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Por Alejandro Dagfal* – 8 de abril de 2021

Contra lo que pueda parecer, estas líneas no aluden a la Historia con mayúsculas, ni al fin de los tiempos, ni a la salida de la pandemia, sino, simplemente, a lo que implica un psicoanálisis pensado como historia entre dos, al calor de la transferencia. Muchas veces, a lo largo de su obra, Lacan repitió la consabida frase “Le transfert, c’est l’amour”. Radicalizando la postura de Freud, quien pensaba en el amor de transferencia como un amor genuino pero neurótico –necesario para permitir el despliegue de las fantasías inconscientes en el tratamiento–, Lacan, directamente, hacía coincidir la transferencia con el amor. Las transformaba en sinónimos.[1]

Respecto de este amor transferencial, Radmila Zygouris –una lúcida analista de origen serbo-croata, criada en Argentina y radicada en Francia– plantea una paradoja fundamental: luego de un arduo proceso de transformación, el análisis promete una separación. “Podés amarme, podés contar conmigo, pero te prometo que te voy a dejar”.[2] Se trataría de “una historia con final”, a diferencia de alguna canción pegadiza que, en los ’90, evocaba “una historia sin final”, en la que “nada cambiará”.[3] Si la fantasía amorosa se sostiene en su vocación de trascender el tiempo, la transferencia implica (o debería implicar), ineluctablemente, un momento de concluir, una “caída” de ese dispositivo artificial, de esa “neurosis de transferencia”, de esa pantalla montada para proyectar y editar la película del paciente.[4]

Sin embargo, entre la teoría y la práctica se extiende el mismo abismo que va del dicho al hecho. Todos sabemos de análisis que duran décadas y de otros que, sistemáticamente, se despliegan en sesiones de cinco minutos. ¿Qué pasa con la transferencia en esos casos temporalmente extremos? ¿Qué ocurre con la separación postergada a lo largo de tantos años? ¿O qué sucede cuando el corte se da, sistemáticamente, a poco de empezar a hablar? ¿Cuánto de “la película del neurótico” puede elaborarse en encuentros tan efímeros? También conocemos de casos en los que la transferencia con el analista se continúa en el plano institucional, bajo el sobrio eufemismo de “transferencia de trabajo”. Es claro que las instituciones suelen sostenerse en ese tipo de transferencias, que, de no caer en algún momento, pueden eternizar posiciones idealizadoras. Así, la proliferación de instituciones analíticas no necesariamente contribuye a la elaboración de las desventuras neuróticas de sus miembros. A veces, incluso, va en el sentido contrario.

Volviendo a la idea de que “la transferencia es el amor”, hace tres años, tuve la oportunidad de entrevistar a Catherine Millot, la última compañera de Lacan, que primero fue su analizante, antes de ser su amante y luego su pareja, en los años ‘70. Cuando Millot le preguntó a su analista por la razón de sus insinuaciones amorosas, Lacan le habría respondido de una manera que le pareció sorprendente: “Soy demasiado viejo para esperar que termines tu análisis”.[5] Lo curioso de este caso es que ese dilema no desembocó en la clásica disyunción freudiana –análisis o relación amorosa–, que implica una renuncia, sino que ambas cosas continuaron en paralelo (lo cual plantea toda una serie de problemas éticos y clínicos que no voy a abordar aquí). Millot, finalmente, dio por terminado ese tratamiento varios años después, cuando decidió, en sus propias palabras, “recuperar su libertad” para intentar tener un hijo. Es decir, terminó su análisis cuando se separó sentimentalmente, ya que no afectivamente, de Lacan, porque siguió muy ligada a él hasta su muerte, dos años más tarde. “Tomé esa decisión, que me costó mucho, porque, precisamente, el análisis era lo más importante. Es decir que seguí las consecuencias de mi análisis. No podía traicionar aquello –el deseo de tener un hijo– a lo que el análisis me había conducido. Fue eso”.

Me parece que este caso, pese a ser atípico y muy poco ejemplar, esboza las dificultades, las contradicciones, los riesgos y hasta los desgarramientos que implica la transferencia analítica, en la medida en que, se lo quiera o no, se trata de una “historia con final”. Final no necesariamente feliz, no siempre consensuado, a veces torpemente manejado, pero siempre singular. Como en toda historia de amor que termina. Quizás por eso el analista francés, desde muy joven, recurriendo a la filosofía, comenzó a hablar del psicoanálisis como una “experiencia” en la que está concernido “el ser de un sujeto”. Freud, que analizó a Anna, su propia hija, llegó a comparar el análisis con un “descenso a los infiernos”. Esas apelaciones van bastante más allá de la evocación de un simple tratamiento psicoterapéutico, en el que, siguiendo el modelo médico clásico, el paciente puede aspirar a librarse de sus síntomas sin jugarse el pellejo en el intento.

