Planeta Freud

095L6. Lecciones introductorias al psicoanálisis – 1915-1917 [1916-1917]

Posted on: agosto 23, 2009

Parte II. Los sueños. 1915-6 [1916]

Lección VI. 2. Condiciones y técnicas de la interpretación

Señoras y señores:

De las condiciones expuestas en la lección anterior se deduce que si deseamos avanzar en nuestra investigación de los sueños, necesitamos ante todo hallar un nuevo camino y un nuevo método.

Para conseguirlo voy a haceros una proposición harto sencilla: Admitamos como punto de partida de la labor que vamos a emprender ahora la hipótesis de que los sueños no son un fenómeno somático, sino psíquico. Ya sabéis lo que esto significa, pero preguntaréis, quizá, qué es lo que nos autoriza a aceptar tal hipótesis.

En realidad, nada; pero tampoco tropezamos con razón alguna que nos lo prohíba.

La situación en que ante estos problemas nos hallamos es la siguiente: Si los sueños son un fenómeno somático, no presentarán para nosotros interés alguno. No pueden interesarnos más que admitiendo que se trata de un fenómeno psíquico.

Laboremos, pues, partiendo de esta hipótesis, y por las conclusiones que obtengamos juzgaremos si debemos mantenerla y adoptarla, a su vez, como un resultado. Obrando así no nos proponemos fines distintos de aquellos a que en general aspira toda ciencia. Queremos llegar a la comprensión de los fenómenos, enlazarlos unos con otros y, como último resultado, ampliar lo más posible nuestro poder sobre ellos.

Continuaremos, pues, nuestro trabajo, admitiendo que el sueño es un fenómeno psíquico.

Pero, desde este punto de vista, tenemos que considerarlo como una manifestación, para nosotros incomprensible, del durmiente.

Ahora bien: ¿qué haríais vosotros ante una manifestación mía que juzgarais incomprensible? Sin duda, me interrogaríais. Y entonces, ¿por qué no hemos de hacer lo mismo con respecto al durmiente? ¿Por qué no preguntarle a él mismo lo que su sueño significa ?

Recordad que ya nos hemos hallado anteriormente en una situación parecida, al investigar algunos casos de equivocación oral. Uno de éstos fue el de aquel sujeto que, al decir «Es sind da Dinge zum Vorscheim gekommen» (Aparecieron entonces ciertos hechos…), introdujo en su frase la palabra mixta Vorschwein, compuesta de Vorscheim y Schweinereien (cochinerías).

Al oír tal equivocación, le preguntamos, o, mejor dicho, le preguntaron personas por completo ajenas al psicoanálisis, lo que con aquella expresión ininteligible quería manifestar, respondiendo el interesado que había tenido la intención de calificar aquellos hechos como cochinerías (Schweinereien); pero que pareciéndole poco correcta tal expresión, hubo de reprimirla, cosa que, como hemos visto, no consiguió sino a medias.

Ya al exponer este caso os adelanté que su análisis, tal y como lo habíamos verificado, constituía el prototipo de toda investigación psicoanalítica; pero supongo que ahora comprenderéis más claramente cómo la técnica del psicoanálisis consiste, sobre todo, en hacer resolver, en lo posible, por el mismo sujeto del análisis, los problemas que se plantea. De este modo será el propio sujeto del sueño el que deberá decirnos lo que éste significa.

Mas al aplicar esta técnica a los sueños tropezamos con graves complicaciones.

En las funciones fallidas hallamos, al principio, cierto número de casos que no presentaban a la aplicación de la misma obstáculo ninguno, seguidos luego de otros en los que el sujeto interrogado se negaba a hacer manifestación alguna, y llegaba hasta rechazar con indignación la respuesta que le sugeríamos.

En cambio, en los sueños faltan totalmente los casos de la primera categoría.

