parecía haber partido del lugar ocupado por la mesa del despacho, colocada oblicuamente ante la ventana.
El espacio libre entre ésta y la mesa se hallaba velado en parte por una pesada cortina. La sujeto contaba haber preguntado en el acto a su amigo la significación de aquel ruido, que el interrogado atribuyó a un reloj colocado encima de la mesa. Por mi parte, me permitiré enlazar más adelante con esta parte del relato una determinada observación.
Al salir la sujeto de casa de su amigo encontró en la escalera a dos individuos que murmuraron algo a su paso. uno de estos desconocidos llevaba un paquete de la forma de una cajita.
Este encuentro la impresionó, y ya en el camino hacia su casa elaboró la combinación de que aquella cajita podía muy bien haber sido un aparato fotográfico: el individuo, un fotógrafo, que durante su estancia en la habitación de su amigo había permanecido oculto detrás de la cortina, y el ruidito por ella advertido, el del obturador de la máquina al ser sacada la fotografía una vez que su enamorado hubo establecido la situación comprometedora que quería fijar en la placa.
A partir de aquí no hubo ya medio de desvanecer sus sospechas contra su amigo, al que persiguió de palabra y por escrito con la demanda de una explicación que tranquilizara sus temores, oponiendo ella, por su parte, la más absoluta incredulidad a sus afirmaciones sobre la sinceridad de sus sentimientos y la falta de fundamento de aquellas sospechas.
Por último acudió al abogado, le relató su aventura y le entregó las cartas que con tal motivo había recibido del querellado. Posteriormente pude leer alguna de estas cartas que me produjeron la mejor impresión; su contenido principal era el sentimiento de que un acuerdo amoroso tan bello hubiese quedado destruido por aquella «desdichada idea enfermiza».
No creo necesario justificar mi opinión, favorable al acusado. Pero el caso presentaba para mí un interés distinto del puro diagnóstico.
En los estudios psicoanalíticos se había afirmado que el paranoico luchaba contra una intensificación de sus tendencias homosexuales, lo cual indicaba en el fondo una elección narcisista de objeto, afirmándose, además, que el perseguidor era, en último término, la persona amada o antiguamente amada.
De la reunión de ambos asertos resulta que el perseguidor habrá de pertenecer al mismo sexo que el perseguido.
Cierto es que no habíamos atribuido una validez general y sin excepciones a este principio de la homosexualidad como condición de la paranoia pero lo que nos había retenido había sido tan sólo la consideración de no haber contado todavía con un número suficiente de observaciones. Por lo demás tal principio pertenecía a aquellos que a causa de ciertas relaciones sólo adquieren plena significación cuando pueden aspirar a una validez general.
En la literatura psiquiátrica no faltan, ciertamente, casos en los cuales el enfermo se creía per seguido por personas de otro sexo; pero la lectura de tales casos no producía desde luego, la misma impresión que el verse directamente ante uno de ellos. Todo aquello que mis amigos y yo habíamos podido observar y analizar había confirmado sin dificultades la relación de la paranoia con la homosexualidad.
En cambio, el caso que nos ocupa contradecía abiertamente tal hipótesis. La joven parecía rechazar el amor hacia un hombre, convirtiéndole en su perseguidor, sin que existiera el menor indicio de una influencia femenina ni de una defensa contra un lazo homosexual.
Ante este estado de cosas, lo más sencillo era renunciar a derivar generalmente de la homosexualidad, el delirio persecutorio y abandonar todas las deducciones enlazadas con este principio. O de lo contrario, agregarse a la opinión del abogado y reconocer, como él, en el caso un suceso real, exactamente interpretado por la sujeto, y no una combinación paranoica.
Por mi parte, vislumbré una tercera salida, que en un principio aplazó la decisión. Recordé cuántas veces se juzga erróneamente a los enfermos psíquicos por no haberse ocupado de ellos con el detenimiento necesario y no haber reunido así sobre su caso datos suficientes.
Por tanto, declaré que me era imposible emitir aún un juicio y rogué a la sujeto que me visitase otra vez para relatarme de nuevo el suceso más ampliamente y con todos sus detalles accesorios, desatendidos quizá en su primera exposición. Por mediación del abogado conseguí la conformidad de la sujeto, poco inclinada a repetir su visita.
El mismo abogado facilitó mi labor, manifestando que consideraba innecesaria su asistencia a la nueva entrevista.
El segundo relato de la paciente no contradijo al primero, pero lo completó de tal modo, que todas las dudas y todas las dificultades quedaron desvanecidas.
Ante todo resultó que no había ido a casa de su amigo una sola vez, sino dos.