Quizás por todo esto, en este siglo XXI tan reacio al compromiso amoroso como a la toma de riesgos –salvo en algunos sectores de culturas muy particulares, como la nuestra–, el psicoanálisis ya no está de moda. “¿Qué es eso de tener que ‘enamorarse’ para poder curarse?”, se preguntan las jóvenes generaciones. Las historias de amores no correspondidos o de final incierto ya no tienen buena prensa. Menos aún si implican relaciones asimétricas en las que, en principio, el empoderado es el Otro. Por eso, florecen hoy las psicoterapias que, adaptándose al aire de los tiempos, exigen menos y prometen más. Ante ese panorama, estimo, es responsabilidad de los analistas asumir que los resortes de la eficacia de un análisis ya no se pueden dar por sentados. Es necesario dar cuenta de por qué, para liberarse de ciertas ataduras inconscientes, un paciente debe “alienar su libertad” temporariamente. Tiene que embarcarse en una aventura tan extraña como un amor de transferencia, en la que va a reeditar sus conflictos más oscuros. Al mismo tiempo, como bien decía Freud, entiendo que también es responsabilidad de los analistas que ese amor que se provoca llegue a su fin. Y que lo haga de la mejor manera posible…

*Alejandro Dagfal es investigador (Conicet), profesor de Historia de la Psicología (UBA), director del Centro Argentino de Historia Psi (Biblioteca Nacional).

Notas:

[1] Freud dedicó un trabajo específico a este tema: Freud, S. (1915). Observaciones sobre el amor de transferencia. En Obras Completas (vol. 2). Madrid: Biblioteca Nueva, 1948, pp. 350-356. Lacan se ocupó de la transferencia a lo largo de todo un seminario. Lacan, J. (1960-1961). La transferencia. El seminario (libro 8). Buenos Aires: Paidós, 2006.

[2] Zygouris, R. (1997). El amor paradojal o la promesa de separación. Conferencia en San Pablo, librería Pulsional, mes de octubre.

[3] Me refiero a “Juntos para siempre”, una canción de Alejandro Lerner y Carlos Mellino que, en los ’90, se popularizó como cortina musical de la serie “La banda del Golden Rocket”.

[4] En ese sentido, el análisis estaría más cerca de “Presente”, la clásica canción de Ricardo Soulé, de 1970, que comienza diciendo: “Todo concluye al fin, nada puede escapar…”

[5] Entrevista inédita para un libro en preparación, París, 17 de febrero de 2018. Ver también Millot, C. (2016). La vie avec Lacan. París: Gallimard.

Leído en:
https://www.pagina12.com.ar/334249-una-historia-con-final
https://www.pagina12.com.ar/secciones/psicologia/notas

Atender y escuchar los padecimientos en un momento determinado

Lacan la definió como «transindividual»: constriñe los pensamientos. Problemáticas en las que debaten  personas y comunidades.

Por Manuel Ramírez *

La pregunta que quiero hacer al lector es sobre la subjetividad de la época. Parto de esa famosa afirmación de Lacan de que un analista tiene que estar a la altura de su época. Es decir cómo atender y escuchar los padecimientos en un momento histórico determinado si no se está al tanto pormenorizadamente de las problemáticas que atraviesan una época, o también si no se capta lo que podríamos llamar el espíritu de época, aquellas problemáticas en las que se debaten las personas y las comunidades. No deja de asociarse esta pregunta a aquella “conoce tu aldea y conocerás el mundo”.

“Quien conoce su aldea conoce el universo” es atribuida al gran novelista ruso León Tolstoi, autor de la famosa novela La guerra y la paz. La frase con los años se ha ido transformando y es conocida como “pinta tu aldea y pintarás el mundo”.

Lo que se llama subjetividad de una época, siempre lo pensé como algo inapresable, como algo inefable, casi imposible de aprehender, por eso siempre tomé esa frase como una afirmación difusa, difícilmente definible. Como esas investigaciones ociosas y sin sentido.

Ya que surgió este sin sentido, podríamos hablar del real de una época, o también con qué goza una época, si esto se puede afirmar así. Y entendiendo que como Freud dijo en Psicología de las masas y análisis del Yo, el inconsciente no es estrictamente individual, no se confunde con el individuo, sino que tiene un estatuto también social, en tanto y en cuanto el inconsciente es el discurso del Otro, entonces podemos plantearnos sobre la subjetividad de una época. Que tampoco es una mera sumatoria ni un promedio, como sería del gusto de los encuestadores, sino más bien de un real que se tratase de captar.

Dice Lacan en una conferencia que dictó en 1957, presentando sus tres registros -lo imaginario, lo simbólico y lo real-, sobre Freud que si bien era algo que caía fuera de su dimensión y alcance, el real de los sujetos a los que trataba no se le escapaba, frase casi textual que puede encontrarse en esa conferencia. Cuando dice que caía fuera de su dimensión y alcance se refiere a que Freud no contaba con esas tres dimensiones propias de la subjetividad. Aún así no se le escapaba esa dimensión de real en sus sujetos.