El sujeto nos dice siempre que no sabe nada de lo que le preguntamos, y no puede tampoco recusar nuestra interpretación, porque no tenemos ninguna que proponerle. ¿Deberemos, pues, renunciar a toda tentativa?

No sabiendo nada el propio sujeto y no poseyendo nosotros elemento alguno de información, que tampoco puede sernos proporcionado por una tercera persona, parece que no nos queda esperanza alguna de éxito, mas no por ello hemos de renunciar a nuestro propósito. Yo os aseguro que es posible y hasta muy probable que el durmiente sepa, a pesar de todo, lo que significa su sueño; pero no sabiendo que lo sabe, cree ignorarlo.

Me diréis, sin duda, que introduzco aquí una nueva hipótesis, la segunda ya desde el comienzo de nuestras investigaciones sobre los sueños, y que obrando de este modo disminuyo considerablemente el valor de los resultados a que dichas investigaciones nos conduzcan.

Primera hipótesis: el sueño es un fenómeno psíquico; segunda, se realizan en nosotros hechos psíquicos que conocemos sin saberlo, etc. Bastará -añadiréis- con tener en cuenta la inverosimilitud de estas dos hipótesis para desinteresarse por completo de las conclusiones que de ellas pueden deducirse.

Son éstas, efectivamente, dificultades con las que tropieza toda sincera exposición de nuestra disciplina y que yo prefiero no ocultaros.

Al anunciar una serie de conferencias con el título de Lecciones introductorias al psicoanálisis, no he abrigado ni por un momento el propósito de presentaros una exposición ad usum delphini, esto es, una exposición de conjunto que disimulase las dificultades, llenase las lagunas existentes y corriera un velo sobre las dudas, para haceros creer concienzudamente que habíais aprendido algo nuevo. Nada de eso; precisamente porque sois novicios en estas materias, he querido presentaros nuestra ciencia tal y como es, con sus desigualdades y asperezas, sus aspiraciones y sus dudas.

Sé muy bien que lo mismo sucede en toda otra ciencia, y sobre todo, que no puede suceder de otra manera en los principios de cualquier disciplina, y sé asimismo que la enseñanza trata casi siempre de disimular al principio a los estudiantes las dificultades y las imperfecciones de la materia enseñada.

Mas esta conducta no puede seguirse en el psicoanálisis.

Así, pues, he formulado realmente dos hipótesis, de las cuales una cae dentro de la otra, y si este hecho os parece inadmisible o estáis habituados a mayores certidumbres y a deducciones más elegantes, podéis dispensaros de seguirme, e incluso creo que haríais bien en abandonar por completo el estudio de los problemas psicológicos, pues es de temer que no encontréis en él aquellos caminos exactos y seguros, únicos que estáis dispuestos a seguir.

Además, es inútil que una ciencia que tiene algo que enseñar busque oyentes y partidarios.

Sus resultados habrán de ser siempre sus mejores defensores, y podrá, por tanto, esperar que los mismos hayan conseguido forzar la atención.

Pero a aquellos de entre vosotros que sigan dispuestos a acompañarme en esta ardua labor de investigación, he de advertirles que mis dos hipótesis no poseen igual valor.

La primera, aquella según la cual el sueño sería un fenómeno psíquico, es la que nos proponemos demostrar con el resultado de nuestra labor, pues la segunda ha sido ya demostrada en otro sector científico diferente, y, por tanto, nos limitaremos a utilizarla aquí para la solución de los problemas de que ahora tratamos.

Mas, ¿dónde se ha demostrado que existe un conocimiento del que, sin embargo, no tenemos la menor noticia, como es el de que del sueño atribuimos aquí al sujeto del mismo? Sería éste un hecho interesantísimo y susceptible de modificar por completo nuestra concepción de la vida psíquica, hecho cuya definición se nos muestra como una contradicción in adjecto, pero que no tendría por qué permanecer oculto, como parece estarlo, a juzgar por lo poco generalizado que se halla su conocimiento.