En su segunda visita fue cuando advirtió el ruido que provocó sus sospechas. La primera había omitido mencionarla antes porque no le parecía ya nada importante.
En ella no había ocurrido, efectivamente, nada singular, pero sí al otro día. La sección en que la sujeto prestaba sus servicios se hallaba a cargo de una señora de edad, a la que describió diciendo que tenía el pelo blanco, como su madre. La paciente se hallaba acostumbrada a ser tratada muy cariñosamente por esta anciana directora y se tenía por favorita suya.
Al día siguiente de su primera visita al joven empleado entró éste en la sección para comunicar a la directora algún asunto del servicio, y mientras hablaba con ella en voz baja surgió de pronto en nuestra sujeto la convicción de que le estaba relatando su aventura de la víspera e incluso la de que mantenía con aquella señora desde mucho tiempo atrás unas relaciones amorosas, de las que ella ni se había dado cuenta hasta aquel día.
Así, pues, su maternal directora lo sabía ya todo. Durante el resto del día, la actitud y las palabras de la anciana confirmaron sus sospechas, y en cuanto le fue posible acudió a su amigo para pedirle explicaciones de aquella delación.
Su enamorado rechazó, naturalmente, con toda energía tales acusaciones, que calificó de insensatas, y esta vez consiguió desvanecer las ideas delirantes, hasta el punto de que algunas semanas después consintió ella en visitarle de nuevo en su casa.
El resto nos es ya conocido por el primer relato de la paciente. Los nuevos datos aportados desvanecen, en primer lugar, toda duda sobre la naturaleza patológica de la sospecha.
Reconocemos sin dificultad que la anciana directora, de blancos cabellos, es una sustitución de la madre; que el hombre amado es situado, a pesar de su juventud, en lugar del padre, y que el poderío del complejo materno es el que obliga a la sujeto a suponer la existencia de un amorío entre dos protagonistas tan desiguales, no obstante la inverosimilitud de tal sospecha.
Pero con ello desaparece también la aparente contradicción de las teorías psicoanalíticas, según las cuales el desarrollo de un delirio persecutorio presupone la existencia de una intensa ligazón homosexual.
El perseguidor primitivo, la instancia a cuyo influjo quiere escapar la sujeto, no es tampoco en este caso el hombre, sino la mujer. La directora conoce las relaciones amorosas de la joven, las condena y le da a conocer este juicio adverso por medio de misteriosos signos. La ligazón al propio sexo se opone a los esfuerzos de adoptar como objeto amoroso un individuo del sexo contrario.
El amor a la madre toma la representación de todas aquellas tendencias que en calidad de «conciencia moral» quieren detener a la joven sus primeros pasos por el camino, múltiplemente peligroso, hacia la satisfacción sexual normal, y consigue, en efecto, destruir su relación con el hombre.
Al estorbar o detener la actividad sexual de la hija cumple la madre una función normal, diseñada ya en las relaciones infantiles, fundada en enérgicas motivaciones inconscientes y sancionada por la sociedad.
A la hija compete desligarse de esta influencia y decidirse, sobre la base de una amplia motivación racional, por una medida personal de permisión o privación del goce sexual.
Si en esta tentativa de libertarse sucumbe a la enfermedad neurótica, es que integraba un complejo materno excesivamente intenso por lo regular y seguramente indominado, cuyo conflicto con la nueva corriente libidinosa se resolverá según la disposición favorable, en una u otra forma de neurosis.
En todos los casos, los fenómenos de la reacción neurótica serán determinados no por la relación presente con la madre actual, sino por las relaciones infantiles con la imagen materna primitiva. De nuestra paciente sabemos que había perdido a su padre hacía muchos años, y podemos suponer que no habría permanecido alejada de los hombres hasta los treinta años si no hubiese encontrado un firme apoyo en una intensa adhesión sentimental a su madre. Pero este apoyo se convierte para ella en una pesada cadena en cuanto su libido comienza a tender hacia el hombre a consecuencia de una apremiante solicitación. La sujeto intenta entonces libertarse de su ligazón homosexual.
Su disposición de la que no necesitamos tratar aquí permite que ello suceda en la forma de la producción de un delirio paranoico. La madre se convierte así en espía y perseguidora hostil. Como tal podría aún ser vencida si el complejo materno no conservase poder suficiente para lograr el propósito, en él integrado, de alejar del hombre a la sujeto.
Al final de este conflicto resulta, pues, que la enferma se ha alejado de su madre y no se ha aproximado al hombre.
Ambos conspiran ahora contra ella.
En este punto, el enérgico esfuerzo del hombre consigue atraerla a sí decisivamente. La sujeto vence la oposición de la madre y accede a conceder al amado una nueva cita. La madre no interviene ya en los acontecimientos sucesivos.