Tampoco se le escapaba la dimensión social del real de la civilización porque El malestar en la cultura lo demuestra, tampoco la dimensión política se le escapaba y lo vemos en Psicología de masas y análisis del Yo, cuando se refiere a las masas y el líder.

Hegel, a propósito de los cambios de época, hablaba de la serpiente que deja su piel. Identifica una época a una piel, a lo más superficial por un lado pero también a aquel órgano que contiene, que recubre, pero que contiene en el sentido que no es posible salirse de la época en que se está viviendo, es decir no es posible estar por fuera del espíritu de época.

¿Qué es la subjetividad de una época? Esa subjetividad que Lacan mismo dice que es transindividual (Escritos, p. 247), que nos constriñe los pensamientos y que nos los limita.

Pensando en nuestro país ¿qué diríamos? ¿Cuál es la subjetividad de nuestra época, o cuál es el espíritu de época aquí? Algo que nos homogeniza, más allá de nuestras divisiones, qué real, qué goce determina nuestros discursos que lo recubren. 

*Psicoanalista. 

Leído en: pagina12.com.ar/342634-la-subjetividad-de-una-epoca

07 de enero de 2021

«Es enunciado porque transmite a los demás significados a través de su apariencia y enunciación porque se dirige a uno mismo con sus reclamos y requerimientos.

Por Luis Vicente Miguelez*

Algún día un humano le disparará a un robot
del que salga sangre y lágrimas y que a su vez
le disparará a un humano del que saldrá humo.

Philip Dick

¿Se ha preguntado alguna vez “quién”
es su cuerpo para usted?

Philippe Claudel

Pensar el cuerpo es pensar el mundo, es un tema político mayor, advierte David Le Breton. Las sociedades que intentan prescindir de los individuos fomentando su exclusión y muerte pueden plantearse también prescindir del cuerpo.

Ya no se trata de ciencia ficción. Muchos anhelan una poshumanidad donde proponen deshacerse del cuerpo y vivir en la cybercultura. Una comunidad internáutica donde poder transferir el cerebro a un chip y vivir en una máquina. Distopías pensadas para un mundo donde el sueño de inmortalidad sea algo posible. Retirando el cuerpo de la circulación. “Somos la última generación que va a morirse”, alientan los más fanáticos.

Seamos arcaicos, quedémonos con el cuerpo. ¿Qué es un cuerpo? ¿Qué relación existe entre ese cuerpo que poseemos y nosotros? O mejor dicho, ¿poseemos un cuerpo o somos cuerpo?

En un libro, cuya brevedad no quita la profundidad de su análisis, el filósofo Jean Luc Nancy reflexiona sobre las consecuencias del trasplante de corazón que le realizaron a los cincuenta años.

Se preguntaba si su propio corazón enfermo lo abandonaba hasta dónde podía decir que fuera suyo. “Se me iba volviendo ajeno, una intrusión por defección”.

Su propio corazón un extranjero. Justamente extranjero, nos dice, porque estaba adentro. “Un corazón que latía a medias es sólo a medias mi corazón”, advierte así que una ajenidad se le revela en el “corazón” de lo más familiar.

A ese corazón intruso había, era preciso, extrudirlo.

Comenta que un médico le dice un día, su corazón estaba programado para durar hasta los cincuenta años. Entonces se pregunta, ¿cuál es ese programa del que no puedo hacer destino?

Luego del trasplante sobreviene otra cuestión. La posibilidad del rechazo al órgano trasplantado.

Una doble ajenidad se le impone. La del corazón trasplantado que el organismo identifica y ataca en cuanto ajeno y por otro lado la del estado en que lo coloca la medicina para protegerlo reduciendo su inmunidad para que soporte al extranjero.

El intruso está en mí, revela. Y sin embargo, registra que él se convierte en extranjero de sí mismo.

A partir de este declive provocado de su sistema inmunológico, otras ajenidades se hacen presentes, los viejos virus agazapados desde siempre a la sombra de la inmunidad, ahora perdida, los intrusos de siempre. Diversas enfermedades concurren, estragando su salud.

“Mi corazón tiene veinte años menos que yo y el resto de mi cuerpo tiene una docena, al menos, más que yo”. Corpus meum e interior íntimo meo, utiliza esta frase agustiniana para expresar que su cuerpo se encuentra fuera de lo más íntimo para sí.

Y finalmente advierte que el intruso no es otro que él mismo y sentencia, acaso sea el hombre mismo. Intruso en el mundo tanto como en sí mismo, inquietante oleada de lo ajeno.

Unheimlich, término que Freud convirtió en concepto proveniente de esa peculiaridad de la lengua alemana, esa inquietante familiaridad, eso que debía quedar oculto pero que se ha manifestado. Esa extimidad de nuestro propio cuerpo y que Nancy vivió en lo real.