Trátase, además, de algo patentísimo y que si no ha atraído hasta ahora el interés que merece, es tan sólo por la dificultad que los nuevos conocimientos tienen que vencer para imponerse a las opiniones corrientes sobre estos problemas psicológicos, opiniones fundadas, por lo general, en juicios formulados por personas ajenas a las observaciones y experiencias más decisivas sobre estas materias.

La demostración de que hablamos ha sido realizada en el campo de los fenómenos hipnóticos. Asistiendo en 1889 a los impresionantes estudios prácticos de Liébault y Bernheim, en Nancy, fui testigo del siguiente experimento.

Sumido un individuo en estado de somnambulismo, se le hacía experimentar toda clase de alucinaciones.

Luego, al despertar, parecía no saber nada de lo sucedido durante su sueño hipnótico, y a la petición directa de Bernheim de participarle dichos sucesos, comenzaba por responder que no se acordaba de nada.

Pero Bernheim insistía, y le aseguraba que sabía lo que le preguntaba y que debía recordarlo. Comenzaba entonces el sujeto a vacilar en su negativa, reflexionaba, y acababa por recordar, como a través de un sueño, la primera sensación que le había sido sugerida, y luego sucesivamente las restantes, haciéndose cada vez más precisos y completos los recuerdos, hasta emerger sin la menor laguna.

Ahora bien: no habiendo informado nadie al sujeto de aquellos sucesos acaecidos durante su sueño hipnótico y que al principio negaba reconocer, podemos deducir con absoluta justificación que en todo momento poseía un perfecto conocimiento de ellos.

Lo que sucedía es que le eran inaccesibles, y no sabiendo que los conocía, creía ignorarlos por completo. Trátase, pues, de una situación totalmente análoga a la que atribuimos al sujeto del sueño.

Este hecho que acabamos de establecer os sorprenderá, sin duda, y os hará preguntarme por qué no he recurrido a la misma demostración cuando, al tratar de los actos fallidos, llegamos a atribuir al sujeto que había cometido la equivocación intenciones verbales que ignoraba y negaba haber tenido. Desde el momento en que alguien cree no saber nada de sucesos cuyo recuerdo lleva, sin embargo, en sí, no es inverosímil que ignore muchos otros de sus procesos psíquicos.

«Este argumento -añadiríais- nos hubiera impresionado, ciertamente, y nos hubiera ayudado a comprender las funciones fallidas.»

Es cierto que hubiera podido recurrir a él en las lecciones que preceden, pero he querido reservarlo para otra ocasión en la que me parecía más necesario.

Las funciones fallidas nos han dado por sí mismas parte de su explicación, y además nos indicaron ya la necesidad de admitir, en nombre de la unidad fenoménica, la existencia de procesos psíquicos ignorados por el sujeto.

Para los sueños nos íbamos a hallar, en cambio, obligados a buscar la explicación fuera de los mismos, y aparte de esto, me figuraba, justificadamente, que encontraríais mas admisible en este sector que en el de las funciones fallidas la aportación de un elemento procedente del estudio de los fenómenos hipnóticos.

El estado en el que llevamos a cabo un acto fallido debe pareceros normal y sin semejanza alguna con el hipnótico, mientras que, por el contrario, existe una analogía muy precisa entre el estado hipnótico y el estado de reposo, condición indispensable de los sueños.

Solemos, en efecto, calificar la hipnosis de sueño artificial, y para sumir en estado hipnótico a una persona le ordenamos que duerma.

Además, las sugestiones de que hacemos objeto al sujeto hipnotizado son perfectamente comparables a los sueños del estado de reposo natural, y la situación psíquica presenta en ambos casos una real analogía.

En el reposo natural desviamos nuestra atención de todo el mundo exterior, cosa que también sucede en el sueño hipnótico, excepción hecha de la relación que continúa subsistiendo entre el sujeto y su hipnotizador.