Habremos, pues, de retener el hecho de que en esta fase el hombre no se convierte en perseguidor directamente, sino a través de la madre y a causa de sus relaciones con la madre, a la cual correspondió en el primer delirio el papel principal.
Podría creerse que la resistencia había sido definitivamente dominada y que la joven, ligada hasta entonces a la madre, había conseguido ya amar a un hombre.
Pero a la segunda cita sucede un nuevo delirio, que utiliza hábilmente algunos accidentes casuales para destruir aquel amor y llevar así adelante la intención del complejo materno. De todos modos, continuamos extrañando que la sujeto se defienda contra el amor de un hombre por medio de un delirio paranoico. Pero antes de entrar a esclarecer esta cuestión dedicaremos unos instantes a aquellos accidentes fortuitos en los que se apoya el segundo delirio, orientado exclusivamente contra el hombre.
Medio desnuda sobre el diván y tendida al lado del amado, oye de repente la sujeto un ruido semejante a un chasquido, una percusión o un latido, cuya causa no conoce, imaginándola luego, al encontrar en la escalera de la casa a dos hombres, uno de los cuales lleva algo como una cajita cuidadosamente empaquetada.
Adquiere entonces la convicción de que su amigo la ha hecho espiar y fotografiar durante su amoroso tête-à-tête.
Naturalmente, estamos muy lejos de pensar que si aquel desdichado ruido no se hubiera producido tampoco hubiera surgido el delirio paranoico.
Por lo contrario, reconocemos en este accidente casual algo necesario que había de imponerse tan obsesiva mente como la sospecha de una liaison entre el hombre amado y la anciana directora elevada a la categoría de subrogado materno.
La sorpresa del comercio sexual entre el padre y la madre es un elemento que sólo muy raras veces falta en el acervo de las fantasías inconscientes, revelables por medio del análisis en todos los neuróticos y probablemente en todas las criaturas humanas.
A estos productos de la fantasía referentes a sorprender el acto sexual de los padres, a la seducción, a la castración, etc., les damos el nombre de fantasías primarias, y dedicaremos en otro lugar a su origen y a su relación con la vida individual un detenido estudio.
El ruido casual desempeña, pues, tan sólo el papel de un agente provocador que activa la fantasía típica de la sorpresa del coito entre los padres, integrada en el complejo parental.
Es incluso dudoso que podamos calificarlo de «casual».
Según hubo de advertirme O. Rank, constituye más bien un requisito necesario de la fantasía de la sorpresa del coito de los padres y repite el ruido en que se delata la actividad sexual de los mismos o aquel con el que teme descubrirse el infantil espía. Reconocemos ya ahora el terreno que pisamos.
El amado continúa siendo un subrogado del padre, y el lugar de la madre ha sido ocupado por la propia sujeto.
Siendo así, el papel de espía ha de ser adjudicado a una persona extraña.
Se nos hace visible la forma en que nuestra heroína se ha liberado de su dependencia homosexual de su madre. Lo ha conseguido por medio de una pequeña regresión.
En lugar de tomar a la madre como objeto amoroso, se ha identificado con ella, ocupando su lugar. La posibilidad de esta regresión descubre el origen narcisista de su elección homosexual de objeto y con ello su disposición a la paranoia. Podría trazarse un proceso mental conducente al mismo resultado que la siguiente identificación: si mi madre hace esto, también yo lo puedo hacer; tengo el mismo derecho que ella.
En el examen de los accidentes casuales del caso podemos avanzar aún algo más, aunque sin exigir que el lector nos acompañe, pues la falta de más profunda investigación analítica nos impide abandonar aquí el terreno de las probabilidades.
La enferma había afirmado en nuestra primera entrevista que en el acto de advertir el ruido había inquirido sus causas y que su amigo lo había atribuido a un pequeño reloj colocado encima de la mesa. Por mi parte, me tomo la libertad de considerar esta parte del relato de la paciente como un error mnémico.
Me parece mucho más probable que no manifestara reacción alguna a la percepción del ruido, el cual sólo adquirió para ella un sentido después de su encuentro con los dos desconocidos en la escalera. La tentativa de explicación referente al reloj debió de ser arriesgada más tarde por el amigo, que quizá no había advertido el tal ruidito, al ser atormentado por las sospechas de la joven.
«No sé lo que puedes haber oído; quizá el reloj de la mesa, que hace a veces un ruido como el que me indicas.»
Esta estimación ulterior de las impresiones y este desplazamiento de los recuerdos son, precisamente, muy frecuentes en la paranoia y característicos de ella. Pero como no he hablado nunca con el protagonista de esta historia ni pude tampoco proseguir el análisis de la joven, me es imposible probar mi hipótesis.