En 1971, Oliver Sacks, el neurólogo que se propuso sacar a la neurología de su concepción mecanicista y que nos regaló unos textos clínicos de una profundidad y una lucidez maravillosa, cuenta que caminando por una calle céntrica de NY, le pareció identificar tres víctimas del síntoma de Tourette. Eso lo desconcertó porque según se decía el síndrome de Tourette era rarísimo. Tenía, según había leído, una incidencia de uno en un millón y sin embargo él había visto tres en una hora.

¿Podría ser que el síndrome de Tourette no fuese una rareza, se preguntó, sino una cosa bastante corriente, mil veces más corriente de lo que se decía?

Este síndrome, como lo describió por primera vez Gilles de la Tourette en 1885, se caracteriza por un exceso de energía y una gran profusión de ideas y movimientos extraños: tics, espasmos, muecas, ruidos, maldiciones, imitaciones involuntarias. Habría formas suaves y hasta bastantes benignas y otras de un carácter terrible.

Relata el caso que fue pionero en su indagación sobre el tourettismo. Apoda Ray a su paciente de 24 años, incapacitado por múltiples tics de extrema violencia que se producían en andanadas cada pocos segundos. Era víctima de ellos desde los 4 años.

Poseía una elevada inteligencia e ingenio. Desde que había abandonado la universidad lo habían despedido de una docena de trabajos debido a sus tics, su impaciencia, su belicosidad, su descaro y sus exclamaciones involuntarias (mierda, joder, etc.).

Tenía, continúa relatando Sacks, una notable sensibilidad musical y difícilmente hubiese sobrevivido, emocional y económicamente si no hubiese sido un baterista de jazz de fin de semana de auténtico virtuosismo. Famoso por sus improvisaciones súbitas e incontroladas que surgían de un tic o de un golpeteo compulsivo del tambor y que se convertían en el núcleo de hermosas improvisaciones musicales. De modo que, decía el paciente, el “súbito intruso”, así lo llamaba, se convertía en una ventaja altamente apreciable.

Sólo se veía libre de sus intrusos, tics nerviosos súbitos, en el relajamiento poscoito y en el sueño, o cuando nadaba, cantaba o trabajaba rítmica y regularmente hallando una melodía cinética.

Sacks empezó a tratarlo con haloperidol. El comienzo del tratamiento resultó por demás auspicioso, con solo inyectarle un octavo de miligramo el paciente quedó libre de tics durante dos horas.

Viendo este resultado, decidió recetarle una dosis de un cuarto de miligramo tres veces al día.

Dice Sacks que el paciente volvió a la semana siguiente con un ojo morado y la nariz rota y le dijo “se acabó su jodido haloperidol”. Le relató que el medicamente pese a ser una dosis baja, lo había desequilibrado por completo, alterando su velocidad, su ritmo sus reflejos increíblemente rápidos. Muchos de sus tics, en cambio de desaparecer se habían vuelto extremadamente prolongados, casi cayendo en posturas catatónicas.

Se hallaba comprensiblemente decepcionado por esta experiencia y también por otro pensamiento. “Supongamos que pudiese usted quitarme los tics, le dijo, ¿qué quedaría? Yo estoy formado por tics… no hay nada más.

El paciente se describía a sí mismo como “Ray el ticqueur ingenioso”, y no sabía bien si se trataba de un don o de una maldición. Decía que no podía concebir la vida sin el tourettismo, y que no estaba seguro de que le interesase sin él.

Entonces Sacks le propuso que se vieran una vez por semana durante un período de tres meses. Durante este período, le dijo, intentaremos imaginar la vida sin tourettismo.

No estaba en condiciones de abandonar el tourettismo y no podría haber estado nunca en condiciones de hacerlo, reflexiona Sacks, sin aquellos tres meses de preparación intensa, de meditación y análisis profundo tremendamente duros y concentrados.

Actualmente, concluye Sacks, durante las horas de trabajo, Ray se mantiene sobrio, firme, normal con haloperidol. Serio, firme y normal es como el paciente describe su yo de haloperidol. Es lento, parsimonioso en sus movimientos, sin impaciencia ni impetuosidad pero sin aquellas inspiraciones ni improvisaciones deslumbrantes. Ha perdido sus obscenidades, su descaro grosero, pero también su chispa y ha llegado a creer que progresivamente está perdiendo algo importante.

Cuando se hizo patente esta situación y después de analizarlo conmigo, dice Sacks, Ray tomó una decisión trascendental, tomaría haloperidol durante la semana laboral pero prescindiría de él y se “dispararía” los fines de semana. Esto es lo que ha hecho durante los últimos años, y ahora hay dos Ray, uno con haloperidol y otro sin él. Hay un ciudadano sobrio, cavilador, pausado, de lunes a viernes, y hay el “Ray, el ticqueur ingenioso” frívolo, frenético, inspirado, los fines de semana.

He atravesado varios géneros de salud y sigo atravesándolos, decía Nietzsche y podría decirlo también Ray, quien ha sabido hacer finalmente algo con ese intruso.