El llamado sueño de nodriza, durante el cual permanece ésta en conexión con el niño que tiene a su cuidado, y sólo por él puede ser despertado, constituye un perfecto paralelo, dentro de lo normal, con el sueño hipnótico. No hay, pues, atrevimiento ninguno en transferir al reposo normal una peculiaridad de la hipnosis.

Vemos, de este modo, que no carece por completo de base, la hipótesis según la cual el sujeto del sueño posee un conocimiento del mismo, pero un conocimiento que le es, por el momento, inaccesible.

Anotemos, por último, que se inicia aquí un tercer camino de acceso al estudio de los sueños; el primero nos fue marcado por las excitaciones interruptoras del reposo; el segundo, por los sueños diurnos, y ahora los sueños sugeridos del estado hipnótico nos indican el tercero.

Después de estas consideraciones podemos, quizá, volver a emprender nuestra labor con mayor confianza. Creyendo ya muy verosímil que el sujeto del sueño tenga un conocimiento del mismo, nuestra labor se limitará a hacerle hallar tal conocimiento y comunicárnoslo. No le pedimos que nos revele en seguida el sentido de su sueño, pero sí le suponemos capaz de encontrar tanto el origen del mismo como el círculo de ideas e intereses de que proviene.

En los casos de actos fallidos, y particularmente en el ejemplo de equivocación oral (Vorschwein), solicitamos del interesado que nos dijera cómo había llegado a dejar escapar aquella palabra, y la primera idea que acudió a su mente trajo consigo dicha explicación.

Para el sueño seguiremos una técnica muy sencilla, calcada sobre este modelo.

Pediremos al sujeto que nos explique cómo ha llegado a soñar tal o cual cosa, y consideraremos su primera respuesta como una explicación, sin tener en cuenta las diferencias que pueden existir entre los casos en los que el sujeto cree saber y aquellos otros en que manifiesta ignorarlo todo y tratando unos y otros como partes de una sola y única categoría.

Esta técnica es ciertamente muy sencilla, pero temo que provoque en vosotros una enérgica oposición. Observaréis, sin duda, que es ésta una nueva hipótesis, la tercera ya y la más inverosímil de todas.

«¿Cómo es posible -me diréis- que, interrogado el sujeto por lo que a propósito de su sueño se le ocurre, sea precisamente la primera idea que a su imaginación acuda lo que constituya la explicación buscada?

A lo mejor, puede no ocurrírsele nada, o algo que no tenga la menor conexión con lo que de investigar se trata. No vemos en qué podéis fundar tal esperanza, y nos parece que dais muestras de una excesiva credulidad en una cuestión en que un poco más de espíritu crítico sería harto indicado.

Además, un sueño no puede ser comparado a una equivocación única, puesto que se compone de numerosos elementos. Y siendo así, ¿a cuál de las ocurrencias del sujeto habremos de atenernos?»

Tenéis razón en todo aquello que en vuestras objeciones resulte secundario. Un sueño se distingue, en efecto, de una equivocación por la multiplicidad de sus elementos, y la técnica debe tener en cuenta esta diferencia.

Por tanto, os propondré descomponer el sueño en sus elementos y examinar aisladamente cada uno de ellos, restableciendo de este modo la analogía con la equivocación. Tenéis igualmente razón al decir que, interrogado a propósito de cada elemento de sus sueños, el sujeto puede responder que no recuerda nada.

Sin embargo, hay casos, y más tarde los conoceréis, en los que podemos utilizar esta respuesta y observaréis la curiosa circunstancia de que estos casos son precisamente aquellos en los que, en lugar del sujeto, es el analizador el que a ellos asocia bien definidas ocurrencias.

Pero, en general, cuando el sujeto del sueño nos comunica que no tiene idea ninguna sobre el mismo, le contradiremos con insistencia, y asegurándole que una tal falta de ideas es imposible, acabaremos por lograr un completo éxito, pues producirá una ocurrencia cualquiera, y, sobre todo, nos comunicará con especial facilidad determinadas informaciones que podemos calificar de históricas.