Todavía podía aventurarme a avanzar más en el análisis de la «casualidad» supuestamente real. Para mí no existió en absoluto ruido alguno. La situación en que la sujeto se encontraba justificaba una sensación de latido o percusión en el clítoris, y esta sensación fue proyectada luego por ella al exterior, como percepción procedente de un objeto.
En el sueño se da una posibilidad análoga. Una de mis pacientes histéricas relataba un breve sueño al que no conseguía asociar nada.
El sueño consistía tan sólo en que oía llamar a la puerta del cuarto despertándola tal llamada. No había llamado nadie, pero en las noches anteriores la paciente había sido despertada por repetidas poluciones y le interesaba despertar al iniciarse los primeros signos de excitación genital. La llamada oída en el sueño correspondía, pues, a la sensación de latido del clítoris.
Este mismo proceso de proyección es el que sustituimos en nuestra paranoia a la percepción de un ruido casual. Naturalmente, no puedo garantizar que la enferma, para quien yo no era sino un extraño, cuya intervención le era impuesta por su abogado, fuera completamente sincera en su relato de lo acaecido en sus dos citas amorosas, pero la unicidad de la contracción del clítoris coincide con su afirmación de que no llegó a entregarse por completo a su enamorado.
En la repulsa final del hombre intervino así, seguramente, a más de la «conciencia», la falta de satisfacción.
Volvamos ahora al hecho singular de que la sujeto se defienda contra el amor a un hombre por medio de la producción de un delirio paranoico. La clave de esta singularidad nos es ofrecida por la misma trayectoria evolutiva del delirio.
Este se dirigía originariamente, como era de esperar, contra una mujer; pero después se efectuó sobre el terreno mismo de la paranoia el avance desde la mujer al hombre como objeto.
Este progreso no es corriente en la paranoia, en la cual hallamos generalmente que el perseguido permanece fijado a la misma persona y, por tanto, al mismo sexo a que se refería su elección amorosa, anterior a la transformación paranoica. Pero no es imposible en la enfermedad neurótica.
El caso objeto del presente trabajo ha de constituir, pues, el prototipo de otros muchos. Fuera de la paranoia existen numerosos procesos análogos que no han sido reunidos aún desde este punto de vista, y entre ellos, algunos generalmente conocidos.
El neurasténico, por ejemplo, queda imposibilitado, por su adhesión inconsciente a objetos eróticos incestuosos, para elegir como objeto de su amor a una mujer ajena a los mismos, viendo así limitada su actividad sexual a los productos de su fantasía.
Pero en tales productos realiza el progreso vedado, pudiendo sustituir en ellos la madre o la hermana por objetos ajenos al circuito incestuoso, y como tales objetos no tropiezan ya con la oposición de la censura, su elección se hace consciente en las fantasías.
Al lado de los fenómenos del progreso, integrado desde el nuevo terreno conquistado generalmente por regresión, vienen a situarse los esfuerzos emprendidos en algunas neurosis por reconquistar una posición en la libido, ocupada en tiempos y perdida luego.
Estas dos series de fenómenos no pueden apenas separarse conceptualmente. Nos inclinamos demasiado a suponer que el conflicto existente en el fondo de la neurosis queda terminado con la producción de síntomas.
En realidad continúa aún después de ella, surgiendo en ambos campos nuevos elementos instintivos que prosiguen el combate.
El mismo síntoma llega a constituirse en objeto de la lucha. Tendencias que quieren afirmarlo se miden con otras que se esfuerzan por suprimirlo y por restablecer la situación anterior.
Muchas veces se buscan medios y caminos para desvalorizar el síntoma, intentando conquistar en otros sectores lo perdido y prohibido por el síntoma.
Estas circunstancias arrojan cierta luz sobre la teoría de C. G. Jung, según la cual la condición fundamental de la neurosis es una singular inercia psíquica que se resiste a la transformación y al progreso.
Esta inercia es realmente harto singular. No es de carácter general, sino especialísimo, y no impera por sí sola en su radio de acción, sino que lucha en él con tendencias al progreso y al restablecimiento, que no reposan tampoco después de la producción de síntomas de la neurosis.
Al investigar el punto de partida de tal inercia especial se revela ésta como manifestación de conexiones muy tempranamente constituidas y difícilmente solubles de algunos instintos con las impresiones del sujeto y con los objetos en ellas dados: conexiones que detuvieron la evolución de tales instintos. O dicho de otro modo: esta «inercia psíquica» especializada no es sino una distinta denominación, apenas mejor de aquello que en psicoanálisis conocemos con el nombre de «fijación».
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