Oliver Sacks concluye que su paciente ha hallado una nueva salud logrando una flexibilidad de espíritu a pesar de padecer o quizás por ello, el síndrome de Tourette.

Desde tiempos inmemoriales toda sociedad, de una forma u otra modifica culturalmente el cuerpo de sus integrantes. “Toda sociedad humana alberga ese deseo de convertir la presencia en el mundo, y particularmente el cuerpo, en una obra que le sea propia. Nunca el hombre existió en estado salvaje, siempre está inmerso en la cultura, es decir en un universo de significados y valores”, comenta David Le Breton.

Es el cuerpo, más particularmente la piel, un lugar de la memoria. En la piel se escriben momentos señalados de una vida. Narraciones de hazañas, de flaquezas, de amores y de odios. Voluntariamente, mediante tatuajes, adornos, pinturas, indelebles o transitorias. Involuntariamente por las marcas que deja la vida en la piel, una especie de cartografía donde se inscribe el tiempo vivido, la relación con el mundo y el encuentro con el Otro.

El cuerpo es entonces siempre enunciado y enunciación. Enunciado porque transmite a los demás significados a través de su simple apariencia, somos cuerpo. Enunciación porque es aquel que se dirige a uno mismo con sus reclamos, sus requerimientos y sus inscripciones jeroglíficas, tenemos cuerpo.

Hay una historia en Moby Dick de Herman Melville sobre el arponero de Pequod que ilustra de modo impactante esta cuestión, una suerte de geografía íntima de la piel.

“Este tatuaje –cuenta el narrador– había sido obra de un difunto profeta y vidente de su isla, que, con esos jeroglíficos, había escrito en el cuerpo de Queequeg una completa teoría de los cielos y la tierra, y un tratado místico sobre el arte de alcanzar la verdad. De modo que el cuerpo de Queequeg era un enigma por resolver; una prodigiosa obra en un solo tomo; pero cuyos misterios no podía leer él mismo, aunque su corazón latiera contra ellos. Y esos misterios, por tanto estaban condenados a disiparse con el pergamino vivo en que estaban inscritos, y quedar así para siempre sin resolver. Y esta idea debió ser la que sugirió al capitán Ahab aquella salvaje exclamación suya, una mañana, al volverse de espaldas después de inspeccionar al pobre Queequeg: ‘Ah, diabólico suplicio de Tántalo de los dioses’”.

¿Quién es tu cuerpo para ti?

*Luis Vicente Miguelez es psicoanalista.

Leído en: pagina12.com.ar/315727-que-es-el-cuerpo-para-cada-quien

(vía Página/12/Psicología)*

Los psicoanalistas solemos dar nutridas explicaciones acerca de la dificultad que tanto mujeres como varones manifiestan en el acceso al amor. Neurosis de por medio, algo inevitable tanto en ella como en él, ahí donde amor y castración van de la mano: el amor implica siempre un encuentro con la propia falta; para los hombres esto representa algo crucial, ya que reconocerse en falta es feminizarse. Es ponerse en posición femenina. Si el varón obsesivo –lo más frecuente– tiene dificultades con el amor es porque la castración está implicada. De ahí que pueda, ya esto solo, ser motivo suficiente para la huida. Lacan nos marca diferencias entre las formas femenina y viril del amor, sujetas a las posiciones diferentes, derivadas del complejo de castración que señalaba antes, y por lo tanto, al deseo: la viril será fetichista y la femenina, erotómana. O sea que para la mujer la castración toma la forma de una angustia vinculada a la pérdida del amor, es decir, donde el amor alcanza una máxima investidura. Hay encuentros, pero éstos no borran la diferencia entre un hombre y una mujer, distintos en la forma de sentir y de gozar.

Si bien estos conceptos, como muchos más que nos aporta el psicoanálisis, son valiosísimos para la compresión del fenómeno amoroso, me detengo ahora en la contextualización de los mismos, en cómo se manifiesta el amor en el entramado social actual. Lacan nos recuerda que el amor es la sublimación del deseo. Es más, afirma que el amor es un hecho cultural; no podría haber amor en absoluto si no hubiera cultura. (No es sólo él que realiza ese planteo, otros ya lo habían planteado desde otras vertientes del conocimiento).

El escenario del amor

Podemos entonces preguntarnos: ¿qué está pasando en los vínculos libidinales en este siglo XXI? La decadencia del ideal y la promoción del objeto caracterizan la actualidad. Cambia el escenario del amor, lo que hace que los estereotipos sean diferentes. Efectivamente, lo que se entiende por masculino, femenino, matrimonio, etc., tiene otras definiciones. El ideal de las cosas hechas para durar, de los vínculos para siempre, no funciona. La actualidad empuja más al goce autista, la obtención directa del objeto sin velo, el abandono de la empresa al primer tropiezo.