Nos participará, por ejemplo, algo que le sucedió el día anterior (como en los dos sueños sobrios que citamos en la lección precedente), o nos dirá que determinado elemento del sueño le recuerda un suceso reciente.

Procediendo así, observaremos que el enlace de los sueños con las impresiones recibidas durante los últimos días anteriores a ellos es mucho más frecuente de lo que al principio creímos.

Por último, conservando siempre el sueño como punto de partida, recordará el sujeto sucesos más lejanos y a veces pertenecientes a épocas muy pasadas.

En lo que no tenéis razón es en lo esencial de vuestras objeciones. Os equivocáis de medio a medio al pensar que obro arbitrariamente cuando admito que la primera idea del sujeto debe procurarme aquello que busco o ponerme sobre sus huellas, y también al decir que dicha idea puede ser una cualquiera, sin relación alguna con lo investigado, siendo un exceso de confianza el esperar que dicha relación exista.

Ya antes me permití una vez reprocharos vuestra creencia, profundamente arraigada, en la libertad y la espontaneidad psicológicas, y os dije que semejante creencia es por completo anticientífica y debe desaparecer ante la reivindicación de un determinismo psíquico.

Cuando el sujeto interrogado expresa una idea dada, nos encontramos en presencia de un hecho ante el cual debemos inclinarnos.

Mas al hablar así no me limito a oponer una teoría a otra, pues es posible demostrar que la idea producida por el sujeto interrogado no presenta nada de arbitrario ni de indeterminado, y posee realmente una relación con lo que se trata de hallar.

Puedo incluso aducir -aunque no constituye un hecho de gran trascendencia- que, según he oído hace poco, la Psicología experimental ha proporcionado igualmente pruebas de este género.

Os ruego ahora que, dada la importancia de lo que voy a exponeros, me concedáis toda vuestra atención. Cuando yo pido a alguien que me diga lo que se le ocurre con respecto a determinado elemento de su sueño, solicito de él que se abandone a la libre asociación, conservando siempre una representación inicial.

Esto exige una orientación particular de la atención, muy diferente y hasta exclusiva de aquella que corresponde a la reflexión. Algunos sujetos hallan fácilmente esta orientación, y, en cambio, otros dan pruebas de una increíble torpeza.

Ahora bien: la libertad de asociación presenta todavía un grado superior, que aparece cuando abandonamos incluso tal representación inicial y no fijamos sino el género y la especie de la idea, invitando, por ejemplo, al sujeto a pensar libremente un nombre propio o un número.

En estos casos la ocurrencia espontánea del sujeto debería ser aún más arbitraria e imprevisible que la que en nuestra técnica utilizamos.

Sin embargo, puede demostrarse que la misma se halla siempre rigurosamente determinada por importantes dispositivos internos, que en el momento en que actúan nos son tan desconocidos como las tendencias perturbadoras de los actos fallidos y las provocadoras de los actos casuales.

He realizado numerosos experimentos de este género sobre los nombres y los números pensados al azar, y otros han repetido tras de mí iguales análisis, muchos de los cuales han sido publicados.

Para realizar tales experimentos se procede despertando a propósito del nombre pensado asociaciones continuadas, las cuales no son ya por completo libres, sino que poseen un enlace, como las ideas evocadas a propósito de los elementos del sueño.

Prosiguiendo así hasta que el estímulo a formar tales asociaciones queda agotado, lograremos descubrir tanto la motivación como el significado de la libre evocación del nombre o número de que se trate.

Estos análisis dan siempre los mismos resultados, recaen sobre casos muy numerosos y diferentes y necesitan amplios desarrollos.

Las asociaciones a los números libremente pensados son, quizá, las más probatorias. Se desarrollan con una tal rapidez y tienden hacia un fin oculto con una certidumbre tan incomprensible, que nos producen verdadero asombro. No os comunicaré aquí más que un solo ejemplo de análisis de una evocación espontánea de un nombre, análisis que por su escaso desarrollo resulta de fácil exposición.