El amor presenta en la actualidad formas inéditas, derivadas de las profundas transformaciones que el cambio de los discursos ha provocado en el lazo social. No olvidemos que es función del amor el facilitar una conexión con el Otro. ¿Y qué decir de esa conexión en los tiempos que corren?

Si el trabajo, la subjetividad, los códigos sociales han sido colonizados por el capitalismo mundial integrado (CMI) o neoliberalismo, por qué no pensar que también las formas de amar sufrieron –y están sufriendo– el mismo curso, ya que éstas se dan en contextos sociales concretos. ¿Y en qué forma las ha afectado? Principalmente creando vínculos más aislados, más individualistas, más preocupados ambos miembros de la pareja en sus propios proyectos y éxitos personales, más interesados en un bienestar material que propone un consumo cada vez más vertiginoso, restando energía para otras actividades más creativas y aumentando un sentimiento de soledad permanente. Se está con alguien conviviendo o no, pero la sensación es de estar solo. Todo esto acompañado de la reconversión monetarista, la exclusión y la precarización laboral que mantiene a hombres y mujeres en un estado constante de incertidumbre. En este panorama, del amor romántico creo que queda sólo el nombre y el boom de ventas del día de los enamorados que confirma aún más la cuestión del consumo a ultranza. Aquel amor romántico, un poco heredero del amor cortés del siglo XII, y de aquél que brilló en el siglo XVIII y parte del XIX, como baluarte de libertad, de rebeldía; que exaltaba los sentimientos, combatía la racionalidad extrema, que valoraba la subjetividad, la naturaleza, etc., se ha banalizado tanto en el siglo XX, que su vigencia solo puede apreciarse en canciones edulcoradas, publicidades engañosas, películas melodramáticas y en múltiples fantasías alejadas de la realidad.

Amor, erotismo y sexualidad

En la última década, algunos sociólogos renombrados como Anthony Giddens, Niklas Luhmann, Alain Touraine, Pierre Bourdieu han planteado reflexiones profundas que gradualmente han puesto el foco de atención del pensamiento especializado en la cuestión de las relaciones personales e íntimas y, más concretamente, del amor, del erotismo y de la sexualidad.

Si como plantea Luhmann entendemos el amor como un medio de expresión del sentimiento, donde ese medio puede ser entendido como discurso o código social especializado, notaremos que lo que sucede actualmente es que la semántica usada está en construcción y en permanente transformación, donde habita lo nuevo y lo viejo. ¿Y qué es uno y qué es lo otro? Lo viejo sería todavía el uso de ese lenguaje romántico, mezclado con expresiones derivadas de las formas de unión que se vienen dando últimamente y que representarían lo nuevo, como lo son los encuentros heterosexuales libres, no conyugalizados, o los encuentros gay.

Además, tanto el amor como la amistad pueden ser considerados como formas sui generis de comunicación intersubjetiva, que solucionan la necesidad contemporánea de hallar alguien con quien compartir la soledad existencial de un yo solitario frente al mundo. El amor y la amistad, como medio generalizado de comunicación, siguen ofreciendo, pues, a la persona de hoy en día, una manera concreta de reconquistar la continuidad del ser, de la que habla Bataille, y hallar una salida a su gélido aislamiento.

Soledad que la mayoría de los sociólogos observadores de la realidad actual señala de una u otra forma. La gélida soledad descrita por Buber, la angustia del Dasein de Heidegger, el secuestro de la experiencia de Giddens, el narcisismo individualista de Lipovestki, el amor líquido de Bauman, el “rapport solitaire au monde” que según Augé se vive en los no-lugares, y la soledad de la diferencia de Sennett-Foucault, son todas formas de constatar la soledad existencial a la que se ve conminado el ser humano contemporáneo.

Paradojas posmodernas

Esta, es una de las grandes paradojas de la era posmoderna: a medida que se pronuncia hasta el extremo un rasgo –un fenómeno­–, simultáneamente aparece la necesidad imperiosa de su contrario. A esta exacerbación de la soledad que mencionaba anteriormente se contrapone un intento desesperado de búsqueda del otro: “sed de otredad”, dirá O. Paz. El reto que plantea la liberación sexual no es precisamente el rompimiento de normas represoras (hecho que por supuesto se viene dando), sino el de tomar el desafío que el amor crea. Me explico. El ejercicio desinhibido del erotismo, tal como se da en las grandes urbes, y al que Giddens llama sexualidad plástica, crea apertura hacia el amor. El problema del sujeto actual es poder manejar esa consecuencia (que tal vez en principio no se buscaba o se tenía conciencia que podría instalarse). Acá es donde Luhmann plantea que al querer los individuos circunscribir las relaciones al marco de la sexualidad, eso les crea infelicidad y angustia, ya que esa sexualidad, si se sostiene, puede crear amor, y si no se lo puede vivir (por las razones que sean) y tampoco librarse de él, la única solución posible es la huida. Me parece que esto tiene que ver bastante con el reclamo que muchas mujeres (más que los hombres) formulan en los comienzos de esos encuentros sexuales: falta de compromiso, desatención, alejamiento por parte de los “caballeros”. A veces el compromiso precisamente era ése, circunscripto a lo sexual, satisfacción hedonista, pero aparece sobre la marcha esa apertura amorosa, el vínculo se complejiza y alguno de los dos, o ambos se retraen. (V.g. la película francesa “Une Liason pornografique”).

La noción de «amor» (más allá del apasionamiento amoroso) que ha llegado hasta nuestros días es producto de una corriente ideológica que surge después de la gran influencia de la Ilustración en la cultura occidental y de la revolución racionalista de Rousseau. No se pueden entender la idea contemporánea de «enamoramiento» y de «entrega amorosa» sin comprender la importancia histórica de la individuación y la secularización.

Pero considerando la importancia de la libertad de elección es que se construye el discurso amoroso contemporáneo: a comienzos del siglo XXI el ideal amoroso es el producto de sumas y restas de todo tipo teniendo como núcleo duro esa «libertad originaria» en la elección del otro. Es cierto que la elección depende de una serie de factores que tienen un vínculo directo con la constitución narcisista de nuestra identidad: «…la experiencia amorosa reposa sobre el narcisismo y su aura de vacío, de apariencia y de imposible, que subyacen a toda idealización igual y esencialmente inherente al amor» nos dice Kristeva, pero asimismo es patente que la opción se registra como un importante baluarte de las libertades conquistadas. Escoger a un «otro» para depositar cariño y entrega siempre será una manera íntima y última de ejercer un derecho. Por esto mismo la pareja en tanto díada amorosa recrea sobre sí misma un círculo perfecto: «unidad social elemental, indisociable y dotada de una autarquía simbólica…» (Bourdieu).

No obstante, el discurso amoroso actual está plagado de temores en torno a esa libertad de opción: la contraparte del mito amoroso contemporáneo, es decir, el lado oscuro del camino que conduce a la felicidad es la senda de la depresión y la melancolía. Esta contraparte y la visión melancólica del amor se acentúan después de la explosión romántica, es decir, como producto de la visión del sentimiento amoroso de los poetas románticos con Wolfgang Goethe y su Werther a la cabeza. El sufrimiento por la pérdida o rechazo del objeto de amor es el riesgo que corre todo hombre o toda mujer que juegan a la seducción.

Chicas con reglamentos

Desde otra perspectiva de análisis, pero tomando en consideración el juego de la seducción para interpretar las formas sentimentales a la luz de la ideología contemporánea, Slavoj Žižek escoge un ejemplo extremo para hablarnos de la forma en que los seres humanos intentan evitar todo daño a la hora de la seducción, convirtiendo al escarceo amoroso en una suerte de cumplimiento de reglas innombradas pero absolutamente rígidas (y por lo tanto también perversas). «Las ‘chicas con reglamentos’ –sostiene Žižek– son mujeres heterosexuales que imponen reglas precisas para dejarse seducir (por ejemplo las citas deben ser arregladas al menos con tres días de anticipación). Aunque las reglas corresponden a las costumbres que solían regular el comportamiento de las mujeres de antes que eran activamente perseguidas por los hombres a la manera tradicional, el fenómeno de las chicas con reglamento no presupone un regreso a los valores tradicionales: ahora las mujeres eligen sus propias reglas libremente –una instancia de la ‘reflexivización’ de las costumbres cotidianas de la actual sociedad […] Todos nuestros impulsos, desde la orientación sexual hasta la identificación étnica, son percibidos como cosas que elegimos […] son experimentados como algo que podemos aprender y sobre lo que decidimos».

Žižek advierte que estas nuevas formas de seducción estarían directamente vinculadas con lo que Anthony Giddens y Ulricke Beck (1994) han denominado la «modernidad reflexiva» para caracterizar a nuestra época, es decir, la creencia de que elegimos todo el tiempo y por lo tanto estamos subsumidos en una sociedad de riesgo permanente puesto que nuestras elecciones pueden ser así mismo fallidas. Para evitar el error es que surge la codificación, y a consecuencia de ella, la perversión (v.g., las chicas con reglamento).

¿Por qué, entonces, seducir sin dejarse seducir es una de las formas como se vive el amor en la actualidad?, ¿hay detrás de esta postura de experimentación de los afectos una «idea» (o un conjunto de ideas) que está vinculado con esta modernidad reflexiva? ¿El miedo a dejarse «tocar» profundamente por un otro al que rehuimos es realmente una manera de vivir en la actualidad la experiencia amorosa?

Al margen de que deben de existir múltiples maneras de vivir la experiencia amorosa en nuestra época, es cierto que luego de la caída de las utopías, una de las últimas que nos resta, es la utopía del amor: esa forma de entender la relación amorosa como una unidad perfecta de opuestos complementarios que, más tarde o más temprano, nos llevará a palpar la felicidad. Esa es la idea de amor romántico que tal vez sea la utopía que tiene que caer y que ya de alguna manera está cediendo paso a otras formas de entender el amor.