Hablando un día de esta cuestión a un joven cliente, formulé el principio de que, a pesar de todas las apariencias de arbitrariedad, cada nombre libremente pensado se halla determinado estrictamente por las circunstancias en que surge, la idiosincrasia del sujeto del experimento y su situación momentánea.

Viendo que dudaba de ello, le propuse realizar en el acto un análisis de este género, y como sabía que era harto mujeriego, creí que, invitado a pensar libremente un nombre de mujer, la única dificultad que encontraría sería la de escoger entre muchos.

Convino en ello; mas, para mi sorpresa, y sobre todo para la suya, en lugar de abrumarme con una avalancha de nombres femeninos permaneció mudo durante unos momentos y me confesó después que sólo un nombre acudía en aquel instante a su imaginación: el de Alvina.

«Es sorprendente -le dije-; pero, ¿qué es lo que en la imaginación de usted se enlaza con este nombre? ¿Cuántas mujeres conoce usted que se llamen así?» Pues bien: no conocía a ninguna mujer que así se llamara ni veía nada que en su imaginación se hallase ligado a tal nombre.

Pudiera, pues, creerse que el análisis había fracasado; mas lo cierto es que habíamos logrado con él un completo éxito y no necesitábamos ya de ningún dato más para hallar la motivación y el significado de la ocurrencia. Veámoslo.

Mi joven cliente era excesivamente rubio, y en el curso del tratamiento le había dicho yo muchas veces, bromeando, que parecía albino.

Además, nos habíamos ocupado, precisamente en los días anteriores a este experimento, en establecer lo que de femenino había en su propia constitución.

Era, pues, él mismo aquella Alvina que en tales momentos resultaba ser la mujer para él más interesante.

Análogamente, las melodías que acuden a nuestra imaginación sin razón aparente se revelan en el análisis como determinadas por cierta serie de ideas de la cual forman parte y que tienen motivo justificado para ocupar nuestro pensamiento, aunque nada sepamos de la actividad que en el mismo desarrollan.

Resulta fácilmente demostrable que la evocación, en apariencia involuntaria, de tales melodías se halla en conexión con el texto o la procedencia de las mismas.

Claro es que esta afirmación no puede extenderse a los individuos entendidos en música, con los que no he tenido ocasión de realizar análisis ninguno y en los cuales el contenido musical de una melodía puede constituir razón suficiente para su evocación.

Pero los casos de la primera categoría son, desde luego, más frecuentes. Conozco a un joven que durante algún tiempo se hallaba literalmente obsesionado por la melodía, por cierto encantadora, del aria de París en La belle Hélne, obsesión que perduró hasta el día en que el análisis le reveló la lucha que en su alma se verificaba entre una ‘Ida’ y una Elena.

Así, pues, si las ideas que surgen libremente se hallan de este modo condicionadas y forman parte de determinado conjunto, tendremos derecho a concluir que aquellas otras que tienen ya una conexión que las enlaza a una representación inicial pueden presentar idénticos caracteres.

El análisis muestra, en efecto, que, además de poseer dicha conexión, se halla bajo la dependencia de determinados complejos, esto es, conjuntos de ideas e intereses saturados de afecto, cuya intervención permanece ignorada, o sea inconsciente, por el momento.

Las ocurrencias de este modo dependientes han sido y son objeto de investigaciones experimentales muy instructivas y que han desempeñado en la historia del psicoanálisis un papel harto considerable.

La escuela de Wundt inició el experimento llamado de asociación, en el que el sujeto del mismo es invitado a responder lo más rápidamente posible, con una reacción cualquiera, a la palabra que se le dirige a título de estímulo. De este modo podemos estudiar el intervalo que transcurre entre el estímulo y la reacción, la naturaleza de la respuesta dada a título de reacción, los errores que pueden producirse en la repetición ulterior del mismo experimento, etc.

Bajo la dirección de Bleuler y Jung ha obtenido la escuela de Zurich la explicación de las reacciones que se producen en el curso del experimento de asociación, pidiendo al sujeto del mismo que hiciera más explícitas sus reacciones, con ayuda de asociaciones suplementarias, cuando en aquéllas aparecía alguna singularidad.

Por este medio se descubrió que dichas reacciones singulares se hallaban determinadas con absoluto rigor por los complejos del sujeto, descubrimiento con el que Bleuler y Jung tendieron por vez primera un puente desde la psicología experimental al psicoanálisis.

Ante estos argumentos podréis decirme: «Reconocemos ahora que las ocurrencias espontáneas son determinadas y no arbitrarias, como antes creíamos. Reconocemos igualmente la determinación de aquellas ideas que surgen enlazadas con los elementos de los sueños, pero no es esto lo que nos interesa.

Pretendéis que la idea que nace a propósito del elemento del sueño es determinada por un segundo término psíquico, que nos es desconocido, de dicho elemento. Y esto es precisamente lo que no nos parece aún demostrado.

Prevemos que la idea que surge en relación con un elemento de un sueño revelará hallarse determinada por uno de los complejos del durmiente.

Pero, ¿cuál es la utilidad de esta observación ? En lugar de ayudarnos a comprender el sueño nos proporciona únicamente, como el experimento de asociación, el conocimiento de tales complejos, mas no nos revela lo que los mismos tienen que ver con el sueño.» Tenéis razón, pero hay una cosa en que no os habéis fijado, y que es precisamente el motivo que me ha impedido tomar el experimento de asociación como punto de partida de esta exposición.

En este experimento somos, en efecto, nosotros los que escogemos arbitrariamente uno de los factores determinantes de la reacción, o sea la palabra-estímulo.

La reacción aparece entonces como un enlace entre la palabra-estímulo y el complejo que la misma despierta en el sujeto del experimento.

En cambio, en el sueño la palabra-estímulo queda reemplazada por algo que procede de la vida psíquica del durmiente, aunque de fuentes por él ignoradas, y este algo pudiera muy bien ser, a su vez, producto de un complejo.

Así, pues, no es aventurado admitir que las ideas ulteriores que se enlazan a los elementos de un sueño se hallan también determinadas por el complejo correspondiente a dicho elemento y pueden, en consecuencia, ayudarnos a descubrir tal complejo.

Permitidme mostraros con un ejemplo que las cosas suceden realmente de este modo.

El olvido de nombres propios implica operaciones que constituyen un excelente modelo de aquellas que hemos de realizar en el análisis de un sueño, con la única reserva de que en los casos de olvido se halla reunido en una sola y misma persona aquello que en la interpretación onírica aparece distribuido entre dos distintas.

Cuando momentáneamente hemos olvidado un nombre, no por ello dejamos de poseer la certidumbre de que lo conocemos, certidumbre que el sujeto del sueño no poseerá sino después que le ha sido inspirada por un medio indirecto, esto es, por el experimento de Bernheim.

Pero el nombre olvidado y sin embargo conocido no nos es accesible. Por muchos esfuerzos que hagamos para evocarlo no lograremos conseguirlo. Lo que sí podremos, en cambio, es evocar siempre en lugar del nombre olvidado aquel o aquellos nombres sustitutivos que acudan espontáneamente a nuestra imaginación, circunstancia que hace evidente la analogía de esta situación con la que se da en el análisis de un sueño.

El elemento del sueño no es tampoco algo auténtico, sino tan sólo un sustitutivo de algo que no conocemos y que el análisis debe revelarnos.

La única diferencia que existe entre las dos situaciones es la de que en el olvido de un nombre reconocemos inmediatamente, sin vacilar, que los nombres, evocados no son sino sustitutivos, mientras que en lo que concierne al elemento del sueño no llegamos a esta convicción sino después de largas y penosas investigaciones. También en los casos de olvido de nombres tenemos un medio de hallar el nombre verdadero olvidado y sumido en lo inconsciente.