Oscar De Cristóforis, psicólogo psicoanalista, autor de “Amores y parejas en el siglo XXI”. Ed. Letra Viva.

Leído en: *pagina12.com.ar/220783-el-amor-en-tiempos-de-incertidumbre – 26 de septiembre de 2019

Imagen: Página/12

Un hijo humano encuentra su lugar sólo cuando es alojado por el deseo materno.

Por Osvaldo Rodríguez* – vía: Página/12 – 19 de noviembre de 2020

En el siglo XII de la era cristiana, Federico II Hohenstaufen ostentaba el título de emperador del sacro imperio romano germánico.

Este excéntrico personaje, de vastos conocimientos y curiosidad sin límites, hablaba nueve idiomas y era versado en filosofía, astronomía, matemáticas, medicina y ciencias naturales. Sus contemporáneos lo conocían por el apodo de “stupor mundi”, dado que su afán por experimentarlo todo dejaba al mundo pasmado.

Se cuenta que en una ocasión encerró a un hombre en una vasija hermética hasta dejarlo morir para comprobar si en ese medio el alma podía abandonar el cuerpo. Aparentemente logró comprobar que sí podía.

De entre sus curiosos experimentos, me interesa aquí destacar uno.

Federico estaba intrigado por saber si existía para la humanidad una lengua adánica preexistente a todo contacto cultural. Intuyó que si un ser humano se criaba sin ningún contacto con un semejante, finalmente surgiría en él la lengua originaria, que según su hipótesis, era el hebreo.

De este modo, dispuso que se tomara a treinta bebés recién nacidos, se los alojara en una sala aséptica, y se les brindara la mejor alimentación y cuidados que su época podía suministrar; la condición del experimento exigía que nadie les dirigiera la palabra, ni les manifestara la más mínima expresión emocional.

El resultado fue contundente: a las pocas semanas todos los bebés estaban muertos.

Varios siglos después de que Federico dejara en paz a los infantes de su imperio, el psicoanalista de origen austriaco y formación freudiana René Spitz realiza en los Estados Unidos importantes observaciones sobre niños expósitos.

Los resultados de las mismas –que cambiaron para siempre el modo de proporcionar cuidados hospitalarios a los niños– le permiten describir el síndrome de la depresión anaclítica y el hospitalismo. Los bebés recién nacidos, que carecían de contacto humano, aunque estuvieran perfectamente higienizados y alimentados, sufrían un progresivo retraso en sus funciones vitales, tornándose irreversible si el tiempo se prolongaba y desembocando irremediablemente en la muerte.

Las experiencias de Federico II y de René Spitz nos permiten preguntarnos, ¿cuáles son las condiciones de posibilidad de la vida humana?, puesto que pareciera que no es suficiente ofrecer las condiciones naturales de nutrición y no agresión externa. Si se la deja librada a su devenir, ésta no prospera.

Está, por decirlo así, desnaturalizada, precisa de la palabra y los cuidados deseantes del otro tanto o más que de los nutrientes.

Estos dos ejemplos nos permiten deducir que la vida humana difiere radicalmente de las otras formas de vida animal. Su posibilidad de existencia está dada no solo por la unión de los gametos y sus sucesivas divisiones celulares, sino que requiere de un marco simbólico deseante, que excede por mucho el campo de la biología.

Esto es lo que los psicoanalistas llamamos deseo materno, una función que de no estar presente torna imposible alojar al cachorro en el campo de lo humano. Sabemos bien las graves consecuencias que acarrean una falla a nivel de la constitución del deseo materno. Su ausencia es sencillamente incompatible con la vida humana.

Desde esta perspectiva, un hijo humano encuentra su lugar sólo cuando es alojado por el deseo materno, y esto es algo que no coincide con el momento de la concepción, ni siquiera con el del alumbramiento.

¿Quiénes somos para poder decirle a una mujer cuándo ser madre, cuándo lo debe desear y qué hacer con su cuerpo?

Si como sociedad no renunciamos a esta pretensión de dominación, las seguiremos condenando a la cárcel o la muerte.

Debo confesar que mi formación y mi experiencia me llevan a tener muy poco apego con las verdades evidentes y las obviedades, pero en esta ocasión no puedo dejar de nombrar algunas:

  • Desde luego que el aborto es una tragedia.
  • Claro que nadie quiere llegar a él.
  • Por supuesto que es preferible que no se produzcan embarazos no deseados…

Pero mientras ese mundo ideal no advenga: “Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir”.

*Osvaldo Rodríguez es profesor Adjunto Psicoanálisis Freud Cátedra I, Facultad de Psicología. Universidad de Buenos Aires.

Leído en: pagina12.com.ar/306693-proyecto-sobre-aborto-las-consecuencias-de-la-falla-en-la-co


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