Cuando, concretando nuestra atención sobre los nombres sustitutivos, hacemos surgir con relación a ellos otras ideas, llegamos siempre, después de rodeos más o menos largos, hasta el nombre olvidado y observamos que tanto los nombres sustitutivos espontáneamente surgidos como aquellos que hemos provocado por asociación, se enlazan estrechamente al nombre olvidado y son determinados por el mismo.

He aquí un análisis de este género. Observo un día haber olvidado el nombre del pequeño país situado en la Riviera y cuya ciudad más conocida es Montecarlo.

Decidido a recordarlo, paso revista a todo lo que de tal país conozco y pienso en el príncipe Alberto, de la casa de Lusignan, en sus matrimonios, en su pasión por la oceanografía y en otras muchas cosas relacionadas con el territorio cuyo nombre ha huido de mi memoria, pero todo en vano. Ceso, pues, de reflexión y dejo que en lugar del nombre olvidado surjan nombres sustitutivos.

Estos nombres se suceden rápidamente.

Primero, Montecarlo, y después, Piamonte, Albania, Montevideo y Colico.

En esta serie de palabras, Albania se impone la primera a mi atención, pero es reemplazada en el acto por Montenegro, a causa, quizá, del contraste entre blanco y negro. Observo después que cuatro de estos nombres sustitutivos contienen la sílaba mon, y en el acto encuentro la palabra olvidada, o sea Mónaco.

Los nombres sustitutivos fueron, pues, realmente, derivados del nombre olvidado, del cual reproducen los cuatro primeros la primera sílaba y el último la yuxtaposición de las sílabas y la última de ellas.

Al mismo tiempo descubrí la razón que me había hecho olvidar momentáneamente el nombre de Mónaco. La palabra que había ejercido la acción inhibidora era München, que no es sino la versión alemana de Mónaco.

Presenta, desde luego, este ejemplo un extraordinario interés, pero resulta demasiado sencillo.

En otros olvidos de nombres, en los que nos vemos obligados a hacer surgir, a propósito de los primeros nombres sustitutivos, una más amplia serie de ocurrencias, aparece con mucha mayor claridad la analogía de estos casos con los de interpretación onírica.

Puedo también citaros algún ejemplo de tales olvidos más complicados. Un extranjero me invitó un día a beber con él un vino italiano que le había parecido excelente en ocasiones anteriores; mas cuando llegamos al café no consiguió recordar el nombre del vino que tenía intención de ofrecerme.

Después de oír una larga serie de nombres sustitutivos que mi compañero produjo en lugar del nombre olvidado, creí poder deducir que el olvido era efecto de una inhibición ejercida por el recuerdo de una cierta Eduvigis, y cuando así se lo comuniqué, me confirmó que, efectivamente, la primera vez que había bebido aquel vino fue en compañía de una mujer que llevaba dicho nombre. Una vez hecho el descubrimiento de la causa inhibitoria, halló en seguida el tan buscado nombre del vino que quería ofrecerme.

Añadiré aquí que en la época en que esto sucedió mi amigo había contraído un feliz matrimonio y no recordaba con gusto aquella época anterior de su vida a la que pertenecían sus relaciones con la tal Eduvigis.

Lo que es posible cuando se trata del olvido de un nombre debe serlo igualmente cuando queremos interpretar un sueño.

Sobre todo, debemos poder hacer accesibles los elementos ocultos e ignorados con ayuda de asociaciones enlazadas a la sustitución tomada como punto de partida. Conforme al ejemplo que el olvido de nombres nos proporciona, tenemos que admitir que las asociaciones enlazadas al elemento de un sueño son determinadas tanto por este elemento mismo como por su segundo término inconsciente.

Si esta hipótesis demuestra ser exacta, nuestra técnica hallará en ella determinada justificación.

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